La ciudad venía a coincidir en mi mente con la idea de progreso, de movimiento, de técnica, de avance, de modernidad; el pueblo con la de tradición y permanencia. La ciudad está continuamente cambiando, mudando, regenerándose, creciendo… tanto que, de repente, un día la encuentro desconocida y me doy cuenta que no es la misma que me vio crecer. Los cambios se suceden y se han sucedido tan aprisa que no los he notado uno a uno hasta que hay un momento en que los noto todos, todos a la vez y de golpe, y descubro con desazón que esta ciudad ya no es la que creía, ya no es la mía. Me siento un poco huérfano y un algo solo. No soy un anciano, pero tampoco soy joven y ella no es ni vieja ni nueva, es otra simplemente. Es como si la ciudad hubiera desarrollado una cierta hostilidad hacia mí que, al contrario que ella, me he vuelto más estable con el paso del tiempo. Esa hostilidad callada, que solamente intuyo, llega al extremo de hacerme sentir sobrante, percibo como si una voz saliera del subsuelo y me dijera:
- ¿Todavía estás por aquí?, ¿pero qué pintas tú ya? Desaparece y haz lugar a otros como han hecho las viejas casas y los arrabales, no ves que aquí no hay lugar para lo que se vuelve lento y poco productivo.
Con el desasosiego dentro y casi un poco avergonzado por la reprimenda huyo al pueblo y allí, enseguida, me tranquilizo y me vuelve el alma al cuerpo. La fuente romana sigue en su sitio con alguna que otra piedra mellada, la iglesia con el cañonazo en el muro de cuando la francesada, los acróbatas de la ermita de abajo con su sonrisa de siempre, el escudo de la villa presidiendo la fuente, la plaza con los soportales y el balcón esquinado, la calle principal con los blasones de los nobles y los portales oscuros y frescos, la ermita del cruce en su sitio y con cuatro flores silvestres prendidas en la puerta… y todo con el mismo orden que un día ya lejano conocí. Me doy cuenta que voy al pueblo a hacer terapia, buscando la seguridad que lo permanente ofrece, esa seguridad que la mutación de la ciudad hace tiempo que dejó de darme o, para ser más exacto, que me cambió por vértigo, estrés y ruidos de tráfico constante a la voz de ¡Deprisa, deprisa! Allí, en el pueblo, me tranquilizo porque veo que casi todo permanece y que, al simpatizar mi mente con ello, me hace creer que también yo soy el mismo de cuando entonces, que tampoco yo he cambiado. El pueblo es la terapia para mi mal de ciudad. Sí.
- ¿Todavía estás por aquí?, ¿pero qué pintas tú ya? Desaparece y haz lugar a otros como han hecho las viejas casas y los arrabales, no ves que aquí no hay lugar para lo que se vuelve lento y poco productivo.
Con el desasosiego dentro y casi un poco avergonzado por la reprimenda huyo al pueblo y allí, enseguida, me tranquilizo y me vuelve el alma al cuerpo. La fuente romana sigue en su sitio con alguna que otra piedra mellada, la iglesia con el cañonazo en el muro de cuando la francesada, los acróbatas de la ermita de abajo con su sonrisa de siempre, el escudo de la villa presidiendo la fuente, la plaza con los soportales y el balcón esquinado, la calle principal con los blasones de los nobles y los portales oscuros y frescos, la ermita del cruce en su sitio y con cuatro flores silvestres prendidas en la puerta… y todo con el mismo orden que un día ya lejano conocí. Me doy cuenta que voy al pueblo a hacer terapia, buscando la seguridad que lo permanente ofrece, esa seguridad que la mutación de la ciudad hace tiempo que dejó de darme o, para ser más exacto, que me cambió por vértigo, estrés y ruidos de tráfico constante a la voz de ¡Deprisa, deprisa! Allí, en el pueblo, me tranquilizo porque veo que casi todo permanece y que, al simpatizar mi mente con ello, me hace creer que también yo soy el mismo de cuando entonces, que tampoco yo he cambiado. El pueblo es la terapia para mi mal de ciudad. Sí.
2 comentarios:
Uno, en su ignorancia de los dieciseis años, pensaba que los paletos solo estaban en los pueblos. Craso error: las ciudades están llenas de paletos; y son más paletos que los del pueblo, porque no saben que lo son.
Me sorprendo la conclusión a la que llego leyendo este post: a mi me ocurre lo contrario. Hasta los 7 años fui una niña de aldea, viví siempre entre bosques, caminos, campos de maiz o de centeno, prados, vacas, labores como o outono, a sega, a malla... pero ahora mi aldea está tan cambiada, los caminos se cerraron con la propia maleza porque ya no hay carros ni tractores que los usen, no limpian los montes siquiera, y en los caminos que atraviesan los lugares, ya no son los peuqeños caminos que llevaban a fuentes con duende, sino carreteras y pisstas que convirtieron la aldea en una maraña de carreteritas que atraviesan chousas, leiras, finchas, cortaron las carballeiras, los soutos, y donde había antes pequeñas casitas han construído chalets.
algún rincón me queda reconocible, y llega allá a lo pronfundo de la memoria, cuando los dias olían a pan con nocilla, a leche recién ordeñada, a xiada, y por las noches podía oir a la curuxa.
En cambio la ciudad fue creciendo conmigo, en cada esquina me generó nuevos recuerdos, y de momento no me provoca ese "sentirme ajena". Y, aunque prefiera doblemente el campo, es justamente en el lugar donde nací donde más se me acentúa esa sensación de no pertenencia. Creo que cuando voy a cualquier pueblo que no es el mío, y camino por caminos que nunca vi, me redescubro como niña campesina, porque son nuevos caminos que se abren, y no los antiguos que transformaron.
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