04 agosto 2018

America first!



Siempre me ha sorprendido que los estadounidenses llamen a su país con el nombre de todo el continente. Esta especie de sinécdoque (llamar a la parte con el nombre del todo) suele ser propia de políticos (que, si de todo abusan, cómo no del lenguaje) pero, en el caso de los estadounidenses, me da la sensación de que lo tienen interiorizado también los ciudadanos. Creo que los naturales de los USA, en general, cuando pronuncian la palabra “americanos” no se están refiriendo al conjunto (brasileños, argentinos, peruanos, mexicanos, chilenos, panameños…) sino exclusivamente a sí mismos.

Así su actual presidente, Mr Trump, ha llegado a una máxima simplista que todos sus conciudadanos entienden: America first! Que, para ellos, significa: ¡Nosotros primero!

Independientemente de los sentimientos de postergación o de desprecio, o simplemente de rubor por tan mala educación, que puedan sentir los demás ciudadanos del continente americano o del mundo, esta osadía permanente de Mr Trump me lleva a pensar en cómo los estadounidenses han llegado a tal concepción de sí mismos y del mundo.

Dejando a un lado la cortesía y el respeto a los demás, que a todos debieran habernos inculcado de pequeños, he dado un repaso a la Historia de los USA por si, de ella, fuera posible sacar alguna idea que justifique esa osadía de Mr Trump que, algunos (siempre hay extremistas), llaman prepotencia.

El origen de los USA comenzó en un conflicto entre las 13 colonias británicas asentadas en la América del Norte y Gran Bretaña entre 1775 y 1783. Parece que el Imperio Británico quiso imponer en sus colonias un orden de aprovechamiento en favor de la metrópoli que no existía antes de 1775. A los colonos esto les pareció una atrocidad y, al sentirse atropellados por un imperialismo británico, voraz y explotador, invocaron la defensa de sus viejas libertades allanadas y usaron las asambleas que tenían para pronunciarse en contra. El conflicto concluyó en una guerra global librada por colonos blancos anglosajones contra las tropas británicas. Pero los insurrectos tuvieron como aliados a Francia, España y Holanda en esa guerra, cuyo curso fue decido especialmente por la intervención francesa y de sus aliados a partir de 1778.

La formación de la nueva república se hace con la Constitución de 1787 como: Autogobierno, con una Corte Suprema que determinará el sentido de la Constitución, con una organización federal del Estado y un poder legislativo bicameral. Representa una ruptura total con el concepto anterior de soberanía absoluta.

Esta revolución que lleva a la creación de los USA fue esencialmente política, no social. Realizada por los colonos blancos, excluyó explícitamente a los negros, a los esclavos y a los aborígenes. Es decir, no tuvo ningún componente de reforma social, pues la sociedad estadounidense eran los blancos. Esto hace que esta independencia sea muy distinta de las que se produjeron sucesivamente en los países latinos del continente americano, donde la sociedad estaba formada por indios, mestizos, criollos y europeos, las cuales, en la mayoría de los casos fueron, además de independencias, guerras sociales. Parece que ya hubo por entonces un “¡Nosotros primero!” en el origen de los USA que ignoró al resto de la población, autóctona y negra, en beneficio exclusivo de los colonos anglosajones.

Los problemas surgen con la expansión territorial del país, al incorporar nuevos estados a la Federación. La primera fue la incorporación de la Luisiana en 1803. Pero siguió la expansión hacia el Oeste a lo largo del siglo XIX, con el despojo y la virtual exterminación de los amerindios y la ocupación de las extensas provincias mexicanas de Texas, California, Arizona y Nuevo México entre 1836 y 1848. (México estaba muy a mano, tenía sólo siete millones de habitantes, frente a los veinte de la Federación, y además ya eran independientes, con lo cual se eludía un eventual conflicto con España y también, todo hay que decirlo, andaban los mexicanos muy desorganizados con sus revoluciones internas permanentes y cíclicas. Así que los mexicanos se tuvieron que resignar, por la fuerza, a quedarse sin la mitad de su territorio.)

El primer problema serio que hace saltar la Federación se presenta con el asunto de la esclavitud (necesaria en la mentalidad de entonces para la explotación de plantaciones) que da lugar en 1861 a la Guerra de Secesión. Con el triunfo de los estados norteños en 1865 se redefinen las relaciones entre todos los estados de entonces:

En 1865 se produce la abolición de la esclavitud (13ª enmienda de la Constitución). En 1866 se redefine la ciudadanía para todos los nacidos en el territorio USA (14ª enmienda de la Constitución). En 1869 se prohíbe negar el derecho al voto por raza o color (15ª enmienda de la Constitución). Pero, pese a todo lo anterior, la plena integración de los esclavos negros, y su descendencia, en la vida ciudadana requirió un siglo más de segregación y discriminación (1960, Martin Luther King). Y los brotes de racismo siguen hoy, como todos sabemos.

Durante la Guerra Civil y el periodo de reconstrucción que le siguió (1865-77) aumentaron los poderes del Gobierno Federal y se reforzó la idea de una nación estadounidense. Pero también los USA se configuraron como un imperio continental. Tras todas las tierras ya ocupadas existía una red de fortificaciones y la importancia del poder militar era similar a la que los imperios coloniales europeos tenían en África y Asia. Y, además, durante la etapa de la reconstrucción, los estados sudistas rebeldes estuvieron bajo la ocupación militar de las fuerzas federales.

Pero la incorporación a la Federación de los nuevos estados, conseguidos por la expansión imperial de los USA, fue un proceso paulatino y prolongado. Ya que los principios de “alcance universal” de la Constitución (derivados del derecho natural y consagrados como derechos y garantías de los ciudadanos) estaban, de hecho, destinados solamente a los WASP (Blancos, anglosajones y protestantes), que se habían constituido a sí mismos en una élite privilegiada. Y la historia social de los EEUU hasta el siglo XX ha estado marcada por definir a quiénes se incluía o excluía de estos derechos, cosa habitualmente marcada por un filtro racial.

Pero, aparte de estas consideraciones, la experiencia imperial de los USA en el continente americano siguió así:

Adquisición de Alaska en 1867. Anexión de Hawai, Guam, Samoa y Filipinas (1898-99). Ocupación de Cuba y anexión de Puerto Rico (1898-1902). “Panama Canal Zone”, con el Tratado del Canal en 1903. Adquisición de las islas Vírgenes en 1917. Ocupación de Nicaragua (1912-1933). Ocupación de Haití (1915-1934). Ocupación de la República Dominicana (1915-1924). Firma con Nicaragua del Tratado Bryan-Chamorro (1916-1970) que garantizaba una base naval en el golfo de Fonseca, el uso de las islas Maíz en la costa Caribe y los derechos para la construcción de un canal interoceánico a través de Nicaragua. Enmienda Platt, vigente desde 1901 a 1934, que daba al gobierno de los USA derecho de intervención militar en Cuba.

¿Cómo fue esto posible? ¿En qué se basaban las relaciones exteriores de los USA?

Desde su origen los USA, en cuanto a sus relaciones con los otros países de América, tuvieron estos criterios principales:

Desde 1823 la “Doctrina Monroe” que, en esencia, conminaba a todas las potencias europeas a abstenerse de intervenir en el continente americano. Y, desde 1904, el “corolario Roosvelt” a la Doctrina Monroe, donde se decía sin ningún recato: “Si una nación del continente sabe comportarse con razonable eficiencia y decencia en los asuntos políticos y sociales, si mantiene el orden y paga sus obligaciones, no tiene  por qué temer la interferencia de los Estados Unidos; pero si el comportamiento no es civilizado, en virtud de la Doctrina Monroe, los Estados Unidos deben ejercer en el continente una función de policía internacional”.

Con estos criterios tan neutrales, objetivos y respetuosos, la relación de los USA con las otras naciones del continente americano pasó por varias fases que, siendo todas intimidatorias, se conocen con estos nombres:

BIG STICK (1898-1933) Caracterizada por la intervención militar directa en otros países.

LA POLÍTICA DEL BUEN VECINO (1933-46) Que buscó el evitar las intervenciones directas pero que, sin embargo, apoyó a dictaduras y gobiernos autoritarios para garantizar la estabilidad interna y la lealtad al gobierno de Washington.

LA GUERRA FRÍA (1947-90) Los USA lideran la lucha anticomunista sin pararse en matices y de un modo un tanto paranoico. El furor anticomunista de Washington identificaba con comunismo cualquier programa reformista e hipotecaba así la democracia y el desarrollo en lo que ellos consideraban su patio trasero (Backyard) y que era toda la América Latina.

Pero en todas las etapas, los USA se consideraron a sí mismos autorizados por derecho propio para llevar a cabo intervenciones militares limitadas, no como hechos excepcionales, sino como actos normales y permitidos. Cosa admirable y sorprendente para un país que se considera campeón de la democracia. (Para no extenderme no citaré las numerosas intervenciones que en el continente tuvieron y que, quienes tengan una edad, recordarán. Pero no fueron pocas, aparte de la influencia de los intereses de sus empresas en las economías de toda la América Latina).

La pregunta ahora sería: ¿Qué fuerza ideológica había, o hay aún, tras este comportamiento habitual de los USA desde sus orígenes?

Parece que en la Historia de los USA se apuntan estas ideas: La colonización de los Estados Unidos fue obra del protestantismo anglosajón, fundamentalmente una obra civilizadora; mientras que la colonización del resto de América fue una tarea simplemente explotadora del catolicismo ibérico y sus monarquías esquilmadoras. Desde la independencia de USA sus líderes atribuyen las turbulencias de las revoluciones latinoamericanas a la herencia ibérica y, en particular, al retraso provocado por el fanatismo católico (olvidan la diversidad social y racial que han conservado estos países latinoamericanos y que los colonos anglosajones estadounidenses “neutralizaron” silenciosamente en el suyo). Así los Estados Unidos confían en una misión evangelizadora anglosajona frente a las razas latinas, indígenas y negras para que, con ella, se vean beneficiadas por el progreso, la democracia y la libertad esos pueblos atrasados e inferiores.

Pero, principalmente, la mayor carga ideológica de los USA queda definida en estos dos conceptos: El Destino Manifiesto y el American Dream.

La doctrina del “Destino Manifiesto” se perfila hacia 1840 y es la idea de un destino providencial, asignado misteriosamente a los USA y que se desconoce de dónde provenía, pero que autorizaba “per se” la expansión territorial de los Estados Unidos. Una especie de revelación, puede intuirse, si ponemos voluntad en ello.  Y quedó plasmado en un artículo del periodista John L. O´Sullivan, en relación a la anexión de Oregón, publicado en 1845: “…el derecho de nuestro Destino Manifiesto para extendernos y poseer la totalidad del continente que la Providencia nos ha dado para el desarrollo del gran experimento de la Libertad y el autogobierno federativo que nos ha sido otorgado.”

Seguramente, con este sentir colectivo, casi todos los estadounidenses de entonces vieron la anexión de los territorios mexicanos, y de todos los demás, como un resultado de ese Destino Manifiesto Providencial. Pese a todo estaban “en estado de gracia”: su causa era justa. Parece que el “¡Nosotros primero!” que hoy se formula formó parte consustancial de la Historia de los USA desde su origen.

El “American Dream” iba dirigido principalmente a los inmigrantes europeos (muy numerosos en el siglo XIX y también en el XX) y les ofrecía un mundo de oportunidades sin límite por el carácter excepcional del desarrollo estadounidense, basado en el progreso tecnológico, el crecimiento económico, la libertad empresarial, la garantía estatal del orden y la propiedad privada. Lo mejor que podía ocurrirle a la Humanidad era la extensión de los principios de los USA al resto del mundo. Y así fue como se difundió a los ciudadanos del orbe, que ya no eran admitidos en USA o no tenían interés en establecerse allí, el “American Way of Life”, para que practicaran en casa. Hay que decir que aún hay quien cree en el “Sueño Americano”, pero desde hace años los USA han cerrado sus fronteras, no se sabe si a todos o especialmente a esas razas inferiores y atrasadas que los viles y ambiciosos españoles y portugueses explotaron, pero no exterminaron, en la parte de América que colonizaron tan bárbaramente.

Tras leer esto, cada uno puede recapacitar sobre si los estadounidenses tienen una mentalidad, procedente de su historia, que les hace creer en eso de “America first!” como una cosa natural y de toda la vida,  como un regalo más de la Providencia que les bendecirá con esa suerte eternamente. Sin embargo, me da la impresión de que ese “¡Nosotros primero!”, tan amenazador, no es cosa nueva, sino que ha regido en ese país desde su fundación. Pero, claro, puede que me equivoque.

12 julio 2018

Las diferencias "identitarias"



Creo que todas las comunidades, en algún momento o por algún hecho, hemos tendido a sentirnos superiores a las demás (A veces con relativa razón, claro, aunque siempre con la sinrazón más absoluta). Porque sentirnos superiores es un contrasentido si, al mismo tiempo, pensamos democráticamente. Pero cuando ese sentimiento de superioridad se convierte, como objetivo político, en intolerancia hacia “los otros”, el peligro es inminente.

Uno de los primeros carteles de propaganda turística que se ideó en España sólo decía: “España es diferente”. Hoy algunas de nuestras comunidades se promocionan con la misma idea y, en general, se camufla bajo la palabra “diferentes” la idea, más real pero menos vendible democráticamente, de sentirse simplemente superiores de raíz. Ver que tus semejantes tienen ese concepto de sí mismos da pena (y miedo).

Aunque parece que, de este sentimiento de superioridad, no escapa eventualmente nadie en el mundo, siempre quedan personas que, al tiempo que afirman esa superioridad íntima y regocijante, ponen en duda su chovinista osadía con finísimo humor. Porque el humor es una forma adulta y deportiva de desechar con elegancia la fácil convicción del autoengaño:

“Oh Señor y Dios nuestro, serás siempre adorado en esta isla cristiana, porque  con tu ejemplo nos enseñaste la virtud de la humildad pero, además y por si acaso, en tu divina omnisciencia, creaste el alcohol para impedir, de todo punto, que los irlandeses dominásemos La Tierra.” (Anónimo leído en una taberna de una aldea irlandesa)

Pero para buscar ese sentimiento de superioridad, que también se dio en la España Imperial (aunque cueste creerlo), y quizá hoy rebrota, como ha hecho periódicamente a lo largo de los siglos, en algunas de nuestras comunidades, será más conveniente citar el comentario de un inglés de aquella época del Imperio Español. Aquel hombre nos miraba desde fuera y, además, no debía ser nada rencoroso porque, pese a haber luchado contra La Armada Invencible y los intereses españoles, escribió lo siguiente, a comienzos del siglo XVII, sin que nadie le obligara (que nos conste):

“No puedo por menos que ensalzar la valiente virtud de los españoles. Pocas naciones, o acaso ninguna, han soportado tantas desdichas y padecimientos como los españoles durante su descubrimiento de Las Indias. Y, sin embargo, persistiendo en sus empresas, con indomable constancia, han anexionado a su reino tantas extraordinarias provincias como para enterrar el recuerdo de todos los peligros afrontados. Tempestades y naufragios, hambre, derrocamientos, motines, el frío y el calor, la peste y todo tipo de enfermedades, antiguas y nuevas, junto a una extrema pobreza y carencia de lo más necesario, han sido los enemigos que han tenido que afrontar, en un momento u otro, en todos y cada uno de sus más nobles descubrimientos.” (Sir Walther Raleigh, “History of the World”)

Es significativo que sir Walther hable de los españoles y no de España, pues de ese modo parece que implícitamente admira a unas gentes esforzadas pero no a sus gobernantes. Y es que seguramente, si los malos gobernantes han sido el sino irrevocable de los españoles a lo largo de nuestra historia, el milagro de que perviva España es difícil atribuírselo a alguien que no sea la Divina Providencia o, simplemente, la carambola.

La frase “¡Dios, qué buen vasallo, si hubiera buen señor!” ya la dijo, no en vano, un anónimo juglar, bastante antes de que se fundara la España actual, para definir la relación del Cid con su rey, y quizás valiera también para definir la relación de los españoles con nuestros gobernantes a lo largo de la historia.

También, uno de los fundadores de la España moderna y, al parecer, uno de los pocos buenos gobernantes que tuvimos, el rey Fernando el Católico, decía de nosotros: "La nación es bastante apta para las armas, pero desordenada, de suerte que sólo puede hacer con ella grandes cosas el que sepa mantenerla unida y en orden". Claro que a este buen rey los nobles castellanos de la época le apodaban, y no creo que con cariño, el “viejo catalán”. O sea, que las reticencias vienen de lejos.

Pero dejando a un lado elogios y gloriosas palabras (por merecidos que unos y otras sean), recapacitemos con realismo sobre algunos antecedentes al primer viaje colombino. Pues hay algunos hechos previos, y poco conocidos, que podrían movernos a la reflexión.

Por ejemplo, desde finales del siglo XV y durante el siglo XVI a los españoles les estaba permitido tomar los apellidos que desearan de cualquiera de sus cuatro abuelos. Teniendo en cuenta nuestro mestizaje de siglos con judíos y moros (amén de otros muchos anteriores, y nuestra resistencia a reconocerlo) y los correspondientes decretos de expulsión de finales del siglo XV hacia los miembros no conversos de estas comunidades, cabe pensar si no se trataría con aquella medida de homogeneizar los nombres de todos los cristianos de aquel nuevo reino para ocultar nominalmente las raíces judías o moras de muchos.

Si así fue, sólo se consiguió a medias, pues los cristianos de pura cepa, recelando de los conversos, inmediatamente crearon los términos de “cristianos viejos” y “cristianos nuevos”, para evitar que los nombres adoptados por los conversos (algunos muy pomposos) enmascararan la abyecta y traicionera sangre infiel oculta bajo ellos. De modo que, si aquello de los apellidos fue un intento de unificar, resultó en lo contrario. Creó una nueva diferencia. Un nuevo “nosotros” y “ellos” que se sobreponía a las demás diferencias ya existentes. Un nuevo sectarismo, por si teníamos pocos.

Así, a la tradicional rivalidad e inquina entre los reinos viejos: aragoneses (y sus subconjuntos, para no omitir a los catalanes y valencianos, entre otros), castellanos de distinta antigüedad (de la Vieja, de la Nueva y de la “Novísima” Castilla, que venía a ser Andalucía), vascos (vizcaínos, alaveses y guipuzcoanos, no confundirlos, por favor, que, pese a vivir en un área chiquita, son identidades muy distintas. Los de Bilbao, punto y aparte, claro), navarros, gallegos, leoneses (estos dos últimos con los del Bierzo en medio, y estos a su vez con los de Los Ancares), cántabros, asturianos, extremeños, murcianos…(absolutamente todos con infinidad de particularidades internas aun entre poblaciones limítrofes) se les unía ahora, por si no estaban ya lo suficientemente “diferenciados” entre ellos, la clasificación transversal de cristianos viejos y nuevos. Esta última diferencia afectaba a todas las comunidades en lo más sagrado: la pureza de sus cristianas almas, aunque éstas residieran en cuerpos de sangre secularmente mestiza. Pero curiosamente se llamó al asunto: “Pureza de sangre”, cuando muy poco tenía que ver con ella, ya que el mestizaje en España venía de muy antiguo y por eso algunos, en lugar de llamarlo por su nombre, inventaron el candorosos eufemismo de llamar al suelo patrio “Crisol del culturas” y no tierra de mestizos seculares.

Y todo lo anterior sin mencionar a los vituperados gitanos, habitantes también de la vieja España, y que, tan integrados como el que más en la nación, aún proclaman hoy en día sin ningún reparo sus reticencias a perder su secular identidad: “¡Ay qué desgracia, caballero, ay qué desgracia tan grande, peor que un cáncer, peor que la cárcel,  peor que la discriminación de esa mala, pero mala, mala: que mi niño, el Dieguito, se quiere casar con una paya!”

Así estaba el panorama. ¿Qué hacer con aquel maremágnum étnico y cultural de pueblos tan puros y genuinos, tan peculiares, de irreconciliables “diferencias identitarias”, etc. que  el mundo contempló y que, con admiración estupefacta, varios siglos después parece seguir vigente? Aquel “¡Santiago y cierra España!” (los indios debían creer que Santiago era el dios de la guerra de los españoles, pues también el grito se lanzó en América) siguió sirviendo en Las Indias después de acabada la Reconquista en España. Y ni por esas España se ha cerrado.

Opino, con vergüenza, que parece que el vínculo del mutuo rencor es el yugo que ha mantenido unidos a los españoles tanto en las grandes empresas como en nuestra interminable refriega interior, con o sin imperio. Hace muchos años que perdimos aquél y, sin embargo, nuestras inquinas permanecen y llevan camino de seguir. Parece que la identidad de España es siempre su lucha interna y su falta de unidad. Pero, al menos, nos dimos una pausa, en el mejor sentido, con Las Indias.

21 junio 2018

Sacrificios humanos


He leído algo de la arqueóloga mexicana Ximena Chávez sobre los sacrificios humanos en las excavaciones del Templo Mayor de Tenochtitlan (capital de los Mexicas y ubicada hoy en el subsuelo de la capital de México).
Parece que los gobernantes mexicas de hace 500 años y anteriores, mediante este rito, creían poder conseguir de los dioses la estabilidad de su imperio y de sus propias existencias, alimentando el ciclo natural vida-muerte. Pensaban, se cree, que eso agradaba a sus dioses y éstos, a cambio, les devolvían la rutinaria prosperidad cotidiana que tanto ansiaban los Mexicas y de la que continuamente recelaban. La desconfianza hacia el futuro parece tan antigua como universal.
También deduce esta arqueóloga, de su trabajo sobre miles de restos óseos, que los sacrificados no fueron decenas de miles (como especularon los cronistas españoles de la época de la conquista), sino muchos menos.
Dice Ximena Chávez: “En aquel entonces se aceptaba socialmente el sacrificio, incluso la persona que iba a ser sacrificada seguramente aceptaba que formaba parte de un todo. Pero hoy se ha perdido la sacralidad de la violencia.”
Es cierto que los cronistas españoles de la época hablan de muchos miles de sacrificados, del mismo modo que exageran desaforadamente el número de combatientes de los ejércitos a los que hubo de enfrentarse Hernán Cortés. Estas exageraciones que a veces rozan, cuando no alcanzan, el ridículo de lo increíble, creo que son notoriamente interesadas. O, mejor, lo fueron para aquellos legendarios guerreros españoles a los que nadie podían impedirles hacerse publicidad a sí mismos.
En cuanto a los sacrificios humanos, los españoles encontraron un poderoso motivo de descrédito hacia los Mexica, pues, para su sorpresa, el imperio Mexica con el que toparon era una civilización organizada, culta y refinada, orgullo de los conquistados, y que a los conquistadores asombró. ¿Explotaron el hecho de los llamativos sacrificios humanos para justificar la implantación de un orden nuevo y cubrirse de razones para hacer lo que hicieron? Parece que bastante de eso hubo. Y, tal vez, inculcaron en la lejana España la idea de que se estaban enfrentando con salvajes irredentos que pedían a gritos ser “civilizados”. Cuando la realidad, que sólo ellos conocían, lo desmentía totalmente.
Las exageraciones en el número de atacantes en las batallas que libraron también redundaba en la mayor gloria y merecimientos de los conquistadores ante los sucesivos monarcas españoles, que se encontraban tan lejos de los escenarios de la conquista y, muchas veces, tan ajenos a ella.
Pero, generalizando, los españoles también tenían “dioses” a los ojos de los Mexicas que seguramente no andarían muy duchos en el sencillo y comprensible Misterio de la Santísima Trinidad. El Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, las Vírgenes, los Santos… alguno tan emplumado como Quetzalcoatl, tendrían ante ellos este papel. Pero, sin embargo, los ritos religiosos de los cristianos y sus entidades religiosas eran totalmente desconocidos para ellos. Si no hubiese sido así, tal vez los inteligentes y cultivados mexicas y mayas habrían llegado a la conclusión de que los cristianos también hacían sacrificios humanos.
Si los sacrificios humanos eran homicidios programados por motivos religiosos, ¿acaso no se inmolaban víctimas en España por idénticos motivos?. Pensemos en la Santa Inquisición, ¿no velaba el Santo Oficio por la religión de los cristianos? Su misión consistía en perseguir la herejía, la brujería, la judaización, la blasfemia, la homosexualidad… y todas aquellas cosas que molestasen al Dios trinitario cristiano. ¿No deberían considerarse las ejecuciones públicas dictadas por el Santo Oficio sacrificios humanos? ¿Acaso no pretendían agradar al Dios de los cristianos? ¿Acaso no se hacían en su nombre? Podrá objetarse que se hacían bajo una acusación, bajo el concepto de pecado y, por tanto no eran gratuitas, se tenían por un modo de justicia. Sí, pero se hacían.
Bien, pensemos entonces, a lo largo de la historia del cristianismo, en la cantidad de mártires que aceptaron la muerte, se supone que de buen grado, antes que abjurar de su fe. ¿No se ofrecían estos, tal que los Mexicas, a ser gloriosamente inmolados por su Dios? Sí, pero entonces eran los enemigos de su fe quienes les sacrificaban. Exacto, pero los sacrificios se producían igualmente.
Parece que el sacrificio humano de los cristianos podía por tanto ser llevado a cabo por los propios cristianos o por sus enemigos y que las víctimas de esos sacrificios podían serlo por pecado o por virtud. ¿A ver si va a resultar que los cristianos, a lo largo de nuestra historia, hemos tenido más y más variados sacrificios humanos que Mayas y Méxicas? Y, además, sin ni siguiera caer en ello. Así, como a lo tonto.
¿No hemos tenido guerras civiles a las que hemos dado el término religioso de cruzadas? Y, una vez abierta la despenalización del homicidio, unos han sido mártires por la fe y otros mártires por la libertad. Hasta las guerras convertidas en altares de sacrificio. ¿Hay quién dé más?
Incluso, hoy en día, cuando alguien se encuentra desahuciado y sabe que le queda ya muy poco de vida, ¿no se da el caso de que alguien piadoso se le acerca y le dice que ofrezca sus sufrimientos a Dios? Es cierto que esto es hacer de la necesidad virtud, pero, ¿no ocurre? El sacrificio ante la divinidad no excluye a los moribundos como víctimas ni a las enfermedades como ejecutores. Tal vez por eso muchas de nuestras actuales entidades sigan siendo tan reacias a sustituir por la laica eutanasia ese postrero y sublime sacrificio religioso en el salto a la eternidad o la nada. Vaya usted a saber.
También se criticó en la época de la conquista que los sacerdotes y fieles de los dioses de los Mexicas se hacían heridas sangrantes (en ciertas partes) para agradar con su sangre a sus dioses. Y nosotros también conocemos cómo se hacía, y se hace, uso de cilicios hasta sangrar entre los católicos más píos, cómo se azotan, todavía hoy, algunos elegidos (voluntariamente y con orgullo) hasta sangrar públicamente en algunas procesiones… Y no me cabe la menor duda de que los cristianos que hacen esas prácticas lo hacen también por agradar a su Dios. Es que si no, sería del género tonto.
A mí me parece que cuando hablamos de sacrificios humanos no debemos mirar solamente fuera de nuestra “civilización” porque también podemos haberlos tenido delante a los largo de nuestra historia sin jamás haberlos visto. Maravillas, tal vez, de la fe verdadera, que es la nuestra, claro. Tan ciega ella.

11 junio 2018

Preparación de un viaje a ciegas



Quería saber. Le advirtieron de los riesgos, pero se afianzó en su idea. Creía que las personas debían saber, aunque padecieran, antes que resignarse a vivir en el feliz sopor de la ignorancia o, lo que es peor, instalarse  cándidamente hipnotizadas en esas medias verdades gloriosas oídas en la infancia. Por eso indagó en la mayor gesta que en los tiempos conocidos alumbró su país y llegó a la conclusión de que tal epopeya fue y será, a no ser que el destino nos depare nuevas aventuras nacionales, el descubrimiento y la conquista de América. (Si algunos estaban pensando en el mundial de fútbol del 2010, lamento decepcionarles.)

Reconoció, empero, que todos los que han abierto heridas, o las abran, forzosamente habrán de ser tratados como agresores por la Historia y ninguno se librará de su juicio, eso sí, tan tardío como ineficaz. Sin embargo, cuántas gestas menos dignas de ser contadas se han difundido y qué poco las expediciones a lo desconocido de aquella vilipendiada España. Y así, con esa secular humildad española (de la que excluyó a Aznar, por perdonavidas) se dispuso a estudiar en los archivos más reconocidos e imparciales. Esos que aclaran u ocultan, según se consulten o no, los arcanos de la Historia.

Lo primero que le extrañó es que hubiese sido precisamente un genovés el que capitaneó la gesta. (Ya anticipo: nada que ver con los ocupantes de la actual sede política de la calle Génova. Que hay quien a todo le saca punta.)

Lo segundo, fue la fecha: 1492, por qué precisamente en ese año.

Lo tercero, fue que se propalara que la reina de Castilla hubo de vender sus joyas para financiar aquel viaje. (Una reina santa en el “Compro oro”, qué vergüenza.)

Lo cuarto, la magnitud de la expedición, referida a los barcos y sus características y al número y clases de hombres que la formaron. (Lo siento, pero no viajaron mujeres. Es un dato confirmado que no hubo paridad, aunque el machismo no se hubiese inventado todavía formalmente. Por la misma razón no constan datos del colectivo LGTBI, si es que lo hubo.)

Con respecto al primer punto, siempre había pensado que el genovés Cristóbal Colón apareció en España como un iluminado que, por designio del Altísimo, supo convencer a los Reyes Católicos de sus acertadas (en mínima parte) premoniciones geográficas. Algo así como un ser milagroso y providencial procedente de la culta Italia del Renacimiento con su Petrarca adorado.

Pero no era así, los genoveses no eran precisamente los faros culturales del mundo. Simplemente, por entonces, los mercaderes de Génova dominaban el comercio en el Mediterráneo. Y, por ejemplo, la familia genovesa de los Centurione era la más importante de las que se dedicaban a los negocios en Málaga. Pero eran muchas las familias genovesas que operaban tanto en Portugal como en España, las dos potencias navieras de la época (Los Doria, los Pinelli, los Ripparolo, Los Grimaldi, los Castiglione, los Vivaldi, los Fornari, los Malocello, los Usodimare… entre otras, y algunas de ellas siguen hoy en los negocios del mar).

Se dice que unas cincuenta poderosas familias genovesas tenían sus negocios ubicados en la península Ibérica. ¿A qué se dedicaban estos marinos? Al comercio de seda, de azúcar, de aceite de oliva, de tintes, de jabón, de trigo, de oro, de plata, de sal, de resina… pero, sobre todo, estaban especializados en la trata de esclavos. (La legislación laboral era aún más laxa que la actual y se admitía esta palabra sin ambages, remilgos ni eufemismos porque, por entonces, nadie osaba hablar de precariedad laboral y llamaban a las cosas por su nombre).

Pero, además de genoveses, también había florentinos, milaneses, venecianos… dedicados a idénticos menesteres (tal era ya la movilidad laboral), aunque, naturalmente, en colaboración con españoles y portugueses. Sin embargo, todo hay que decirlo, los ibéricos se preocupaban de la cristianización de los esclavos, mientras que a los itálicos, más prácticos, les traía al pairo el afán evangelizador hacia aquella masa laboral tan desfavorecida. Fue aquella vis comercial la que hizo de aquellos italianos expertos marinos, que, sorprendentemente, desde el punto de vista cultural, preferían estar al lado de las belicosas armas españolas que de las brillantes plumas italianas del Renacimiento, pero, a la par, sin rechazar los adelantos técnicos que dicho movimiento cultural trajo consigo, especialmente los más útiles y delicados: la brújula, el astrolabio y el arcabuz.

Por abreviar, diremos que Colón fue uno más de aquellos experimentados marinos al servicio del mejor postor y que, también, adquirió su experiencia con los negocios descritos. Cosa que no le quita al descubridor ningún misterio ni mérito, pero que decepciona mucho a las mentes más idealizadoras, tal como era la mía, de la cautivadora gesta colombina.

Con respecto al segundo punto, no cabe duda de que Colón les insistió varias veces a los Reyes Católicos sobre su proyecto, pero éstos no se decidieron hasta 1492. La razón primera fue que entonces acabó la guerra de Granada, los reyes se vieron dueños de la ciudad (último baluarte del Islam en España) pero cayeron en la cuenta de que se quedaban también sin los tributos del Reino Nazarí y de que sus asuntos en el sur de Italia necesitaban de nuevos fondos. Los frailes de La Rábida les insistieron en que la expedición que Colón proponía era una pequeña inversión, nada arriesgada, si se tenían en cuenta los ingentes beneficios que se podrían obtener.

Pero, además, los Reyes Católicos, especialmente Fernando, rey modélico hasta para el astuto Maquiavelo, vio que la empresa que unió a los españoles, la conquista de Granada, al tocar a su fin, pondría de nuevo a maquinar en su contra a toda la nobleza de los levantiscos reinos españoles, recientemente unidos por aquella santa empresa ya acabada. Haría falta darles, siempre que se terciara, un proyecto nuevo, ocuparles en otra causa cristiana, noble y ambiciosa. Y no eran sólo los ejércitos castellano-aragoneses (catalanes incluidos, como todos los demás, sin derecho a decidir) los que estaban bajo su autoridad real, sino también otros más. No en vano el italiano Pedro Mártir de Anglería (que ya nos vio el plumero en esto de las irredentas plurinacionalidades ibéricas) escribió en aquellos tiempos: 
“¿Quién jamás creería que los astures, gallegos, vizcaínos, guipuzcoanos y los habitantes de los montes cántabros, en el interior de los Pirineos, más veloces que el viento, revoltosos, indómitos, porfiados, que siempre andan buscando discordias entre sí por la más leve causa y como rabiosas fieras se meten entre sí en su propia tierra, pudieran mansamente ayuntarse en una misma formación? ¿Quién pensaría que pudieran jamás unirse los oretanos del reino de Toledo con los astutos y envidiosos andaluces? Sin embargo, unánimes, todos encerrados en un solo campamento, practican la milicia y obedecen las órdenes de los jefes y oficiales de tal manera, que creerías que fueran todos educados en la misma lengua y disciplina.”

Aquello fue como un milagro. O sea, que el descubrimiento de América (Las Indias) sirvió de nueva cohesión a las variadas sensibilidades e identidades culturales de las fraternales, pero siempre rivales, gentes de España. Puede que, sin el descubrimiento de Las Indias, tampoco existiera la España unida (todavía) que hoy conocemos. (Y, pensándolo, no sé si valió la pena, dada la estabilidad nacional de que hoy gozamos, alterar el curso de la vida en todo un continente.)

Lo tercero. Lo de las joyas de la reina Ysabel (entonces se escribía así, Y de yugo; F de flechas; Ysabel y Fernando, el yugo y las flechas) puede que se dijera para mayor gloria de la reina santa, pero los administradores de Castilla, y algún banquero, aseguraron a los monarcas que eso no iba a ser necesario. De hecho la expedición de Colón no llegó a costar ni dos millones de maravedís y, por ejemplo, solamente en la boda de la infanta Catalina, en Inglaterra, gastaron sus Católicas Majestades sesenta millones de maravedís. Vamos, que lo de la expedición primera de Colón salió casi como lo que hoy vendría a ser, sobre poco más o menos, una despedida de soltera. Perdonada sea la manera de comparar.

Lo cuarto: la expedición. ¿Cómo se imagina? Posiblemente, como algo grandioso. ¿Cómo eran las naves? ¿Cuántos hombres fueron?

Ante estas preguntas la imaginación vuela impetuosa. Pero la realidad es como una piedra que, atada a nuestros pies, nos devuelve al santo suelo. Dos carabelas fueron requisadas y hubieron de ser equipadas por los marinos de Palos (Huelva) por ineludible requerimiento real. Fueron la Pinta y la Niña, de entre 55 y 60 toneladas. Para hacernos una idea eran naves de tres palos de unos 21 metros de eslora, 8,5 metros de manga y 3,3 de profundidad.  Casi da miedo recapacitar sobre sus pequeñas dimensiones, si consideramos las distancias a recorrer en la Mar Océana. La tercera carabela, la Santa María, conocida también por María Galante o por la Gallega era un poco mayor y Colón hubo de alquilársela a Juan de la Cosa, marinero cántabro, residente en el Puerto de Santa María.

Uno se asombra al pensar que en la aventura sólo participaron 90 hombres. Fueron 45 a bordo de la Santa María, 26 a bordo de la Pinta y 24 de la Niña. Los navegantes procedían de Andalucía en su mayoría: de Río Tinto, Moguer, Huelva, Palos, Sevilla… Había algunos judíos conversos (la sociedad española estaba entreverada de cristianos viejos y nuevos, que no siempre se amaban), también varios vascos, algunos cántabros, un Mendoza de Guadalajara, dos portugueses… y, de ellos, cuatro o cinco navegantes eran delincuentes que escapaban de la justicia al enrolarse, varios eran funcionarios reales y no viajó en la expedición, por raro que parezca o tal vez por sabia prudencia, ningún cura ni fraile.

Los marinos experimentados cobrarían mil maravedís al mes y seiscientos los novatos. Aunque ha de mencionarse que ninguno, de los que sobrevivieron, cobró hasta 1513 (21 años después), por mor de esas complejas diligencias que originan pequeños retrasos (sobre todo en los pagos) y que la burocracia, por difícil que sea hoy creerlo, tenía ya en aquella época.

He aquí algunos apellidos de los navegantes, seguro que con ellos podríamos hoy formar gobierno en cualquier país de habla española: Talavera, Baraona, Vergara, Foronda, Patiño, Godoy, Mendoza, Vélez, Yáñez, Alonso, Pinzón, García, Sarmiento, Ruiz, Niño, Gama, Peñalosa, Gutiérrez, Arana, Torres, Pérez, Camacho, Vallejo, Rodríguez, Bermejo, Xerez…

¿Sabían cuál era su destino? Evidentemente, no. Pero esto ya queda para otro capítulo glorioso.

06 junio 2018

Sánchez



Me ha hecho mucha ilusión tener de presidente del gobierno a un señor que se llame Pedro Sánchez. Y no es porque yo sea socialista progresista avanzado de toda la vida, ni porque sea de extremo centro izquierda, ni porque sea un peligroso podemita posibilista equidistante, ni un enemigo de los rancios patriotas ciudadanos y peperos más recalcitrantes. No señor, es sólo por el apellido.

Sánchez, ¿han visto los siglos tanta sencilla belleza? Alguien que se apellida Sánchez (hijo de Sancho) evoca la llaneza del personaje más popular y pegado a la tierra de “El Quijote” (esa novela que todos los españoles hemos leído varias veces) y, ese nombre, sólo puede augurar acercamiento, confianza y preocupación por las primeras necesidades a las que la vida en el planeta Tierra se vincula. Un Sánchez parece siempre una persona de tu barrio, con los pies en el suelo y que se preocupará más por tu salario, tu pensión, tus hijos y viejos y, sobre todo, por tu cesta de la compra y que dejará para otros nombres más ilustres el lucimiento. De modo que personas con apellidos más rimbombantes disfruten hablando, por ejemplo, de la evolución de los mercados internacionales, del desequilibrio fiscal y financiero, del mercado internacional de divisas y de otros temas igualmente apasionantes, pero de los que todos estamos al día por la inveterada costumbre popular española de consultar “The Economist” tan pronto como sale. Un Sánchez parece más proclive a tocar esos temas inéditos que suelen escapárseles a las mentes más privilegiadas.

Y no es que yo esté rencoroso con el presidente anterior, el Sr. Rajoy, pero es que donde esté  un Sánchez, por favor, parece que hay más confianza, uno se siente menos cohibido. Aparte de que Rajoy, cuando contestaba a las preguntas (que era pocas veces), lo hacía como para alejarte de su paso, para que te quitaras de en medio. Por ejemplo, cuando se dignaba contestar, casi siempre comenzaba con un “Mire usté”, y, claro, ya te había dado un empujón, se te quitaba toda la confianza, se perdía el cariño. Y es que a la gente no nos gusta que nos miren por encima del hombro, mire usté.

Pero no quiero hablar de Rajoy, porque de pequeño me enseñaron que no hay que hacer leña del árbol caído y, aunque en el caso de Rajoy sea uno cortado, tampoco  es bueno, ni de cristianos, ni siquiera de meras personas de bien, ensañarse con ese resentimiento malo, pero malo, malo y pernicioso. Y desde aquí juro que le perdono todo, desde los hilillos de plastilina ascendientes en modo vertical que salían del Prestige y otros asuntos del pasado, hasta lo de nuestros días.

Pero además hay otra cosa. Aparte de los merecimientos que se esperan de cualquier Sánchez que se precie en el gobierno de la nación, aparte de sus posibles logros en el futuro, aparte de los aciertos que todos y todas (las personas de bien) le deseamos, aparte de esa cercanía que esperamos que nos ofrezca, hay un factor que pocos han valorado. Sánchez tiene un fondo electoral que pocos han considerado: la familia. Sólo contando con que en las próximas elecciones le voten sus familiares, tiene un remanente electoral asegurado por encima del millón y medio de votos. En España, hay casi 1.700.000 personas que se apellidan Sánchez. Una familia numerosa. Si los Sánchez se aferran al poder será muy difícil descabalgarles. Miren, miren las encuestas. Pocas personas llegan al poder con esa cama genética, con ese colchón electoral. Y los politólogos en Babia.

26 mayo 2018

Procesos legales



Con esos asuntos que a uno le dejan sus antepasados más recientes llevo un par de años ocupado.

Todavía no he comprendido la razón por la que, por ejemplo, si tú tienes hecho el protocolo legal bajo notario de la partición de una herencia y esa misma partición has de presentarla ante un juez, te piden cosas que para ti son incomprensibles.

Necesitas tres certificados de defunción, otros tantos certificados de últimas voluntades y también el testamento del finado. Pero si tengo la partición de la herencia ante notario hecha hace casi 60 años, ¿es que el notario no se cercioró de que el deudo había muerto, es que no constató que hizo testamento?

Pues no vale, hay que iniciar el procedimiento desde el principio. Ahora me explico por qué la justicia española es tan eficiente y cómo es capaz de descubrir las tramas más inextricables de delincuencia siempre que se le dé su tiempo, claro está.

Podemos los españoles (y las españolas, claro) estar orgullosos de nuestro sistema judicial: la corrupción de nuestros políticos nunca queda impune. Aparentemente deberíamos sentir una gran vergüenza por los hechos delictivos que la justicia está evidenciando. Pero, no seamos ingenuos, es igual en todos los países de nuestro entorno. Lo que ocurre es que en ellos no existe una justicia tan eficaz como la nuestra y, por desgracia, sus corruptos suelen quedar en la impunidad, qué vergüenza esta Europa, oye. Claro que, cuando hago estos razonamientos, no faltan compatriotas descreídos que me llaman cínico y que me reprochan el no haberme dedicado a la política. Y, por su tono, comprendo que no lo dicen por alabarme e incluso alguno ha llegado a decirme en tono airado que, si en España hubiera verdadera democracia, él mismo me daría un par de hostias por sostener tales argumentos. Eso sí, siempre desde la tolerancia y el respeto.

Pero, tras esta digresión tan fuera de lugar, vuelvo a mi peregrinación por registros, juzgados y notarías.

El día que fui a los juzgados me encontré estos rodeados por unas doscientas personas que gritaban: ¡Justicia y libertad! Y, en un principio, pensé que habían ido al lugar adecuado. Sin embargo los juzgados estaban rodeados de vallas colocadas para impedir el acceso a ellos y también por cinturones de antidisturbios (de ambos sexos) con cara de pocos amigos. El primer cinturón estaba frente a los manifestantes; el segundo en la puerta de los juzgados; el tercero dentro, rodeando el arco detector de metales y las puertas de acceso y salida.

Ante el primer agente con el que me topé expuse mi intención: “Oiga que sólo vengo a por unos certificados”. Galantemente me hicieron un hueco y pasé al edificio. Pero dentro había una gran cantidad de gente formando una cola sinuosa tan grande que decidí intentar la entrada por la puerta de salida (el típico ingenio español ante las dificultades). O bien los agentes no repararon en mí, o les parecí un ser insignificante y carente de peligro, o es que estaban tan ocupados con los periodista, manifestantes y otras hierbas. El caso es que nadie me impidió el paso. Pregunté que dónde daban los certificados de defunción y me dijeron que en el primer piso. Tras visitar varias dependencias en ese piso en una de ellas me dijeron que allí era, pero que tenía que pedir número. Como el número había que cogerlo en la puerta, pues vuelta a empezar. Bajé, me salté todas las filas y tomé el número y volví a entrar, con la soltura ya adquirida, por la desierta puerta de salida. De nuevo nadie reparó en mí. Había tal confusión de gente en la entrada, en el recibidor y en todos los pisos que para lograr un poco de silencio en aquella algarabía estuve a punto de liarme a carpetazos y gritar: “Al·lahu-àkbar” (Alá es grande, para los que no dominéis el árabe). Pero me abstuve por prudencia, porque en esos casos la gendarmería francesa, los propios mossos de escuadra y las policías más cívicas de Europa suelen administrar justicia en un par de segundos tirando a matar. Pero reconozco que me sonreí con la idea. Se me acababa de ocurrir un nuevo tipo de suicidio. Tal vez quien esté por la eutanasia podría recurrir a él en lugar de a esos interminables pleitos judiciales que desean que el derecho ampare esta práctica. Lo tenemos al alcance de la mano y sin más trámites.

Al fin me vi frente a la secretaria del registro. Era una señora seria pero amable que le tenía cogido el punto a la actitud que debe mostrar una buena funcionaria (o funcionario): una equidistancia entre la corrección y la cortesía, pero exenta de simpatía y menos ya de compadreo. Sí señor, me gustó la funcionaria.

-Quería cinco certificados de defunción.

-Solemos dar un máximo de tres.

-Era por no volver más veces, pero sean los tres.

-Fecha de la defunción.

-27 de junio de 1969.

Ella dijo el nombre del difunto y yo asentí. Imprimió los certificados y me dijo que tenían validez para tres meses.

-¿Cómo tres meses? Es que temen que tras esos meses el difunto pueda resucitar. Oiga que no le estoy pidiendo en certificado de defunción de Jesús de Nazaret.

-Así es la ley, lo siento.

-Entonces, si este proceso dura,  ¿tendré que volver?

-Tantas veces como usted lo precise.

-Pero, ¿ve usted esto lógico?

Ella repuso que así eran las normas, me entregó los papeles y con una sonrisa, entre el rictus y la mueca, me despidió y llamó al siguiente. Le devolví  mi sonrisa más cómica y, sólo entonces, reparé que en un tablero, tras ella, había un letrero que decía: “Nosotros, antes de trabajar aquí, también éramos normales”.

06 marzo 2018

La esquina de la angustia





Entre las sombras que separan la noche del día llegó lo inesperado. Sin avisos ni premoniciones. Súbitamente, entre las brumas del sueño. Tu candidez se obcecó en rechazar la pesadilla y, como el niño que se tapa los ojos con las manos para no ser visto, te quisiste engañar: Estoy soñando. Sin embargo, era real. Estabas encerrado en una jaula invisible. No sabías cómo podrás salir, ni si saldrías. Te resistías a estar allí, pero no había alternativa. Ver venir el primer golpe te cercioró de ello. 

Desconoces lo que va a suceder. Todo es incierto menos tu pánico. Tu percepción se distorsiona. Lo ves todo más grande, tu cerebro acaba de cambiar la escala del espacio. Una parálisis te agarrota. Sales de ella de ella bruscamente, de un salto, y pasas a una movilidad que te sorprende. Son impulsos de un muelle incontrolado. Te reconoces viajando en tu cuerpo, llevado por un autómata que se mueve sin tu supervisión. Tú eres sólo el asustado pasajero que va dentro. Tu vista, amplitud sin precisión, capta el conjunto de la escena con tanta avidez que le es imposible centrarse en los detalles. ¿Tendrás las pupilas dilatadas, las tendrás contraídas? No lo sabes. Tus ojos siguen un protocolo propio, autónomo. No sientes el frío ni el calor, no recuerdas si estás vestido o desnudo, no acertarías a decir si es de noche o de día, se detiene el transcurrir del tiempo. Tu cuerpo sin gobierno se mueve violentamente, por instinto. Tienes la sensibilidad dormida. Si recibes un golpe no percibes dolor, sólo un impacto vago; si lo lanzas tú, no sabes con qué fuerza y sólo un tacto torpe y acolchado te dice si dio contra otro cuerpo. Saltas siempre, desordenadamente, alertado por amagos ajenos, guiado por la intuición de la amenaza, prevenido por la mímica corporal del agresor. Te sientes etéreo, flotante, un ser que vuela sin saber volar y que, desconcertado, no sabe cómo no choca contra las paredes, ni adónde va, ni si será capaz de regresar al suelo. La sensación de ingravidez es angustiosa. También la tensión que la mantiene. Inesperadamente, el sedimento de los recuerdos se remueve, tu memoria recrea otra ingravidez inesperada. El exógeno plástico explosionó a destiempo y demasiado cerca. Un punto blanco, diminuto en su origen, se expandió brutalmente en un instante en forma de esfera roja incandescente. La onda expansiva te levantó en el aire. Fue entonces, suspendido, cuando el estampido te atronó y llegó la oscuridad. Al caer contra el suelo estabas lleno de silencio. Cuando abriste los ojos te creíste sordo y también mudo porque no podías escuchar las palabras que pronunciabas. Te sentiste impotente queriendo desgarrar a gritos aquella bolsa blindada de silencio. Fue inútil. El desvalimiento de tu voluntad, perdida en un mar de vacío, te ahogaba. Te anonadó la misma soledad que ahora sientes.

Súbitamente, la situación termina. Se desvanece como una cortina que cae desmadejada. Como el aire que al salir deja plegado un globo, desaparece la amenaza. Enseguida vuelve el tiempo, el espacio recupera su dimensión. Notas que tu cuerpo regresa también, el dolor te lo anuncia. Protestan las articulaciones, pinchan los músculos, hormiguean las manos. Comienzas a sentir el corazón. Éste crece de un modo desmedido, oprimiéndote el cuello, los hombros y los brazos como un balón que no deja de hincharse. Entonces quieres dar fe de ti mismo y gritas, pero no oyes tu voz, sino una voz gutural y extraña de alguien que no sabías que llevabas dentro. Crees que aún no estás allí. Te buscas. No paras de moverte. Estás hiperactivo, poseído por una vehemencia loca. No sabes cómo liberar la tensión. Algo se fue de ti, algo te falta. Crees que estás buscándolo. Una sensación de pérdida se instala obsesivamente en tu cabeza. Sale de tu memoria el susurro de un viejo estribillo en una lengua extraña: “Men in a war when they’ve lost a limb still feel that limb as they did before.” Suena la alarma de la supervivencia. Desde la paranoia te alertas nuevamente y, con temor, te palpas ansiosa y obsesivamente el cuerpo. No hay sangre, estás entero. Te preguntas cómo es que estás vivo y te contestas con unas palabras en las que siempre dijiste no creer: De milagro.

El futuro, desde ahora, se llama “Después” y dura siempre. Después, cuando menos lo esperes, durante el sueño o en las vigilias, tu impredecible mente, ese ente emancipado que creíste regir y que te rige, sin pedir permiso, a su entero capricho, te llevará a su esquina oscura, ésa donde guarda el arcón del terror y te hará ver el reportaje de la angustia. Y no podrás escaparte. La vida, como algunas enfermedades, también deja secuelas.


01 marzo 2018

La bestia tonta



Hace algunos años, seguramente más de los que creo, los medios de comunicación prevenían a la, entonces, incauta población contra el sensacionalismo con que ellos mismos comenzaban a informar. El sensacionalismo es propagar noticias de modo que provoquen emociones en el público. En el fondo era y es una técnica de ventas agresiva. Pero de nada sirvieron las advertencias. Hoy la forma de comunicación normal y generalizada es el sensacionalismo y en él compiten gran parte de periodistas y de medios. Y en él vivimos inmersos, cada día más inmunizados contra la realidad, porque noticias que deberían alarmarnos ya ni siquiera nos inquietan. Los lobos nos visitan todos los días varias veces y, a no ser que termine alguno de ellos mordiéndonos en las propias gónadas, pasamos de ellos. El roce incesante de tanta noticia sorprendente y terrible nos ha encallado el ánimo. El periodismo es liebre, la justicia tortuga. Esto también ayuda.

Hasta lo más trivial, que suban o bajen las temperaturas, se anuncia de modo agresivo: se disparan o se desploman. Así, el lenguaje se ha modificado también, se ha vuelto más competitivo (algunos opinan que más creativo) y ayer oí que a un temporal le llamaban “La Bestia del Este”. El nombre me hizo sonreír cada vez que lo pronunciaban, me pareció que, a fuerza de exagerar, hablábamos ya como los niños. Qué barbaridad de borrasca.

Las palabras y las frases normales hoy están en desuso. Desde hace años la terminología periodística vuelca en nosotros toda su fecunda creatividad. Hay personas a las que, por sus bajos ingresos, se les llama “excluidos sociales”; si dos personas se niegan a saludar al rey se habla de “boicot al rey”; si dos políticos discuten en público se habla de “un choque de trenes”; la policía, desbordada por la delincuencia, cuando no sabe de qué va un crimen, declara que “no descarta ninguna hipótesis”; si el Madrid gana al Valencia por 3 a 1 la noticia es que “Madrid arrasa Valencia”; si un futbolista del Sevilla se lesiona en un partido contra el Barcelona, la noticia es que “el Barça manda al Sevilla a la UVI”; y no hablemos ya de las originales expresiones como: “Presentaba lesiones incompatibles con la vida”, “Pongamos en valor la lengua española”, “Las precipitaciones en forma de benéfico oro blanco extienden su manto sobre las pistas de las estaciones de esquí”, “El infierno meteorológico arrasa la A6”, “Las concentraciones cívico-festivas que a día de hoy se han producido han sido ejemplares, manifestantes de todas las edades, en un modo lúdico, desde la tolerancia y el respeto, han recorrido pacíficamente la ciudad gritando: ¡Muera el rey!” … Todo así. Incluso sin haber escuchado a Jiménez Los Santos, muchos días casi da miedo salir a la calle.

Antes a los niños nos decían, cuando respondíamos ante nuestros profesores, que no cantáramos. Nos enseñaban a hablar en un tono normal. Esta es otra de las cosas que ha pasado a la historia. Si por algo se caracterizan las locutoras (qué término más antiguo), las presentadoras,  las conductoras de programas, las tertulianas, las comunicadoras, las moderadoras, las creadoras de opinión, las portavoces, las entrevistadoras, las encuestadoras, las corresponsales, las comentaristas, etc. (noten qué variada terminología) y los varones de idénticos oficios, es por emitir un conjunto de saludos, despedidas y enunciados totalmente originales, no sólo en su literalidad, sino en el tono en el que los pronuncian, sin renunciar a la musicalidad, a las entonaciones más difíciles y a cuantos artificios ofrece  la versátil garganta humana para emitir sonidos que se salgan de lo habitual, dando a cada cual una originalidad gutural propia. Una maravilla de registros armónicos.

Pero es que tantas originalidades, hipérboles, metáforas, eufemismos y demás delicadezas del lenguaje usadas sin conocimiento, como diría una madre de las de antes, terminan por cansar. Entre tantas rutilantes estrellas del periodismo, termina por no brillar ya nadie. Porque no se puede hacer de todo un espectáculo a diario. Cansan mucho y son muy contumaces. Y, de veras, no lo digo por alabarles.

26 febrero 2018

Hermanos en litigio



Hay historias que dan vergüenza a algunos. Incluso hay episodios de la Historia, esa que no paramos los humanos de escribir cada día, que también abochornan casi de continuo. Y de las pequeñas historias, locales o familiares, a la Historia de la Humanidad no hay tanta distancia, pues en realidad todas ellas las protagonizamos las personas.

Esta es la historia de dos hermanos.

Los dos habían nacido en el pueblo. El mayor se llamaba Pascual y el menor Urbano. Se llevaban casi diez años de diferencia. Eso había hecho que sus vidas fuesen muy distintas.

Pascual, en cuanto acabó los estudios primarios, dejó los libros y ayudó a su padre en las tareas agrícolas y, con los años, fue relevándole paulatinamente de los quehaceres a medida que éste envejecía. En los últimos años el viejo estaba enfermo y se convirtió también en una carga para Pascual y para su anciana madre. Pascual, afincado y casado en el pueblo, fue durante años el sostén de sus padres. Cuando ambos murieron, Pascual, que andaba ya por los cincuenta años, se sentía el dueño de todo, especialmente de la gran finca que fue de su padre y que él había cuidado y mejorado con esmero a lo largo de tantos lustros.

Urbano, el pequeño, tuvo otra suerte. Terminada la escuela, los padres, viendo ya con ocupación al hermano mayor, le enviaron a un internado donde continuó sus estudios y, después, a la universidad donde los concluyó. Luego consiguió una plaza por oposición en la administración, se casó y se desvinculó cada vez más del pueblo.

La diferencia de edad en un principio y, posteriormente, las distintas ocupaciones e intereses les hicieron descubrir a los hermanos, justo tras la muerte de sus padres, un piélago de frialdad y lejanía entre ellos. Sin embargo, esa indiferencia, a la que contribuyó también la distancia y el trato cada vez menos frecuente, derivó en un enconamiento entre ambos que se produjo al tener que compartir la herencia de sus padres. Entonces un abismo de rencores se abrió entre ellos.

Poco valía la casa y menos valor aún tenían los enseres de los padres. Pero el campo era una hermosa finca casi rectangular, lindante con la carretera y con un nacedero de aguas, de unas cien hectáreas de por junto. La propiedad de esa riqueza, lejos de avenir a los hermanos, hizo aflorar en ellos la semilla del resentimiento. Pero en la herencia quedaba claro que la mitad era de cada uno.

Pascual, en su fuero interno, pensaba que aquella finca la había levantado él con su trabajo. Consideraba que había sido con los dineros procedentes de su esfuerzo con lo que su hermano había podido estudiar y vivir toda la vida como un señorito. Pensaba que era él, y sólo él, el que había cuidado siempre de sus padres mientras su hermano se dedicaba a vivir como un pisaverde pasando de todo. Y ahora tenía que compartir la finca con él, con él, que tenía una carrera pagada con su sudor y un buen puesto en el que, hiciera bueno o malo, le caía todos los meses un buen sueldo. Parecía mentira que ahora reclamara la mitad de una finca en la que jamás había dado un palo al agua. Urbano, se decía, ya tenía una carrera, lo suyo es que renunciara a su parte de la finca. Era lo menos que se podía esperar de él

Urbano, por su parte, se consideró un perjudicado a lo largo de su vida. Qué fácil lo había tenido Pascual, sólo había tenido que quedarse en el pueblo, aprovechándose de la hacienda de sus padres, dejándose llevar, acoplándose simplemente a lo que ya estaba hecho, sin tener que haber buscado nunca un trabajo, sin tener que estudiar, ni opositar. Toda la vida disfrutando él solo de una hacienda que se imaginaba que era toda suya. ¿Que cuidaba de sus padres? ¿No sería al revés? ¿No fue él el que vivió con ellos toda la vida y a costa de ellos? Él sí que había tenido que despabilarse, salir del pueblo, estudiar años y años y vivir míseramente con cuatro cuartos para sus gastos. En cambio su hermano, sin abrir un libro, con dinero en el bolsillo desde siempre, y todo gracias a un futuro que su padre le dio hecho sin ningún esfuerzo por parte de Pascual, excepto el de seguir la huella ya marcada. Su hermano había nacido de pie y él, en cambio, había tenido que buscarse la vida. Qué menos que ahora, al fin, le correspondiera por justicia la mitad de la finca. Y es más, se decía, ya que nunca había percibido un duro de lo que rindió la finca en aquellos años, bien podría Pascual partir con él el capital que hubiese.

Con estos sentimientos no fue difícil que discutieran. Pero la ley era la ley y, como no podía discutirse que la mitad de la finca fuese de cada uno, la reyerta entre ellos se centró en el modo de repartirla. El odio busca siempre resquicios por donde hacer palanca.

Al agricultor todo se le volvían pegas porque, como él decía, no eran todas las tierras iguales: unas eran casi pedregales, otras ricas en agua, otras arenosas, otras eriales, otras eran espléndidas hazas…

Al funcionario todo le daba igual y sostenía que a él tenían que darle sus cincuenta hectáreas y, preferentemente junto a la carretera por si llegado el momento se podía construir.

Como no hubo manera de que se entendieran se vieron finalmente ante una juez. Ambos expusieron ante ella sus sentimientos y su manera de pensar. La magistrada les escuchó tranquila. Cuando acabaron, la señora juez dictaminó:

-         Siendo ustedes hermanos y conociendo ambos sus tierras, sería un atrevimiento por mi parte hacerles a ustedes una partición de ellas. Además estoy segura de que no estarían de acuerdo con mi partición y, seguramente, con razón. Por lo tanto lo que dictamino es que se haga lo siguiente: Primeramente, que, cualquiera de ustedes dos, divida la finca en dos partes, teniendo en cuenta todos los extremos que aquí han citado. En segundo lugar, y una vez que las dos partes de la finca estén fijadas por uno de ustedes, será el otro el que elija en primer lugar la parte que desea, quedando la restante para el que hizo la partición. Así tendrán un reparto justo, equitativo y hecho, con conocimiento de causa, por ustedes. Ninguno de los dos podrá quejarse Y les ruego que no ocupen el tiempo de los tribunales con inquinas personales que los jueces no podemos resolver. Compartirán ustedes las costas del juicio a partes iguales, como la finca.