Con la sensación de perder el tiempo escribo casi siempre, o con la idea de matarlo, como antes se decía, cuando en realidad es él el que, a fuerza de matarlo, termina acabando con nosotros. Es mi tiempo, me digo, y tal vez no tenga cosa mejor que hacer con él. Al fin y al cabo no hay que amortizarlo, aunque, en sentido etimológico, eso es lo que hacemos con él de un modo u otro. Vivir parece una continuidad sin fin, con sobresaltos sí, pero sin fin. Y acaso, cuando llegue, ni siquiera el fin nos asuste por desapercibido, por imprevisto, por repentino o porque, simplemente, no lleguemos a creerlo.
Este gastar el tiempo, en escribir, puede ser un anudarse a la vida, ensamblar una balsa de ideas que le permita flotar a nuestra identidad, al menos, durante el rato que dura el escribirlas, sobre la superficie, engañosa casi siempre, de la realidad. Como si la escritura pudiera convertirse en el único testigo de que fuimos, un testigo fiable por principio, incapaz de volverte la espalda y de negarte.
Luego la balsa queda a la deriva en ese océano artificial de Internet, para el que la palabra maremágnum se inventó con muchísimos lustros de antelación, y hasta, si nos empeñamos, puede descansar, hecha libro, apilada de lado, en el estante de alguna biblioteca o perdida entre los anaqueles de alguna librería. Y puede que alguna vez, en el mejor de los casos, vaya a dar a las manos de algún desconocido ocioso o tal vez aburrido, o deprimido, o desocupado, o a las de uno que se topa con lo que no busca, o a las de un desganado o un curioso… que deje caer sobre estas líneas una mirada condescendiente, ausente y perezosa, pero que le evidencie, repentinamente, que la estirpe de los solitarios está más extendida de lo que suponía.
Este gastar el tiempo, en escribir, puede ser un anudarse a la vida, ensamblar una balsa de ideas que le permita flotar a nuestra identidad, al menos, durante el rato que dura el escribirlas, sobre la superficie, engañosa casi siempre, de la realidad. Como si la escritura pudiera convertirse en el único testigo de que fuimos, un testigo fiable por principio, incapaz de volverte la espalda y de negarte.
Luego la balsa queda a la deriva en ese océano artificial de Internet, para el que la palabra maremágnum se inventó con muchísimos lustros de antelación, y hasta, si nos empeñamos, puede descansar, hecha libro, apilada de lado, en el estante de alguna biblioteca o perdida entre los anaqueles de alguna librería. Y puede que alguna vez, en el mejor de los casos, vaya a dar a las manos de algún desconocido ocioso o tal vez aburrido, o deprimido, o desocupado, o a las de uno que se topa con lo que no busca, o a las de un desganado o un curioso… que deje caer sobre estas líneas una mirada condescendiente, ausente y perezosa, pero que le evidencie, repentinamente, que la estirpe de los solitarios está más extendida de lo que suponía.