31 octubre 2009

La Noche de las Ánimas


Hace tantos años de aquella noche que ya no vive ninguno, ni uno siquiera, de los que por aquel tiempo vivían y comían, como nosotros vivimos y comemos ahora.
Algunos estuvieron en cocinas, como ésta, antes de salir para sus viajes, tomaron la cena en mesas como ésta en la que nosotros cenamos ahora, también en cocinas amplias y caldeadas y en casas, muy parecidas a la nuestra, protegidas del frío hielo de la noche, y también de cualquier peligro, por gruesas puertas y ventanas, todas candadas, y con los cerrojos bien echados.
Fijaos si hará tiempo y tiempo que esto ocurrió que, a duras penas y preguntando de pueblo en pueblo a cada viejo, podríamos encontrar difícilmente alguno, hombre o mujer, que supiera de algún caso parecido. Pero seguro que tendría que ser alguien muy viejo y reviejo, por lo menos de cien años o más, quien, tal vez, recordase a alguno que se aventurase a salir a los caminos en tal noche como ésta. Yo, que también tengo muchos años, no conozco a ninguno. Esta historia me la contó mi abuelo y, a él, se la había contado también su abuelo. Así que fijaos si será la cosa antigua.
Pues, veréis, resulta que la feria grande de Halamazán se celebraba por entonces el 1 de noviembre. A ella acudían pastores con rebaños, porqueros con piaras, vaqueros con puntas de vacas, cabreros con sus chotas y arrieros con reatas de mulas, burros, machos, yeguas y caballos, además de muchos comerciantes y curiosos procedentes de todos los pueblos de esta comarca, de la Sierra del Gran Trascuende y del Muedo.
Entonces le llamaban, al día uno de noviembre, día de Todos los Santos y era un día gozoso, de fiesta en todas partes y también en Halamazán con su gran feria. Se pensaba que, en ese día, todos los que habían vivido y luego muerto, habían, tarde o temprano, alcanzado la gloria de los cielos y, así, eran ahora santos y vivían muy felices en otra vida y en otro lugar. Había, como hay siempre, gente que no se creía estas cosas, pero esos eran los menos.
Pero, claro, de lo que hubieran pasado y padecido, los que se convirtieron en santos, hasta ese momento, nadie quería cuentas ni cuentos. Porque, sobre todo los cuentos, hacían referencia al periodo en el que, las almas de los difuntos, habían vagado, penando y purgando sus culpas, en lo que se conocía como la Noche de las Ánimas. Y también se sabía que, aunque se le llamaba noche, no era sólo una. Que no se sabía cuántas podían ser. Porque la Noche de las Ánimas podía durar años para algunos y apenas instantes para otros. Y, también, porque nadie había vuelto para contarlo con pelos y señales. Y, ¿cuándo creéis vosotros que se conmemora esa Noche de las Ánimas?
- Tío Golgodos, ¿qué es conmemora?
- Que se recuerda.
- Tío Golgodos, ¿qué son ánimas?
- Las almas de los difuntos, o sea, de los muertos. Y, que lo sepáis, todo eso que os he dicho se conmemora esta misma noche: la Noche de las Ánimas.
- ¡Ahí va!
Pues veréis. Como siempre, por aquel entonces, todos querían ir a la feria de Halamazán, que era tal día como mañana, para hacer sus negocios, comprar o vender y llevar allí sus productos y sus cosas. Pero lo que no querían, de ninguna de las maneras, era viajar en una noche como ésta. Así que todos se iban el día de antes para, en llegando allí, cobijarse en posadas y pensiones y pasar esta noche protegidos y a salvo de cualquier peligro de los que, a decir de todos, estaba esta noche llena.
Sin embargo hubo un hombre que se creía muy listo, un tío con más vista que un galápago que…
- Tío Golgodos, ¿qué es un galápago?
- Pues… ¡Uhm… un animal que ve muy bien de lejos, y calla ya y escucha!
Pues ese hombre, que se llamaba Juan Herrón, pensó que, viajando por la noche con su hijo, que era un chico así como vosotros, se evitaría tener que pagar la posada de ambos más las cenas y que, además, al llegar muy temprano a la plaza de Halamazán, vendería sus mercancías y los animales que a tal fin llevaba, el primero de todos y al mejor precio, por madrugador. Porque él siempre había oído eso de: “A quien madruga Dios le ayuda” y él, aunque de Dios no sabía mucho, sí que sabía muy bien decir a tiempo los refranes, sobre todo, aquéllos que le daban la razón. Por eso pensó que, para madrugar, lo mejor era no acostarse y pasar aquella noche haciendo el viaje.
Los de su pueblo, cuando le vieron aparejar la yegua y preparar los tres burros de carga reatados con las mercancías, le preguntaron si pensaba salir a aquellas horas, echándose ya más la noche que cayendo la tarde. Y Juan Herrón les dijo que si acaso estaban ciegos y no veían que estaba a punto de marcharse. Ellos le dijeron que en esa noche, la Noche de las Ánimas, nadie viajaba, que no se sabía con lo que uno podía encontrarse, que todo el mundo se había ido a la feria aquella mañana, que no saliese, que era muy peligroso… Pero, Juan Herrón, que no clavaba clavos con la cabeza porque no quería molestarse, les dijo que él no temía más que a los animales de dos patas y que, estando todos esos recogidos esa noche con tanta precaución, según ellos le aseguraban, más tranquilo que nunca viajarían su chico y él. Y que los cuidados de las ánimas a ellos se los dejaba, ya que tan bien las conocían.
Por último, los de su pueblo, viendo imposible detener a Juan, le rogaron que no llevase al chico, que le dejase en el pueblo, que ellos le cuidarían. A lo que Juan Herrón les dijo que, a su hijo, le sería de provecho hacerse hombre a su lado y no gallina al lado de ellos y, sin más, partieron padre e hijo, ambos en la jaca, muy ufanos, seguidos por la reata de los tres pollinos.
El cielo estaba almohadillado de nubes espesas que, con la oscuridad progresiva de la noche, parecían ya negras. El aire se detuvo y, cuando se quedó todo calmo y en el campo no se sentía más que el frío y no se oía sino el rítmico caminar de las caballerías, comenzó mansamente a nevar.
Juan Herrón no contaba con eso y, molesto, lanzó un juramento. Deslió una manta que llevaba en la grupa y se la echó por los hombros a su hijo que, con diez años, iba sentado a horcajadas sobre la yegua delante de su padre.
Como la nieve arreciaba se desvió, apenas a una hora del pueblo, poco más de un hectómetro para refugiarse en la Venta Carrasco. Mucho tardó en abrirle, pues ya había cerrado a cal y canto, el tío Norbertazo, dueño de la venta, que no esperaba en tal día o, mejor dicho, en tal noche, a cliente alguno.
- Pero, Juan Herrón, ¡tú tenías que ser! ¡Viajar en una noche como ésta! Y, por lo que veo con el chico, ¡tú estás majareta!
- Se calle usted y me ponga un aguardiente y, al chico, le dé una galleta.
El tío Norbertazo, curandero, recolector de hierbas y sanador por el pelo, la lana y las plumas, les atendió y les dio conversación, dando por sentado que, por fortuna para ellos, pasarían aquella noche allí, que era lugar seguro. Sin embargo, Juan Herrón le desengañó cuando, a las dos horas y viendo que había amainado el temporal de nieve, espabiló al chico y le dijo al tío Norbertazo que le cobrara, que se iba.
- Loco estás si lo haces –dijo el tío Norbertazo- y más con esta criatura. Hay fuerzas que ninguno conocemos y, por eso, es mejor no tentarlas. Ten en cuenta que, el que esto te dice, sabe de lo que habla y ha vivido más que tú.
- Sí, sobre todo de otros, engañando a cuando bobo aparece por aquí pidiendo ayuda. La noche, con el blanco de la nieve, se ha hecho más luminosa, y, en cuanto se nos hagan los ojos, casi veremos como de día. Guarda tu ayuda para los temerosos o los tontos.
- Ojalá que no la eches en falta –dijo el tío Norberto, muy picado por la arrogancia de Juan Herrón, y cerró de sopetón la puerta.
Ya llevaban un buen trecho y el chico se había dormido entre los brazos de su padre que, al tiempo que lo sujetaban, agarraban las riendas de la yegua. Una niebla espesa se adueñó del paraje y Juan Herrón perdió la referencia del lugar donde podían encontrarse. Se imaginó que él también se había podido adormilar un rato y supuso que el buen sentido de su yegua, acostumbrada a aquel camino, les ayudaría a salir airosos de la situación. Era muy incómoda la sensación de no saber donde se encontraban. Entre la nieve, la niebla y la noche, todas palabras que empiezan por negación, se encontraba en una especie de nebulosa bastante inquietante.
De repente se sobresaltó. Unas campanas tañeron con fuerza inusitada a la altura de, lo que el calculaba que debiera estar, el pueblo de Morenglos. Sí, tenían que ser las de Morenglos. Mas, de repente, se sobresaltó todavía más: Morenglos llevaba abandonado muchos años. Él nunca había conocido aquel pueblo habitado, cómo podía estar escuchando aquellos tañidos, tan potentes, en mitad de la nada. No quiso despertar al chico pero, pasada media hora, los tañidos de campanas aún les acompañaban. Y, a medida que iban avanzando, oyó nuevas campanas que se acercaban o alejaban según caminaban con sus caballerías. Sin embargo, aquello era imposible. Sabía que eran todos pueblos de antaño, lugares despoblados, aquéllos por los que atravesaba. Así de Morenglos pasó a Osecilla, a San Vicente, luego a Torralbilla, a Castilpelayo, después a Ardachosa, a Matamala, a Viperinas… y no podía entender cómo de todos aquellos pueblos, que él jamás vio poblados y de los que, en algún caso, apenas quedaban ruinas, le llegaban nítidos tañidos de campana. Pensó en las ánimas pero, no podía ser, tenía que estar perdido y estar escuchando tañidos de las campanas de las iglesias de otros pueblos. Seguro que, en cuento clarease el alba, se desharía aquel malentendido.
Por fin, cesaron los tañidos. Dio gracias por el final de aquella pesadilla pero, al darlas, reparó en que la yegua estaba parada y la reata de burros como petrificada. Era raro, en los tres años que llevaba con aquella yegua, el que hubiera tenido que emplear la espuela con ella. La espoleó suavemente. El animal no se movió ni dejó de mirar al frente, con las orejas tiesas, como si pudiera taladrar con sus ojos la espesura de la niebla. La espoleó con fuerza un par de veces y tampoco hubo respuesta por parte de la jaca. La espoleó con saña, pero no movió una oreja. Sacó una fusta y ya tenía la mano levantada para estrellar la fusta contra el poderoso cuello de la yegua cuando los rebuznos de los burros, tirando hacia atrás le alertaron de que algo extraño sucedía. Descabalgó e intento calmar a los animales, que no hacían más que recular, presos de una inquietud inusitada. Fue entonces cuando, clara, nítidamente, llegó hasta él el cercano aullido del lobo. El escalofrío del miedo, cien veces más potente que el del frío, le atenazó hasta las entrañas.
Instintivamente fue a recoger a su hijo, al que, envuelto en la manta, había depositado en el suelo al apearse de la yegua. Los burros y la yegua, aprovechando su desatención, huyeron aterrados y desaparecieron en esa oscuridad, en blanco y negro, que le rodeaba. Se hizo el silencio totalmente cuando las pisadas de sus caballerías terminaron de perderse definitivamente en una dirección imposible de precisar.
Pensó Juan Herrón que, si había lobos, la habrían tomado con las bestias y eso les daría a ellos una oportunidad de escapar. Pensó también que vestían ropa de abrigo, que tenían una manta, que él conservaba su fusta y que, además, llevaba una faca, con un palmo de hoja, para defenderse si llegara el caso. Al amanecer sería cuestión de buscar a los animales y ver qué había pasado. También llevaba consigo todo el dinero que sacó de casa. Le tranquilizó el comprobarlo, mas reparó que de ninguna utilidad le era en aquellas circunstancias. Y dicen que el dinero todo lo puede, pensó para sí.
Calculó que tendría que encontrarse muy cerca del paso del Congosto y pensó en ir a refugiarse con su hijo a una de sus muchas cuevas y recovecos. El chico se había espabilado totalmente y se agarraba a su mano visiblemente asustado. Al menos no se oía ahora al lobo. Tras caminar una media hora se salieron un poco a la derecha y dieron con una pared de piedra. Tuvieron suerte, porque enseguida encontraron un hueco que, un poco más dentro, se ensanchaba. Encendió una cerilla Juan y vio que era una cueva. Enseguida se echaron al suelo para pasar la noche, allí resguardados, compartiendo su calor corporal bajo la manta.
El chico se empezaba a dormir al cobijo y calor de su padre. Éste, sin embargo, no conseguía adormilarse, al contrario, al poco rato comenzó a alertarse. Primeramente oyó como el ruido gutural de un ronquidillo apenas perceptible. Al poco lo volvió a oír, algo más fuerte, pero ahora desplazándose. Tenían compañía, era algo que había dentro de la cueva. Volvió a sonar, esta vez más fuerte. El chico lo oyó también y despertó e, incorporándose, se aferro al brazo de su padre. Repentinamente el sonido ronco aumentó paulatina pero rápidamente de frecuencia. En un momento se había convertido en un silbido enervante y aterrador. Juan Herrón supo enseguida que era la culebra, seguramente metida en la cueva para el letargo del invierno, y salieron de estampida el chico y él. Pasaron la salida de la cueva corriendo por el sobresalto y raspándose dolorosamente rostro y manos por la oscuridad. Luego, no pararon de correr, internándose en lo negro de la noche, hasta que, cogidos de la mano, tropezaron y se sintieron caer rodando una ladera abajo.
Se hizo el silencio dentro del silencio, la oscuridad dentro de la oscuridad.
Curiosamente, cuando apareció el chico, hablaba de perros aulladores, de serpientes que silbaban en la oscuridad, de corzos ladradores, de bramidos de ciervos, de hombres a caballo, de graznidos de cuervos, de iglesias con velas y lamparillas, de pueblos en ruinas… pero, de su padre, sólo recordaba que, antes de separarse, volaron un poquito, juntos en la oscuridad.
Lo encontraron a los dos días, contra todo pronóstico, a menos de un kilómetro de su pueblo, en un prado. Al padre no le encontraron nunca. Desde entonces, al prado donde apareció el chico, lo llaman el Prao Juanarrón porque los nombres con el tiempo, al igual que la realidad, van sufriendo deformaciones.

De invitado a advenedizo


Gaudeano era un hombre bueno. Pertenecía al tipo de hombre bueno del que sus allegados apostillan: “Es bueno, pero no tonto”. Y lo dicen para que le quede claro al que escucha que allí andan ellos, al acecho, para impedir al aludido precisamente eso: ser bueno.
El invitado nunca supo por qué le cayó bien a Gaudeano. El caso fue que le volvió a invitar a la finca La Dádiva en numerosas ocasiones. ¿Le sentiría más próximo, en asuntos de caza, que a su hermano Laureano y a sus socios? ¿Le gustaría verle satisfacer una afición tan alocada? ¿Le llevaría su acendrada religiosidad a poner un pobre en su coto?... El invitado no hubiera sabido explicarlo.
Aquello había traspasado los límites de un compromiso casual para convertirse en una costumbre. El invitado pasó a ser habitual en aquella cuadrilla que, con su presencia, se hizo un quinteto.
El programa siempre era similar. Sólo se cazaba las mañanas de los domingos. Una vez santificado el día del Señor con la misa de ocho, confortados los estómagos con el desayuno y templados los ánimos con la copita matinal, enfilaban hacia la finca. La caza comenzaba no antes de las diez y terminaba no después de las dos. Unas rondas de cañas, con los comentarios de las incidencias del día, clausuraban siempre la jornada. Todo trascurría con exactitud casi militar.
Había veces, no muchas, que no venían Laureano y sus socios y, esos domingos, le parecía al invitado que Gaudeano tenía con él más simpatía y un trato mucho más sencillo y cercano que cuando acudía el resto de la mano. También, algunas veces, Gaudeano se encontraba con algún conocido en el bar donde desayunaban. Era, de ordinario, algún hombre mayor de los que cazaban en lo libre. Gaudeano, sin más, invitaba ese día rumbosamente al viejo a cazar con ellos dos. Recordaba el invitado la cara que se les ponía a aquellos hombres que, por la edad, conocían de sobra la finca y el buen rato de caza que les esperaba. Lo dicho: Gaudeano era un hombre bueno. Por sus hechos los conoceréis. Se ha dicho siempre.
El invitado, ya un habitual, se seguía sintiendo invitado pese a todo porque, en el fondo, aquella gente no le consideraba de los suyos y él tenía la total seguridad de no llegar a serlo nunca y, curiosamente, la de no desearlo. Por un lado, era muy remota la posibilidad de que llegara a ser alguna vez lo suficientemente rico y, por otro, era más remota aún la de que, aún siéndolo, quisiera convertirse en lo que ellos a él le parecían. Incluso a la riqueza y a la posición, si alguna vez llegase, el invitado sería, siempre y visceralmente, un advenedizo. Improntas que se llevan con uno.
Acostumbrado a cazar en lo libre, aquella finca era un paraíso de la caza, un don divino. Y ya no le importaba tener que ir a misa, ni esperar a la conclusión del desayuno, ni sonreír tomando la copita con fingida parsimonia, ni seguirles sus conversaciones de altura a Laureano, Licinio y Julián, ni condescender con sumisa mansedumbre a lo que soltaran por sus bocas. Nada le importaba estarse doctorando en aquella adulación jabonosa y, lo que es más, habría hecho hasta un triduo, una novena o una peregrinación a Fátima, Lourdes, Roma o Tierra Santa, si al religioso de Gaudeano se le hubiera puesto por montera que le sirviera en ella de ayudante. Se prometió a sí mismo avenirse a todo, con tal de seguir cazando en aquel auténtico coto de ministros. A tal punto llegó, de perder la vergüenza, con tal de cazar en la bendita finca.
Su pasión ciega no les pasó desapercibida a Laureano y a sus socios y, como eran hombres experimentados en aprovechar las debilidades de los otros, obsequiaban al advenedizo con las manos más duras que, a la par, solían ser las que se prestaban más a ojear la caza que a cazarla, de modo que fueran ellos quienes abatieran las perdices que aquél levantara.
El advenedizo, invitado siempre por Gaudeano y consciente de su condición de tal ante los otros, se aprovechaba también de la condición que ellos tenían desde la misma cuna, de la de señoritos, de cazadores cómodos, de la de casi ser cazadores de caminos. Y consciente de sus intenciones, al darle las peores manos de continuo, procuraba desempeñar lo mejor posible su misión y, enseguida, desarrolló una gran habilidad en ello. De ese modo, a los otros miembros de la mano solían bajarles chorreadas gran cantidad de perdices a tiro de sus pulidas escopetas inglesas y así, bajo su criterio de dueños y señores, rentabilizaban la asistencia de aquel advenedizo, flor de terreno libre, a sus aristocráticas manos de perdiz en La Dádiva. Cosas de señoritos, acostumbrados a sacar de todo provecho.

22 octubre 2009

Recogiendo las migajas


A la tarde, apenas llegó a la finca de La Dádiva, León, el mastín, salió a su encuentro ladrando amenazador. Sólo cuando estuvo a cuatro o cinco metros le identificó, cesó de ladrarle y caminando hacia él, confiado ya, movió amistosamente la cola. Acarició al perro, igual que le había acariciado por la mañana, y éste se pegó a él y le siguió por entre las naves y la casa de la finca.
Al parecer no había nadie. Así que, sin más, se adentró en los terrenos del coto siguiendo los pasos que la mano de cazadores había dado por la mañana, hacía sólo unas horas. Naturalmente iba sin escopeta pero confiado en encontrar alguna de las piezas que los cazadores ni se habían molestado en buscar.
Sabía que, pasado el tiempo, iba a ser difícil, pero le dolía que aquella caza se quedase en el campo sólo por desidia. En cuanto se alejó trescientos o cuatrocientos metros de las naves comenzó a ver algún bando de perdices apeonar presuroso, trasponiendo a la vista, evitando así el arrancarse a volar.
La primera había sido una perdiz que entre la mano salió hacia atrás. Laureano, que iba por el alto de una ladera de esparceta, se giró y se encaró la escopeta. A él le pareció que tardaba demasiado en disparar. Cuando lo hizo, la perdiz hizo ese movimiento casi imperceptible, como un ligero encogimiento, que a él le era tan familiar. Laureano la miró dos segundos pero, viendo que volaba con fuerza, volvió la vista al frente. Sin embargo él siguió mirando. Como a quinientos metros hizo la torre. Le avisó a Laureano pero éste dijo que siguiera la mano, que por una perdiz no se paraba. Tomó dos referencias, como hacía siempre, y continuó.
Le extrañó también que fueran tan pendientes de las perdices que no vieran las cinco liebres que les salieron o que, si las habían visto, no les tirasen.
Las otras tres eran perdices que cayeron, dos de ellas desaladas y otra en un barranco profundo junto a una terrera con el fondo lleno de maleza. En su mapa mental llevaba anotado cada sitio. Sabía que iba a ser difícil, sobre todo con las dos de ala, pero tal vez la del barranco pudiera cobrarla si había caído muerta. No había contado con la ayuda inesperada del mastín que, aunque no les había acompañado en la caza, ahora sí le acompañaba a él en la búsqueda. Y, al fin y al cabo, aunque no fuera cazador era un perro.
Recordó cómo al llegar a los confines de la finca, donde ya lindaba con el término de Santa Colomba, pararon a echar un cigarro y a tomar un trago de la bota. Les dijo que se había quedado con los puntos de donde hizo la torre la perdiz y también de donde habían caído las otras dos de ala. Ellos se sonrieron y le dijeron que no se preocupase por tal cosa. También les preguntó que por qué no llevaban perro y ellos dijeron que un perro era un incordio, que había que atenderle y darle de comer, enseñarle, controlarle para que no se adelantara y que, en aquella finca, no era necesario un perro para matar en un rato media docena de perdices. Al preguntarles por las liebres, se rieron y le dijeron, sin ningún empacho, que no les habían tirado por no cargar con ellas.
Según estaban hablando, tras un gran espino al pie de una ladera, se oyeron dos tiros cercanos y tres perdices bajaron de pico y casi a plomo desde lo alto. Julián Belamonte le quitó el seguro a la escopeta y, con una habilidad impensada para el invitado, dejó dos de las tres perdices muertas en el aire las cuales, por la inercia, cayeron a más de ochenta metros de donde estaban. Licinio no disparó a la tercera de frente, la dejó pasar tranquilamente y la abatió cuando se alejaba. Gaudeano y su hermano ni siquiera hicieron intención de disparar y felicitaron a los otros dos según iban a cobrarlas. El invitado se quedó con la boca abierta pues hubiera apostado que se tragaban las perdices. Al ver la desenvoltura de Julián y Licinio con los pájaros de pico, se dio cuenta de que aquella gente eran cazadores acostumbrados a tirar en ojeo.
Hicieron recuento. Entre los cuatro llevaban veintinueve perdices y dos liebres que había matado, estas últimas, el invitado, claro.
Pensaba que aquel día iba a ser memorable pero se quedó de piedra cuando dijeron que volverían a la casa por derecho y que por ese día ya estaba bien. Luego cuando les vio buscar el camino de tierra y emprender la vuelta juntos, de conversación, con las escopetas al hombro, se quedó de una pieza. Apenas habían cazado tres horas. Ni siquiera iban a volver atravesando los barbechos donde las perdices, voladas de los altos, se habían echado y estaban amagadas entre los terrones.
No era la una y media y ya estaban tomando cañas en el mismo bar donde desayunaron.
Así que aquella tarde el invitado, que no había parado de recordar las piezas no cobradas, apenas comió, cogió el coche y se volvió a la finca de La Dádiva y se puso a buscar las cuatro perdices que se habían dejado.
Encontrar la que hizo la torre fue coser y cantar. Tomadas las referencias la encontró enseguida, si bien un poco más cerca de lo que él esperaba. Sabía que las perdices que hacen la torre se quedan donde cayeron pues, tras ascender verticalmente de modo sorprendente para el profano, se quedan muertas en el aire. Dejó que el perro la cogiera y luego le acarició y le sopló en la nariz para que la soltara en su mano.
Para bajar a por la que cayó en el barranco se lo pensó un rato porque le parecía que, si no la encontraba, iba a ser un gran esfuerzo el bajar y más el subir por aquella inclinación tan pronunciada. Finalmente bajó. El mastín esperó arriba pues, por su peso, le asustó la pendiente del abrupto barranco. Afortunadamente el fondo, aunque tapado por juncos y ramas, era un lecho de arena seca. Allí estaba tiesa la perdiz.
Andaba buscando una de las de ala cuando un tractor, atravesando por la finca, vino hacia él. Era Luis, el encargado, que antes de salir esa mañana les había saludado en la casa. Al reconocerle le preguntó sorprendido qué estaba haciendo. Se lo explicó. El encargado le dijo que no le extrañaba, que los dueños y sus amistades eran gente que no apreciaba lo que tenían porque lo habían tenido desde siempre y eso había sido así, en aquella familia, desde generaciones.
Notó que al encargado le había caído bien. No encontró las de ala pero al menos se repartió, a medias, las cuatro piezas con el campo.

20 octubre 2009

Genio, figura y el sol que se empeña en ponerse


“Mirad que estáis viejo y que ya no tiene el pecado
qué roer en vos: dejad la mujercilla que embarazáis
inútil, que cansáis enfermo; mirad que el mismo
diablo os desprecia ya por trasto embarazoso y la
misma culpa tiene asco de vos.”

(Los Sueños, Francisco de Quevedo)


Al día siguiente de encontrarme casualmente con el Colás y saber de su desgracia fui a su casa como le había dicho. Pasadas las ocho de la tarde llamaba al portero automático. Enseguida me identificó y me abrió.
Mientras subía al cuarto piso me pregunté cómo el Colás, según estaba de las piernas, se las arreglaría para subir y bajar cada día. Me imaginé las angustias de su mujer al sentirse enferma y empeñarse en subir a su casa, buscando refugio, remolcada de su correa, de la correa de un hombre, sin estabilidad ni fuerzas, de más de ochenta años.
En un segundo me llevó la memoria más de treinta años atrás. Entonces subimos al Colás por aquella misma escalera estrecha. No había manera de maniobrar con la camilla. Julio y yo vimos que la mejor solución era ponerle, paralizado de medio cuerpo como estaba, en una manta. Así, hecho un ovillo en ella, pudimos subirle hasta su casa y depositarle en la cama. Al terminar, nos miramos y pensamos lo mismo sin decirlo: aquel hombre no parecía el Colás, parecía un trapo, un pelele. No imaginábamos que saliera de aquella.
Fue por ayudar a su hermano Manolo, al que habían tenido que cortar las piernas. Iba muy a menudo al pueblo a ocuparse de las tierras de éste, y a cavarle la huerta en el buen tiempo. Después de su jornada de albañil subía en una moto pequeña a lo de Manolo, hasta que un anochecer alguien le dio un golpe y le dejó tirado inconsciente fuera de la cuneta. A la mañana siguiente lo encontraron. Tardó más de un mes en volver en sí. Luego tuvo rehabilitación durante mucho tiempo.
Sigo subiendo y recuerdo que, en cuanto pudo ponerse en pie, medio arrastrando la mitad torpe de su cuerpo, se puso de ejercicio el echarse la escopeta a la cara. Era una obsesión. También se compró un azadón y, medio arrastras, se salía a un descampado enfrente de su casa y cavaba, como podía, con la ilusión puesta en ganar fuerza en el lado dormido de su cuerpo. Subía y bajaba de su piso también a duras penas. Enseguida pudo andar, hasta que un buen día me dijo:
- ¿Sabes, Sarvi? He subido andando a mi pueblo. Sí.
- No me lo creo –dije, porque no me imaginaba el medio cuerpo útil del Colás tirando del otro medio.
- Pues bien alto lo puedes decir, me subí por la cuesta San Cristóbal, luego crucé el monte a salir a lo de Alcohete y de allí, por lo más llano, a mi pueblo. Sí.
Entonces su ilusión era otra vez la caza. Cojeaba, pero iba a mejor. Y desde entonces, siempre que me era posible, le llevé conmigo.
- Las perdices ya no están pa mis uñas, Sarvi –me dijo un día en el coto social.
- ¿Y eso? –dije haciéndome el nuevo.
- Papo, entre que con el ojo del lao malo veo mal, porque me sa quedao vago, y lo que tardo en encarar… tú me dirás. Chacho, dices tú de perdices. Según les cascaba yo antes. Ahora... alguna liebre, seguro que me trompico. Sí.
Y así fue. Siguió cazando conmigo algunas veces y en su pueblo siempre, como toda la vida.
Hace ya unos años vendió la escopeta y lo dejó definitivamente. Aunque con los cepos estoy seguro que unas cuantas veces se la habrá jugado a los de los cotos del contorno.

Al llegar al rellano me ha dejado la puerta abierta y por el ambiente y el trajín veo que ha terminado de cenar hace un momento. La mesa camilla tiene aún por encima algunas migas y en la casa se respira olor de pescado frito. Enseguida viene renqueando de la cocina y veo que le lleva lo suyo llegar a la mesa. Aunque se trata de un piso pequeño, de las primeras viviendas sociales que se dieron, parece que se le hacen largas las distancias.
Quiere sacarme vino, quiere darme tabaco. Tardo en desengañarle nuevamente, como siempre, de que no fumo y que tampoco quiero beber.
Hablamos primero de la andaluza y de los cincuenta años que hicieron de casados. De que cómo, después de tanta vida juntos, no la iba él a llevar en su corazón. De lo buena persona que era, sobre todo, en contraste con él: juerguista, cantarín, algo mentiroso y faldero… De que si no hubiera sido por ella él ya estaría muerto… Luego le pregunto por las hijas y los nietos. Trámite.
Sale la caza. ¡Cómo no! Y repasamos cien y una historias en las que siempre me deja claro que, aunque al final aprendiera a tirar a las perdices, no llegué nunca a mojarle la oreja ni a llegar a su altura en lo del pelo. Y le digo que lleva razón, entre otras cosas, porque es la pura verdad.
- ¿Y la Juani? ¿Te acuerdas de la Juani?
- Menuda perra, Colás, ¡cómo no me voy a acordar!
- ¡Qué sanguina que era! O los ahuecaba o los mataba en el zarzón. Sí.
- ¡Lástima que no los sacara y luego tuvieras que meterte tú a gatas!
- Era el único detecto que tenía la criaturita. Se ve que, al animalito, no le enseñamos como es debido y luego, pues la que pasa. Sí.
- ¿Qué fue de ella? ¿Murió de vieja?
- Quiá, me la mataron por las putas envidias… –y se queda un rato cavilando, con los ojos mustios- La envenenaron. Sí.
Tocamos luego el tema del cante, el de Bailén, el pueblo de la andaluza, el de los toros…
Y se calienta tanto que pierde el norte.
- ¿Tú no crees que aún me podrían educar a mí la voz?
- Hombre, Colás, a estas alturas…
- Si ya se lo dijeron a mi pobre madre. Pero la mujer, qué iba a hacer, éramos seis hijos y en cuanto valíamos estábamos en el campo… yo, a los ocho años. Así que, pa educarme a mí la voz estaban los tiempos.
Y se calla pero no se queda convencido y prueba con la caza a ver lo que le digo:
- No tenía que haber vendido la escopeta, Sarvi. Aunque no matara na, sólo por la ilusión de salir al campo a entretenerme…
- Yo creo que hiciste bien, bastante es que aún te pegas buenos paseos por la ciudad –digo para no desanimarle del todo.
Por último dice alguna picardía de mujeres y le sigo la broma porque parece que, a ratos, pese a la cojera, a la deformación de la columna, a la sordera que cada día se apodera más de él, a la poca vista que le queda y a haberse quedado solo, no renuncia a querer ser él mismo hasta el último momento. Llego a la conclusión de que por dentro nunca nos hacemos viejos y no queremos abandonar la ilusión de encontrar pajarillos en los nidos de antaño. Los primeros en querer engañarnos somos nosotros mismos.
Al cabo de la hora, que entre unas cosas y otras se ha pasado, le digo que me voy.
- ¿Papo, qué prisa tienes? Espera que abro ahora mismo una botella de vino.
- Que no, Colás, que ya te he dicho que no quiero.
- Pues fúmate un purillo de estos míos o de esos que me has traído, que no te he dao ni las gracias, hombre.
- Que no, Colás. Y tú pórtate bien y no te des a la mala vida ahora que no está la andaluza –le digo medio en broma medio en serio, porque le conozco.
- Mia, el caso es que ya no fumaba y hace cosa de un mes me he enganchao otra vez.
- ¿Lo estás viendo? Eso ya lo sabía yo.
- Lo que hace falta es que nos veamos. Como siempre.
- Hasta otra, Colás.
- Hasta que quieras, Sarvi.
Cuando bajo las escaleras tengo una mezcla de tristeza y de desvalimiento ante la vida. Puede que el Colás, más por la imagen que da que por su actitud, me haya contagiado. Le deseo, y me deseo, aquello que una vez le oí cantar, entonces por Farina:
“La luz de mis ojos la llevo en el alma
no tengo más pistas que en mi corazón.
En mi vida oscura camino con calma
siguiendo mi ruta con resignación…”

19 octubre 2009

Fantasía


A Elisa no le gustaba mucho la carretera pero sí, en la ciudad, había que reconocer que sabía desenvolverse muy bien con el coche. Era como una ardilla lista que aprovechaba cualquier hueco, cualquier rincón y se las arreglaba perfectamente en las calles y plazas. En todos los contratiempos que la vida le proporcionaba, y también en los pequeños roces cotidianos del tráfico, su aspecto innegablemente le ayudaba. Era una señora elegante, discreta, guapa que sabía lanzar el flash de una sonrisa en el momento oportuno, que era capaz de responder con una cara de póquer inmutable a las sugerencias, aunque fueran puramente gestuales, que no le parecían correctas o agradables o que eran descaradamente salaces. Más o menos venía a ser algo así como una mujer de bandera pero que sabía estar en su puesto y mantener a todo el mundo en el suyo. Tenía esa habilidad. Ese equilibrio.
El muchacho que le iba a atender en la gasolinera vendría a tener la edad de su hijo mayor, quizás dos o tres años más como mucho. Además se parecía a él. Por eso ella se fijó en el joven más de lo habitual y, bajo su insondable faz y sus gafas de sol, se preguntó, mientras le veía venir hacia el coche, si una señora como ella podría gustarle a aquel muchacho.
Al chico de la gasolinera jamás se le habría ocurrido que aquella señora de aspecto agradable y respetable estuviera pensando en tales cosas según le veía acercarse. Cuando llegó no pudo disimular la mirada de reojo que lanzó al escote de la clienta, imantado por éste, mientras ella le miraba a los ojos. Elisa era una experta en colocarse las tetas rebosantes y con la suficiente abertura de escote como para que ningún hombre pudiera resistirse a la ojeada. Ella lo sabía, es más lo hacía adrede y, aunque le encantaba, solía responder con una mirada de desdén muy a la altura de la señora bien, sofisticada, altiva y distante, que tan bien representaba.
Esta vez el gesto del muchacho tampoco le pasó desapercibido pero, contrariamente a sus principios, correspondió con una sonrisa algo pícara a la mirada ávida que sus pechos se llevaron. Le gustó haber captado la atención del mozo. Su vanidad se desperezó en su mente como una gata estirándose sobre un suave sofá.
- ¿Qué va a ser, señora?
- Diesel, llénalo, por favor.
- Parece que ha entrado ya el buen tiempo, ¿verdad?
- Afortunadamente, tengo que ir a diario a Fontelume y con mal tiempo no me gusta andar por esa carretera.
- Andá, a Fontelume. Yo soy de allí.
- Qué casualidad. Quizás coincidamos alguna vez.
- Puede ser. Bueno ya está. Son 38,50.
- Toma, quédate con la vuelta.
- Gracias, señora.
- Gracias a ti, guapo –se soltó Elisa, mirando al chico en un paréntesis instantáneo de descaro que su vanidad halagada le dio a su papel de distante señora.
Sin desmontar la sonrisa, subió a su coche y se marchó. El chico de la gasolinera quedó embobado por cómo le había sonreído aquella clienta, aquella hermosa mujer según se iba.
- Venga, Damián, a lo que estamos –oyó a sus espaldas vocear al encargado.

15 octubre 2009

Cantando por Antonio Molina


Hoy ha sido él el que me ha localizado. Iba rápido a mi trabajo. He debido de pasar a cuatro metros de él sin fijarme.
- ¡Sarvi!
Paro en seco y me vuelvo. Es la primera vez que le veo sentado en un banco. El hecho hace saltar en mí una pequeña alarma, como el muelle diminuto de un bolígrafo.
- Me he dicho, a ese que viene por ahí parece que le conozco.
- Colás, me alegro de verte. Perdona, iba rápido a trabajar. Y ni me he fijado ¿Cómo estás?
- Pues, malamente.
- ¡No fastidies, qué te pasa!
- Que se me ha muerto la andaluza. Sí.
Y al Colás se le hinchan los carrillos como a un niño a punto de hacer pucheros. Me siento a su lado, le pongo la mano en el hombro y le digo que lo siento mucho, que no sabía nada.
- Ya sabes que tenía el corazón más grande que la caja del pecho. Y eso ha sido. Se puso mala una tarde de julio, en el parque, conmigo, estando así sentada en un banco como nosotros ahora. Vamos a casa, Nicolás, que me encuentro mal, me dijo. En cuanto tuvo fuerzas para llegar a casa cogida de mi cintura, agarrada a mi correa por que no podía, cayó como un fardo en un sillón y allí perdió el habla y luego el conocimiento. Doce días nos tiramos en el hospital y el último boqueando hasta que se murió por la tarde. Pa mis chicas y pa mí ha sido. Sí.
- Ya me acuerdo de lo del corazón. Me lo tenías dicho. ¿Cuándo fue?
- El cinco de agosto, ¿fumas, Sarvi?
Y me percato de que está fumando un purillo pequeño y casi me dan ganas, por acompañarle, de decirle que sí y fumarme uno con él.
- No, Colás, ya sabes que lo dejé hace años.
- ¡Papo, Sarvi, es verdá! Como nos hemos fumao tantos juntos…
Me fijo en él y es la primera vez que le veo con los años que tiene. Pienso que también en la edad, como en casi todo, me ha engañado hasta hoy. Le veo tan caído que me pesa tener que trabajar esta tarde y no poder pasarla juntos. Se seca las dos lágrimas que tiene detenidas bajo los ojos. Luego da una calada al purillo, se reporta, y me dice que ahora come donde las chicas y duerme en casa, que por la mañana se va donde los viejos a jugar al billar porque en casa no aguanta y que, por las tardes, hasta la ocho no llega a su piso. Quedo en ir a verle para pasar un rato con él. Me despido. Pero por primera vez en mi vida, al darme la vuelta para mirar al Colás, sé que me he despedido de un hombre distinto, de un hombre que no había conocido triste hasta hoy y, menos aún, había visto definitivamente anciano.
Y mientras camino, aún conmovido por la reciente estampa del Colás, recuerdo cuando, en las bodegas de su pueblo, le cantaba a su mujer por Antonio Molina y ella, la andaluza como siempre la llamaba, se ruborizaba aunque, en el fondo, le encantaba y terminaba emocionándose.
“Como una barca sin dueño
abandonada en la playa
despertaré de mi sueño
el día que tú te vayas
te llevo dentro del alma
sin poderlo confesar
por fuera soy mar en calma
por fuera soy mar en calma
y por dentro el temporal…”

12 octubre 2009

12 de octubre de 1979


Cuando aquella mañana llegó a la finca de La Dádiva, la alambrada que rodea el caserío estaba abierta, y dentro la camioneta pick-up del encargado estaba aparcada frente a una de las dos naves, junto a un Land Rover en buen uso. Había tractores, piezas, maquinaria agrícola vieja y aperos esparcidos tras las naves. La casa antigua está ya en ruinas con el tejado parcialmente caído y con una de las paredes laterales caída del todo. De modo que parece una casa de muñecas infantil, pero a escala natural, porque dentro se ven los muebles y los viejos enseres en los distintos pisos aún milagrosamente suspendidos entre los armazones y las vigas.
Junto a la alambrada que rodea el caserío hay un cerrete pequeño y picudo. A él se subió para tener una visión mejor de la finca. Las grandes explanadas de labor se extendían onduladas hacia el norte. A lo lejos la tierra se elevaba de nuevo e impedía ver los confines de la finca, más allá de lo de Valdelhombre. A la izquierda estaban las terreras que la hacían limitar, brusca y abruptamente por el desnivel, con el río. Había también olivares a la derecha. Un barranco pequeño con un arroyo era sobrevolado, casi literalmente, por una autopista de peaje. Pensó, al ver esto último, que don Manuel, el notario, jamás habría consentido que aquella autopista hubiera cruzado su finca, si hubiera vivido para verlo. Pero quizás ni el mismo don Manuel hubiera podido impedir aquella obra, pues los tiempos habían cambiado el reparto de poderes y, algunos, habían ido a parar a quienes jamás los detentaron, por eso de la democracia. En cualquier caso, el que observaba la finca desde aquel oterillo no estaba muy seguro.
A don Manuel, sus propios hijos le llamaban don Manuel. Y, cuando les llamaba, más les valía acudir en el acto y dejar familia y trabajo por muy ingenieros que fueran y por estado de casados que tuvieran y por padres y señores que se sintieran y por muchos años que tuvieran cumplidos y por miles de canas que peinaran y por reverencias que les hicieran en sus empresas y en los bancos en cuanto detectaban su presencia. Don Manuel no admitía dilaciones y sus hijos habían sido educados en una obediencia militar a su persona.
Inmóvil en el pequeño otero, se fue treinta años atrás. Recordó la primera vez que vio la finca. Iba con Gaudeano, un hijo de don Manuel. Casualmente un amigo común se lo había presentado unos meses antes de aquel doce de octubre. Gaudeano estaba pescando y los otros dos le observaban.
- ¿Te gusta la pesca? –dijo Gaudeano.
- No, me aburre. En cambio la caza me encanta.
- ¿Conoces la finca de La Dádiva?
- Pues no.
- Entonces te invito al desvede –dijo Gaudeano de sopetón.
El que acababa de ser invitado ni conocía la finca ni había oído hablar de ella. Por otro lado esas invitaciones de caza no las tenía por fiables, pues la experiencia le decía que las más de ellas solían olvidarse. Sin embargo, antes de separarse, después de tomar unas cañas por la tarde, Gaudeano le dio una tarjeta y le dijo que un par de días antes le llamase por teléfono para concretar. Por la tarjeta supo que Gaudeano era ingeniero y que su empresa era muy conocida en la zona. Así quedaron las cosas.
Llamó a Gaudeano. Como si se conocieran de toda la vida, éste le dijo que el día doce a las ocho de la mañana para oír la misa dominical en la parroquia de San Gregorio. La cita a las ocho no le pareció oportuna pues a esa hora ya solía estar él en el campo todos los días de caza, cuánto más tratándose del día del desvede; pero ya, quedar en una iglesia, para oír misa, él que ni siquiera era practicante, le terminó de fastidiar del todo. Y pensó que sitios tenía donde ir de caza sin necesidad de tanto misterio, tanto retraso y tanta misa. Así que malhumorado, pero con toda la educación y prudencia que pudo reunir, no le puso pegas a Gaudeano y se dijo que, a una mala, con no volver a quedar valía. Pero, sin embargo, era un día de desvede y no se las prometía nada felices con aquellas perspectivas.
Iba a entrar a San Gregorio, cuando Gaudeano, que bajó de un elegante coche, le llamó la atención. Se saludaron y, mientras lo hacían, otro suntuoso Mercedes paró al lado.
- Mira, éstos son mi hermano Laureano, su amigo Julián Belamonte y su socio Licinio Gándara.
Tras los saludos de cortesía entraron en la iglesia, muy poco concurrida un domingo a aquellas horas, y escucharon misa. Tal vez ellos con verdadera devoción pero, el invitado, con un gran esfuerzo, pues se imaginaba ya por el campo con las perdices delante y quizás alguna ya colgada. En el transcurso de la ceremonia creyó oír, aunque seguro que eran imaginaciones suyas, tiros desde la misma iglesia, ubicada en el centro de la ciudad. Interiormente le metía prisa al cura pero le parecía que éste, adrede y fastidiado por su premura, dilataba la ceremonia todo lo que podía, enlentecía sus alocuciones a los fieles y, en cuanto más deprisa él contestaba, más tiempo se daba el sacerdote en replicar. Hoy no recuerda si llegó a comerse las uñas total o parcialmente.
Cuando salieron de la iglesia, Gaudeano le pidió que dejara su coche y fuera con él pues no conocía el camino a la finca. Tras un trayecto no muy largo en el que el invitado no hacía más que mirar el reloj y calibrar la claridad del día, que se le antojaba ya muy avanzado, y pensar en la cantidad de tiempo que llevaban de atraso o perdido, que para el caso era lo mismo, observó, totalmente consternado, que Gaudeano dejó la carretera y se metió al aparcamiento de un bar. El coche de su hermano, con sus amigos, estacionó junto al suyo.
- Bueno, pues ahora vamos a desayunar como está mandado –dijo jovialmente Gaudeano.
- ¿No se nos va a hacer un poco tarde? –dijo, llevado por los nervios y totalmente desasosegado.
- Hay mucho día por delante y la finca no se va a mover de su sitio.
- Hombre lo digo porque son ya las nueve y media…
Tomaron todos café pausadamente, charlaron de fincas, de cacerías, de ojeos… contaron unas cuantas anécdotas y se rieron porque el invitado sólo había cazado en lo libre como, ingenuamente, confesó. Pese a su impaciencia, se dio cuenta de que aquella gente carecía de su acuciante ansia por verse en el campo y que, al parecer, habían tenido la caza a su alcance durante toda su vida. Pese a su acelero, tuvo que esperar también, con la paciencia carcomida, a que se tomaran tranquilamente una copa a fuerza de conversación.
Eran más de las diez cuando salieron definitivamente hacia la finca. Tras un vericueto de caminos, Gaudeano dijo que la finca empezaba a partir de un olivar cercano. Enmudeció el invitado cuando, apenas iniciado el paso por entre los olivos, comenzó a moverse una marejadilla de perdices, con sus cabecitas altas y su elegante y rápido apeonar. Se le salían los ojos de las órbitas.
Gaudeano, que lo noto, dijo:
- Tranquilo, hombre, que ésta es la linde de la finca.
- ¿Quieres decir que son más abundantes en el centro?
- Pues claro hombre. Este olivar ni lo tocamos.
Al invitado le pareció que tardaron una enormidad en colocarse las cananas, en ponerse los chalecos, en preparar las mochilas, en armar las escopetas, en preparar los cartuchos… Se dio cuenta de que eran gente muy sibarita, que llevaban cajas de diez cartuchos de marcas que él desconocía, que usaban escopetas inglesas Purdey, que todos llevaban un par de juegos de cañones… pero ya no podía poner atención a nada porque, como un perro, estaba loco, desatalentado por salir…

06 octubre 2009

Educación en valores


Hay quien sostiene que nos estamos dedicando a acumular conocimientos mientras olvidamos la sabiduría. Dicen también que, socialmente, esa puede ser la característica más importante de nuestro tiempo.
Siempre me han dado miedo las frases rotundas y brillantes, como la primera de este artículo, porque permiten dejar en muy buen lugar a quien las dice o escribe pero, por su brevedad y contundencia, pasan por encima de los matices que son la sal de las cosas y que, en definitiva, son los que permiten diferenciar unas de otras.
Sin embargo, también las frases grandilocuentes nos hacen pensar y mirar los contrastes que encierran. Por ejemplo, el acceso a una cantidad de información cada vez mayor se ha hecho posible, la cantidad de conocimientos que tenemos hoy o, lo que viene a ser lo mismo, que sabemos están a nuestro alcance, serían impensables sólo hace veinte años y, sin embargo, tenemos una crisis en educación basada en un fracaso escolar acompañado por una convivencia difícil en las aulas. Hemos llegado, por otro lado, a un tipo de sociedades opulentas, del estado del bienestar, que atraen inmigrantes de todas partes del Tercer Mundo y, sin embargo, hemos entrado en una crisis económica de la que todo el mundo habla y que llena de parados las ciudades. ¿Cómo se ha llegado a esto?
Desengañados, algunos piensan que los estados a lo único que pueden aspirar, y ya sería bueno que lo consiguieran, sería a evitar los excesos del capital. Algo así como ser simplemente defensores de los ciudadanos, ante los abusos, del mercado. Recuerdan que el mercado ni debe ni tiene que prestar ciertos servicios, como la educación, la sanidad, las pensiones, el desempleo, las ayudas sociales…porque al mercado algunas de estas tareas no le interesarán jamás y otras de ellas, interesándoles mucho, las restringirán exclusivamente a quienes puedan pagarlas.
Parece que ante el desmedido afán de lucro que se ha producido, la razón, encarnada en estos estados moderadores, no ha dado la talla y, bastantes veces, en lugar de defender al ciudadano de los excesos del capital, han promovido los tales excesos como si fueran objetivos propios. Hacer coincidir la lógica del mercado con la lógica de la política se ha convertido en moneda común, muy apreciada por muchos políticos de todo signo pero especialmente conservadores.
Probablemente, no ha sido solamente la codicia y la ambición de los consorcios industriales, de las multinacionales de la construcción y de otros sectores, de la banca, de las mafias financieras, de las compañías de seguros y de fondos de inversión… las que han desatado la crisis económica que vivimos, sino también la falta de control de los estados, que se aliaron con una economía neoliberal considerada por muchos, que ahora se quejan, como motor de desarrollo.
También, ante la crisis, los ciudadanos comprueban y descubren para su desgracia como los estados están constituidos para defender a los ricos, a esos codiciosos escondidos en el entramado de la crisis, de la agresividad de los pobres. Evidentemente no se han encontrado responsables de nada. La crisis la pagaremos los de a pie como siempre, los unos con sus dineros, los otros con su paro...hay muchas formas. Los responsables no caen, no aparecen, ni siquiera parecen existir. O sea, lo de siempre. Así que queda claro, además, que nadie, sin el visto bueno de esa modélica estructura, va a tener posibilidades de hacer mucho en política. Grandes lecciones para sacar y nefastos ejemplos para seguir. Pero quizás, ni las lecciones ni los ejemplos, sean los más adecuados para promover una educación en valores que, al parecer, es de lo que adolece nuestra gente joven y de donde arrancan todos nuestros males. Afortunadamente a la gente joven, si no mejor educada sí más informada, es cada vez más difícil engañarles. O eso es lo que yo quiero creerme.
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03 octubre 2009

La tabernera de la taberna de la señá Dolores


Pero volviendo al hilo de la historia, aquella abuela, siendo una chiquilla, se vino del pueblo a la ciudad y comenzó de criada a los 12 años, y lo fue en una sola casa de la que salió para casarse. Eso decía mucho y bueno de la chica. Y es que, con los años, supo ganarse el aprecio del ama, y el de la familia entera, por aplicarse cada día más en ser hacendosa y no en las artimañas propias de algunas de su oficio, como solían ser las mentiras, las sisas y otros hurtos. De esta manera, por su buena condición, fue considerada en la respetable casa del coronel Maroto como una más de la familia. Del seno de aquel hogar salió para sus nupcias y, por todo lo dicho, se sintió bastante su marcha en el caserón del militar.
Pero la ilusión de Narcisa, la muchacha del pueblo donde todas las mujeres tenían nombre de flor, se amustió tan pronto como las florecillas silvestres con los calores del estío. Al casarse, se tornó de criada en tabernera con lo que su condición, lejos de mejorar, empeoró. Así, tras cuidarse de marido y casa, había de encargarse también de la taberna de su suegra y de su misma suegra que, vieja ya y postrada, apenas era dueña de su cuerpo. Por si lo ya dicho le dejara algo de tiempo y para evitar la holganza, perdición del ser humano en general y de la mujer en particular, había de cuidar de un cuñado soltero que con ellos vivía. El cuñado, aparte de ayudar a la suegra en el arte de dar compañía y trabajo a la nueva pareja, tenía, en la misma calle, una barbería cuyos paños había de lavar Narcisa en los ratos que le quedaban libres para sacudirse las orejas.
En la taberna tenía que servir, derrochando paciencia para con la gramática parda y las procacidades, a los sedientos crónicos, entonces y siempre abundantes en este país nuestro de sequías, a los gaznates con tendencia al reseco y a los aclara gargüeros matutinos, todos ellos empedernidos levantadores de codo de similar dedicación y notoria perseverancia. Además, cada pocos días, limpiaba conejos, liebres y perdices y luego de estofarlos, porque escabechando se iban las ganancias en aceite, los servía como almuerzo, comida, merienda o cena a los fieles parroquianos, siempre a precios módicos pues no estaban las economías para abusos.
Eran éstas, las piezas de caza, las viandas habituales entonces en las tabernas, junto con los pajaritos fritos, el escabeche, el bacalao, las sardinas arengues, la congria rancia, las ensaladas de tomate, cebolla y pepino y algunas galletas que a los clientes les gustaba mojar o tomar con el vino, especialmente si era mistela o moscatel o, incluso, con los vinos abocados y con todos los que fueran dulces, que algunos llamaban entonces vinos de la curia.
En ocasiones señaladas, o por encargo, se hacían flores de sartén, gachas, mostillo, papartas, picatostes, empanadillas, fritillos, buñuelos y natillas que salían de grandes sartenes negras y fondonas ancladas sobre trébedes; y también magdalenas, bizcochos de soletilla o perrunillas salidas del horno de la tahona más cercana, después de la cotidiana cochura y con el horno suave ya, para aprovechar de éste hasta la última vaharada de calor.
Fundamentalmente la carne que comía el común de los mortales venía de la caza, pues los capones, las gallinas, los cerdos, los pichones y los corderos eran viandas que sólo se comían en contadas ocasiones y que, en el caso de las matanzas, habían de panearse y hacerse durar tanto como el año.
Así que los cazadores, aparte de clientes habituales, eran proveedores ocasionales de las tabernas. Se consideraba cazadores a la gente que, entonces, aún vivía de la caza o, para vivir, se auxiliaba de ella y no precisamente como ahora, que también hay quien controla cotos desde un despacho. Eran entonces personas ajenas a la especulación y a los negocios que, cazando por libre y en terrenos libres, que eran entonces los que preponderaban, regresaban a casa tras una buena caminata con unas pocas piezas conseguidas con esfuerzo y astucia que, o bien conseguían vender a bares, tabernas o particulares, o bien pasaban a mejorar la dieta familiar. Dieta ésta que por entonces, y sin necesidad de endocrinos y dietistas, solía ser de por sí bastante magra aunque quizás, en su conjunto, más equilibrada que el desorden de comidas que hoy es fácil llevar.
Ciertamente, había también señoritos que se dedicaban a la caza como un pasatiempo, una afición o un entretenimiento que les permitiera alternar las pocas obligaciones que tenían con el tedio de las veladas del casino, el humo de las partidas en los cafés, el cansancio de las tertulias provincianas, el hastío postcoital de la querida y la monótona vida familiar. Todo este hatajo de pisaverdes, lechuguinos, aristócratas, crápulas y petimetres de vida frívola y desocupada fueron los primeros que comenzaron a dar mala fama a la caza pues, sin necesitar de esta actividad para comer y mucho menos para vivir, no dudaban en acotar términos y en organizar en ellos ojeos y batidas para su capricho. Y todo lo hacían usando como único argumento el peso de su dinero y su influencia. Así dieron muchos de ellos en pasar el rato matando lo que no iban a consumir y, a veces, ni a aprovechar y privando de esa comida a quienes la precisaban. Abundaban, entre ellos, la nobleza capitalina o provinciana, caciques con sus influencias y sus títulos de duques, condes, marqueses, barones, caballeros y demás fauna heráldica que, por otro lado, solían ser además propietarios de extensas fincas. No parecía sino que el tener un escudo de armas les obligaba al uso de las mismas por simple capricho y diversión, curiosa relación.
Bajaban por entonces gentes, de los términos cercanos, al mercado de los martes, y también de los cuarteles del monte: Villaflores, Alcohete, Mendieta, La Rueda, Piedras Menaras, de lo de Fluiters y demás, que era donde más caza había; los unos con algunas pocas piezas para vender y los otros, los de los cotos, con borriquillos cargados de conejos y liebres destripados pero sin espelletar y de perdices sin pelar. Eran otros muchos los negocios por los que a la capital acudían pero no desdeñaban tampoco el de vender la poca o mucha caza que trajeran.
Los pastos, en las lindes de muchos montes y términos, tenían que estar protegidos por alambreras por la gran afluencia, sobre todo, de conejos. Eran las épocas doradas de la caza menor. Los roedores no conocían enfermedad alguna y proliferaban casi como las plagas bíblicas. Y bien lo supo Narcisa, la tabernera de la taberna de la señá Dolores por los cientos de ellos que avió en su vida.

02 octubre 2009

La educación de los niños


Hace muchos años, de pequeños, los niños éramos como los perros. Y no sólo porque ocupábamos diariamente calles y plazas con nuestros gritos y juegos y porque andábamos sueltos y felices como ellos, sino porque cualquiera, de entre los adultos, te podía mandar a un recado, reprender, dar un cachete y hasta un puntapié si se terciaba y, lo que empeoraba aún más las cosas, irle con el cuento de tus fechorías a tu madre o a tu padre.
Sí, también, al igual que los canes, barruntábamos el humor de las personas mayores e intuíamos con instinto infalible lo que de cada cual podía esperarse. Sabíamos con certeza en qué seres anidaba el cariño acogedor, en qué otros el ríspido despego, quién nos tenía aversión o inquina sin motivo o, sin más, los que acumulaban una mala leche sin drenaje posible. Así que, como los perros, teníamos nuestro modo propio de conocer a las personas. Ahora, en esta época, en la que parece que todo se descubre y a las cosas sencillas se les bautiza con nombres rimbombantes y largos, diríamos que en las aldeas, pueblos y ciudades la educación de los niños era, por entonces, ubicua, multilateral, interactiva y coparticipada en partes responsablemente alícuotas por todos los sectores de la comunidad entera y globalmente considerada. Pero, por entonces, aún no se decían estas tonterías y se tenía la sencilla idea de que nos educaban entre todos.

01 octubre 2009

La historia pequeña


Hay actividades que se pueden practicar, tolerar o de las que se puede estar en contra abiertamente. Unos las defenderán a ultranza, otros las atacarán con implacable denuedo y algunos, intentando ser ecuánimes, buscarán sus pros y sus contras. Es decir, ocurrirá lo habitual en cualquiera de las actividades humanas y, en especial, en aquellas que son más controvertidas.
No va a ser éste un artículo que siga las pautas anteriores. Y no porque el que lo escribe no tenga su opinión al respecto, sino porque no se trata de dar una opinión sino de exponer otra cosa.
Cada uno de nosotros tiene una visión parcial y limitada de cuanto nos rodea o, al menos, yo lo creo así. ¿A quién no le gustaría tener una conversación con un magnate de la banca y que, confidencialmente y a lo largo de varias horas, le desentrañase los secretos de su funcionamiento? ¿A quién no le gustaría tener acceso de primera mano a los secretos de la política o del mundo del toreo o de la hípica o de los secretos que se guardan en tantas actividades jurídicas, policiales, religiosas…? Somos curiosos por naturaleza, antes de poder ser otra cosa.
Naturalmente esto no es fácil que nos ocurra pues quienes saben esas cosas las callan porque suelen tener motivos poderosos para ello y por lo tanto, la mayoría de la personas pasamos por la vida con una visión limitada, como poco, de los acontecimientos que juzgamos, a veces, con suma vehemencia pero que, en su total profundidad, nos son desconocidos. Seguramente alguien pensará, tal vez con razón, que de algunas cosas, con lo poco que conoce, ya le basta para rechazarlas. Pero, repito, no es ese el objeto de este artículo.
Hay veces que uno tiene suerte y da con alguien que ha entregado su vida entera a una de estas actividades pero no de un modo normal, ni como afición, ni como hobby, ni como ninguna de esas cosas que se dicen ahora para quedar bien, sino simple y llanamente por locura, embelesamiento y entrega total, por una vehemente e incontrolable vocación, una especie de llamada montaraz. En mi caso se trata de la caza. El experto en el asunto, por medio de su largísimo testimonio oral y por la cantidad de evidencias que me ha ido aportando, tiene, por mi parte, una credibilidad total. En conjunto, su vida ha sido monográfica, su vida ha sido la caza, la caza en España, en todas sus modalidades, en la luz y en la sombra, menor y mayor, en solitario, con amigos, en cacerías locales y en batidas de postín para gente de muchas campanillas, caza con escopeta, con rifle, a cuchillo, a manos limpias, con todo tipo de artimañas, con perros, en ojeos, al rececho, a la espera y, si alguien hay que haya inventado alguna modalidad nueva o quiera citar alguna que me falte, seguro que mi interlocutor hizo también el doctorado en ella…
¿Sus motivos? Unas veces lo hizo por su natural tendencia, desde niño, a la observación de la naturaleza, de los animales y de su comportamiento; otras por la atracción y el deslumbramiento por la vida salvaje; otras por la pasión que produce la estrategia de la caza; otras por la excitación de lo prohibido; otras por su pasión por los perros; otras por hacérselo a sí mismo cada vez más difícil… En ese sentido, ha tenido una trayectoria personal en la que cada vez ha dado un pasito más hacia adelante, rizando el rizo, hasta llegar a dominar, pasando por todos los pasos intermedios, la dificilísima ciencia de, en solitario, atrapar al jabalí vivo y, lo que requiere aún más conocimiento y valor, ser capaz de soltarlo y dejarlo de nuevo libre para observar sus querencias o dejarlo simplemente en libertad. Y todo eso, en solitario, sin ayuda de nadie, viniendo, a veces, medio paralizado y dolorido por los golpes recibidos en tantos lances. Porque este hombre, desde crío, aprendió así, a golpes, lo que terminó fraguando como su propia ciencia, su propia evolución personal en la idea y el ejercicio de la caza.
Sin embargo paralelamente a su evolución personal, que sólo algunos entenderán, ha tenido una participación social muy fuerte, dadas sus cualidades excepcionales para esta actividad, en todos los eventos sociales que la rodean, la forman y la perpetúan para bien o para mal. Desde la caza de salón, o sea, las tiradas de plato, de pichón, etc. en todas sus variantes y que forman parte de los juegos florales de la caza, a la dura caza en solitario por las pendientes más desequilibrantes, a la caza en mano, en cuadrillas, los ojeos, las batidas, las monterías locales o nacionales con gente de todos los estratos sociales. Eso, paralelamente a su experiencia y dominio personal de la caza, le ha dado un conocimiento parejo de la naturaleza humana y ha visto de todo y desde todos los prismas. Fundamentalmente sus observaciones más ricas se han hecho, no desde el cómodo puesto del que espera, más o menos inmóvil, a que las rehalas le metan la res en los hocicos, sino del que avanza entre la arisca maleza de los montes rodeado por perros inteligentes y valientes que suelen estar a mucha más altura que el potentado que ha pagado seis mil euros por disparar desde el puesto a todo, o a casi todo, lo que se le cruce.
A sus más de sesenta años este hombre enteco que ha conocido todas las pasiones de la caza, las buenas, las malas y todas las intermedias, está ya, voluntaria y parcialmente, retirado y sublima la necesidad de actividad que siempre tuvo con el deporte cotidiano e intenso pero es, sobre todo, un manual andante de la caza en España y de su evolución en el último medio siglo y también, y esto es para mí aún más meritorio, de todos los usos y costumbres sociales que rodearon ayer y rodean hoy esta actividad y, puedo atestiguar, que los conoce todos, desde la caza arrabalera y marginal hasta la más elitista. En su cabeza tiene material de primera mano para dejar un testimonio fiel de todo ello. Pequeña historia pero, al fin y al cabo, historia de España. Después estarán las opiniones y todas, claro, bienvenidas
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