Pese a la memoria que recuerda
pero también retuerce y distorsiona, cayó en la cuenta.
¿Por qué le había costado tanto
trabajo entender algunas cosas, tantas cosas, demasiadas cosas?
Fue su sobrino, el hijo de su
hermana pequeña, el que, quién sabe por qué razón, (seguramente por
conmiseración o por no saber de qué hablar) le hizo recordar.
-¿Tío, cómo era España hace 60
años?
-Ni creo que te interese, ni
tampoco que sea fácil explicarlo. ¿Me preguntas por cortesía?
-Te juro que me interesa y que no es cortesía, es curiosidad.
-Entonces vas a tener que tener
fe en las cosas que te diga, porque seguramente tu razón va a rebelarse contra
lo que oigas y, seguramente, vas a dudar de mí. Tú eres una persona instruida y
sabrás que, hoy en día, no se valora la memoria como espejo de los recuerdos
sino, más bien, como una distorsión interesada de ellos. Hacer memoria es como
levantar costras de las heridas y muy pocos están dispuestos a hacerse daño al
hacerlo. ¿Quieres que yo me lo haga o, lo que es peor, que sufra notando que
piensas que te engaño?
-No, simplemente, cuéntame.
-Tú lo has querido. Voy a
procurar darte datos concisos, decirte cosas breves, que no estén sujetas a
interpretación, pero que, sin embargo, sean ciertas. Tú mismo, ya que
preguntas, podrás hacerte una idea.
-Dime lo que quieras.
-Gracias por someterte
voluntariamente a la incredulidad que voy a suscitarte. No te diré lo que
quiera, sino lo que recuerde. Comenzaré de un modo anárquico, conciso y
aleatorio:
En las casas no teníamos entonces
mascotas, ni siquiera sabíamos esa palabra, sin embargo, en casi todas había
ratas. No conocíamos las autopistas, pero casi todas las carreteras eran de
tierra. No había frigoríficos, pero algunos, los más ricos, tenían neveras, que
alimentaban metiéndoles dentro barras de hielo. Pero no importaba, porque la
mayoría de las casas tampoco tenían electricidad, por lo que no eran necesarios
los radiadores ni las calefacciones, sino que, en casi todas, había un fuego de
leña o una estufa de tarugos o un brasero de erraj. Los servicios tampoco eran
necesarios pues nos aliviábamos en las cuadras junto a las mulas, los burros y
bajo los palos de las gallinas. Las cocinas funcionaban con leña o carbón de
encina o con picón. Casi nadie tenía teléfono, algunos tenían radios y, por
entonces, los más adinerados comenzaron a traerse los primeros aparatos de
televisión de Alemania, los Grunding. Tampoco solía haber agua corriente en las
casas pero, para compensar, había fuentes y lavaderos públicos. Nos
abastecíamos con cubos o con cántaros. La
maquinaria agrícola eran las mulas, los bueyes, los machos, los caballos y los
burros. Había muy pocos coches y…
-Pero, tío, me estás hablando de
la Edad Media o de la España de tu infancia.
-De las dos cosas, porque ambas
venían entonces a ser lo mismo.
No supo si a su sobrino le
llamaron con urgencia por el móvil pero, en cualquier caso, allí acabaron sus
ansias de conocer su infancia. Se largó con un breve pretexto. ¿Tanto interés
tenía?
Pero, pese a la ausencia
inaplazable y urgente del sobrino, él, ya puesto, siguió pensando:
¿Qué historia le enseñaron de
niño? ¿Acaso le enseñaron Historia?
Íberos y celtas, fenicios,
cartagineses y romanos, visigodos, judíos, árabes…
Esas listas de reyes, esos reinos
medievales árabes y cristianos de monasterios, castillos y murallas por los que
cabalgaba a golpe de Tizona el victorioso Cid Campeador, las figuras excelsas
de los Reyes Católicos montando a pachas, tanto ella como él, el Imperio
Español en auge con los Austrias y en declive con los Borbones… Todo tan
general como inconexo.
Pero, si todo lo anterior se lo
contaron como de pasada, buscando las anécdotas, centrándose en las historietas
tontas que nada enseñaban, la Historia de España parecía desvanecerse
definitivamente, esfumarse ineludible y lentamente, como el humo de una hoguera
sofocada, a partir de la Guerra de la Independencia, pomposo nombre al que
algunos, con esa chulería irrefrenable de los castizos, llamaron “La
Francesada”.
Después, sólo alguna pavesa salía
de aquel fuego apagado. Recordó como sus profesores parecían someterse a una
censura tácita, como si, después de aquello con los franceses, hubieran venido
años difíciles de explorar sin comprometerse, como si el XIX hubiera sido un
siglo perdido del que sólo valía recordar, sin profundizar y a toda prisa, a la
generación del 98 y mencionar de pasada las Guerras Carlistas.
Después ya, entrando el siglo XX,
todos sus maestros de entonces parecían padecer amnesia, una súbita pérdida de
memoria, una incapacitante demencia senil sobrevenida en plena juventud y,
aparte de mencionar, los más osados, a la generación del 27, vetando con
cuidado su lectura, libros y profesores despachaban a cada personaje con dos
líneas. No podían entretenerse más, era preciso darle un repaso, tan estéril
como el primer paso por ella, a la enciclopedia de Álvarez. Deprisa, deprisa,
dejemos atrás el siglo XX, volvamos a la Prehistoria. ¡Qué bien estábamos en
ella!
De la última Guerra Civil ninguna
explicación, total silencio. De la postguerra menos y eso que en ella vivían
los que nacieron por entonces. Para qué iban a explicar la postguerra, ya la
tenían delante.
Y sí, cayó en la cuenta: lo que
aprendió de la España actual tuvo que aprenderlo por sí mismo, a lo largo de
muchos años y, también, muchos años después, cuando los viejos perdieron,
parcialmente, el miedo a hablar y los escritores, paulatinamente, el miedo a
escribir y los historiadores, por fin, tuvieron acceso a los archivos vedados. Él
no lo sabía entonces, pero la paz de la postguerra estuvo vestida de silencio.
¿Qué iba a saber él, si era un
crío? Aprender a destiempo, lo que no le enseñaron a tiempo, fue una aventura
solitaria y larga. Un paseo lleno de incertidumbre y de desengaños.
Recordó que, por entonces, gran
parte de la enseñanza estaba en manos de los religiosos. También lo estuvo la
suya. En asuntos de religión eran tajantes: práctica de los sacramentos, misa
diaria y oraciones al final del día.
Solían ser buenos también
enseñando las ciencias pero, qué curioso, siéndolo también en la gramática, en
la morfología, en la sintaxis y en los clásicos, parecían carecer de interés
por todo lo publicado desde la Revolución Francesa. Hablaban, como mucho, de
libros a los que el acceso estaba restringido, bien por no ser dignos del
“Nihil osbtat” de la Iglesia, bien por no ser indicados excepto para gente
debidamente formada. Así que, como con la Historia, pasó lo mismo con la
Literatura: los de su edad, por lo general, no pudieron formarse por no ser
personas debidamente formadas para poder formarse. Todo era un bucle que les
hacía dar vueltas al palo de la ignorancia.
Así pasaron tantas horas
enfrascados en la Guerra de las Galias o en los escritos de Virgilio, Tito
Livio, Cicerón o Tácito, como ignorantes de su pasado más reciente. A pesar, se
dijo con los años, de que los criterios de la enseñanza eran los que fijaron
los que dirigían el país. ¿A qué venía esa elipsis? ¿Acaso todos sufrían un
recato o una vergüenza irreprimible? ¿Sería el mismo bochorno que ochenta años
después se empeñaría en silenciar la Ley de la Memoria Histórica? Podía ser
algo parecido. Quien busca asesinados busca asesinos y, si lo que se pretende
es el perdón o el olvido de los primeros, eso no es plan. ¡Menuda propaganda
hacia algunos apellidos!
Donde no hay castigo no hay
enmienda. Era la muletilla moral y ética con la que le criaron. El castigo
físico estaba generalizado no en los cuarteles ni en las comisarías, sino en
todas partes, desde el colegio y la calle a las familias. La violencia física
era un atajo rápido y fácil para resolver la indisciplina o la simple
impertinencia y, no digamos ya, cualquier expresión de desacato o conato de
disidencia o rebelión.
Para algunos trabajos se
necesitaba un “Certificado de Buena Conducta”. Podía obtenerse del párroco o de
la Guardia Civil.
Tendría unos dieciocho años
cuando un amigo y él precisaron de dicho certificado para un trabajo en la
administración local. Eligieron el cuartel.
El guardia de puertas les dijo
que les atenderían en el primer piso. El guardia de la oficina estaba
mecanografiando y les mandó esperar en un pequeño cuarto anejo con un banco
pegado a la pared.
Dos guardias entraron. Saludaron
al que escribía. Uno de ellos reparó en los dos muchachos sentados en el
cuarto. Rutinariamente se quitó el tricornio y el correaje con el arma, después
la guerrera, luego se arremangó la camisa y, según caminaba decididamente hacia
el cuarto, dijo:
-¡A ver, Martínez, qué han hecho
estos!
El otro reaccionó rápidamente:
-¡Quieto, Gómez, que han venido a
por un certificado de buena conducta!
-¡Ah, bueno!
El servicio militar, en la
mentalidad más generalizada entonces, era otra fuente de instrucción en todos
los sentidos. Muchos lo consideraban necesario para que los muchachos se
hiciesen hombres. Algunos podían aprender en él un oficio. Otros, ejercer el
suyo, si lo tenían, y el ejército lo precisaba. Eran dieciocho meses de vida
cuartelera, disciplina y convivencia entre mozos que, como entonces se decía,
procedían de los distintos pueblos y regiones de España.
El capitán de su compañía les
advirtió en primer día sobre la vida castrense: “Habéis venido a servir a la
Patria. Pero aquí todos somos hermanos, y,
dentro de la disciplina militar, todos recibiréis un trato digno, igualitario y
justo. No temáis. Pero hay una sola cosa, sólo una, que no debéis olvidar nunca:
aquí no caben rojos, ateos, separatistas, ni maricones. ¿Está claro?”
La vida política la protagonizaba
un único partido. En la vida laboral, un solo sindicato. El sindicato vertical
en el que se englobaban empresarios, técnicos y obreros. Manifestaciones y
huelgas eran ilegales. La policía, por medio de la Brigada Político-Social, lo
infiltraba todo. Las detenciones, interrogatorios y torturas y, tras ellas, los
encarcelamientos eran frecuentes.
El movimiento independentista
vasco se hizo patente en los últimos años del franquismo con la irrupción de
una banda terrorista dedicada a la extorsión, al secuestro y al asesinato.
Otros grupos revolucionarios o de extrema derecha trufaban de muertos los
últimos años del régimen de Franco. También ensombrecerían muchos años de
democracia.
Recordaba la etapa en blanco y
negro de la dictadura. Recordaba también la transición que, como siempre, fue
una lucha entre la lentitud desesperante de los reformistas, la reacción
autoritaria, tan asentada durante tantos años, y la vehemencia de rápidos
cambios propiciada por los más revolucionarios. Muchos decían que esa mezcla
fatídica podía ser el embrión de otra guerra. Todos hubieron de ceder y no la
hubo.
La guerra civil había terminado
en 1939. Tras la muerte del dictador y 39 años después vino la Constitución de
1978 y, con ella, la democracia. También las autonomías, una especie de pacto
para el desarrollo económico, cultural y social de cada uno de los pueblos de
España que, por cada comunidad autónoma, asumía la contrapartida de ser leal y solidaria con el resto de
España. Ese fue el espíritu de aquella constitución.
La llegada de la democracia la
recordaba como el momento de mayor ilusión global de su vida. El país pareció
resurgir de sus cenizas y todo el mundo trabajaba con ilusión, con ganas de
mejorar todas las cosas, con una fe en la democracia que nadie les daba por
garantizada pero que ellos tenían por cierta y por inquebrantable.
Ese fue el momento en que se dijo:
¿Qué educación he recibido? Y comprendió que era el momento de comenzar a
aprender todo lo que no le habían enseñado, de perder el miedo a cuanto había
temido, de respirar el primer aire de la libertad.
Del año de la Constitución, 1978,
al año actual, 2017, han pasado otros 39 años. Curiosa cifra, se dijo. Otros
tantos.
Se dio cuenta de que ya era
viejo. Había pasado este último año escuchando cosas que rechinaban con sus
recuerdos. El movimiento secesionista catalán no dudaba en utilizar
calificaciones vergonzosas hacia la Constitución vigente, hacia el Estado
Español, hacia el Gobierno e, incluso, hacia los demás españoles, los otros
españoles, esos indignos súbditos, esos “españolazos”. La Constitución, los
Estatutos de Autonomía, la entrada en Europa, le pareció que no habían servido
para nada. Pocos parecían tener en cuenta el progreso del país desde “la Edad
Media” hasta la época actual. Algunos no entendían que este país era la casa de
todos, construida por todos, propiedad de todos. Podía entender, por más que le
doliesen, los anhelos de algunos. Sin embargo, las comparaciones de la España
de hoy con la franquista le hacían tanto daño a su memoria como a su
inteligencia.