31 diciembre 2017

39 años después (Adiós 2017)


Pese a la memoria que recuerda pero también retuerce y distorsiona, cayó en la cuenta.
¿Por qué le había costado tanto trabajo entender algunas cosas, tantas cosas, demasiadas cosas?
Fue su sobrino, el hijo de su hermana pequeña, el que, quién sabe por qué razón, (seguramente por conmiseración o por no saber de qué hablar) le hizo recordar.
-¿Tío, cómo era España hace 60 años?
-Ni creo que te interese, ni tampoco que sea fácil explicarlo. ¿Me preguntas por cortesía?
-Te juro que me interesa  y que no es cortesía, es curiosidad.
-Entonces vas a tener que tener fe en las cosas que te diga, porque seguramente tu razón va a rebelarse contra lo que oigas y, seguramente, vas a dudar de mí. Tú eres una persona instruida y sabrás que, hoy en día, no se valora la memoria como espejo de los recuerdos sino, más bien, como una distorsión interesada de ellos. Hacer memoria es como levantar costras de las heridas y muy pocos están dispuestos a hacerse daño al hacerlo. ¿Quieres que yo me lo haga o, lo que es peor, que sufra notando que piensas que te engaño?
-No, simplemente, cuéntame.
-Tú lo has querido. Voy a procurar darte datos concisos, decirte cosas breves, que no estén sujetas a interpretación, pero que, sin embargo, sean ciertas. Tú mismo, ya que preguntas, podrás hacerte una idea.
-Dime lo que quieras.
-Gracias por someterte voluntariamente a la incredulidad que voy a suscitarte. No te diré lo que quiera, sino lo que recuerde. Comenzaré de un modo anárquico, conciso y aleatorio:
En las casas no teníamos entonces mascotas, ni siquiera sabíamos esa palabra, sin embargo, en casi todas había ratas. No conocíamos las autopistas, pero casi todas las carreteras eran de tierra. No había frigoríficos, pero algunos, los más ricos, tenían neveras, que alimentaban metiéndoles dentro barras de hielo. Pero no importaba, porque la mayoría de las casas tampoco tenían electricidad, por lo que no eran necesarios los radiadores ni las calefacciones, sino que, en casi todas, había un fuego de leña o una estufa de tarugos o un brasero de erraj. Los servicios tampoco eran necesarios pues nos aliviábamos en las cuadras junto a las mulas, los burros y bajo los palos de las gallinas. Las cocinas funcionaban con leña o carbón de encina o con picón. Casi nadie tenía teléfono, algunos tenían radios y, por entonces, los más adinerados comenzaron a traerse los primeros aparatos de televisión de Alemania, los Grunding. Tampoco solía haber agua corriente en las casas pero, para compensar, había fuentes y lavaderos públicos. Nos abastecíamos con cubos o con cántaros.  La maquinaria agrícola eran las mulas, los bueyes, los machos, los caballos y los burros. Había muy pocos coches y…
-Pero, tío, me estás hablando de la Edad Media o de la España de tu infancia.
-De las dos cosas, porque ambas venían entonces a ser lo mismo.
No supo si a su sobrino le llamaron con urgencia por el móvil pero, en cualquier caso, allí acabaron sus ansias de conocer su infancia. Se largó con un breve pretexto. ¿Tanto interés tenía?

Pero, pese a la ausencia inaplazable y urgente del sobrino, él, ya puesto, siguió pensando:
¿Qué historia le enseñaron de niño? ¿Acaso le enseñaron Historia?
Íberos y celtas, fenicios, cartagineses y romanos, visigodos, judíos, árabes…
Esas listas de reyes, esos reinos medievales árabes y cristianos de monasterios, castillos y murallas por los que cabalgaba a golpe de Tizona el victorioso Cid Campeador, las figuras excelsas de los Reyes Católicos montando a pachas, tanto ella como él, el Imperio Español en auge con los Austrias y en declive con los Borbones… Todo tan general como inconexo.
Pero, si todo lo anterior se lo contaron como de pasada, buscando las anécdotas, centrándose en las historietas tontas que nada enseñaban, la Historia de España parecía desvanecerse definitivamente, esfumarse ineludible y lentamente, como el humo de una hoguera sofocada, a partir de la Guerra de la Independencia, pomposo nombre al que algunos, con esa chulería irrefrenable de los castizos, llamaron “La Francesada”.
Después, sólo alguna pavesa salía de aquel fuego apagado. Recordó como sus profesores parecían someterse a una censura tácita, como si, después de aquello con los franceses, hubieran venido años difíciles de explorar sin comprometerse, como si el XIX hubiera sido un siglo perdido del que sólo valía recordar, sin profundizar y a toda prisa, a la generación del 98 y mencionar de pasada las Guerras Carlistas.
Después ya, entrando el siglo XX, todos sus maestros de entonces parecían padecer amnesia, una súbita pérdida de memoria, una incapacitante demencia senil sobrevenida en plena juventud y, aparte de mencionar, los más osados, a la generación del 27, vetando con cuidado su lectura, libros y profesores despachaban a cada personaje con dos líneas. No podían entretenerse más, era preciso darle un repaso, tan estéril como el primer paso por ella, a la enciclopedia de Álvarez. Deprisa, deprisa, dejemos atrás el siglo XX, volvamos a la Prehistoria. ¡Qué bien estábamos en ella!

De la última Guerra Civil ninguna explicación, total silencio. De la postguerra menos y eso que en ella vivían los que nacieron por entonces. Para qué iban a explicar la postguerra, ya la tenían delante.
Y sí, cayó en la cuenta: lo que aprendió de la España actual tuvo que aprenderlo por sí mismo, a lo largo de muchos años y, también, muchos años después, cuando los viejos perdieron, parcialmente, el miedo a hablar y los escritores, paulatinamente, el miedo a escribir y los historiadores, por fin, tuvieron acceso a los archivos vedados. Él no lo sabía entonces, pero la paz de la postguerra estuvo vestida de silencio.
¿Qué iba a saber él, si era un crío? Aprender a destiempo, lo que no le enseñaron a tiempo, fue una aventura solitaria y larga. Un paseo lleno de incertidumbre y de desengaños.

Recordó que, por entonces, gran parte de la enseñanza estaba en manos de los religiosos. También lo estuvo la suya. En asuntos de religión eran tajantes: práctica de los sacramentos, misa diaria y oraciones al final del día.
Solían ser buenos también enseñando las ciencias pero, qué curioso, siéndolo también en la gramática, en la morfología, en la sintaxis y en los clásicos, parecían carecer de interés por todo lo publicado desde la Revolución Francesa. Hablaban, como mucho, de libros a los que el acceso estaba restringido, bien por no ser dignos del “Nihil osbtat” de la Iglesia, bien por no ser indicados excepto para gente debidamente formada. Así que, como con la Historia, pasó lo mismo con la Literatura: los de su edad, por lo general, no pudieron formarse por no ser personas debidamente formadas para poder formarse. Todo era un bucle que les hacía dar vueltas al palo de la ignorancia.
Así pasaron tantas horas enfrascados en la Guerra de las Galias o en los escritos de Virgilio, Tito Livio, Cicerón o Tácito, como ignorantes de su pasado más reciente. A pesar, se dijo con los años, de que los criterios de la enseñanza eran los que fijaron los que dirigían el país. ¿A qué venía esa elipsis? ¿Acaso todos sufrían un recato o una vergüenza irreprimible? ¿Sería el mismo bochorno que ochenta años después se empeñaría en silenciar la Ley de la Memoria Histórica? Podía ser algo parecido. Quien busca asesinados busca asesinos y, si lo que se pretende es el perdón o el olvido de los primeros, eso no es plan. ¡Menuda propaganda hacia algunos apellidos!

Donde no hay castigo no hay enmienda. Era la muletilla moral y ética con la que le criaron. El castigo físico estaba generalizado no en los cuarteles ni en las comisarías, sino en todas partes, desde el colegio y la calle a las familias. La violencia física era un atajo rápido y fácil para resolver la indisciplina o la simple impertinencia y, no digamos ya, cualquier expresión de desacato o conato de disidencia o rebelión.

Para algunos trabajos se necesitaba un “Certificado de Buena Conducta”. Podía obtenerse del párroco o de la Guardia Civil.
Tendría unos dieciocho años cuando un amigo y él precisaron de dicho certificado para un trabajo en la administración local. Eligieron el cuartel.
El guardia de puertas les dijo que les atenderían en el primer piso. El guardia de la oficina estaba mecanografiando y les mandó esperar en un pequeño cuarto anejo con un banco pegado a la pared.
Dos guardias entraron. Saludaron al que escribía. Uno de ellos reparó en los dos muchachos sentados en el cuarto. Rutinariamente se quitó el tricornio y el correaje con el arma, después la guerrera, luego se arremangó la camisa y, según caminaba decididamente hacia el cuarto, dijo:
-¡A ver, Martínez, qué han hecho estos!
El otro reaccionó rápidamente:
-¡Quieto, Gómez, que han venido a por un certificado de buena conducta!
-¡Ah, bueno!

El servicio militar, en la mentalidad más generalizada entonces, era otra fuente de instrucción en todos los sentidos. Muchos lo consideraban necesario para que los muchachos se hiciesen hombres. Algunos podían aprender en él un oficio. Otros, ejercer el suyo, si lo tenían, y el ejército lo precisaba. Eran dieciocho meses de vida cuartelera, disciplina y convivencia entre mozos que, como entonces se decía, procedían de los distintos pueblos y regiones de España.
El capitán de su compañía les advirtió en primer día sobre la vida castrense: “Habéis venido a servir a la Patria.  Pero aquí todos somos hermanos, y, dentro de la disciplina militar, todos recibiréis un trato digno, igualitario y justo. No temáis. Pero hay una sola cosa, sólo una, que no debéis olvidar nunca: aquí no caben rojos, ateos, separatistas, ni maricones. ¿Está claro?”

La vida política la protagonizaba un único partido. En la vida laboral, un solo sindicato. El sindicato vertical en el que se englobaban empresarios, técnicos y obreros. Manifestaciones y huelgas eran ilegales. La policía, por medio de la Brigada Político-Social, lo infiltraba todo. Las detenciones, interrogatorios y torturas y, tras ellas, los encarcelamientos eran frecuentes.

El movimiento independentista vasco se hizo patente en los últimos años del franquismo con la irrupción de una banda terrorista dedicada a la extorsión, al secuestro y al asesinato. Otros grupos revolucionarios o de extrema derecha trufaban de muertos los últimos años del régimen de Franco. También ensombrecerían muchos años de democracia.

Recordaba la etapa en blanco y negro de la dictadura. Recordaba también la transición que, como siempre, fue una lucha entre la lentitud desesperante de los reformistas, la reacción autoritaria, tan asentada durante tantos años, y la vehemencia de rápidos cambios propiciada por los más revolucionarios. Muchos decían que esa mezcla fatídica podía ser el embrión de otra guerra. Todos hubieron de ceder y no la hubo.

La guerra civil había terminado en 1939. Tras la muerte del dictador y 39 años después vino la Constitución de 1978 y, con ella, la democracia. También las autonomías, una especie de pacto para el desarrollo económico, cultural y social de cada uno de los pueblos de España que, por cada comunidad autónoma, asumía la contrapartida  de ser leal y solidaria con el resto de España. Ese fue el espíritu de aquella constitución.
La llegada de la democracia la recordaba como el momento de mayor ilusión global de su vida. El país pareció resurgir de sus cenizas y todo el mundo trabajaba con ilusión, con ganas de mejorar todas las cosas, con una fe en la democracia que nadie les daba por garantizada pero que ellos tenían por cierta y por inquebrantable.
Ese fue el momento en que se dijo: ¿Qué educación he recibido? Y comprendió que era el momento de comenzar a aprender todo lo que no le habían enseñado, de perder el miedo a cuanto había temido, de respirar el primer aire de la libertad.

Del año de la Constitución, 1978, al año actual, 2017, han pasado otros 39 años. Curiosa cifra, se dijo. Otros tantos.

Se dio cuenta de que ya era viejo. Había pasado este último año escuchando cosas que rechinaban con sus recuerdos. El movimiento secesionista catalán no dudaba en utilizar calificaciones vergonzosas hacia la Constitución vigente, hacia el Estado Español, hacia el Gobierno e, incluso, hacia los demás españoles, los otros españoles, esos indignos súbditos, esos “españolazos”. La Constitución, los Estatutos de Autonomía, la entrada en Europa, le pareció que no habían servido para nada. Pocos parecían tener en cuenta el progreso del país desde “la Edad Media” hasta la época actual. Algunos no entendían que este país era la casa de todos, construida por todos, propiedad de todos. Podía entender, por más que le doliesen, los anhelos de algunos. Sin embargo, las comparaciones de la España de hoy con la franquista le hacían tanto daño a su memoria como a su inteligencia.

24 diciembre 2017

Poco verde para tanto marrón


El largo puente había acabado. El lunes traía de nuevo la rutina. Esas ideas tuvo al despertar, acuciado también por las vulgares ganas de orinar. Su mujer dormía profundamente a su lado y el reloj de la mesilla marcaba las ocho. Salió de la habitación, atravesó el salón, recorrió el estrecho y largo pasillo hasta dar con la puerta del servicio.
Vio entonces que había luz en el portal donde el pasillo terminaba. Imaginó que su cuñado, único morador habitual de la casa, se la dejó encendida cuando, como cada día, habría salido al trabajo veinte minutos después de la siete. Perezosamente fue hasta el portal para apagarla.
Qué extraño, se dijo, la puerta que cerraba el tramo de escaleras a la planta superior estaba abierta y también había luz arriba. Escuchó entonces un murmullo de voces. Inmediatamente le vino a la cabeza la gran tormenta que hubo durante la noche. Recordó que acababan de arreglar el tejado. Se dijo que su cuñado habría vuelto con alguno de los albañiles para mostrarle la gotera o algún otro desperfecto.
Con voz fuerte le llamó por su nombre y le preguntó si había algún problema.
La respuesta fue un total silencio. Sólo entonces comprendió que estaban robando la casa.

Un hombre asomó lentamente la cabeza a la escalera. Lo que vio al pie de ella: un individuo adormilado de más de sesenta años, en calzoncillos y camiseta, no pareció impresionarle demasiado. Lentamente se dejó ver al completo, la cabeza tapada hasta los ojos con un tapabocas negro, el cuerpo enfundado en un anorak oscuro y amplio que le hacía parecer más voluminoso, el resto de la ropa también oscura.
El de oscuro empezó a bajar las escaleras lentamente. Tuvo que echarse hacia atrás y ladear la cabeza pues, por su altura, se habría dado con el techo de la escalera de la vieja casa.
El hombre en calzoncillos lo insultó a gritos e hizo amago de arrojarse sobre él. Pero le disuadió una patada lanzada por el que bajaba al tiempo que hablaba en una lengua extranjera a quien hubiese arriba. O, quién sabe, tal vez en su lengua devolvía los insultos al hombre que recién salido de su somnolencia le increpaba.
Mientras el hombre de oscuro bajaba la escalera, el de abajo se dio cuenta, más por instinto que por razonamiento, de que sólo tenía dos opciones. La una era defender la puerta de salida a la calle, pero la amplitud del portal le daba desventaja pues, entre dos hombres, había espacio para que ambos le atacaran a la vez y, como poco, le dieran una paliza o quién sabe qué otra cosa. La otra era recular a la entrada del pasillo por el que había llegado al portal y que, por su estrechez, sólo permitía la entrada de una persona tras otra y donde podía, sin perder de vista el portal, defenderse a patadas. Eligió la última.

Los dos hombres quedaron frente a frente en la estrecha puerta del pasillo. El de oscuro amagaba con golpes desde fuera, el otro hacía lo mismo desde dentro defendiéndose como un animal acorralado. El de oscuro, mientras, gritaba palabras que lo mismo podían ser insultos que instrucciones a su o sus compinches; el acorralado retrocedía ante los embates del de fuera para recuperar de inmediato el terreno y seguir dominando la puerta del pasillo y sin perder de vista el portal.
Entre los esfuerzos de estos ataques, amagos de ataques y retrocesos mutuos, lanzando o esquivando golpes y patadas, al de oscuro se le bajó completamente el tapabocas y el otro pudo ver su rostro. Le llamó la atención una cara ancha, de tez pálida, unas facciones regulares y armónicas de hombre joven, una fisonomía muy marcada de eslavo.
Tras un último ataque del de oscuro, vio al retroceder, como otro hombre con pasamontañas y el mismo atuendo que al que se enfrentaba, cruzaba velozmente el portal en dirección a la puerta de la calle. Al instante el otro dejó de hacerle frente y le siguió.
Tras de ellos salió el hombre en paños menores. Gritó pidiendo auxilio en una calle helada entre la oscuridad aún no disipada por el amanecer. Aún vio doblar a los dos hombres por el primer callejón a la izquierda bajando la cuestecilla de la calle. Una mujer, a unos setenta metros calle abajo, se había detenido al oír las voces pero enseguida se volvió y prosiguió su camino aceleradamente.
La helada le hizo darse cuenta de repente de que estaba en ropa interior y que calzaba unas sandalias de estar por casa. Casi no había vecino alguno que pudiera haber oído sus voces en aquel pueblo semidesierto, de casas en su mayoría vacías.

Rápidamente entró de nuevo al portal, subió las escaleras, vio de reojo dos habitaciones desvalijadas y con las luces encendidas, y tomando ansiosamente el teléfono llamó al 062.
Las palpitaciones se le agolpaban en el pecho y la garganta. El 062 no lo cogían. Pensó tras varias señales de llamada que los ladrones habían averiado el teléfono. Bajó a la planta baja, despertó a su mujer que lo miraba asustada sin comprender nada y buscó el móvil. En ese momento sonó el teléfono de arriba. Subió como una bala. Le dijeron que si había llamado a la Guardia Civil. Al instante un torrente de palabras brotó de su garganta en un conjunto de datos desordenados y con un tono de voz que no reconocía como propio. Desde el otro lado de la línea le aseguraron que una patrulla llegaría en breve.
Bajó de nuevo al dormitorio y según le daba atropelladas informaciones a su mujer llamó a su cuñado por el móvil: “Han robado la casa con nosotros dentro”. Apenas hubo más explicaciones. El móvil de su cuñado, como luego comprobaron, registró la llamada a la ocho y diez minutos, por lo que aquella pesadilla, cuya duración distorsionó el pánico, había concluido en diez minutos.

A las ocho y quince minutos un coche de la Guardia Civil llegó. Uno de los guardias entró a la casa por la puerta descerrajada y subió al lugar del robo, las dos habitaciones desvalijadas. El otro se encontró con el jubilado que, aún presa de la excitación, había salido a dar una vuelta a la manzana de casas junto a la iglesia en un intento de dar con algo.
-Si ha habido lesiones físicas debe ir al centro médico –le dijo uno de los guardias.
-Como no sea a que me hagan un electrocardiograma –contestó el jubilado.
-No toquen nada ni suban al piso de arriba hasta que no venga la policía científica.
El viejo les describió la escena que acababa de vivir.
-¿Eran rumanos? –dijo un guardia.
-No puedo decir que lo fuesen, pero no hablaron una palabra en español ni para amenazarme.
-¿Tenían armas?
-Si las tenían no lo sé, pero yo no las vi.

Al parecer la mujer que el viejo vio bajando calle abajo, se puso en contacto con los guardias, les dio la matrícula del coche, les dijo que en la huida los ladrones estaban asustados, que eran tres y que eran rumanos pues ella también lo era y había entendido lo que hablaron. Eso junto con el hecho de que el jubilado le había visto la cara a uno de ellos hizo que los guardias albergasen esperanzas de detenerlos en los controles que habían montado. Pidieron al viejo y a su cuñado que se bajasen al cuartel para hacer las denuncias y el papeleo cuanto antes.

Sentados frente a la mesa del guardia que manejaba el ordenador fueron realizando la denuncia y el relato de los hechos contestando a las preguntas del guardia.
El viejo se atrevió a preguntar:
-¿Y en estos casos qué pasaría si uno se defiende con un arma?
El guardia le dijo que nuestras leyes contemplan el derecho a la legítima defensa pero que ese derecho está basado en el principio de proporcionalidad y que en virtud de ese principio no se puede responder con un disparo a un puñetazo. Y añadió que, en esos casos, había que buscarse un abogado bueno, experto en estos temas, y que hiciese ver al juez que el autor del disparo había sido víctima de un miedo insuperable e incontrolado. También dijo que si se dispara o agrede a quien huye no se puede aplicar la legítima defensa sino que incluso podemos ser acusados de actuar por venganza. Nosotros, añadió el guardia echando una ojeada a la pistola que colgaba de su cintura, a veces no sabemos para qué cargamos con esto

Quedó perplejo el viejo por las palabras que escuchó. Y mientras, de cuando en cuando, respondía a las preguntas que el guardia le hacía, no hizo sino pensar. El miedo se le había pasado pero la impresión no. Sin embargo, sintió nacer en él un nuevo miedo, un miedo más refinado. Desde ese momento en adelante no supo dilucidar si debía tener más miedo a los delincuentes o a la justicia.
Debía ser muy interesante para jueces y abogados discernir, sentados tranquilamente tras una mesa de despacho, el alcance de la legítima defensa y el principio de proporcionalidad. Imaginó que si entraban tres ladrones a su casa, para enfrentarse a ellos, habría de llamar a un par de amigos, ni uno más, para poder aplicar la tal proporcionalidad. Que si los ladrones sacaban un cuchillo o un arma de fuego, había de pedírseles tiempo, como en los partidos de baloncesto, para ir uno mismo en busca de un arma similar. Que, en definitiva, la ley consideraba el derecho a la legítima defensa como un duelo entre caballeros en el que los guardias actuarían como padrinos y testigos, garantes de que nadie tuviera ventaja. Y hasta se pensó que había tenido suerte al haber salido de aquel trance sin que a los ladrones les hubieran caído cinco años por robo y a él más de diez por homicidio, aparte de indemnizar a los familiares o hijos del ladrón si los hubiere.
-¿Alguna lesión física? –dijo el guardia.
-No, sólo psíquicas –respondió el viejo.
-Sólo se pueden hacer constar las físicas.
Asintió el viejo. Y se atrevió a hacer otra pregunta.
-¿Cree usted que los cogerán?
-Es posible –dijo el guardia. Luego se miró el uniforme y añadió: Pero no puedo asegurárselo, por desgracia, hay muy poco verde para tanto marrón.