30 junio 2016

Sobremorir

Aunque algunos tenían la sospecha de que estas cosas habían pasado en todo tiempo y lugar, el gobierno estaba alarmado.
Siempre se había dicho que las personas que, teniendo todo en su contra, lograban salvarse eran unos supervivientes natos. Esto se aplicaba tanto en los asuntos de salud como en aquellos sucesos catastróficos que ponían a los humanos cara a cara con la muerte y, contra toda probabilidad, sobrevivían.
Al mencionar estos asuntos todos pensaban en accidentes o acontecimientos de lo más aparatoso: terremotos, incendios, hundimientos, naufragios, hambrunas, guerras y cuantas calamidades o hechos casuales pudiera imaginar el ser humano. Había personas que, sin que nadie pudiera por lógica pensar que se salvarían, sin embargo y contra todo pronóstico, sobrevivían. Esto todo el mundo lo tenía asumido e incluso había empresas especializadas en Técnicas de Supervivencia, pues no faltaban quienes pensaban que se podía controlar hasta el azar con ese brazo tan útil de la Ciencia al que llaman Técnica. Hasta ahí todo era normal y, con más o menos fe en la técnica, todos le daban cierto crédito. Y a nadie extrañaba lo milagroso de estas salvaciones. Se aceptaba.
Pero no era éste el problema que amenazaba al país.
¿Qué ocurría? ¿Por qué estaba comenzando a suceder justo lo contrario? Era un hecho insólito que comenzaba a ser sumamente frecuente.
Se trataba de personas de distintas edades que, teniendo un excelente estado de salud y bienestar, morían plácidamente sin causa. Gente que se acostaba sana y feliz y no despertaba de su sueño. Las autopsias así lo demostraban. Ninguna enfermedad traidora, ninguna violencia, ningún tóxico había acabado con sus vidas. Se diría que habían muerto espontáneamente, sin ninguna causa conocida. Esto, siendo tan extraño y milagroso como lo anterior, tenía a todo el mundo perplejo. No se aceptaba.
Al principio la Ciencia, dando por sentado que el final natural de la vida es la muerte y que en las autopsias no se encontraba causa alguna, calificaron estas muertes en los partes de defunción con este inespecífico dictamen: Muerte natural. Pues encontraban en el hecho de haber vivido la necesidad de morir y les parecía la culminación de un hecho natural cuya causa eran incapaces de encontrar. No les pareció determinante la causa de un hecho que, tarde o temprano, se daba por ineludible.
Sólo cuando estos fallecimientos crecieron de manera alarmante, empezaron a preocuparse por este tipo de muertes que, aparentemente, se daban sin que los cuerpos de los fallecidos presentaran incompatibilidad alguna con la vida. El no poder determinar la razón de la muerte, cosa tomada por nimia en un principio, se convirtió en motivo de alarma social.
El primer sector económico en alarmarse, a secas, fue el de las compañías de seguros. ¿Cómo podía ser que personas que se habían sometido a un exhaustivo reconocimiento médico muriesen a los pocos días sin causa? De acuerdo, esas muertes súbitas siempre habían sucedido, pero eran casos raros. Y, sin embargo, ahora la estadística mostraba que en el último año los casos se acercaban al cinco por ciento y continuaban subiendo inexplicablemente. Las indemnizaciones a pagar estaban comenzando a arruinarles sin que encontraran modo razonable alguno de negarse a satisfacerlas ante los tribunales y eso que tenían departamentos sumamente imaginativos para ello. Ninguna compañía podía aducir que el fallecido hubiera muerto sólo para fastidiarles. Y el hecho de que los seguros empezaran a hacer frente a aquello para lo que habían sido creados era un desastre, podía significar el fin del negocio. Era, en una palabra: Intolerable.
La Banca, alertada por las compañías de seguros, que eran hijas, ahijadas o hermanas o, en cualquier caso, parentela siempre, no daban crédito a lo que sucedía. Bueno, en realidad, no daban crédito a casi nadie pero, incluso entre los concedidos a personal de aparente solvencia, empezaron a topar con morosidades propiciadas por los buenos clientes que morían inexplicablemente.
La diferentes confesiones y las asociaciones pro vida dieron en pensar que un complot contra ellas se estaba fraguando pues la gente, al ver la muerte serena, dulce y siempre en el sueño, de los que morían sin causa, pareció que le estaba perdiendo el miedo a la Parca e incluso hasta que se estaba poniendo de moda morir así. ¿Qué iba a ser de ellos si la gente le perdía el miedo a la muerte? ¿Qué pasaría si la muerte se convertía en una manera cómoda, indolora e involuntaria de dejar de vivir? ¿Cuánta gente se entregaría plácidamente a ella, habida cuenta del tipo de vida que en general llevaban?
Las audiencias y videncias de todos los medios de comunicación, incluido Internet, llamaron al fenómeno “Tremending Topic”, ya que, como se había demostrado, no tenía sentido llamarlo “fenómeno viral” porque nada biológico causaba aquellas muertes.
Si a aquellos, que teniendo todo en su contra para vivir, se les llamaba supervivientes o sobrevivientes, cuando lograban salvarse, ¿cómo habría de llamarse a los que fallecían, cuando tenían todo a su favor para vivir, y, sin remisión, sucumbían? Eran supermurientes o sobremurientes y así, el fenómeno del supermorir o sobremorir se convirtió en tendencia. Extraño proceso por el que organismos humanos, con una salud perfecta, fracasaban repentinamente y, podía decirse, que morían de éxito.
El Laboratorio de Inteligencia Artificial y Ciencias de la Computación del Instituto Tecnológico de Massachussets fue el encargado de estudiar este inédito comportamiento. Tras meses de investigaciones, dejaron éstas en suspenso. Y, como conclusión temporal de sus trabajos, enviaron al gobierno esta escueta frase que atribuían a Mr Marvin Minsky, fundador de dicho laboratorio: "Hasta la fecha, no se ha diseñado un ordenador que sea consciente de lo que está haciendo; pero, la mayor parte del tiempo, nosotros tampoco lo somos".
¿Daba a entender el afamado laboratorio que los humanos, inconscientes como máquinas perfectas, consideraban trivial la muerte?
El ejecutivo se reunió de urgencia. Había que atajar aquella creciente tendencia a sobremorir. Pensaron que si la mente humana captaba que podía morir por voluntad propia, seguramente dejaría de sobremorir la gente como hasta ahora.
Autorizaron la eutanasia tanto pasiva como activa y también el suicidio, activo, claro. Incluso legalizaron el homicidio, hasta entonces lícito sólo en las guerras, siempre que tuviera alguna justificación pasional o económica, nunca al buen tuntún, por ver si las ganas de matar abrían en los asesinos las de vivir. Todo se permitiría con tal de que la gente muriera por alguna causa conocida y a todos se les abriera el apetito por vivir. Aquella pasividad, elogiosa en algunos políticos, no podía convertirse en patrimonio del vulgo.
Pero si en el mundo habían triunfado cosas tan molestas como el fascismo, el comunismo, el capitalismo, los tatuajes, el piercing y los zapatos de tacón cómo no iba a triunfar esta liberadora tendencia a la sobremuerte.
El “don’t worry be happy y muérete”, se convirtió en la última tendencia. Y nadie consiguió desarraigarla. Aunque, están en ello.

24 junio 2016

A un hijo muerto

En su alegato final el abogado del automovilista dijo:
“Señoras y señores del Jurado:
¿En qué clase de familia se estaba criando ese niño? ¿Qué clase de educación estaba recibiendo? En definitiva, qué tipo de persona hubiese llegado a ser.
Un niño de diez años que juega en la calle, sin la debida atención parental, sin ser en todo momento monitorizado por sus padres, es un vivo ejemplo de lo que en nuestros días puede denominarse con absoluta propiedad un caso evidente de abuso infantil pasivo. O, dicho de otro modo, de la despreocupación generalizada y la inhibición de responsabilidades que reina, por desgracia, en tantos y tantos hogares actualmente. ¿O es que no somos todos conscientes del peligro que hoy en día conlleva el tráfico rodado en nuestras urbes? ¿Qué tipo de familia permitiría que uno de sus vástagos deambulase a su libre albedrío, y nada menos que con un balón, por las calles de la insegura ciudad?
Estoy convencido de que a muchos de ustedes, padres y madres responsables, les obsesionan y martirizan, a la par que a mí mismo, estas cuestiones. Y yo les pregunto: ¿Ustedes, como progenitores conscientes de esos mil peligros, lo hubiesen permitido? ¿Relajarían ustedes su responsabilidad hasta tal punto? ¿Aman ustedes a sus hijos o, por el contrario, coexisten pasivamente con ellos, insensibles y ajenos a la problemática de sus vidas? ¿Cuál es su concepto de paternidad proactiva y responsable?
No seré yo quien responda a estas preguntas, dejo que cada uno de ustedes, respetables miembros de este Jurado, se den en conciencia las respuestas. No es a mí a quien corresponde aleccionarles. Jamás lo intentaría ni se me pasaría tal cosa por el pensamiento.
Y, si el entorno familiar de este chico le permitía vivir en tal permisividad suicida, ¿no cabe responsabilizar a sus indolentes padres por el desgraciado accidente que sufrió? ¿Acaso la inhibición de las obligaciones familiares ha de ser premiada no ya por este tribunal, sino por la sociedad a la que todos aquí representamos? ¿Podemos permanecer como impávidos cómplices de este soterrado maltrato? Piénsenlo ustedes.
Sí, desgraciadamente, el muchacho murió en el accidente. Y no cabe sino sentir conmiseración por él. Y nuestros ánimos se ven urgidos a castigar al culpable de inmediato. Tal es, no sólo nuestra inclinación natural, sino la naturaleza de nuestras leyes, tan garantistas como céleres en el castigo.
Y ahora queremos ver en el conductor a ese culpable. La triste pérdida de una vida bajo las ruedas de un coche, aún sin haber sido testigos del luctuoso hecho, hace que nuestra compasión se incline por el accidentado. Es natural, ese desdichado era un inocente cuya vida segó un conductor al que, los más indulgentes, tildarán de despistado y, los más severos, de infractor de alguna de las innumerables normas del Código de la Circulación. Ésas de las que tantas veces nos olvidamos al volante pero que tan presentes tenemos cuando somos peatones. Que cada uno de ustedes reflexione sobre mis palabras y las pondere en conciencia. ¿Acaso no pudo esto ocurrirnos a cualquiera de nosotros?
Lejos de querer influir en este Jurado, infiero lo siguiente:
Este muchacho pereció por un error que cualquiera podemos cometer. Eso está fuera de toda discusión. Porque intencionadamente ni mi defendido ni nadie en su sano juicio atropellaría deliberadamente a un niño.
Pero yo no quiero dejar impune este accidente, sino hacerles ver con afilada claridad hasta dónde llega la responsabilidad de cada cual. Es mi obligación ir más allá. Llegar a la última causa. De otro modo, no podría decir que actúo buscando la justicia, ni de acuerdo con mi ética profesional, ni tampoco con respecto a mis convicciones personales que, seguramente, coincidirán inevitablemente con las suyas.
Pongamos un ejemplo:
¿Se extrañarían ustedes de que un potro suelto, dejado escapar y sin control, fuese atropellado?
Estoy seguro de que no. Es más, pedirían responsabilidades al dueño no sólo por tal acto, sino también por los daños que el accidente hubiese causado tanto a los ocupantes como al propio vehículo, ambos sujetos pasivos del atestado. Lo considerarían lógico. No titubearían. Tal es la claridad de la razón cuando se enfrenta a la evidencia.
Pues, en nuestro caso, piensen que si un potro genera una responsabilidad tal en su dueño, qué no generará la patria potestad que tienen los padres sobre sus hijos. Señoras y señores, estamos hablando aquí de un ser humano, ¿o es que acaso es menor la responsabilidad sobre un hijo que la que nos genera una mascota?
Por otro lado, con el tipo de educación que ese muchacho estaba recibiendo y que, por lo que yo deduzco y temo, más se parecía a la total ausencia de ella, a ninguno nos pueden extrañar los hechos.
¿Qué hubiera sido de ese muchacho en la vida? Seguramente habría sido un perro sin amo, una bala perdida, un ser no sujeto a normas ni principios, un individuo asocial. El legado educativo, que nunca recibió de sus padres, le habría llevado a la marginalidad sin duda y, probablemente, a la delincuencia. Si supieran ustedes cuántos casos parecidos, de muchachos procedentes de hogares disfuncionales, sin principios, pasan desgraciadamente por mis manos en innumerables delitos menores y aun mayores, comprenderían muy bien mis palabras. De modo que, sin apenas riesgo de equivocarme, pues la estadística está de mi parte, podría muy bien suponer que, en este caso, una vida abocada al delito, que no a otra cosa, se ha visto truncada. Doloroso, pero así es. Así me lo dicta la experiencia, así lo confirman los datos, por duro que resulte aceptarlo.
Propongo por tanto que se declare inocente a mi defendido y que, ya que nadie va a indemnizarle por los daños en su vehículo, que se le compense con un juicio libre de costas.
¡Muchas gracias, señoras y señores del Jurado!”


En su alegato final el abogado del accidentado dijo:
“Señoras y señores del jurado:
Henos aquí ante un caso en el que, aunque la evidencia salta a la vista, el cinismo, amén de anegarnos el ánimo, parece querer arrancarnos los ojos.
Por el hecho de que un niño de diez años juegue a la pelota en la calle, se pone en duda la integridad de su familia, lo esmerado de su educación e incluso lo que, de vivir, hubiese sido su futuro, un futuro que, como ha quedado demostrado por todos los indicios, se vislumbraba no sólo prometedor, sino brillante.
Sepan ustedes, señoras y señores miembros de Jurado, que los padres del niño atropellado le dieron la mejor educación posible. Ésa que dicta la inteligencia y no el temor, ésa que da alas a las personas en lugar de cercenárselas. Le educaron para adaptarse a su medio, para saber decidir en cada momento, para que tuviera sus propios criterios al enfrentarse a la cotidianeidad, para que fuera crítico y supiera desenvolverse y adaptarse a las vicisitudes de la vida. Le educaron, en suma y nada más y nada menos, que en la libertad, pasando por todos los objetivos trasversales que la adquisición global de ésta conlleva.
¡Gran delito por lo que se ve!, siendo la libertad, como bien se sabe, lo único que anima a afrontar los riesgos de la vida y aun a poner la misma vida en juego por lograrla o mantenerla. Que de esto nos sobra bibliografía acreditada, tanto de nuestros clásicos como de otros autores, no menos fidedignos, de allende nuestras fronteras.
Sin embargo, parece ser que es un gran pecado, una falta imperdonable, el dotar progresivamente de libertad a un niño en su curricular progreso hacia la edad adulta. Parece que es mejor tenerlo atado, encerrado entre las cuatro seguras paredes de un piso, atontolinado permanentemente frente a un ordenador o jugando con un teléfono móvil, dependiendo permanentemente de sus padres y evitándole cualquier pernicioso o peligroso contacto con el mundo real.
Pero, introspectando en mi conciencia, yo me digo: ¿Es evitando los problemas como se enseña a nuestra juventud a enfrentarse a ellos? ¿Es tapándoles y tapándonos los ojos como queremos enseñarles a descubrir el mundo? ¿Es evitándoles todos los riesgos como queremos que se habitúen a lidiar con la vida?
Y me cuestiono, señoras y señores del Jurado, qué ideales educativos tiene nuestra sociedad: ¿Hacer de nuestros hijos unos seres estabulados, en aras de una seguridad a ultranza, o darles la progresiva libertad que necesitan para aprender y llegar a ser personas independientes y con criterio? ¿Cuál de estos sentimientos debe ocupar la mente y el corazón de unos dignos progenitores?
No sé lo que pensarán ustedes al respecto pero, lo que sí sé, es que los padres de este niño supieron arrinconar todos sus miedos pacatos y educarle dotándole de libertad, asumiendo que la ejerciera e inculcándole estos sagrados principios desde la edad más tierna. Padres que educan así a sus hijos son para mí dignos de la mayor admiración y el más grande respeto. Y diría más: Son ejemplos a emular. Porque dan a sus hijos lo que más les cuesta confiarles: La libertad. Porque son conscientes de que, aunque la seguridad a ultranza a ellos, como padres, les mantendría más tranquilos, no es eso lo que precisan sus hijos para remontarse en la vida. Los padres pueden sentirse confortados por la seguridad, pero los hijos necesitan libertad para aprender, tanto como las aves precisan del aire para volar.
¿Qué padres son más generosos, los que se tragan sus temores y ofrecen libertad a sus hijos o los que se la niegan por el egoísmo de vivir ellos tranquilos? ¿Qué somos, padres egoístas o padres generosos? Porque no es a los hijos a quien debe juzgarse, en este aspecto, sino a los padres.
Pues bien, los padres de mi defendido, eran unos padres tan generosos como responsables. Su desdichado hijo, aparte de unas habilidades balompédicas reconocidas por el barrio entero, era un buen estudiante, sus profesores así lo atestiguan.
Todo lo anterior me permite concluir que el muchacho atropellado tenía todas las mejores bazas en su mano para enfrentarse al futuro. ¿Quién sabe? Con las premisas educativas que he descrito, ¿llegaría a matemático, a filósofo, a médico, a profesor universitario, a fisioterapeuta…? ¿Abrazaría tal vez la literatura, la física, la ingeniería, tal vez la ortodoncia? ¿Hubieran querido los hados que llegara a Premio Nóbel? O, incluso, y en el mejor de los casos, ¿quién asegura que no hubiera podido llegar al súmmum del talento y haber acabado bien como astro del fútbol, o bien como líder político de un partido emergente?
Desgraciadamente para el muchacho y para su familia, ya nunca lo sabremos.
Al parecer alguien lo ha matado. Alguien que, al parecer, es tan distraído y confiado al volante como cualquiera de nosotros. Alguien que, como cualquiera de los presentes, no deseaba hacer lo que hizo.
Pero, como al fallecido esta intencionalidad o falta de ella le trae ya sin cuidado, solicito de todos ustedes que tengan la misma comprensión con sus padres que la que parecen sentir por el conductor. En consecuencia, pido que se les indemnice con la cantidad que el Sr. Juez estipule y que, además, tenga la consideración de pagar el acusado los costes de este juicio.
No pido pena de cárcel para él porque, por lo que se ve, tendría que pedirla también para todos ustedes ya que, tan comprensivamente, se ponen en su lugar.
¡Muchas gracias, señoras y señores del Jurado!”

19 junio 2016

El Camino de la Ruina

Dicen que en un pueblo serrano, hoy desaparecido, había un camino que no llevaba a lugar alguno sino que tenía al tiempo por desembocadura. Le llamaban el Camino de la Ruina. Salía de una aldea, hoy abandonada, que tuvo por nombre Portarrecia y cuyos restos aún se reconocen entre la vegetación arrolladora y salvaje de un valle perdido del Sistema Ibérico.
Y cuentan, los que conocieron a alguna de las personas que transitaron por aquel camino u oyeron relatos de terceros sobre ellas, que los caminantes, que por esa trocha se internaban, a veces no volvían y, los que volvieron, nunca supieron con total certeza qué tiempo visitaron.
Algunos sostienen que los que por ese sendero se perdieron iban buscando el pasado. Y que, cuando lo encontraban, comprendían que el mundo era antaño mucho más injusto, con trabajos más duros, con más enfermedades, con menos alimentos y más hambre. Y que, por eso, generalizando, lo llamaban el Camino de la Ruina.
Otros, por el contrario, decían que los que anduvieron por tal camino buscaban el futuro. Y que, cuando daban con él, entendían que el mundo tendía a desnivelarse, que unos vivirían sin límite y otros morirían apenas alumbrados, que los más altos adelantos convivirán con el exterminio y que el género humano sustituirá los sentimientos por las utilidades. Y que es ésta la razón por la que llamaban al tal camino el de la Ruina.
Tras indagar mucho, me informaron de que en una residencia vivía un anciano de aquéllos que se sabía con certeza que habían recorrido tal camino. Pero, me dijeron, que no sabían si querría hablar conmigo ni si, en el caso de que accediera a ello, le encontraría en sus cabales.
Me sorprendió dar con un hombre que rondaba los cien años. Tenía tan ágil la mente como torpe el esqueleto. Pero no pareció extrañarle mi curiosidad, ni tuvo reparo alguno en conversar conmigo.
El señor Telesforo había sido cartero. Fue el último que hubo en Portarrecia. Todos los lunes bajaba a por la correspondencia a la cabeza de partido de aquella zona serrana. El resto de la semana la repartía en el pueblo, las aldeas aledañas y en los caseríos dispersos por las cercanías. Todos los trayectos los hacía en caballería pues los caminos de la zona no eran aptos para vehículos a motor y, además, había muy pocos por entonces.
Tras conversar con él y hacerme cargo de las características de su trabajo y de la zona y del pueblo que habitó, entré en el asunto que tan curioso me tenía:
-¿Qué me puede decir usted, Telesforo, del Camino de la Ruina?
El viejo cartero pareció sorprendido de que le mentase el tal camino. Pensó un poco antes de hablar. Al fin, sonrió y me contó lo siguiente:
-No sé lo que le habrán contado. Pero lo que yo voy a contarle, sin despreciar otras historias, es la mía y la de los míos en ese camino.
-Seguramente –le interrumpí- tuvo usted que recorrerlo alguna vez o pasar por él para cumplir con su trabajo.
-No. Mi paso por ese camino fue anterior. Lo recorrí en mi infancia, a pie, con mi hermana y mi madre y una perrilla conejera, pequeña y peluda, a la que llamábamos la Pulga. Mi padre había muerto un mes antes. Mi hermana y yo éramos muy chicos y mi madre era una mujeruca endeble y enfermiza. Lo poco que dejó mi padre lo consumimos en ese mes. Y, desesperados y acuciados por el hambre, un día decidimos los tres tomar ese camino y ver dónde llevaba, pues lo incierto nos tentó entonces como una esperanza, porque de lo cierto sólo la limosna nos cabía esperar y eso duraría poco. Porque los buenos sentimientos duran menos que el dinero. Y, por llamarse el Camino de la Ruina, nos pareció que, estando nosotros arruinados, bien podríamos transitarlo con todo merecimiento, por ver a qué sitio llevaba o si era cierto que no llevaba a sitio alguno, sino a otro tiempo diferente. Pues eso decía la leyenda que todos sabíamos en Portarrecia.
-Y, ¿dónde conducía? ¿Llegaron a otro tiempo?
-Pues no sabría decirle con exactitud, porque la sierra en la que nos internamos es, como todos los paisajes desiertos, ajena al tiempo. Pero puedo asegurarle que, tras varios días de caminar sin descanso y dormir en oquedades, terminamos también nosotros por perder toda relación con el espacio y con el tiempo. Y, acabadas las provisiones y desengañados de encontrar solución a nuestra ruina, una mañana, cuando al despertar nos encontramos de nuevo perdidos en la nada, decidimos abrazarnos los tres y despeñarnos.
Ya nos habíamos despedido y besado y pensábamos, con lágrimas en los ojos, que en breve nos reuniríamos con mi padre.
Cuando, abrazados los tres cuerpo con cuerpo, estábamos a un pie de dejarnos caer al precipicio, apareció la Pulga con un conejo en la boca. La sensación de que un animal era más valiente que nosotros me encorajinó, miré al vació y me dio tal vergüenza de nosotros mismos que vomité, aunque tan poco habíamos comido que sólo fueron bilis. Les dije a mi hermana y a mi madre que no nos tiraríamos y que nosotros éramos, al menos, tan capaces como un perro y que, entre los tres, nos las arreglaríamos para sobrevivir. El milagro obró y ellas se contagiaron también de mi valor recién nacido. Y, de aquel tiempo extraño que habíamos vivido en el camino, regresamos al nuestro y supimos dar con el de vuelta a Portarrecia. La gente del pueblo, al ver que habíamos regresado del Camino de la Ruina, nos miraban con respeto y nunca nos preguntaron a qué punto llegamos. Unos con una cosa, otros con otra, todos nos ayudaron y, con un poco de cada uno y un mucho de nuestra parte, salimos adelante. Yo he ocultado siempre con vergüenza lo que estuvimos a punto de hacer.
-Y, ¿por qué me lo ha contado a mí?
-Porque, por lo que veo, leo y escucho cada día, hay muchos lugares de los que hoy parten esos Caminos de la Ruina y son muchos miles de personas los que por ellos transitan y van en busca de algo que tenemos miedo a darles: ayuda y esperanza. Y pienso que, si a nosotros tres nos ayudó un perrillo a recobrar la fe, cuánto más podría hacer esta Europa opulenta para paliar tanta tragedia, salvarles a ellos y salvarse a sí misma del oprobio que a todos traen estas desgracias. Y porque creo que el Camino de la Ruina existe pero no lleva a ningún tiempo ni tampoco a un lugar, sino que nos pone delante de nosotros mismos. Porque sólo los ruines toleran la ruina.

13 junio 2016

Carta a Miguel de Cervantes


Querido y admirado Miguel de Cervantes:

A mi pesar, en la escuela, me obligaron a leer el Quijote. Y tanto empeño y tan poco tacto pusieron en ello mis maestros que primero el libro me aburrió por hacérseme ininteligible. Pero insistieron de modo tan inicuo que, al poco y por tanta obligación y tan poca ayuda, llegué después a aborrecerlo. Y de este triste modo me inicié en la literatura, odiando la principal obra maestra de mi lengua.
Por lo que he sabido después, no fue a mí sólo, sino también a algunos otros lo que esto mismo sucedió. Y, lo que es más grave, que muchos jamás llegaron a remediar esta desgracia y, aún hoy, mencionan este libro con indiferencia, casi con rencor, sin haberlo leído con provecho. Y porfían, en su grandísima desconfianza, que son muchos otros compatriotas los que hablan de él sin haberlo leído.

En este aspecto, que hoy lamento mucho, poco tengo que agradecer a mis estólidos maestros por la parquedad de palabras que usaron, por lo general, para instruirme en el Quijote. Y sus pocas palabras, por ser siempre tan escasas como mi experiencia, me parecían graves y discretas y, además, de ley y de valor pues, todo lo que ralea, suele apreciarse más que aquello que abunda. Y cuanto más y cuando más necesitaba yo saber, menos explicaciones me dieron ellos. Pero, para compensar, era tanta su severidad que abortó ésta muchas de mis preguntas antes de formularlas. Y, de las pocas que se atrevió a parir mi boca, las más no fueron contestadas, quizá porque contra el vicio de pedir al buen tuntún está la virtud de no dar sino menos de lo preciso, costumbre tan cristiana, castiza y española como cruel tantas veces, especialmente para un niño ignorante pero curioso.
Y toda aquella situación la atribuía yo entonces a que mis educadores, en su gran ciencia, no querían acortar mi camino hacia ella, por ser en él donde más suele aprenderse, aunque despacio, todo lo más necesario y principal, pese a los deseos de la propia voluntad, casi siempre vehemente, caprichosa y amiga de lo banal y lo accesorio.
Y, cuanto menos me instruían mis maestros, más me parecía a mí que ellos sabían pues, por ser niño, no conocía aún ese refrán que dice que de donde no hay no se puede sacar. Pero, sea por lo que fuere, ellos se guardaban de hablar más de lo necesario, seguramente porque el que mucho habla, mucho yerra y, por su corta preparación y larga astucia, ambas cosas temían y evitaban.
Todo esto, lejos de favorecer mi aprendizaje, agudizó mi imaginación, que dio en buscar siempre explicaciones, con más o menos fundamento, a lo que ni me enseñaban ni entendía. De este modo mi gran desconocimiento sobre casi todo quedó compensado por una fantasía algo más viva que era, sin duda, tan grande o mayor que mi ignorancia y, por añadidura, mucho más divertida y aunque impertinente a veces, incierta y veleidosa siempre.

Así supe, con el tiempo, que vivía en un país, España, en el que muchos enseñaban sin ninguna gana y aún con menos ciencia y, de todos ellos, pocos sabían algo de provecho. En mi patria, el temer y el recelar eran cosas más importantes que el saber pues, siendo país de viñas, todos sabían bien que el miedo era el mejor guarda. Así, me inculcaron que el humilde temer ayuda a comer con más certeza que el soberbio saber, y que no era nada seguro que se pudiera vivir de este último sin complicaciones, ¿qué vanas pretensiones eran esas?
Nadie me explicó que había nacido en el país de Cervantes, tierra de bien nacidos. Un país de orden y gente de bien. De personas en su sano juicio y de hombres de provecho, todos predicadores de la prudencia, como cada día, de entonces a ahora, se puede colegir por nuestra historia que, de no haber sido así los españoles, aún hubiera sido más generosa en guerras civiles.

Pero, para no extenderme mucho, sólo diré que algún tiempo hubo de pasar para que, al fin, topara con usted, buen Cervantes. Luego supe de su vida. En ella hubo pasajes oscuros, pocos datos fiables, suposiciones y abundancia de bulos. Pero se sabe con certeza que viajó, que conoció el ejército y la guerra, el cautiverio y la cárcel, el poder y la justicia, con sus firmes rigores y sus raras arbitrariedades, que suplicó el favor de los poderosos y que de ellos recibió más olvidos que ayudas, y que fue usted presa de tantos dimes y diretes y amargos contratiempos que dijo de sí mismo ser más versado en desgracias que en versos.  Y como no faltó tecla sin tocar referente a su sangre y a su origen, a su honor, su familia, su honestidad y sus trabajos, así terminó el concierto de su vida por no quedar muy afinado y su fama, como sus huesos, algo desparramada.
Por lo anterior, y salvando su obra, enseguida entendí que fue un hombre vulgar, como cualquiera. Con una vida llena de vaivenes. Que, por añadidura, escribió lo mejor siendo ya viejo. Y así, el miedo y el respeto que, de niño, le tomé al Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, se tornó en un afecto grande lentamente. Hube de leerlo de mayor, y varias veces, para darme cuenta del apego y cariño creciente que hoy le tributo como amigo, que no por otra cosa a usted le tengo, señor Cervantes, por ser padre tranquilo de unos personajes, que tanto pueden enseñar al lector si es discreto y paciente.
Entendí que usted sólo fue un español más. Y que la patria de su protagonista, La Mancha, no por vulgar lo era menos que otras ni más que ninguna y que todas las patrias son igualmente singulares, aunque difieran en historia, geografía y lengua. Que su Quijote y su Sancho trascendían a España, que sus temores e ilusiones eran los de todos, que sus cuitas eran también las mías y que, en lo sencillo de su trabajo de escritor, estaban reunidas las mejores esencias del oficio. Y comprendí que podían tenerse por amigos a ciertos desconocidos, porque la lectura de sus obras les hacía más familiares que a los propios y, su llaneza, más firmes y fiables que a los más sinceros. Comprendí que usted, señor Cervantes, que en un principio me inspiró el respeto de la desconfianza, luego me regaló el secreto de la amistad más seria, calmosa y sosegada. Ésa que cualquiera aspira a tener para que le ayude a vivir y a comprender, cosas ambas que a ser lo mismo vienen.
Y soñé, seguramente con otros muchos de mis semejantes, que todos nosotros, en cualquier parte del mundo, éramos partícipes de un legado de tristeza, de honestidad, de impavidez ante el fracaso que, a todos los empeñados en ciertos ideales, nos daba la talla de personas dignas, aunque honradas, porque el fracaso es el puerto más seguro que le cabe alcanzar al que es honesto. Y que, bien mirado, nuestro paso por la vida no es sino una locura del destino, que no nos dice si nos trae o nos lleva, sino que nos pone a prueba en este corto pataleo que media entre nuestro nacimiento y nuestra muerte. Que la vida es la quimera de muchos desvalidos que vagamos implorando tan largamente, que imaginamos eterno el corto tiempo que pasamos en ella. Y que enseguida, apenas apercibidos de la misma, la muerte pone fin a esta aventura.
Y bien quisiera, antes de que ésta última me lleve, leer de nuevo, y una vez más, durante mi viaje, el que por gracia de su pluma hicieron por esta vida, bella y sin embargo aciaga, don Quijote y su escudero, esencias ambos del amor a las ideas y al pan, que todos tenemos, y al ansia de justicia y cariño, que todos necesitamos.

Vale, Cervantes, querido amigo. No le digo más.