Aunque algunos tenían la sospecha
de que estas cosas habían pasado en todo tiempo y lugar, el gobierno estaba
alarmado.
Siempre se había dicho que las
personas que, teniendo todo en su contra, lograban salvarse eran unos
supervivientes natos. Esto se aplicaba tanto en los asuntos de salud como en
aquellos sucesos catastróficos que ponían a los humanos cara a cara con la
muerte y, contra toda probabilidad, sobrevivían.
Al mencionar estos asuntos todos
pensaban en accidentes o acontecimientos de lo más aparatoso: terremotos,
incendios, hundimientos, naufragios, hambrunas, guerras y cuantas calamidades o
hechos casuales pudiera imaginar el ser humano. Había personas que, sin que
nadie pudiera por lógica pensar que se salvarían, sin embargo y contra todo
pronóstico, sobrevivían. Esto todo el mundo lo tenía asumido e incluso había
empresas especializadas en Técnicas de Supervivencia, pues no faltaban quienes
pensaban que se podía controlar hasta el azar con ese brazo tan útil de la
Ciencia al que llaman Técnica. Hasta ahí todo era normal y, con más o menos fe
en la técnica, todos le daban cierto crédito. Y a nadie extrañaba lo milagroso
de estas salvaciones. Se aceptaba.
Pero no era éste el problema que
amenazaba al país.
¿Qué ocurría? ¿Por qué estaba
comenzando a suceder justo lo contrario? Era un hecho insólito que comenzaba a
ser sumamente frecuente.
Se trataba de personas de
distintas edades que, teniendo un excelente estado de salud y bienestar, morían
plácidamente sin causa. Gente que se acostaba sana y feliz y no despertaba de
su sueño. Las autopsias así lo demostraban. Ninguna enfermedad traidora,
ninguna violencia, ningún tóxico había acabado con sus vidas. Se diría que
habían muerto espontáneamente, sin ninguna causa conocida. Esto, siendo tan
extraño y milagroso como lo anterior, tenía a todo el mundo perplejo. No se
aceptaba.
Al principio la Ciencia, dando
por sentado que el final natural de la vida es la muerte y que en las autopsias
no se encontraba causa alguna, calificaron estas muertes en los partes de
defunción con este inespecífico dictamen: Muerte natural. Pues encontraban en
el hecho de haber vivido la necesidad de morir y les parecía la culminación de
un hecho natural cuya causa eran incapaces de encontrar. No les pareció
determinante la causa de un hecho que, tarde o temprano, se daba por ineludible.
Sólo cuando estos fallecimientos
crecieron de manera alarmante, empezaron a preocuparse por este tipo de muertes
que, aparentemente, se daban sin que los cuerpos de los fallecidos presentaran incompatibilidad
alguna con la vida. El no poder determinar la razón de la muerte, cosa tomada
por nimia en un principio, se convirtió en motivo de alarma social.
El primer sector económico en
alarmarse, a secas, fue el de las compañías de seguros. ¿Cómo podía ser que
personas que se habían sometido a un exhaustivo reconocimiento médico muriesen
a los pocos días sin causa? De acuerdo, esas muertes súbitas siempre habían
sucedido, pero eran casos raros. Y, sin embargo, ahora la estadística mostraba
que en el último año los casos se acercaban al cinco por ciento y continuaban
subiendo inexplicablemente. Las indemnizaciones a pagar estaban comenzando a
arruinarles sin que encontraran modo razonable alguno de negarse a
satisfacerlas ante los tribunales y eso que tenían departamentos sumamente
imaginativos para ello. Ninguna compañía podía aducir que el fallecido hubiera
muerto sólo para fastidiarles. Y el hecho de que los seguros empezaran a hacer
frente a aquello para lo que habían sido creados era un desastre, podía significar
el fin del negocio. Era, en una palabra: Intolerable.
La Banca, alertada por las compañías
de seguros, que eran hijas, ahijadas o hermanas o, en cualquier caso, parentela
siempre, no daban crédito a lo que sucedía. Bueno, en realidad, no daban crédito
a casi nadie pero, incluso entre los concedidos a personal de aparente
solvencia, empezaron a topar con morosidades propiciadas por los buenos
clientes que morían inexplicablemente.
La diferentes confesiones y las
asociaciones pro vida dieron en pensar que un complot contra ellas se estaba
fraguando pues la gente, al ver la muerte serena, dulce y siempre en el sueño,
de los que morían sin causa, pareció que le estaba perdiendo el miedo a la
Parca e incluso hasta que se estaba poniendo de moda morir así. ¿Qué iba a ser
de ellos si la gente le perdía el miedo a la muerte? ¿Qué pasaría si la muerte
se convertía en una manera cómoda, indolora e involuntaria de dejar de vivir?
¿Cuánta gente se entregaría plácidamente a ella, habida cuenta del tipo de vida
que en general llevaban?
Las audiencias y videncias de
todos los medios de comunicación, incluido Internet, llamaron al fenómeno “Tremending Topic”, ya que, como se
había demostrado, no tenía sentido llamarlo “fenómeno
viral” porque nada biológico causaba aquellas muertes.
Si a aquellos, que teniendo todo
en su contra para vivir, se les llamaba supervivientes o sobrevivientes, cuando
lograban salvarse, ¿cómo habría de llamarse a los que fallecían, cuando tenían
todo a su favor para vivir, y, sin remisión, sucumbían? Eran supermurientes o sobremurientes y así, el fenómeno del supermorir o sobremorir
se convirtió en tendencia. Extraño proceso por el que organismos humanos, con
una salud perfecta, fracasaban repentinamente y, podía decirse, que morían de
éxito.
El Laboratorio de Inteligencia Artificial y Ciencias de la Computación
del Instituto Tecnológico de Massachussets fue el encargado de estudiar
este inédito comportamiento. Tras meses de investigaciones, dejaron éstas en
suspenso. Y, como conclusión temporal de sus trabajos, enviaron al gobierno
esta escueta frase que atribuían a Mr Marvin Minsky, fundador de dicho
laboratorio: "Hasta la fecha, no
se ha diseñado un ordenador que sea consciente de lo que está haciendo; pero,
la mayor parte del tiempo, nosotros tampoco lo somos".
¿Daba a entender el afamado laboratorio que los humanos, inconscientes
como máquinas perfectas, consideraban trivial la muerte?
El ejecutivo se reunió de urgencia. Había que atajar aquella creciente
tendencia a sobremorir. Pensaron que
si la mente humana captaba que podía morir por voluntad propia, seguramente
dejaría de sobremorir la gente como
hasta ahora.
Autorizaron la eutanasia tanto pasiva como activa y también el suicidio,
activo, claro. Incluso legalizaron el homicidio, hasta entonces lícito sólo en
las guerras, siempre que tuviera alguna justificación pasional o económica,
nunca al buen tuntún, por ver si las ganas de matar abrían en los asesinos las de
vivir. Todo se permitiría con tal de que la gente muriera por alguna causa conocida
y a todos se les abriera el apetito por vivir. Aquella pasividad, elogiosa en
algunos políticos, no podía convertirse en patrimonio del vulgo.
Pero si en el mundo habían triunfado cosas tan molestas como el fascismo,
el comunismo, el capitalismo, los tatuajes, el piercing y los zapatos de tacón
cómo no iba a triunfar esta liberadora tendencia a la sobremuerte.
El “don’t worry be happy y
muérete”, se convirtió en la última tendencia. Y nadie consiguió desarraigarla.
Aunque, están en ello.