28 mayo 2012

Bolarque (parte 12ª)


Doña Dulce Agua de Niebla era una flor anónima, y por tanto inaccesible, en el pensil de la casa ducal. Y, al tiempo, usaba el adorno de su discreción para que, siendo mujer inusual en todo y de un talento mayor que su belleza, todas aquellas cosas pasaran desapercibidas o, mejor, ni siquiera pudiera nadie sospechar su confluencia en ella.
Tal era su arte que, enseguida, llegó a ser una de las damas de la princesa de Éboli. Y sabía muy bien que su permanencia al servicio de la tal señora pasaba por vivir replegada en sí misma, sin un atisbo de brillo personal que pudiera desviar, ni por un instante, ojo alguno del resplandor de tan altiva y absorbente princesa. No olvidó jamás que tales premisas eran indispensables para permanecer en aquella suerte de corte provinciana.
Y así, Doña Dulce se difuminaba permanentemente a sí misma en un segundo o tercer plano en el estar, y en una apariencia tan liviana que pasaba desapercibida en el ser. Y tan bien logró desenvolverse en todo ello que, el mismísimo capitán Cunmeigas, llegó  a dudar de su existencia, y pensaba que aparecía y desaparecía, silenciosa como un fantasma, a conveniencia.
Quiso indagar el capitán, tan concienzudo siempre en su trabajo protector, sobre la dama, y un día, que se acercaba al despacho del intendente de palacio con la intención de pedirle información sobre ella, se abrió inopinadamente una puerta de los aposentos de la princesa. Inmediatamente se dispuso el soldado a saludar respetuosamente a su señora. Pero fue doña Dulce la que salió silenciosamente de aquellas estancias, le miró a los ojos un instante, y se cruzó con él sin decirle palabra, pero con el dedo índice cruzado, como por azar, sobre sus labios. Quedó Cunmeigas tan desconcertado y aturdido, que se quedó clavado en el sitio y tardó un par de minutos en recordar el modo de moverse. Impresionado, olvidó al instante su visita al intendente.
Fue entonces cuando recordó lo acontecido algunos años atrás. Fue la primera vez que vio a doña Dulce, aunque sería más propio decir que la sintió. Iba a dar unas órdenes Cunmeigas, recibidas de su señor don Ruy que se hallaba en la corte del rey, y que sabía que contrariarían los deseos de su esposa, la princesa de Eboli. El capitán era ciego servidor del duque, su señor, y, aunque sabía de las reacciones que aquellas disposiciones generarían en la soberbia y temperamental dama, él se disponía inexorablemente a cumplir lo ordenado. La lealtad no conocía brechas en su pecho.
Luego supo que era doña Dulce la que se cruzó por su espalda y, además del susurro de sus ropas al caminar ligera, escuchó el capitán unas palabras quedas, como de alguien que hablara para sí:
-        No tengas prisas en contrariar a quien has de servir de aquí a tres días.
Cunmeigas vio como se alejaba una nuca rubia, apenas percibida entre el tocado discreto de una mujer esbelta, más alta que baja, que ni siquiera se volvió a mirarle. Sorprendido por la voz e impresionado por su propia decisión, que le pareció dictada por una voluntad protectora y ajena, calló las órdenes que se disponía a dar, carraspeó, fingió meditar y, enseguida, disolvió a los presentes hasta nuevo aviso.
Tres días después llegó la triste noticia de la muerte inesperada del señor duque don Ruy en Madrid. Pero Cunmeigas, como buen soldado, nada comentó a nadie, y ninguna palabra dirigió a la dama y, únicamente, cuando se cruzaba con ella, se miraban ambos un segundo a los ojos y, sin palabras, seguían su camino.
Y entonces reparó Cunmeigas en que ninguna descripción podría hacer de ella pues, al intentarlo, descubrió que sólo conocía sus ojos y su pelo rubio y ninguna composición podía hacerse de aquella mujer. ¿De dónde le venía ese respeto hacia quien no conocía? ¿Cómo supo con antelación aquella dama la prematura desaparición de su señor? ¿Ocultaba, tal vez, el conocimiento de un asesinato bajo la apariencia de una muerte repentina?
El capitán se propuso observar su físico la siguiente vez que topara con ella. Mirar siquiera el corte de sus manos, observar su porte, mirar sus labios, su mentón, su nariz y su frente.
Pero no tuvo ocasión tal cual él imaginaba. Una de aquellas noches, mientras daba vueltas en su cama, sintió su nombre viniendo de las sombras en su estancia:
-        Yago Cunmeigas, Yago Cunmeigas…
-        ¿Pero qué hacéis aquí señora, cómo habéis entrado? –se incorporó alarmado en la cama.
-        No hagáis preguntas a las que no deseo contestar.
-        ¿Quién sois?
-        Tú ya lo sabes. O, si no, sólo tienes que buscar en tu memoria para encontrarme. Las de mi clase, somos todas una.
-        ¿Soliña?
-        Vas bien, Cunmeigas. Andas cerca. Veo que no te pusieron mal el nombre.
-        ¿Qué queréis?
-        Decirte que has de cambiar de camino. Tu vida es insegura en el que llevas.
-        ¿Cómo os atrevéis a cuestionar mi lealtad y mi oficio de armas, pidiéndome eso?
-        Porque tu lealtad de nada vale, habiendo muerto quien la recibía y la apreciaba. Los asuntos de la corte no quieren lealtades, al contrario, quieren domésticos adaptados sólo a obedecer la circunstancia. Educados en ello, son capaces de mudar las veces que haga falta. Tú no, y por eso peligras. Tú fuiste un soldado leal a tu señor, pero tu señor murió y ahora, independientemente de lo que él pensara, hay dos facciones que se disputan el poder y el favor del rey de las Españas. Los unos son los partidarios de tu antiguo señor, los ebolistas, y, los otros, los del Duque de Alba. Los primeros tienen talento pero no tienen ya fuerza, los otros tienen fuerza sobrada, pero les falta la visión certera de los hechos, que en vida poseyó tu señor. Ni que decir tiene que se impondrá la fuerza, como siempre. Sé que la princesa se verá encerrada entre los muros de su palacio en breve y que, si alguna fuerza aún visible le queda, esa fuerza eres tú. Y, por ello, serás quebrado. Márchate, cuanto antes, si quieres conservar la vida. Pide licencia de soldado, y vete a algún lugar remoto, a alguno donde el agua y el aire, y no el acontecer de los hechos, sea la medida, el reloj de la vida. Allí encontrarás refugio. Piénsalo y hazme caso. Que un militar es necesario en las batallas pero, en la política de conveniencia, sólo estorba las más de las veces.
-        No os conozco, señora. ¿Cómo podría hacer caso de lo que decís?
-        Porque vas a conocerme, Cunmeigas. Sé que ansías hacerlo y que me tienes en tu mente, y no soy yo nada remilgada para eso. Al contrario. Porque mujeres y hombres tienen su mayor comunicación cuando yacen y, a falta de otras garantías, tienen en el hecho gran confianza y descanso. Así que, amigo Yago, he venido a entregarme a ti. No sólo como garantía de cuanto te digo, sino porque también es mi deseo de mujer. Será un modo de sellar mi confidencia. Pero, después de esta noche, jamás has de buscarme que, si yo lo quisiera, ya te encontraría por mi misma.
Cunmeigas, según la dama se iba despojando de sus prendas, quedaba cada vez más extasiado y aturdido. El cuerpo de la hermosa mujer iba surgiendo lentamente de entre sus ropas discretas y apreciábale Yago más resplandeciente por momentos, tal vez, más adornado por su imaginación y por su intriga y, más que nada, por la fuerza del poderoso deseo que sentía.
Y mucho tiempo después quería recordar, sin conseguirlo, la sinuosa figura desnuda de doña Dulce, sus senos altivos, sus gruesos pezones, la redondez de sus caderas, el poder de sus muslos, la ligereza de sus brazos y sus pantorrillas, la esbeltez de su cuello, la suavidad del pelo, el olor desconocido de su cuerpo y la unidad voluptuosa de todo ello junto… pero jamás supo si la respuesta apasionada de su cuerpo excitado fue contra un fantasma o contra las hechuras de carne y hueso de aquella mujer. Al despertar sólo tuvo un recuerdo que no podía abarcar, que como arena se escurría entre sus dedos, y que le era imposible de discernir con certeza de la realidad. Y, sobre todo, lo que no olvidó fue el pronóstico certero de una premonición que se acercaba. Curiosamente, de eso jamás dudó.
-        Yago, Yago, la mayoría de la gente cree que conoce su pasado, se engaña muchas veces al hacerlo, pero yo, que creo conocer el futuro, rara vez me engaño. Hazme caso y vete.
Aquello fue lo último que recordaba del encuentro, que, a ratos, estaba seguro de haber tenido y, a ratos, dudaba de haber vivido, con la señora de Niebla.

26 mayo 2012

Bolarque (parte 11ª)


Al paso lento de su caballo, sin ninguna sombra de premura, el pensamiento de Juan Escribano se recreaba en su inesperado encuentro con el capitán Cunmeigas. Pero, sin embargo, y pese a haber salido entonces vivo y de una pieza, no le eran tan gratas las memorias del día en que, inesperadamente también, lo conoció.
Gravelinas, mal recuerdo, se dijo. Y eso que vencimos. Pero qué saben de victorias los que yacen muertos después de la batalla, y qué los que resultan lisiados para siempre. ¿Cómo recordarán los mutilados las glorias, cuando ahora tienen que andar mostrando sus muñones por las plazas y pidiendo limosna? ¿Dónde andará el honor y valentía que, como soldados, demostraron? Afortunados de los muertos, pensarán algunos, porque su virtud feneció con ellos y, olvidados, no han menester de la amarga caridad, única recompensa de los soldados pobres que, ante ella, han de entregar definitiva y mansamente lo que nunca entregaron por la fuerza: el orgullo. ¡Qué mayor deshonra, qué triste paga la del soldado!
Y otros extraños pensamientos le asaltaron:
¿Sabría él volver a aquel lugar? No querría. Sería como ir a visitar su propia tumba. Porque las de muchos compañeros de armas allí se cavaron y, viéndolas, se sentiría en el fondo un desertor de su suerte, uno al que el azar libró de su destino, casi como un vivo que debería hacerse perdonar por estarlo. Porque la suerte de los soldados ha de ser igualitaria siempre y porque lo fatídico se aceptaba mejor en compañía. Claro que, los muertos, poco podrían protestar, pero él, como superviviente, sabía que tenían derecho, todo el derecho, a hacerlo. Sólo la suerte estaba excusada de variar caprichosamente el destino de algunos.
Y le vinieron las imágenes. Tan nítidas como si acabaran de concluir. Tanto, que se tentó las cicatrices de la cara con el temor de hallarlas aún abiertas y frescas. Y recordó lo que, a veces, había oído describir a alguno: el dolor en los miembros amputados muchos años atrás, como si aún los tuvieran. Y se dijo que la memoria, muchas veces, era también dolor.
Sin la venturosa aparición de Cunmeigas aquel paraje habría sido el último que vieran sus pupilas. Sin tiempo para recargar el mosquete, dos jinetes franceses se le echaron encima. Se vio solo de repente, aislado y confundido en mitad del combate. Tiró de espada a duras penas y frenó como pudo sus primeros envites, saliendo con la cara cruzada por dos veces y perdiendo la espada. Al siguiente, hubo de tirarse al suelo y rodar por él y los caballos no le pisotearon por milagro. Viéndoles volver de nuevo, se aprestó a recibir el golpe definitivo amparándose instintivamente con lo primero que encontró a mano, una horquilla de mosquetón. La imaginó partida en dos pedazos y, bajo ella, su cabeza hendida en otros dos. Seguro de su muerte, su pensamiento quedó en blanco, como si quisiera ensayar alguna suerte de anestesia, y deseó que aquélla llegará fulminante y cuanto antes. Entonces apareció Cunmeigas, que junto a don Ruy debía andar próximo a nuestra ala, y, cruzándose veloz por un costado, derribó con un golpe de espada, que hizo silbar el aire, a uno de los jinetes. El otro, sorprendido, quiso volver la grupa hacia sus filas, pero fue tarde para él pues, Cunmeigas, al tiempo que el francés intentaba revolverse, le rebanó de un viaje medio cuello. A los pocos segundos varias balas silbaron y el caballo de Cunmeigas cayó fulminado y un trozo de carne, que no identifiqué, voló por los aires, salpicándole la cara y el pecho de sangre. Yo intenté ayudarle al creerle malherido y verle en tierra, ensangrentado, junto a su montura. Pero él, con gran voz y energía, me urgió a  cargar sin demora mi arma, al tiempo que media docena de mosqueteros de mi compañía alcanzaron nuestra posición con las armas listas. Mal fin tuvieron los que dispararon a Cunmeigas, pero peor lo habría tenido yo de no haber aparecido aquel gigante. Sólo entonces reparé en las heridas de mi cara y en que a Cunmeigas era un dedo lo que le volaron y, puestos en fuga los franceses, acabamos los dos en el cirujano.
Casi sin poder terminar de agradecerle mi vida a aquel cabo gallego, don Ruy, apenas lo supo curado, le reclamó inmediatamente. Desde entonces, hasta aquella tarde, no volvieron a saber el uno del otro.
Y mientras la última caricia tibia del sol de la tarde iluminaba la sierra y hacía que la sombra de caballo y caballero se alargara fantasmalmente, Juan Escribano se sorprendió tarareando con tristeza el viejo soniquete y le pareció que hasta el caballo acompasaba el paso a su ritmo lento:
“Oponiendo picas a caballos,
enfrentando arcabuces a piqueros,
con el alma unida por el mismo clero,
que la sangre corra protegiendo el Reino.
Aspa de Borgoña flameando al viento,
hijos de Santiago grandes son los Tercios,
escuadrón de picas, flancos a cubierto,
sólo es libre el hombre que no tiene miedo…”

24 mayo 2012

Bolarque (parte 10ª)


Tras unas horas de cabalgar tranquilamente por los campos espaciosos y serenos que dejaban atrás la fragosa sierra, rodeó Sayatón, pueblo que no le interesaba, y siguió el camino hacia Pastrana.
Se iniciaba la tarde cuando se presentó en el cruce donde la Venta Miñosa se encontraba. Entró despacio en el corral y, aparte de algunas mulas y un par de carros, vio dos caballos enteros y bien enjaezados. Por las trazas, el uno debía pertenecer a un hombre de la Iglesia y, el otro, a un militar, por ir preparado a la moda de los Tercios.
Ninguno de los dos pareció agradarle a Juan Escribano. Pues, si ya por separado era de temer cualquier autoridad, era combinación muy peligrosa la de aquellas dos juntas. Así que se entretuvo un rato curioseando fuera y gastando el tiempo. Al cabo, vio salir a un clérigo de sotana raída que ayudó a subir a su briosa montura a un fraile dominico que ceñía espada y se tocaba con un sombrero parasol. Luego el clérigo montó en una mula y los dos salieron, tan desiguales en vestimenta como en montura, camino de Pastrana. Cuando les vio alejarse, entró despacio en la venta. Y, muy discretamente, se sentó en un rincón en el que había una mesa sin recoger aún.
Un caballero de su edad y aún más corpulento que él, con el inconfundible aire de la milicia, parecía dormitar con los ojos entornados y apoyado en la espada en un rincón opuesto al suyo. La penumbra no le permitió ver sus facciones.
El ventero Dum Dum le reconoció al instante y pareció alegrarse de verle más de lo que sería normal.
-        Bienvenido, señor Juan Escribano, maestro molinero y soldado licenciado del rey nuestro señor –dijo el ventero con la untuosidad servil en la palabra-, Marcela, limpia esta mesa y sírvele a don Juan vino al instante.
Fue en ese momento cuando el corpulento militar abrió los ojos y giró la cabeza hacia el aludido. Se levantó y avanzó lentamente media docena de pasos hasta situarse en el centro de la sala. Se sobrecogió el molinero por las enormes proporciones de aquel hombre, reparó en sus ojos verdes y en su poblada barba roja. Admiró la calidad de su vestimenta con la Cruz de Borgoña en el pecho, el sombrero emplumado que colgaba de su mano izquierda y la enorme mano derecha posada en el pomo del espadón. Este último detalle le hizo levantarse de inmediato: al gigante le faltaba el meñique de la mano diestra. Cómo no lo había reconocido antes, no podía ser otro.
Los dos hombres quedaron en pie, fijos el uno en el otro. El ventero enmudeció y se quedó parado y hasta Marcela se quedó suspensa con la jarra de vino en la mano.
El gigantesco jaro y el cetrino molinero no movían un pelo, no hacían un solo gesto. No se sabía si estaban a punto de acometerse como perros.
-        ¡Gravelinas! –gritó el molinero.
-        ¡Por el rey! –respondió el otro.
-        Y por nuestro honor y el dedo que distéis a cambio de mi vida, mi cabo Cunmeigas.
Y aquellas dos fieras que parecían a punto de matarse se dieron un gran abrazo y el ventero creyó ver, casi fortuitamente y sin seguridad ninguna, el reflejo fugaz de alguna lágrima.
Ambos se sentaron en la mesa que ocupaba el molinero y, quitándose la palabra el uno al otro, se empeñaron en resumir los años pasados y comprimirlos en minutos. Y el ventero y Marcela se asombraron de la intensa locuacidad de los dos hombres, tenidos por taciturnos, y de las jarras de vino que juntos despacharon.
-        Así que capitán de la guardia ducal.
-        Para lo que necesitéis.
-        Así que molinero de aceña.
-        Para serviros.
Viendo el ventero la espléndida relación de los dos hombres y la buena armonía del encuentro, creyó llegado el momento oportuno para sus propósitos.
Desde que el viejo Natalio examinó la ballesta y le informó de que no era su pertenencia permitida a plebeyos y recordando que el artefacto aquel era herencia destinada a Abeladan y sabiendo que éste andaba ahora de mozo con el molinero y poniendo todo cuidado en lo que iba a decir sobre el origen de la máquina, la bajó del atroje.
-        Quiero que vean vuestras mercedes esta máquina que algún carretero olvidó en mi corral y que, a fe mía, yo no entiendo qué pueda ser ni para qué pueda servir.
Extendió el fardo sobre otra mesa limpia y lo desenvolvió.
Los dos hombres se levantaron al instante y observaron el artefacto desmontado.
-        ¡Una ballesta de cranequín! –dijeron al unísono.
-        Hace años que las sustituyeron los mosquetes, pero sigue siendo un arma temible –dijo el capitán.
-        ¿Un arma, dice usted? –dijo el ventero santiguándose- De mil amores la pongo bajo su tutela desde ahora. Sea Dios loado por la suerte este encuentro. Yo había pensado dejarla en manos del señor Escribano, al punto de verlo, pues es el único soldado que yo conozco en la zona y, aunque licenciado, dicen que el carácter que imprime la milicia siempre queda, así como la potestad de tener estos artilugios que el diablo aleje de mí en buena hora. Pero hágase como decida usía, señor capitán, que más que nunca celebro su presencia.
-        Bien harás, ventero, dejando esto en manos de un soldado y tú, Juan, también harás lo correcto en aceptarla pues, por lo que me has contado, vives en parajes agrestes y aislados y nunca se sabe si alguna vez no pudieras necesitar de ella.
-        Pero fijaos, Cunmeigas, qué extraños ornatos y decoración trae la cureña y que extraña cualidad la de la verga.
-        Los ornatos son árabes y la verga es de acero de Damasco. Nadie ha conseguido una calidad en acero semejante, pero ellos guardan su secreto como oro en paño. Ni siquiera yo podría montar una ballesta con este templado en su verga sin utilizar el cranequín. Su potencia debe ser extraordinaria. Aprendí esto de mis encuentros, amistosos a veces y, los más, en batalla, con los turcos.
-        No sé qué hacer –dijo el molinero, mirando pensativo el arma.
-        Hazme caso, llévatela. El ventero está deseando deshacerse de ella y a ti te puede ser de utilidad, aparte de que, como soldado, tienes derecho a poseerla. Le harás un favor a este hombre. A él sólo puede, aparte de servirle de estorbo, traerle problemas. Te lo digo yo que, ahora, soy hombre de la Justicia.
Cuando los viejos compañeros de armas se despidieron y marchó cada uno por su lado, el uno hacia Pastrana y el otro de vuelta a su molino, el ventero respiró satisfecho. Juan Escribano, sin saberlo, llevaba a Abeládan su herencia y el capitán se iba encantado y orgulloso de haber encontrado al entrañable camarada que un día salvó. Sólo Marcela quedó despechada y, viendo desde la puerta marcharse a los dos hombres, comprendió que aquel casual encuentro les había distraído a ambos de los propósitos con que vinieron a la venta y ya, con el artefacto saetero ese, habían olvidado la diana que a ambos atrajera hasta allí y que ella guardaba celosamente entre las piernas. Y dando una patada en el suelo, al ver cómo se alejaban los de las saetas, dio una raboteá y se metió dentro rabiosa.

22 mayo 2012

Bolarque (parte 9ª)


Sentado en un taburete, con ambas manos apoyadas sobre el pomo de su espada y, sobre éstas, el cuadrado mentón poblado de rojiza barba, Yago Cunmeigas, con los ojos entornados, llevaba largo rato quieto y nadie podría decir en qué pensaba.
El diálogo interior había sido la única compañía sincera que le había sido asidua en todos los años, en todos los tiempos, desde que tenía memoria de su vida. No sabía si había ocurrido así para su consuelo o, al contrario, para su desdicha. Pero, como las desdichas ansían consuelos y éstos les son necesarios a quienes sufren desdichas, no tenía muy claro su orden. Porque, en los años de su existencia, aún no había aprendido a deslindar los unos de las otras.
El corazón de un soldado es un pozo siempre sellado. Un pozo que ha de permanecer cegado, pero que cuesta mantener mudo al que lo alberga. Y así, en las vidas de muchos, no se llega a discernir, llegado un momento, cuál es el efecto y cuál la causa y, lo que es lo mismo, cuál es el antes y el después de las cosas. Pues todas, un soldado, ha de asumirlas en silencio y vivirlas sólo para sí.
Quién iba a decirle que, tras tantos años, iba a buscar, en sus ensoñaciones perdidas, ésas que eran las de un ser aparentemente seguro pero íntimamente desorientado, la memoria firmemente asentada de los pedregales de su tierra, arraigada en los poblados bosques inmutables de carballos, en las grandes piedras encantadas y ancladas en el paisaje, algunas casi esféricas, con sus orificios extraños y con aquellas bichas y rarísimas cruces, ambas inmemoriales en el tiempo, talladas en ellas, y en la bonita iglesia de su aldea con los manantiales que nacían al lado, inundando la cripta tantas veces. Y, como el que quisiera guardarse de algún mal, repetía inconscientemente aquel nombre, como si de un sortilegio se tratase. Tenía el sitio un largo apelativo, casi de letanía, para un lugar tan chico: Santa Mariña de Augas Santas. Pero si alguno le hubiera escuchado murmurándolo, que no era el caso, no habría identificado el sonido que entre dientes le salía.
De entre sus nueve hermanos y hermanas fue el único que salió pelirrojo. Triste sino. Ni su padre ni su madre lo eran, ni en la familia había memoria de ninguno. Desde su infancia, aquel pelirrojo de ojos glaucos, no tuvo buen cartel en la aldea, ni a nadie le pareció de buen augurio. Ni siquiera su padre le miraba bien, fuera por sus propias conjeturas y dubitaciones o por las mofas descarnadas de sus paisanos, que a él le irritaban y a su mujer le hacían echar los ojos al suelo. Y así Yago, por unas razones o por otras, todas a él ajenas, no fue un ser bienquerido.
No tardaron en deshacerse del jaro de linaje inoportuno, de hechuras y color contra natura, poniéndole de criado en una casa de Allariz. Porque las ausencias hacen que el tiempo pase mucho más deprisa, cuando éste es el único remedio conocido para los olvidos que se ansían.
Entre los puentes del Arnoia pasó Yago su segunda infancia pues, aunque servía en una casa hidalga, de recadero hacía, y casi todo el día andaba azacanado haciendo mandados y llevando pesos, pues pronto demostró una resistencia impropia de sus años y un crecimiento desmesurado. Y tanto andaba de aquí para allá, que más parecía criado sin amo que perro de alguno que por tal lo reconociera. Pues ni el intendente de la casa le quería cerca. Que también son anónimos no sólo los que no desean ser conocidos, sino aquéllos a quien nadie dice ni quiere conocer.
Mil burlas hubo de soportar. Unas, por la crueldad zafia y rala de los hombres, que decían que su madre lo engendró en la suciedad de los flujos impuros de una menstruación; otras, por el temor arcaico y ancestral de las mujeres, sobre todo de las más viejas, que le cerraban las puertas y se santiguaban con superchería por el temor al lobisome u otros signos, aún peores, del diablo. Y así creció Yago, temiendo a todos antes de que, por mor de su naturaleza inusual, inspirara a los demás silencio su presencia, por más pavor a lo disforme que respeto a un cristiano o a un igual.
Sólo una vieja sanadora y conocedora de las plantas, que vivía río arriba, lo acogía. La Soliña le llamaban, y tenía fama de vedoira y de haber sido una guapa hembra, promiscua y gozadora, en su juventud. La mujer, tal vez compadecida, o quizás entendedora de un mal que ella misma padeció a lo largo de su vida, fue su único amparo en Allariz.
-        Los que me amaron por lozana, me temen por vieja y por vedoira. Y su temor es mucho más fuerte que la pasión que, de jóvenes, sintieron por mí. Eso me salva, Yago –le decía al muchacho que, sólo mucho más tarde, terminaría por entender la sabiduría de la vieja sobre los torcidos pensamientos de los hombres.
-        ¡Cuidado con esa chuchona que un día te sorberá la sangre y te comerá los untos!- se burlaban de él los procaces garrulos del pueblo.
-        ¡Ya que la hubieras conocido hace treinta años, endemoniado, que buena prole habría salido de vosotros! –le decían también los cristianos probados, que ocasión no perdían de seguir probándose como tales.
Y pronto dieron en llamarle el Cunmeigas, con un plural gratuito, pues ya hubiera querido él que alguna más que la Soliña le hubiera amparado y surtido de afecto.
-        Vete, Yago, conocerás más mundo que todos éstos y vivirás, tú sólo, más que todos ellos juntos, que el vivir no es tanto cosa de años, sino de ver más que los demás ven y verán en sus días, y, el ver será, más que por los ojos, por tu entendimiento. Y, de ahí, viene el saber del mundo. No lo olvides, hijo. Estos morirán sin saber donde están ni lo que son –le consolaba la sanadora con palabras llenas de convicción.
Recordaba cuando se escapó, ya casi mozo, escondido en uno de los carros de la comitiva de un noble portugués. No le descubrieron hasta que, a la noche, hicieron campamento en la laguna de Antela.
Ante el alboroto por el hallazgo del fugitivo el mismo don Ruy, el noble, acudió:
-        ¿Cómo te llamas?
-        Yago, señor.
-        ¿Yago, solamente?
-        No, señor: Yago Cunmeigas – y empleó por primera vez su nuevo nombre, con osadía y firmeza, orgulloso de llevarlo por causa de la Soliña pero, a la vez, haberlo decidido él y ser, por tanto, un nombre propio.
La risa de la comitiva sustituyó a la sorpresa por el inesperado hallazgo. Pero el temple del muchacho y su porte, descomunal ya para sus años, no pareció desagradar al noble.
-        Y, ¿por qué quieres venirte con nosotros?
-        Para ser soldado.
-        Bueno –dijo don Ruy-, un mozo que ostenta tal nombre, y tan gallardamente, será de fijo un soldado retador y capaz de salir airoso en cualquier prueba. Ven, si lo quieres, con nosotros.
Le hicieron jurar que era persona libre y que nadie le andaba reclamando. Él juró, recordando que la vedoira le dijo que todos quedábamos liberados al salir por la angostura del vientre de nuestra madre, aunque cada cual, luego, solía terminar encadenado a algo, más pronto que tarde; y, en cuanto a que alguien le reclamase, dio por seguro que todos bendecirían la hora en que marchó de Allariz. Y, si no era a la Soliña, a los demás tanto les daría que estuviera muerto, despeñado, ahogado o desaparecido. Les daría más grima el volver a verle.
El don Ruy Gómez de Silva era hermano del señor de Ulme y de Chamusca. Pero, siendo segundón en su tierra, servía más al rey de España, por aconteceres entre coronas que no vienen al caso, y, pese a los conflictos que, más que faltar, menudeaban entre Portugal y el reino de las Españas, tenía paso franco entre ambos países y, lo que es más, era tenido por don Felipe el Segundo como uno de sus más valiosos y fieles consejeros y atláteres.
Así fue como Yago hizo pie en el señorío de Chamusca, Portugal, país que, por entonces, se repartía el mundo nuevo con el de las Españas, y donde empezó su entrenamiento y sus usos en la carrera de soldado. Y, al poco, por su extraordinaria corpulencia, destreza, fuerza y resistencia fue elegido asistente personal por don Ruy. Y enseguida las previsiones de la vieja vedoira comenzaron a tomar cuerpo, pues siempre quiso el noble que le acompañara en sus viajes que, tener a su lado a Yago Cunmeigas, era una seguridad que daba sosiego. Y así Yago viajó con su señor por Europa, conoció cortes y reyes, nobles, clérigos y soldados y participó en batallas, escaramuzas y celadas y, don Ruy, viendo su fidelidad y su destreza, jamás quiso prescindir de él. Luchó con franceses e italianos, con gente de la Germania y de los Países Bajos, con ingleses, con turcos, con venecianos, con mesnadas de los Estados Pontificios, unas veces contra y otras con ellos, pero siempre fiel inamoviblemente a su señor don Ruy y al rey Felipe. Que, aunque ellos variaran de intereses con el aval de la gracia de Dios que siempre respaldó a los príncipes, los suyos no conocían cambio, titubeo ni mudanza.
El rey Felipe, amén de otros títulos, concedió a don Ruy el de Príncipe de Éboli, pero éste llegó un tiempo en que, con la prudencia y precaución que los años nos traen, vendió sus tierras en la insegura Italia y adquirió, entre otras, la villa de Pastrana, siendo honrado por su buen mentor, don Felipe el Segundo, con el título de primer Duque de Pastrana.
Y así fue como Yago Cunmeigas había terminado de capitán de la guardia ducal y, haciendo ya años que don Ruy muriera repentinamente, -Dios, que es sabedor de los secretos de los hombres y único juzgador de sus mudanzas, le tenga en su gloria-, seguía en el cargo y manteniendo su inquebrantable fidelidad a su señora viuda, la Princesa de Éboli, doña Ana la tuerta, de cuyos vicios y virtudes, especialmente de los primeros, era él callado custodiador, amén de fiel defensor de su persona, integridad y fama que, ésta última, es la prolongación indefinida de los ilustres sobre la faz de a tierra.

12 mayo 2012

Bolarque (parte 8ª)


Pocas veces, como se ha dicho, salía Juan Escribano de su molino. Su vida de soldado le enseñó lo suficiente del mundo como para esperar poco bueno de él. Y tuvo por entonces ocasión de tratar con tantas personas, que quedó vacunado de promesas, de proyectos, de negocios y de tantas cosas como salían por las bocas de aquellos personajes variopintos a los que trató.
Su paso por el Tercio de Nápoles le enseñó en unos años lo frágiles que son las lealtades, lo efímero de las alianzas, lo voluble de las voluntades. Y, si todo aquello acontecía entre los grandes de la realeza, de la nobleza y la curia europea, y entre soldados y caballeros de honor y de palabra, qué podía esperarse de los villanos, ganapanes y desarrapados que pululaban por doquier, empeñados en comer, al menos, una vez al día.
El interés gobernaba el mundo y las mentiras, los enredos, las farsas y los engaños eran sus acólitos. Recordaba a los charlatanes que había conocido, a los que soñaban con quimeras, a los que alardeaban de honor o de riqueza, a los que hablaban envinados, a mil pedigüeños y sablistas, a caballeros cuyo linaje sólo igualaba en solemnidad a su pobreza y a más gente de mil pelos, y, el que no vivía del engaño a los demás, se distraía engañándose a sí mismo, triste modo tanto de olvidar las desdichas como de entretener el hambre. Y a tal punto llegó a desconfiar de la palabra que, más que para comunicarse, pensaba que los hombres la usaban para confundirse. Que, si no en la lengua, tenían en sus pensamientos una Babel.
Pero la llegada de Abeladan a su molino alegró la vida del taciturno y solitario molinero. El arrapiezo, que iba ya para gañán, tenía por él una admiración que jamás sintió por nadie. Bien es verdad que tampoco nadie le había dedicado al mozalbete, a lo largo de su vida, un minuto seguido de atención y, menos, el menor indicio de cariño. Y, si alguno le buscó alguna vez, fue para darle de varazos o, de un cantazo en las costillas, arreglarle las cuentas por alguna fechoría.
Por entonces, la industria molinera era empresa segura. A falta de moneda, que ciertamente poca circulaba, se quedaba el molinero la maquila, que era una porción de lo que molturaba. Así que en aquel negocio, donde el fiar era desconocido, sólo un vago o un tonto se arruinaba.
Abeladan, que no había conocido nunca tal seguridad, gozaba con la prosperidad de su amo. Y, el verse regalado de pan recién cocido, de bollos, de carne asada en los rescoldos, de huevos, leche y queso, fue tan gran novedad para el muchacho que, al poco tiempo, su enclenque cuerpecillo de perro apaleado había cambiado de pelaje. Y, a la seguridad que le proporcionaba la cercanía y aprecio de su recio patrón, se unía la inusual experiencia de comer cada día con más abundancia que tasa, cosa que le maravilló durante mucho tiempo.
Tenía el molino, además, un huerto más grande que pequeño, una corte con una pareja de gorrinos y un gallinero chico con una veintena de gallinas y algún pato, más cuatro cabras para el gasto de leche. Abeladan, en apenas dos semanas, se hizo el Adán de aquel paraíso. Y sólo el caballo Gastón, que únicamente se tranquilizaba ante la presencia del molinero, tardó más tiempo en aceptarle y  en comer dócilmente de su mano.
Juan Escribano le enseñó poco a poco el funcionamiento del molino. Pero el chico, que no perdía pie ni pata a su patrón, aprendía todo enseguida y no olvidaba sílaba alguna que saliera de la boca del antiguo soldado.
Juan, viendo al muchacho tan despabilado, le enseñó a trampear con lazos, a hacer perchas con pelo de caballo,  a poner losas, a hacer pitos de reclamo para las codornices y redes para cogerlas en los trigales verdes. También le inició en el arte de la pesca, arte que, como todo el mundo sabe, tiene su origen y su base en la paciencia. Pero el molinero notó enseguida que el carácter del chico era más activo que pasivo y que, a la caza y al trampeo, le añadía todo el interés del que carecía por la pesca.
El caso fue que, en apenas un año, igualó a su maestro en la destreza con todo tipo de garlitos y trampas pero, la pesca, prefería el chico dejarla en manos del maestro al que paciencia le sobraba. Y así, intentó el molinero atemperar el carácter activo del muchacho, dándole siempre tareas que hacer y las enseñanzas para llevarlas a buen término.
Habían pasado ya tres años, con sus tres estíos y cosechas. Durante las interminables moliendas de finales del verano, el molino del Tajo, por su caz de flujo constante, era el lugar que muchos lugareños elegían para moler sin tener que esperar las colas de otros molinos más cercanos, pero que habían de cargar una vez tras de otra sus represas con los exiguos cauces de riachuelos, que apenas eran poco más que arroyos. Y, en aquella época, el molino del tío Mosquete se convertía en el centro de información de la comarca. Y enseguida se supo que Juan Escribano había tomado por aprendiz al que, como a expósito, criaran de mala manera los Sendines.
Llegado el otoño de aquel año, y sintiéndose Juan con una jovialidad que apenas recordaba, le dijo un día a Abeladan que bajaría hasta Sayatón o aún más lejos y que le dejaba como dueño y encargado del molino hasta su vuelta. A Abeládan se le hincharon los pulmones de orgullo y le pareció que, en ese momento, había crecido un par de palmos, pues nunca en su vida se había sentido tan importante. El soldado confiaba en él.
-        Marche tranquilo, señor Juan, que deja todo en buenas manos –dijo, mostrando un respeto y un trato repentino acorde con el honor que el molinero le hacía y que a él se le antojaba más importante que el Virreinato del Perú.
-        ¿Puedo irme tranquilo, mi aprendiz? –dijo el molinero muy serio, en un tono fingidamente castrense, pero riéndose para sus adentros de la solemnidad y la incumbencia que veía en el muchacho.
-        Más tranquilo que el rey de las Españas, señor Juan –dijo Abeladan con el gesto más resuelto, voluntarioso y serio que había puesto en su vida.
Y el molinero, montado en su caballo Gastón, salió al paso hacia Sayatón, si bien sus intenciones eran llegarse hasta la Venta Miñosa, donde bien sabía que había de encontrar lo que buscaba.

09 mayo 2012

Bolarque (parte 7ª)


Abén Adnán, de cuyo nombre morisco, el ventero, en un alarde de reflejos, sacó el cristiano de Abel Adán, recuperó sin proponérselo los aires moros en su nombre, por la inclinación del lenguaje castellano a las palabras llanas y la del pueblo a pronunciar seguido: Abeladan.
La familia de la moza que acogió a Abeládan en Sayatón le trató bien al principio. Pero, cuando vieron pasar los años y que el ventero mandaba las ayudas y no visitaba al muchacho ni fiscalizaba su cuidado, se relajaron tanto que por casi olvidaron darle de comer.
Pero Abeladan era, para entonces, un arrapiezo inquieto, arisco y asilvestrado, que no respetaba huerto, ni huevos de nido, ni toperas, ni cangrejos de río, ni cosa alguna animada o inanimada y al que la necesidad espabiló tanto, que algunos decían que llegó a descubrir más cosas de comer de las que ninguno conocía.
Como, por sus acciones, vivía medio proscrito por ser mermador habitual de las alacenas de los vecinos descuidados, Abeladan aprendió pronto a moverse con más sigilo que los peces, más silenciosamente que una sombra y con más vista que las aves de la noche. Y algunos llegaron a decir que su olfato era mayor que el del cura que,  por poco anunciadas que fueran las matanzas, aparecía siempre como atraído por la sangre.
También se convirtió en un merodeador que, en sus salidas por el campo, cada vez abarcaba más terreno y, con los años, iba aumentando su avidez por los parajes nuevos y lejanos.
Así fue como, a los doce años, dio un día, que seguía la ribera del Tajo, con el Molino del tío Mosquete.
Abeladan no sabía lo que era aquello, así que exploró el caz desde donde éste tomaba el agua del Tajo, llegó a la represa y encontró la casa y vio que, bajo ella, pasaba el agua para salir después por el otro lado por unos arcos de piedra y volver de nuevo al río. Y le pareció un capricho que alguien se hubiera construído una casa junto al río e hiciera después que el agua pasara bajo ella. Mucho debía de gustarle el agua al que la hizo, para no contentarse sólo con tenerla al lado.
Como vio que la puerta del molino tenía la hoja superior abierta, asomó el hocico con curiosidad y luego puso las manos sobre la hoja baja de la puerta. Y así estaba, curioseando los extraños instrumentos que en el zaguán veía, cuando la voz sonó a sus espaldas.
-        ¿Quién mira dentro de mi casa?
El muchacho se volvió de un brinco pues no estaba habituado a que le pillaran por sorpresa. Vio al hombre más grande que nunca hubiera visto, que le miraba con una tranquilidad que contrastaba con las dos fieras cicatrices que tenía en la cara. La una le cruzaba la mejilla izquierda desde la oreja a la barbilla y, la otra, desde la frente hasta partirle la ceja derecha.
-        ¿Qué te ha pasado en la cara?
Al hombre le hizo sonreír la contestación curiosa del muchacho. Y sentándose en una banqueta que tenía fuera, le señaló otra al chico y, sacando un trozo de queso de un bolsillo y una navaja del otro, le dijo:
-        Anda, siéntate. ¿Quieres queso?
El muchacho, atrapado por la curiosidad y también porque ya hacía mucho que alguien le tratara sin mostrarle amenaza en el ceño, se sentó y engulló el queso en un santiamén.
-        ¿Qué te ha pasado en la cara?
-        Son unos recuerdos que me traje de Francia.
-        Y eso, ¿dónde está?
-        Muy lejos. Es otro país donde hay otro rey distinto del nuestro, pero donde las personas son igual que nosotros aunque hablan otra lengua.
-        ¿Y tú qué hacías allí?
-        Era soldado.
-        ¡Soldado! –exclamó admirado el chico- Del rey de Francia, claro.
-        No, hijo, del rey de España.
-        ¿Del rey de España? ¿Y por qué el rey de España tiene soldados en Francia?
-        Porque los reyes quieren mandar en todo y no les gusta que les lleven la contraria ni siquiera otros reyes.
-        ¿Y eso te lo hicieron los franceses en alguna batalla?
-        Sí. Así fue, pero salí con vida.
-        ¿Y tú mataste a muchos franceses?
-        Anda toma más queso. Y dime, de una vez, cómo te llamas.
-        Abeladan –dijo el chico tomando con avidez el trozo de queso.
-        ¿Abeladan? ¿De quién eres hijo?
-        Vivo en Sayatón, con los Sendines. Pero dicen que no soy hijo del tío Sendín y que nadie sabe quien es mi padre. Y los chicos, que soy un hijo de puta.
-        ¿Y cómo es que te has alejado tanto de tu pueblo?
-        No es mi pueblo. Y he venido porque me gusta explorar. A lo mejor podría hacerme soldado cuando crezca.
-        Yo fui soldado y ahora soy molinero.
-        ¿Qué es mejor ser soldado o ser molinero?
-        Depende de la persona. Pero los molineros puede ser soldados y casi ningún soldado puede ser molinero.
-        Entonces, ¿sería mejor que, antes de hacerme soldado, me hiciera molinero?
-        Sería un buen principio.
Tras esta conversación y otras que tuvieron, Juan Escribano, mal conocido como el tío Mosquete, se presentó un buen día donde los Sendines. La gente de Sayatón se alarmó al verle pues, aparte de que nunca abandonaba su molino, le tenían por hombre peligroso, extravagante y no muy en sus cabales. Le dio al tío Sendín una moneda de oro y un costal de harina y se llevó al chico para aprendiz de molinero. El tío Sendín quedó muy complacido pues de balde le hubiera largado al muchacho. Y Abeladan, muy contento, se marchó como aprendiz del soldado.

08 mayo 2012

Bolarque (parte 6ª)


Juan Escribano, el maestro molinero, miraba pensativo la poderosa corriente del Tajo. Desde que regresara, quince años atrás, y comprase el molino al tío Pela, las aguas se habían convertido en el espejo móvil de su pensamiento. El reflejo de la luz sobre las ondas invariablemente le relajaba y, su flujo constante, le hacía pensar en el transcurrir, ya vivido, de los años pasados y en el por vivir, que aún le quedara, en la incógnita de los venideros.
Heredó el nombre y el oficio del hombre que lo recogió de los frailes. Eran un matrimonio de Pastrana, los propietarios del molino de los Escribanos. Sin descendencia, llevando ya tres años de casados, supieron de un niño abandonado a las puertas del convento carmelita. Ser molineros era tener un seguro de comida, y ser casados por la iglesia y gente de misa, un seguro espiritual aún más importante que el primero. Así que los frailes, sin dudarlo, le entregaron al matrimonio a los pocos días de que le hubieran abandonado a sus puertas. Y, con los años, le revelaría su origen aquél a quien siempre tuvo por padre y padre fuera, que padres y madres se les dice a los frailes y a las monjas más impropiamente, siendo célibes y haciendo muchos menos merecimientos.
Y el recuerdo, que ya era propio, hizo que Juan Escribano, escuchando el rumor sedante de las aguas, comenzara a contarse a sí mismo su historia en primera persona. Aunque habría quien pudiera pensar que, tras tanta soledad junto al río, hablara solo:
“Pero quiso la fortuna, la voluntad de Dios, la madre Naturaleza o, tal vez, todas estas entidades juntas, más los cocimientos de acebo, artemisa, hojas de sauce y otros ingredientes secretos, que un cabrero amigo dio en llevar a mi señora madre, que aquel horno apagado y dormido de su vientre despertase. Y lo hizo de tal forma, que no paró de calentar en muchos años y así, entre vivos y malogrados, parió once criaturas.
Por ser yo el mayor, con diferencia de tres años al siguiente de mis hermanos, con apenas siete años ya empecé a ayudar a mi padre. Y así aprendí el oficio y sus artes. Y, a los dieciséis, era ya capaz de gobernar el molino, limpiar el caz, amolar las piedras, y calcular adecuadamente las maquilas. Fue entonces cuando mi padre, seguramente al verme capaz de defenderme, me contó mi origen.
Nada fue igual a partir de entonces. Me sentí un peso añadido y, como si quisiera pagar por lo que no pedí, me deslomé a trabajar en el molino, tres años más, sin que mi padre tampoco lo pidiera. Y, cuando mi hermano Francisquillo llegó a los dieciséis y pudo ya sustituirme en los trabajos, le dije a mi padre que ya me sentía hombre y que quería buscarme el porvenir a mi albedrío. Mi padre me dio los dineros que pudo pero tan apenado estaba el día que me fui, que ni siquiera me preguntó adónde iba. Solamente me dijo:
-        Por no esperar a otros, sólo tú, Juan, llevas mi nombre. Pobre es la herencia que te dejo. Como viniste te vas. Yo te bendigo.
Pero yo me alegré de llevarme de mi padre algo que nadie podría quitarme. Y en Pastrana encontré, al otro día, a un caballero llamado don Luis Sedano que se iba a Italia a enrolarse en el Tercio Viejo de Nápoles. Me ofrecí a él y, no pareciéndole malas mis trazas, me admitió. Pues todo soldado podía llevar consigo los mozos y criados que se pudiera costear y éstos, a guisa de escuderos, serían aprendices de las cosas, artes y armas de la guerra, amén de auxiliar a sus señores.
Era don Luis Sedano mucho más orgulloso que rico y por eso me sentí afortunado de que me eligiera por su único criado. Yo le aporté los dineros que mi padre me dio, pero él durante el viaje, primero a Barcelona por tierra y de allí a Nápoles en la galera Santa Ana, jamás dejó de compartir conmigo sus pesares, su hambre, sus piojos, su exacerbado sentido del honor, su pésimo carácter, su soberbia y sus malos modos y jamás, bajo pretexto alguno, quiso privarme de la exclusiva de llevar el peso de sus bultos y de su impedimenta, amén de regalarme con frecuencia algún palo que otro.
Serví a mi señor tres años. Tras los cuales él obtuvo fortuna y yo su licencia para buscar la mía en la milicia, ya como soldado. Y así me despedí de mi señor y solicité mi ingreso en otra compañía distinta de la suya.
El capitán don Álvaro Cureña me aceptó y me hizo practicar con espingardas, arcabuces y mosquetes, dada mi corpulencia, pues eran armas pesadas que requerían fuerza para su manejo, su uso y su transporte. Aunque antes me hizo practicar, para endurecer mis manos, mis brazos y mis piernas, con espadas y picas y con las anticuadas y durísimas ballestas de estribo. Por no privarme de ningún conocimiento militar avanzado, hube de cargar impedimentos, pólvora y plomo, con mosquetón y horquilla pues, para disparar arma tan pesada y hacer puntería, se necesitaba del apoyo.
Enseguida comencé a hacer acopio de callos, brechas y cicatrices y eso que no participé en batallas hasta más adelante, sino sólo en correrías y pequeñas escaramuzas. Porque, no sé por qué, a nuestro buen rey don Felipe no le faltaban enemigos en parte ninguna.
Pero hete aquí que nuestro Católico Monarca, don Felipe el Segundo, ya mentado, entró en enemistad con el de Francia y, ya de paso, con el Papa que se puso de parte del francés y, como el Duque de Alba fustigara a los franceses y aislara al Papa, se vio nuestro rey don Felipe el Segundo excomulgado, por esos vaivenes de la política que ni siquiera en la religión faltan, y se vio el Tercio de Nápoles, que era el mío, trasladado a la frontera entre Flandes y Francia.
En resumen, participé en la batalla de San Quintín y, al año siguiente, en la de Gravelinas, ambas victoriosas para las fuerzas nuestras y, tras haber aumentado grandemente mi colección de heridas y cicatrices, pero en la idea de no coleccionar también mutilaciones ni quedar lisiado o entregar definitivamente mi espíritu al Señor, solicité licenciamiento a mi Maestre de Campo. Alegué mis seis años de servicio efectivo a la Corona como mosquetero, más los otros tres de escudero a mi señor Sedano, que servir a quien servía a la Corona también debía ser considerado. Y, omití el decir, que no deseaba ver más barbaridades de las vistas en aquellas dos grandes batallas y que no deseaba tampoco irme de la cabeza por todo cuanto vi. Alegaciones estas que no hice, para no desprestigiar a mi Tercio y que se dudara de la fiereza, orgullo, valor y gallardía de sus integrantes, soberbios todos como gallos de servir al Rey en los Tercios Viejos Españoles.
Siendo momento oportuno, por la euforia de las victorias alcanzadas, la licencia me fue concedida y a los 28 años dejé el Tercio y regresé a España.
No sabiendo adónde ir, regresé a mi tierra y oyendo que el tío Pela, ya viejo, quería vender éste, su molino del Tajo, gasté en su adquisición mis honradas pagas de soldado y otros fondos conseguidos a fuerza de no tener escrúpulos y luchar con los remordimientos. Y aquí llevo más de quince años y voy ya, de los cuarenta, bien encarrilado a los cincuenta si Dios así lo quiere y lo permite. Y así vivo ahora entre esta canalla, que nunca conoció el oficio de soldado, sus servidumbres ni sus glorias y que, por galardón a mis campañas, me ha otorgado el mal nombre de Mosquete. Sí, tío Mosquete me llaman.”
-        Señor Juan, ¿otra vez hablando solo?
-        Perdona, Abeládan. Me cuesta recordar que no estoy solo y, además, ni siquiera me doy cuenta. La costumbre.