20 octubre 2010

Menos da una piedra

A menudo me fijo en la cantidad de gente que tiene animales en sus pisos. Es un fenómeno relativamente nuevo.
Vivo en un bloque. Un bloque de aquéllos que se llamaban de protección oficial. Con esto quiero decir que no somos gente de dinero ni especialmente predispuesta a esnobismos, quienes habitamos estos pisos, sino gente del montón.
Cuando los vecinos comenzamos a vivir aquí, hace unos treinta años, no sabía de nadie que tuviera animales en casa. Hoy casi todos tienen perro. Supongo que también tendrán otros animales, pero son los perros, por su abundancia, los que más me llaman la atención.
Es un fenómeno general y chocante. Bueno, al menos para mí. Lo es porque mis recuerdos infantiles no incluyen la permanencia de animales en las casas. Aquellos perros, de entonces, ayudaban en el careo del ganado, guardaban propiedades o a otros animales, eran compañeros en la caza, buscaban trufas o servían para otros menesteres e, incluso, había quien tenía perros polivalentes, que igual hacían a una cosa que a otra.
- ¿Vas al campo?, pues llévate al perro.
- Pero, ¿para qué?, si voy de paseo.
- Déjate. Es otra defensa.
Recuerdo haber escuchado comentarios como éste por entonces. Hoy me digo que, tal vez, conviví con la última generación que vivía en el campo y del campo. Seguramente estas personas tenían otro concepto de la vida y de su entorno, heredado de generaciones anteriores que no conocieron grandes transformaciones de su medio durante siglos.
Por otro lado, aquellos animales vivían en corrales o en dependencias anejas a los hogares, pero rarísimamente en ellos, y disfrutaban de libertad por las calles de pueblos y ciudades. Se les alimentaba con las sobras de casa y, si acaso, se les vacunaba y poco más.
Y digo que es chocante el fenómeno, porque es gente de mi edad y, por tanto, educada en aquellos principios, la que ahora mete a los perros en sus pisos. Y no se trata de excepciones, sino que son mayoría los vecinos que lo hacen. ¿Cómo hemos llegado a este cambio de mentalidad?
Hay quien dice que cada día somos más humanos, que tenemos otra sensibilidad; otros opinan que somos más educados; muchos aseguran que hoy hay más cultura; algunos, más desconfiados, que somos víctimas de una moda más, propiciada por los fabricantes de piensos animales; hay quienes dicen que lo hacen por los niños; no faltan quienes, ociosos, buscan así una ocupación; también hay quienes tienen compasión hacia animales heridos o abandonados… Y, en general, es como si buscásemos una justificación para un hecho que nunca vimos. Y no soy yo quien para quitar la razón a nadie, que cada cual tiene la suya.
Sí que me llama la atención el que no tengamos palabra propia para designar a estos animales. Quiero decir, en esta nueva situación. Esto quizás sea explicable por lo relativamente reciente del fenómeno.
Algunos pueden decir que sí la hay: mascotas. Pero la palabra mascota es una castellanización de la palabra francesa “mascotte”que significa animal talismán o que trae buena suerte y, por generalización, animal de compañía. Bueno, puede valer. Aunque lo de animal de compañía me suene un poco forzado. Cosas mías. Pero, ¿por qué necesitamos ahora animales de compañía?
Los ingleses, que al fin y al cabo inventaron la revolución industrial que se llevó por delante aquella civilización asentada en la tierra, tienen una palabra para designar a estos animales. La palabra es “pet”, que se traduce por mascota o animal de compañía.
Pero, originalmente, “pet” significa animal domesticado que se mantiene y cuida en casa y que proporciona compañía y placer. Por otro lado, el verbo inglés “pet”, significa tocar cariñosamente, acariciar; y así, “petting”, designa esas actitudes cariñosas entre parejas que se acarician y besan sin fin. Actitud que se ve frecuentemente entre adolescentes en los bancos de los parques.
Quizás haya cambiado tanto nuestro mundo que ya las personas seamos incapaces de darnos compañía y placer. A cambio gozamos de muchos bienes que antes desconocíamos o teníamos por inalcanzables. Y, las personas, en nuestro afán de ser felices, puede que hayamos invertido el papel de los animales y su función haya pasado de la utilidad al placer. Un gran espacio, abandonado o descuidado por las personas, lo llenan ahora los animales. No sé si esto es un avance pero, en cualquier caso, menos da una piedra.

07 octubre 2010

Recaudación municipal

Al ver la imponente mesa, de seis metros de largo por dos de ancho, cubierta por treinta centímetros de recibos desordenados comprendió el verdadero alcance de las palabras de Uranga.
- ¿Me echarías una mano con los recibos de la recaudación?
Y se arrepintió de su entusiasmo juvenil al contestar:
- Eso está hecho, Uranga.
Recibos de alcantarillado, basuras, vehículos, agua, pasos de carruajes, licencias, etc., con los ejercicios, las direcciones y los nombres revueltos, yacían en aquel informe montón y, algunos de ellos, también tirados por el suelo como las papeletas abiertas de una tómbola.
Le llevó mes y medio ordenar todo aquello, primero por contribuyentes y luego por domicilios; otras dos semanas meterlo en carpetas y archivarlo.
Ahora, pensó, se puede proceder sistemática y coherentemente al cobro. Y respiró.
Uranga, el viejo zorro, le palmeó la espalda y le dijo:
- Si mis hermanos hubieran sido como tú, se nos saldría el dinero por la chimenea.
A la mañana siguiente al entrar a la sala de archivo de la imponente mesa se quedó atónito. Aquilino, el socio de Uranga, sacaba a puñados los recibos de sus carpetas y los seleccionaba:
- Éste paga, éste también, éste no, éste no, éste tampoco, éste sí…
Y aquellos que consideraba desechables, o no le interesaban, los volvía a arrojar en la gran mesa que se veía ya cubierta por una capa nueva de recibos revueltos.
A punto de agarrar a Aquilino por el cuello, se contuvo y, dando media vuelta, decidió ir a poner en conocimiento de Uranga lo que estaba acaeciendo.
Fue en ese momento cuando un contribuyente, rojo de ira, congestionado por la rabia, bajaba por las escaleras como un toro, igual que un miura. Le pasó por delante sin mirarle, hecho una furia, luego empujó la puerta del recaudador, entró sin permiso y, blandiendo unas providencias de embargo, comenzó a blasfemar y, enajenado, a proferir protestas airadas e inconexas que su vehemencia volvía cada vez más confusas.
Uranga, con gesto serio, pero sin descomponer el semblante, le dejó que se desahogara sin interrumpirle. Cuando al cabo de cinco minutos se serenó, el recaudador, aplomado, en tono conciliador le habló con voz confianzuda, atemporal y armónica, adoptando una mezcla de hombre de mundo y confesor:
-Mire usted yo estoy aquí para informar. No, no para aconsejar, yo no puedo aconsejarle a usted, eso no puedo. Aconsejarle, no. Todos somos mayores de edad y yo no puedo decirle a usted que si esto que si lo otro, ni que si esto es así o si deja de serlo. Eso no puedo. No puedo aconsejarle y bien que lo siento. Ahora, eso sí, informarle, sí. Y es lo que voy a hacer, le voy a informar. Si usted quiere, voy a informarle. Pero, quede claro, sólo a informarle.
Y entonces, el recaudador, hizo una pausa, levantó la mano derecha y señaló con el dedo índice los papeles que el otro traía en la mano. Levantó trágicamente el tono de voz y, con gesto ensombrecido y circunspecto, prosiguió como un profeta laico del destino:
- Eso, eso que trae usted en la mano, es una providencia de embargo. Las providencias de embargo, tan pronto llegan al Juzgado, son inapelables. Eso ya no hay quien lo detenga, es imposible… A menos, claro, que aún no haya llegado a manos del señor juez instructor.
Hizo otra pausa Uranga.
- Antes, tan sólo hace unos meses, nosotros, los recaudadores, podíamos hacer algo, poca cosa, no crea usted. No mucho, pero algo. Pero, amigo mío, ¿conoce usted la normativa nueva? ¿Sabe usted las órdenes que han salido? ¡Menudas órdenes han salido! Eso es increíble. Nos han cercenado toda posibilidad de intervención. Pero toda. No obstante, en atención a su caso, voy a intentar lo imposible. Pero, quede claro, no le prometo nada. Pero nada, ¿eh?
El atribulado contribuyente retorcía los papeles entre sus manos. Uranga, haciendo un gesto ampuloso, miró al hombre y luego le miró a él, que se había quedado atónito apoyado en la puerta del despacho. Al segundo le gritó:
- ¡Oficial! ¡Oficial! Busque el expediente de este hombre inmediatamente.
- Sí, señor Uranga –dijo él, el repentinamente llamado oficial, asombrado por lo pronto que se había metido en la escena que Uranga estaba montando- Ahora mismo consulto en el archivo, señor recaudador.
Entró a la sala donde Aquilino seguía revolviendo y arrojando recibos despreocupadamente sobre la mesa. Pero, ante la nueva escena, ya no se descompuso. Aquilino, sin levantar los ojos de los recibos, dijo:
- Dile que ya está en el juzgado.
- Pero si no sé ni de lo que se trata.
- Es igual, tú dile eso.
Al cabo de dos minutos volvió de nuevo al despacho de Uranga. El contribuyente, ahora calmado, estaba expectante.
- Señor Uranga, el expediente de este señor se envió la semana pasada al juzgado.
- ¡Ay Dios mío!, ¡maldita sea! ¿Está usted seguro? –dijo Uranga como si le hubieran comunicado la muerte de un hijo.
- Totalmente, señor Uranga.
- ¡Esto no va a tener arreglo! Póngame ahora mismo con el juzgado. Rápido, no pierda usted un segundo. Tiene usted el número debajo del teléfono.
- Inmediatamente, señor Uranga –y, el oficial recién nombrado, marcó el número que encontró y, apenas descolgaron, le pasó el teléfono a Uranga.
- ¿El juzgado?... Póngame con Osorio… Sí, sí, con Osorio, el de quiebras y embargos.
A los pocos segundos continuó el diálogo.
- ¿Osorio?... ¿Han pasado al señor juez el expediente de Gil Moñate?... ¿Cómo?... ¿A punto de entregarlo?... Por lo que más quiera, Osorio, no se lo pase… Sí, sí, retírelo inmediatamente, por favor…Sí, bajo mi responsabilidad… Sí, sí, tengo aquí al interesado… Bien, bien, entiendo… Ahora mismo le envío a un oficial para que se haga cargo del expediente… Muy agradecido, Osorio. Nos ha hecho usted un gran favor…No sabe qué peso me quita de encima…Sí, muchísimas gracias.
El recaudador se dejó caer en el sillón. Pidió a Gil Moñate que tomara asiento y, como al que le han conmutado una pena de muerte, habló:
- Amigo, ha sido cuestión de minutos. Hemos podido retirar su expediente por los pelos… Naturalmente, el embargo ha quedado en suspenso pero es imprescindible que haga usted efectivo el pago en el acto. No queda otra solución.
El contribuyente se echó mano al bolsillo, sacó un fajo de billetes y se los entregó a Uranga. Éste, tras chuparse un dedo, los contó como el que pasaba páginas de un libro.
- Correcto.
- Muchas gracias, señor Uranga, le quedo agradecido –dijo Gil Moñate, dando la mano a Uranga y desapareciendo enseguida escaleras arriba como el que huye de un fantasma.
Apenas se marchó, el que hasta ahora había sido llamado oficial pomposamente, le dijo a Uranga:
- Joder, Uranga, no sabía que tuvieras tanta influencia en el juzgado.
Uranga le miró risueño. Soltó una carcajada y respondió:
- No te queda nada por aprender, muchacho. El teléfono que has marcado era el de mi casa y, el tal Osorio, mi mujer.
Y el falso oficial volvió a su ser y cayó en la cuenta de que no valía la pena decirle a Uranga lo de los recibos y, mucho menos, ponerse a ordenarlos nuevamente.

05 octubre 2010

Tanos

Tanos, muy superada la treintena, vivía con y de su madre. Ella, mujer acomodada, inspectora de Hacienda, tenía muy presentes sus abusos descarados pero, ¿si no es una madre, quién en el mundo pondrá más empeño en redimir a un hijo? Y así, doña Flora, siempre perseveró en el ánimo de rescatar al fruto de su vientre para la bonhomía. No era tarea fácil, bien lo sabía la recta señora. Raro era el día en que su Tanos no intentaba sacarle dinero. La severa funcionaria ya no tragaba de ninguna manera con sus cuentos, ni se dejaba engañar por las innumerables peripecias de su talludo vástago. No y no, ni un céntimo más. Lo había decidido.
Por eso, aquel día, cuando Tanos vio el coche oficial que, con otros dos inspectores a bordo, esperaba a su madre a la puerta de casa, llamó al chofer, se lo llevó a tomar un café rapidito al bar de al lado, y le dijo:
-Mire usted, Juan, cuando mi madre salga de casa y suba al coche, arranque usted. Pero, apenas haya recorrido unos cincuenta metros, deténgase. Pretexte que, por el retrovisor, me vio hacerle señales. Yo llegaré corriendo.
- Como usted diga, señorito Tanos.
El chófer así lo hizo y, a los pocos segundos, Tanos llegó corriendo, jadeando y con cara de preocupación:
- ¡Mamá, mamá!, perdonen ustedes –se dirigió muy educadamente a los inspectores- Olvidé decirte que a media mañana va a venir a cobrar tu amiga la modista. Ayer me dijo que serían unas veinte mil pesetas. Me dolería que viniera y haber olvidado el decírtelo. Con la amistad y el mutuo cariño que os profesáis, estoy seguro de que no me perdonarías semejante olvido.
Ante aquellos compañeros, doña Flora, algo envarada, no se atrevió a poner en duda la palabra de su hijo, ni su filial afecto, ni a dejarlo, ante gente tan seria, en mal lugar. Lo único que no pudo evitar fue un rictus al soltarle las veinte mil pesetas. Arrancó el coche y, apenas anduvo unos metros, la voz de Tanos se escuchó de nuevo. Frenó al instante el chofer.
- Mamá, mamá.
- ¿Qué quieres, hijo?
- Nada, mamá, que se me olvidaba darte un beso.
Y Tanos impávido, con su cínica sonrisa de golfo irreductible, metió la cabeza por la ventanilla, acarició la mejilla de su madre y le dio un beso en la frente, como a los muertos.

03 octubre 2010

Hiyab

Cada día hay más mujeres amantes de su libertad. Se ponen tetas, culo, labios o transforman sus caras y cuerpos, pero lo hacen porque quieren y jamás por agradar a un hombre y menos a los hombres en general. Participan en programas donde cuentan sus intimidades, pero lo hacen sólo por dinero y prestigio, como comunicadoras. Prestan su cuerpo a la publicidad pero lo hacen porque su actividad laboral así lo pide y no se sienten por ello un banal objeto de deseo. Participan en concursos de misses y reinas, exhibiendo sus cuerpos por puro afán de ser alguien en la vida, por una vocación puramente artística, por una profesión digna en definitiva. Sus desnudeces son trabajos bien pagados, pero no son sino pura imagen, una filosofía avanzada de su dignidad, un avance en sus derechos. Nunca se sienten trofeo sexual de sus acompañantes, sino compañeras que viven vidas interesantes, sofisticadas y de lujo en un continuo aprendizaje basado en el respeto mutuo. Están contentas por asumir ese papel, al menos, así lo declaran y la mujer de hoy no tiene necesidad alguna de mentir y, mucho menos, es ninguna necia. Viven excitantes experiencias. Nunca la publicidad ha respetado tanto lo que las mujeres representan, los publicistas miman hoy su imagen. La mujer está cada vez más valorada en nuestro mundo. Por fortuna todo el mundo lo ve y mis palabras son una evidencia incontestable.
Pero, ¡ay!, no puedo decir lo mismo de todas las mujeres. Son esas, esas musulmanas del velo, las que denigran en el mundo el papel y la condición de la mujer, las que llegan a la degradación extrema. Sí, ya sé que dicen que lo llevan porque quieren, pero todos sabemos que están sometidas al varón y a eso, a eso, es a lo que no hay derecho. Jamás podremos permitirlo en nuestra sociedad. No consentiremos tal humillación. Sería lo último. Eso nunca. Sería asentir a la degeneración de nuestra modélica sociedad.