27 enero 2010

Passamento

Conoció por casualidad al portugués. Más exactamente lo encontró. O, tal vez, él decidió conocerle.
Era uno más de los tantos viajes a Portugal. Un viaje usual para un renegado del turismo. Uno más a lugares que va sólo quien quiere y, a veces, si es que los encuentra. Bueno, aunque vaya también quien no quiere: esos que, con la guía de carreteras en la mano, acaban donde no pensaban. Esta vez era una aldea perteneciente al concejo de Torre de Moncorvo, en Tras os Montes.
Con un libro de viajes de José Saramago, avisador de que ningún viaje es definitivo, llegó allí. Apenas puesto un pie en el suelo, apareció el portugués.
- Vienes a Portugal con un libro de ése. Ése no es portugués, es español.
Pronunciada ésta, casi sentencia, sin esperar respuesta, dio media vuelta y se marchó.
Quedó perplejo, pero lo superó. Pensó que de la adoración al odio hay apenas un jeme; vino en su auxilio el dicho de que nadie es profeta en su tierra; y, antes de que se le ocupara la mente con medio refranero, comenzó a caminar a la deriva por las calles empedradas y estrechas de la aldea.
Con la ilusión quebrada, por haber perdido tan inesperadamente al potencial cicerone local, llegó a la pequeña iglesia románica.
Mientras observaba los detalles peculiares del monumento, el portugués apareció de nuevo. Brusca, inopinadamente, inició la conversación, no sin antes despedir con cajas destempladas a la vieja que le estaba dando, al forastero, pistas peregrinas sobre algunas de las figuras más extrañas del templo. Algo debió gustarle al portugués de lo que el forastero dijo, porque se mostró amigable y pareció dispuesto a olvidar, con gran esfuerzo y siempre que no mediara provocación, a Saramago.
Cuando le llevó a su casa vio que ésta era similar a un pazo no demasiado grande. Le presentó a la madre y a la tata, dos ancianas, muy distinguida la primera y callada y servicial la otra. La cortesía que demostraron era más propia de otros tiempos, la hospitalidad también.
Le costó mucho rechazar la invitación de quedarse a comer. Prometió un contacto futuro que cumplió. Sin embargo, se fue sin enterarse de la causa de la inquina mortal al innombrable.
Hace un año murió la tata. Hoy ha muerto la madre del portugués. El extranjero le imagina sólo, desolado, con la melancolía portuguesa acrecentada, en su vieja casa solariega de Tras os Montes y, como en estos casos sobran las palabras, me pidió que escribiera éstas en memoria de su madre. Un pequeño homenaje, un recuerdo, como queriendo acompañar al portugués en la distancia.
No obstante, me dijo que dijera, que su admiración por Saramago sigue intacta. Aunque, contradiciéndole, piensa que algunos viajes son definitivos.

26 enero 2010

La mujer del amante imaginario

Extrañando, una vez más, la ausencia del amante imaginario, se durmió. Soñó que le buscaba por travesías nunca antes transitadas. Navegaba veloz, con turbulencias, a potentes impulsos de corazonadas. Pese a su vehemencia, un latido frío le avisaba certero: él no estaba. Nunca la había abandonado. Jamás, al menos, por tanto tiempo como ahora. Otras veces ella supo intuir donde se hallaba.
Desasosegada, intentó buscarle en otros sueños trasbordando de vertiginosas espirales a laberintos desesperantes, de laberintos a ruedas sin fin, de ruedas sin fin a escaleras de caracol interminables y de éstas a calles brutalmente cerradas, frontalmente candadas: sin salida. Inútilmente se desmadejaba en sus intentos, eran cortinas de silencio y humo frío todas las locas fantasías con que daba.
Dedujo súbitamente lo peor: que no la amara. Y, dormida, lloró lagrimas de vapor y perfume con la ilusión depositada en que aquella esencia, que él tan bien debía conocer, le hiciera regresar a ella con la misma fuerza con que su pasión desesperada se expandía en su búsqueda. Pero nada cambió.
Intentó escribirle una carta hecha de pensamientos pero, hasta ellos, se hicieron los ausentes; los unos se inhibieron, como suelen, pero otros, como atrevidos y volubles lacayos que se prestaban falaces a cualquiera, se burlaron de ella. Esto terminó de desquiciarla. Sólo el sentimiento se mantuvo a su lado, tan mudo como fiel, con su firme y perseverante brillo mineral. Sí, ciertamente, pero incapaz de hablar, como el tarado y obcecado loco que había sido siempre. Valiente compañía le quedaba, se dijo.
Y la mujer del amante imaginario le propuso al aire de la noche que la volviese cerbatana. No pasaría de esa vez, tan pronto apareciera, paralizaría con un dardo de curare el movimiento incesante y voluble de aquel amante volátil y andarín, de aquel amante sin entrañas. Pero, el aire de la noche tampoco le hizo caso y se marchó, con los desocupados pensamientos, a beber el agua del rocío, porque ya venía la mañana y no era hora de tender encerronas a amantes cumplidores, menos aún, si eran imaginarios.

25 enero 2010

Aventuras en un mundo ideal

Parece obvio, pero no es así. No se puede ir uno a atravesar los Picos de Europa, aprovechando el anunciado temporal de nieve, con un chubasquero y un bocata y que, cuando te pierdas, la familia monte el número y tengan que buscarte media docena de helicópteros y un regimiento de la Guardia Civil, más todos los grupos de abnegados voluntarios de la zona.
Por idéntica regla de tres, tampoco se puede ir uno a hacerse el París-Dakar por libre y, cuando te hayas perdido, te hayan robado y te hayan dado por el culo, reclamar que vaya la mismísima Legión a rescatarte y Moratinos a pedir una indemnización a las tribus nativas de la zona.
Es evidente que de estos dos ejemplos, el uno nacional y el otro internacional, habría de tomar nota el personal y no meterse en llamativas aventuras que, por ilógicas que sean, últimamente se han puesto de moda.
Por un lado parece que se lleva empeñarse en cualquier insensatez, como si la Naturaleza pudiéramos volverla virtual a nuestro antojo y como si los recursos de rescate estuvieran creados para nuestra diversión.
Por otro lado, en los últimos años y no me explico la razón, hemos adquirido la idea de que podemos ir por ahí pensando que esa tontería, que se llama ciudadanía europea, nos puede proteger de todo mal y que nuestra flamante monedita lo puede comprar todo. Algo así como si los ricos no pudiéramos ser sino espectadores intocables de las miserias del mundo y las balas no nos pudieran hacer pupa.
Cada día parece más necesario recordar a la gente que vivimos en un mundo donde, además de “Mira quien baila”, “Ana Rosa”, “Corazón, corazón” y la realidad virtual que desborda las pantallitas de nuestros portátiles y móviles, hay zonas peligrosas, temperaturas extremas, países prácticamente sin ley, lugares donde la corrupción reina, guerrillas, terroristas, delincuencia y además, claro, otras cosas más elementales como: ríos, mares, cadenas montañosas y mil enfermedades, contratiempos y meteoros (lluvias, nevadas, vendavales…) que se pueden presentar inesperadamente, amén de animales que comen carne, incluso europea, o que son venenosos o que nos pueden contagiar enfermedades… en fin, que el mundo no es precisamente como irse al crucero de Vacaciones en el Mar.
Un poco de sensatez, porque, ustedes me perdonarán, pero, si no, la única alternativa que se me está ocurriendo es fundar otra ONG, la de los gilipollas en apuros sin fronteras.

24 enero 2010

Los santos inocentes

Cualquiera puede padecer las consecuencias de situaciones que no creó. De hechos de los que ni siquiera fue conocedor hasta alcanzar cierta edad. Extrañas herencias de familia que pasan de unas generaciones a otras con mayor certeza que la fortuna real y los bienes inmuebles. Pero el mundo es así y, sin tener arte ni parte, cualquiera puede verse inmerso en algunas situaciones incómodas en las que no se sabe, ni bien ni mal, por dónde empezar, qué hacer, ni qué decir.
En 1984 frecuentaba Madrid y lo frecuentó por un periodo largo.
Por casualidad entró una tarde en un cine de la Gran Vía y vio una película que se estrenaba por entonces. Se trataba de “Los santos inocentes”, dirigida por Mario Camús y basada en la novela del mismo título de Miguel Delibes.
“Los santos inocentes” era, a su juicio, una película excelente. La había visto varias veces y, siempre, con delectación. Le parecía un buen ejemplo de cómo, desde las innumerables historias pequeñas de la vida de cada cual, puede hacerse una historia general, comunitaria que roce lo sublime. Pero el objetivo de este artículo no es abundar en las virtudes de una película ya alabada, suficientemente, por tantos otros con mucho mejor criterio que el suyo. Tampoco pronunciarse, como me dijo, contra esa mayoría de cine sin sustancia que la publicidad nos echa encima a diario. Por tanto, volviendo al argumento, repetiré, lo más fielmente que pueda, lo que me dijo:

Es una historia triste y amarga. La guerra civil que se vivió en España del 1936 al 39 dejó, tras su desenlace, múltiples coletazos. Casi todos ellos consiguieron mantener anclados artificialmente a los españoles en el siglo XIX como, por otro lado, parece que fue la intención de quienes la iniciaron, sublevándose contra la república en defensa de sus intereses particulares y con abierta aversión hacia una sociedad más igualitaria que veían, con desdén y fastidio, aproximarse.
No es la historia, que narra la película, algo grandilocuente ni pretencioso y, menos aún, reivindicativa de derecho alguno. Es sencillamente la descripción de lo que pasaba en uno de los muchos latifundios que en España son y han sido. Una historia de los que estaban acostumbrados a tenerlo todo y de los que, a su pesar, hubieron de seguir acostumbrados a vivir a su sombra, y bajo su dominio, indefinidamente. En ella, los detalles, las actitudes, las palabras y los gestos, les eran a muchos terriblemente familiares, a veces, con la obscenidad de lo aparentemente intrascendente, otras, con el disimulo de una pretendida nimiedad, y, casi nunca eran dignos de las personas los matices, a no ser los pocos que se desprendían de la ignorada y diminuta dignidad que los pobres, en su párvulo ámbito, podían permitirse.
Eso sí, durante el film, todos esos detalles son continuos, variados y martilleantes, como si el destino los hiciera inevitables, como si ése fuese el sino de los desgraciados, y el mundo que describe fuera tan inmutable como el paso del tiempo. Sin embargo, todos eran innegablemente ciertos, conocidos y socialmente aceptados. Así habían de ser las cosas o, al menos, así se esforzaban los poderosos en que lo pareciera.
Todas estas cosas, en conjunto, hacen de la película, evidentemente ficción, un retrato certero de la realidad sobada por la que tantos españoles habían transitado sin remedio, sin solución y sin salida. La película globalmente es, tal vez, más cruel que esos documentales donde se ven ejecuciones que truncan bárbaramente vidas pero que no nos dicen nada de lo que había tras de cada una.
A medida que el espectador se ve inmerso en el drama, se ve también atrapado, como un pájaro caído en una trampa de liga, en un mundo de sensaciones, sentimientos, pasiones y desamparos que no pueden soslayarse y que atenazan al sujeto como sólo lo pueden hacer las mejores obras de arte. Le trasfieren, le hipnotizan. Son esas obras las que transmiten un convencimiento estético que, a la vez, se percibe incompatible con la propaganda o el engaño. Porque, para los que ya tenían años, estaba hecha con numerosas piezas del rompecabezas que guardaban en la memoria más cercana.
Así que para muchos, aquellos personajes, los avatares entre los que se movían sin remedio, y el ambiente en que lo hacían, eran una lección sobre la historia reciente, difícil de digerir y aun de tragar. Sin embargo, todos habían visto algunos detalles de la misma, más o menos cercanos, y sabían que había sido así. No había vuelta de hoja.

La película le impresionó de tal manera que, de vuelta a su ciudad, le habló de ella entusiasmado a un buen amigo. Éste había nacido en 1939, en una familia numerosa y humilde. Había pasado por muchos trabajos, por estrecheces y fatigas. No había podido estudiar más que lo imprescindible y para un niño de familia pobre, en plena postguerra, lo imprescindible fue apenas nada. Lo que sabía lo había ido aprendiendo con la vida y, por aquel entonces, trabajaba en una fábrica. Por su parte, él había nacido doce años después, en una familia acomodada, sin grandes problemas o, al menos, nunca comparables con los de la familia de su amigo. Pese a la diferencia de edad y a las otras, ambos habían congeniado y se llevaban bien desde que se conocieron. Bien podrían no haber pasado de ser simplemente conocidos, pero terminaron siendo buenos amigos.
Tanto insistió a su amigo con la película, que le convenció para ir a verla juntos. No tanto por volverla a ver él, aunque tampoco le importaba, cuanto porque su amigo no se perdiera una película, a sus ojos, tan extraordinaria.
Durante la proyección estuvo nervioso, deseando no perderse, más que la película, las reacciones de su amigo. Éste, sin embargo, permaneció mudo, inexpresivo e inmóvil a lo largo de la proyección.
Cuando salieron, él iba radiante, maravillado de nuevo por lo visto, y su amigo extrañamente callado y taciturno. Le insistió para que se pronunciase y le contase las emociones y acaso las memorias que la película le había suscitado. El otro tardó bastante en romper su mutismo y, cuando lo hizo, fue para decir algo que le dolió profundamente, tanto que le dejó mudo por un rato, aunque, aparte del silencio, no dejó traslucir ninguno de los penosos sentimientos que le invadieron.
Vino a decirle, más o menos, que de qué se extrañaba, que muy bien cuadraban los señoritos que salían con la gente de su propia familia y hasta añadió que, quizás, el peor de ellos, era un fiel reflejo de su abuelo.
Pasaron los años y un día, que volvieron a hablar del tema, su amigo le dijo:
- Nunca se sabe como nos hubiéramos comportado otros en el pellejo de tu abuelo, porque, tal vez, hubiésemos sido aún peores.
Y le quedó la duda de si con esas palabras quiso suavizar el comentario de tantos años antes o si lo terminó de rematar. Sin embargo, recabando información sobre su abuelo, lejos de rebatir las palabras de su amigo, llegó a la desoladora conclusión de que éste tenía razón. Su abuelo, mal que le pesara, había sido uno de aquellos señoritos. Claro, evidentemente, no fue la culpa suya, pero eso era otro cantar.

21 enero 2010

Carta abierta a una esposa diputada

Querida Mª Mercedes del Arco Iris:
Estarás de acuerdo conmigo en que, durante todos estos años de matrimonio, he procurado tratarte tan correctamente como he podido. En ningún momento te he hecho siquiera pregunta alguna cuya respuesta pudiera haberte resultado difícil de articular o responder y, mucho menos, he tenido contigo un comportamiento abusivo en ninguno de los sentidos. Todo en mí ha sido respeto a la dignidad de tu persona y a tu albedrío.
Nosotros éramos y somos personas religiosas. ¿Tanto te habría costado seguir manteniendo la fe o, al menos, la costumbre? Tú sabes que nuestra religión es comprensiva para todo lo humano, siempre, naturalmente, que el interesado ponga de su parte un arrepentimiento frecuente y espontáneo. Y que, de ese modo, se arreglan, y han venido arreglándose desde siglos, las conciencias. Porque el perdón, al lavar las culpas, se lleva entre su bendita espuma la mala rebaba que dejan los errores humanos, por placenteros que éstos sean. ¿Es que no has participado nunca de esto? ¿Es que no lo has entendido? ¿Tanto te costaba seguir estas normas útiles y sencillas?
Por otro lado, ¿qué necesidad tenías de criticar tan estentóreamente las infidelidades de nuestros vecinos políticos de allende los mares? ¿Qué necesidad tenías de significarte de aquella manera? Claro, ahora lo comprendo, era un modo de reforzar mi idea y la de cuantos nos rodeaban de tu propia integridad suprema. Un disimulo cínico, uno más de los que ahora se me hacen evidentes y que, por tu mala cabeza, nos han arrastrado hasta aquí. ¡Señor, qué falta de tacto!
Quizás pensabas que no sería yo capaz de entender tus deseos. ¿Cómo has podido tenerme por tan torpe, inhumano, imprevisor y estúpido? ¡Qué falta de confianza! Nada más lejos de la realidad. Nuestros primeros años de casados fueron felices y así los recuerdo. Tras ellos, logramos situarnos en una buena posición en el partido. Sin embargo, soy consciente de que, para nuestras relaciones personales, los años sucesivos supusieron un desgaste. Tantas reuniones, tantas ausencias, tantos días cada uno por su lado, tantas noches solitarias, tanto sacrificio por el partido y en pro de la nación… Yo conocía, querida, cómo no, tu temperamento ardiente. ¿Crees que no llegaron a mis oídos tus escarceos con Miguel Aidapus, tu compañero diputado? Sin embargo, sabía que lo importante era preservar nuestra relación. Ningún escándalo iba a beneficiar nuestro futuro político pero, mucho menos, a destrozarlo, si de mi responsabilidad y entereza dependía. Tantos sacrificios no podían empañarse por los polvos pasajeros de unas debilidades esporádicas. Porque pasajero había de ser el asunto, siendo Aidapus ultraconservador, como nosotros, y casado. Así que me sacrifiqué y, no sólo no te hice un solo reproche, sino que ni siguiera te formulé pregunta alguna. Lo nuestro estaba por encima de esas nimiedades, de esos rumores que, malintencionadamente, me hacían llegar de modo reiterado. Ni siquiera merecía la pena el molestarte.
He de reconocer, sin embargo, que me incomodó infinitamente más el asunto en el que te enredaste con el carnicero. Al principio me pareció que fue un “aquí te pillo, aquí te mato” porque, claro, os lo montasteis en la trastienda de la carnicería, entre vísceras y olores a despiece y a sangre, y me pareció un capricho brutal y zafio, pero pasajero también, debido a la voluptuosa líbido siempre tan imaginativa y caprichosa. Pero, claro, cuando llegó a mis oídos que las sesiones pasaron a las tardes noches de los martes y los jueves, en el apartamento vacío que el carnicero tenía en Alcobendas, pues me supo mal. Otra cosa no puedo decirte, me sabes incapaz de mentir y menos aún de disimular. Sí, me supo muy mal. Aquello tenía visos de formalidad y, esas cosas, derivan y se hacen emocionales. Tú no deberías haber permitido que ocurriera. Además, eso de que los encuentros duraran un mínimo de tres horas me llenó de justa indignación por la… por la… por la enorme... la enorme banalidad de… de tu proceder, maldita sea.
Claro, por irresponsable, pasó lo que tenía que pasar: te vinculaste afectivamente a él y cuando, por desgracia, naturalmente, murió, no pudiste resistir la tentación de echar una mano a su hijo.
Seguramente ahora te darás cuenta de tu error. El muchacho, al principio, aceptó encantado y se vio respaldado por tu influencia como edil y diputada y por los fondos que le procuraste. ¿Ves cómo el peligro es el afecto? ¿Ves cómo te implicaste profesionalmente en cuanto los afectos mediaron? Si hubieras hecho como con el padre, simplemente sexo, las cosas no habrían llegado a estos extremos.
Y, considera, cómo la inconsecuencia de tus acciones y tu afán desmedido de placer, que no es malo, mezclado con afecto, que todo lo enturbia, han dado lugar a este escándalo en el que nos vemos implicados y del que tu mismo amado quiso salirse, antes de que estallara, diciéndote que tenía un cáncer de cojones.
Y, ya termino, lo peor de todo es que tengo que dimitir porque la gente no se cree que un alto cargo como yo no supiera durante tantos años lo que pasaba contigo. Lógicamente inducen que, si lo sabía, mis tragaderas exceden las tallas morales al uso y no soy digno de liderar partidos ni gobiernos. Y, si me fingiera ignorante, aún me despreciarían más y se negarían a seguir en manos de semejante tuerceesquinas.
Así que ya ves, querida, el mal al que nos has avocado y en qué tesitura me has puesto. ¡Con lo bien que estábamos! ¿Pero qué necesidad teníamos de esto?
Buscaremos un equipo de abogados y un buen y reputado médico psiquiatra. A ver si lo tuyo puede pasar por una adicción mezclada con desequilibrios mentales; y lo mío por un amor irrefrenable, que todo lo disculpa. Vamos, algo así como lo de doña Juana La Loca. Al menos un precedente histórico tenemos. Pero, hija, en menudo papelón que me has metido. A veces pienso que lo suyo es que tú fueras hombre y yo fuera mujer. Hay más costumbre.
Con ese amor idealista y desinteresado que aún te guardo, desde mi retiro espiritual, te deseo una pronta recuperación, querida.
Tuyo siempre.
Tu Pete.

19 enero 2010

El resentimiento

El resentimiento no es consciente y, algunas veces, se lleva encima tan grabado como el iris de los ojos. Puede brotar en cualquier situación intrascendente y, sin apercibirnos, nos traiciona y muestra de nosotros aspectos que creíamos ocultos u olvidados. Los psiquiatras, y otros de su gremio, tienen habilidad para descubrir el efluvio de tales sentimientos, porque salen de nosotros con la misma sencillez que el perfume trasciende de su frasco. Pensamos que nuestro propio olor, la personalidad, impregnado en la piel sobre ese tan desagradable del resentimiento, lo trasformará y nos protegerá al enmascararlo. Pensamos que hay algunos aromas que combinan bien con nuestra piel a tal efecto. Sin embargo, hay otros que profundamente desentonan y desprenden un tufo inesperado y sorprendente. Hay quienes notan en él la emanación de los odios enquistados, de esos odios de los que, si pudiéramos, haríamos bien en desprendernos. Si lo consiguiéramos, sería más fácil mantener ese halo suave, estable, siempre deseado: el del equilibrio.

18 enero 2010

Entrevistas casuales

Juanito fue toda su vida un vividor en sentido figuradamente literario porque, todos los que vivimos, lo somos en sentido literal. Golfo, corrupto, infiel, oportunista, fumador, bebedor, irónico, gracioso y, en general, advenedizo tardío, pero con voluntad, a vicios más modernos, descubiertos ya en la vejez. Tenía el buen Juanito más tachas que un discurso político. Sin embargo, por esas coincidencias, casualidades, naturaleza, genética o vaya usted a saber, llegó Juanito, sin ningún buen propósito ni mérito propio, a una edad provecta.
Sobrevivió, sin lealtad alguna, a amigos formales, a queridas, a amantes pasajeras, a parejas convencionales y amigas de vida muy sana, a muchos conocidos adheridos temprana o tardíamente a las prácticas deportivas, a la mayoría de sus contemporáneos pendientes del colesterol, a sus amigos médicos que tanto y tan bien le aconsejaban, y… por sobrevivir, sobrevivió incluso a su mujer, tan comedida ella. Y, sí, se vio solo y viejo, cuidado por un par de mujeres inmigrantes a las que metía mano, sin demasiado disimulo ni entusiasmo, por una especie de acuerdo tácito: a cambio de darles carta blanca para organizar fiestas multirraciales en su piso y tolerarles, parcialmente, controlar sus finanzas. Todo, claro está, interactivo y con consenso.
Toda su vida fue una burla a lo convencional, a lo correcto, a las buenas costumbres, al amor verdadero, a las religiones, a lo predicado como sano, a los políticos… como si fuera un adelantado, un diplomático de la República de la Burla, del Reino del Escepticismo, de la Dictadura de la Carne, del Caudillaje de los Placeres, de la Confederación de los Vicios…
Y, descendiendo a lo trivial, era el que más chistes contaba en los velatorios y el que, indefectiblemente, hacía alguna proposición velada, bueno, más o menos, a las recientes viudas que quedaban, según su criterio y gusto, aún en buen uso.
Harto de comer y beber, una noche de Navidad, mientras un hatajo de familiares cantaban villancicos, ebrios de espíritu navideño y gregario y también de copas, se salió conmigo a la terraza de su casa y, tras mofarse de las vicetiples y de los tenores navideños, de los que hizo una descripción cruel, pormenorizada e irónica, nos tomamos, de postre y para bajar la cena en medio del fresquito reinante, un par de botellas de champán. No cejó, mientras duraron las libaciones, de descojonarse, con mi aquiescencia más bien atónita, de la población de tontos que pululaban por el mundo. Eso me dijo, al menos, mientras me ilustraba con ejemplos sacados de su ajetreada y larga vida.
Era yo joven entonces, pero su actitud me llamó la atención porque me parecía, paradójicamente, el más normal de los adultos que me rodeaban. Opuesto a toda la teatralidad que se les da a tantos actos de la vida, a los que se reviste de una pretendida trascendencia, me pareció un tipo normal. Alguien que tenía más claras las cosas que el común de los vecinos.
Estaba amaneciendo cuando nos recogimos y, con las primeras luces del alba escarchada, aparecieron por el parque, al que daba su terraza, tres corredores jadeando con pinta de atletas abnegados.
- ¿Dónde vais? ¡Gilipollas! ¡Qué os vais a morir igual, pero más cansaos! –les espetó.

13 enero 2010

Ablación no, circuncisión sí

Me sorprende que la ablación del clítoris esté perseguida en Europa mas no lo esté la circuncisión. El clítoris se considera, y es, el órgano fundamental del placer sexual en la mujer, pero parece que el prepucio sea un trozo de piel sobrante que conviniese quitar por higiene. No es así, en el prepucio hay una gran concentración de terminaciones nerviosas y su doble labor de protección y fricción con el glande es la fuente de placer que primero descubre el niño. Además no puede admitirse que el clítoris o el prepucio sean una tara de nacimiento con la que la humanidad entera viene al mundo.
Ambas amputaciones, hechas en la infancia y por motivos religiosos, me parecen contranaturales, limitadoras del placer, preventivas de la masturbación, tan denostada por las religiones y, aunque la ablación del clítoris en la mujer sea más radical, no entiendo como nadie se pronuncia contra la circuncisión, que es también el mismo sinsentido, y, sino tan profunda en la eliminación del placer, no menos salvaje. Pero claro, de mayor, nadie echa de menos lo que no tuvo de niño.

07 enero 2010

Cuarto menguante

Cuando la alegría entre en cuarto menguante; cuando el cuerpo olvide lo que era resistencia y aprenda lo que es fragilidad; cuando las compañías de tu vida se vuelvan infantiles; cuando te adopten las hijas que nunca tuviste; cuando el dolor no sea novedad sino monotonía; cuando la noche tenga por hermana la vigilia; cuando la frontera entre el sueño y la vida esté borrada; cuando en los rostros de quienes te rodean veas sólo el reflejo de lo absurdo; cuando lo inesperado sea rutinario; cuando la marea de la vida te llegue a la barbilla; cuando la única cabeza amiga, que te quede, desbaratada, no te reconozca; cuando la vieja rutina de dormir se convierta en un hecho memorable; cuando repares en que hasta tu sombra se ha hecho quebradiza; cuando los razonamientos, las respuestas y el silencio sean la misma cosa; cuando la impavidez sea la única muestra que des de sufrimiento, será el cariño, si lo tuviste alguna vez, todo y, a la vez, lo único que te quede dentro. Cuando ese sentimiento exhales, da igual ya que el corazón palpite, te habrás muerto.