10 septiembre 2016

Thomas (España y los españoles)

Pienso en mi país, recuerdo a mi familia y aún me entristezco. Mi ciudad quedó atrás y mis familiares murieron. Mi juventud estuvo llena de violencia, de segregación y de falta de afecto, naturalmente, fuera del estricto marco familiar.
Nací en un país donde, como dicen los españoles: “Cada perro se lame su pijo”. Así que, entre unas cosas y otras, me sentía muy solo. Pero, contra todo pronóstico, mi deportación me abrió los ojos porque me dio qué pensar sobre lo que me pasaba y lo que ocurría en el mundo.
Cuando las autoridades españolas se vieron obligadas a darme asilo, llegué acojonado al aeropuerto, tanto que, cuando se me acercaron aquellos policías, me cubrí preventivamente la cabeza. España, en mi imaginación, me aterrorizaba aún más que mi país natal. ¿Qué podía esperarse de un sitio donde todos gastaban navaja, vestían de gitanos, bailaban a taconazos y atravesaban toros con espadas mientras gozosamente decían “Olé”? Lo cierto es que hubiera preferido algún otro país más civilizado, como Portugal, por ejemplo. Pero no pudo ser.
Pensé que lo mínimo sería que la policía española, a un asilado como yo, le diera dos hostias de bienvenida para bajarle los humos y para que se enterase de qué terreno pisaba. Luego ya, me pondrían las esposas. Si en mí país me consideraban extranjero, qué no ocurriría en otro, y más, tan secularmente sanguinario como España.
Sin embargo, uno de aquellos agentes con un sombrero rectangular y negro en la cabeza, que debía ser el gorro de torero adaptado a la policía, me puso la mano en el hombro y dijo:
-A ver, los papeles, por favor.
Yo no entendí nada pero, como la mano en el hombro no me apretaba, los agentes no desenfundaron sus armas y el tono no me resultó amenazador, esbocé una sonrisa, naturalmente sin mirarles a los ojos, y bajé el brazo.
-Identification card, carte d’identité, Personalausweis
Como yo le mirara mansamente con la boca abierta y el gesto sorprendido, el policía dijo:
-¡Coño, the passport, please, joder!
Y ya le entendí.

Han pasado unos años. Estoy muy contento porque he aprendido el idioma. Lo hablo casi como los españoles. Por eso me he dado cuenta de que no son gente violenta como yo temía y que, dependiendo del tono y las circunstancias, puedes decirles atroces insultos sin que se molesten, porque ellos consideran que se los dices en buena armonía. Por ejemplo:
-¡Coño, dame eso, jodío por culo! – y no lo toman por nada que les vincule al mundo gay.
-¡Cállate de una vez, hijo de la gran puta! –y no sienten ninguna ofensa hacia su querida mamá.
-¿Eso hiciste, pedazo de cabrón? –y no consideran que su señora sea una adúltera consentida.
Podría poner muchos más ejemplos de tolerancia. Pues, en realidad, es de uso común decir muchas palabras feas y blasfemias pero yo creo que, como todo el mundo las dice, no se las toma nadie a mal ni, mucho menos, como cosa personal. Todas esas palabrotas son como el aliño de su lengua, una rutina y hasta un síntoma de aprecio, cuando no de amistad profunda. Eso sí, hay que procurar decirlas con confianza y sin mala intención porque, de no pronunciarlas así, ellos tienen un sentido especial. Sobre todo si van conduciendo.

También tengo trabajo. Es en una pequeña sucursal de un empresa multinacional de materiales de la construcción con nombre en inglés. Eso me ayudó a aprender el idioma enseguida. Aunque el primer día no entré con muy buen pie. Mi jefe me dijo:
-¿Cómo te llamas, tío?
Yo le miré, sonreí y abrí los brazos con las manos abiertas, además de poner cara de no entender.
El jefe se dio una palmada en el pecho y dijo:
-Yo, Tomás.
Y señalándome a mí dijo:
-¿Y tú?
Enseguida le entendí y muy contento le respondí:
-Yo, Thomas.
Pero él, se disgustó, y dijo:
-Este tío es gilipollas.

Tras aquel primer incidente, cuando tras un cuarto de hora de repetir nuestro mismo nombre caímos en la cuenta de que nos llamábamos igual, el jefe se echó a reír y me dio la mano y una palmada en la espalda. Creo que le caí bien. Porque cuando los españoles te dan la mano a menudo y fuertes palmadas en la espalda, en el hombro o en el brazo, no debes pensar mal, no quieren agredirte ni persiguen otros fines, es que te tienen simpatía. Y ni siquiera, si les presentas a una mujer, debes molestarte si, por saludo, le dan un par de besos. Son muy tocones y besucones y es una costumbre muy bonita, ahora que la entiendo, y de la que sólo debes prevenirte si ves que están borrachos.
Por otro lado, en el trabajo, tienen sus límites: no suelen vivir exclusivamente para trabajar. No hacen los excesos, en este sentido, que recuerdo que se practican en mi ciudad natal. Hacen lo que hay que hacer y se van a casa o al bar. Una cosa razonable, me parece a mí, con principio y fin. Para qué matarse. Dicen ellos y digo yo.

Madrugan mucho pero, seguramente para compensar, se acuestan muy tarde. Y todas las comidas las hacen dos o tres horas después que en mi país. Así que yo, al principio, pasaba hambre, hasta que descubrí que se puede comer un pincho o una tapa a cualquier hora. Pensé que era un detalle para que los extranjeros nos adecuáramos a su extraño horario de comidas sin grandes padecimientos pero, qué va, es que a ellos les gusta eso. Las primeras veces me resultaba extraño comer de pie y en cualquier sitio, pero ha terminado por gustarme tanto que, hay días, que no hago ya ninguna comida normal. Esto de comer en cualquier parte y a cualquier hora, simplemente guiado por el hambre, me parece un paso trascendente de la Humanidad.

Pese a sus peculiares, y en general agradables costumbres, no tienen un concepto muy bueno de sí mismos estos españoles. Yo creo que deberían escuchar a los extranjeros que, como es mi caso, tenemos a España por un país excelente y no comprendemos el menosprecio de los españoles hacia su patria. Tampoco suelen gustarles sus gobernantes y, de ellos, lo que más ansían es que les dejen en paz. Son indulgentes con la corrupción política por considerarla inherente a los cargos. A ellos no les gusta reconocer esto último, pero yo creo que es un síntoma de su clarividencia. Pese a todo, tienen escuelas y hospitales gratuitos, servicios públicos abundantes y aquí hay muy pocos pobres de pedir, como dicen ellos. Yo, al principio, creí que es que eran comunistas, pero no es así. No creen mucho en su nación, pero todos están convencidos de que su pueblo es el más cojonudo y de que no hay en el mundo lugar mejor para vivir.
Tampoco son muy racistas pues, de hecho, no hay ni siquiera un partido político que sea xenófobo, o sea, racista de ésos, con odio negativamente malo. Pero hacen chistes muy ofensivos que a mí, al principio, me dolían mucho. Porque cuando uno está en un país extranjero se siente un poco inseguro, sobre todo si le han echado del suyo.
Un día mi jefe le dijo a un compañero:
-Tú sabes por qué los yanquis tienen negros y nosotros tenemos gitanos.
-Pues no, jefe.
-Pues porque ellos eligieron primero, gilipollas.
Rompieron a reír y yo me sentí muy mal. Pero enseguida me di cuenta de que no hablaban en serio, lo decían más por reírse que por ofender. Pero, claro, con estas bromas, y otras similares que les gusta hacer con el machismo, se crea una mentalidad que, a la hora de la verdad, deja, sobre todo, decenas de mujeres muertas cada año. Pero, curiosamente, tampoco ninguno se declara machista. ¿Qué dices, machista yo?
También tienen la costumbre de llamar “sudaca” a cualquier sudamericano, pero a los norteamericanos, sin embargo, no les llaman “nordacas”, yo creo que porque no tienen tanta familiaridad con ellos. También llaman moros a los moros, rumanos a los rumanos, negros a los negros y “guiris”, para simplificar, a los demás extranjeros. Pero luego no les tratan mal, ni les dispara la policía porque, otra cosa sorprendente, es que aquí la gente no va armada. Debe ser porque, en el fondo, no tienen malos quereres y, por eso, no tienen miedo de los demás.

Tienen muchas fiestas. Yo creo que porque es un país muy antiguo. A algunos les gusta decir que es el país de las tres culturas: cristiana, musulmana y judía. Y, por los restos que quedan, así debió de ser. Aunque luego me he enterado de que la cosa no acabó muy bien y que los cristianos terminaron por echar del país a los judíos y a los musulmanes porque, unos reyes muy importantes y muy católicos, se dieron cuenta de que la cosa no podía ser.
Ahora, quizás en muestra de desagravio, hacen fiestas de Moros y Cristianos y hasta dejan también alguna comparsa para los hebreos. Y, aunque estas fiestas empiezan a tiros, simulados claro, al final acaban con la hermandad de todos los participantes. Lo cual, creo yo, viene a decir, a quien quiera entenderlo, que el asunto bien pudo haber acabado de otro modo.
Yo lo entiendo muy bien. Es lo mismo que ha pasado en mi país. A lo mejor se han estudiado lo que pasó en España. Pero, de esto último, deberían tomar nota. Los españoles parecen seriamente arrepentidos. Puede que, por eso, a mí me estén tratando bien.

De entre las fiestas que tienen, me ha impresionado mucho la Semana Santa. Aunque la primera vez, al ver a los encapuchados con las teas custodiando estatuas de hombres crucificados y sangrantes me aterroricé y, si no me sujetan los compañeros, habría salido corriendo y aún estaría por el monte. No me imaginaba que el Ku Klus Klan  hubiera llegado tan al Este. Pero enseguida me explicaron que era una muestra de devoción y de penitencia. Y, aunque la mayoría de la gente no parece muy religiosa, me di cuenta de que participan con devoción, disciplina y hasta con una puntualidad inusual en cualquier otro acto. Excepto las corridas de toros, claro.
Y aunque lloran en las procesiones, de palabra defecan en Dios muy a menudo, contradicción que se explica, seguramente, por lo presente que lo tienen y han tenido a lo largo de su historia. Pero, aparte de la Semana Santa, no parecen muy religiosos. Quizás, y como muestra de ello, el cristiano más famoso de España es futbolista y se llama Ronaldo.
La más alta jerarquía de su iglesia es la Conferencia Episcopal que, en su gran responsabilidad ante el país, se siente siempre en la obligación de orientar el voto de sus fieles cuando hay elecciones, también desconfían de que los inmigrantes que llegamos seamos trigo limpio, además creen que los gays, pese a la salud que suelen demostrar en sus desfiles, están enfermos y, pese a ser todos los de la conferencia solteros y célibes, defienden con uñas y dientes el matrimonio, la familia y además están contra el aborto. Pero yo creo que todo lo hacen con cariño y sin mala intención porque luego suelen encabezar a sus fieles entonando cantos que dicen cosas tan admirables como ésta: “Un mandamiento nuevo nos dio el Señor: que nos amáramos todos como Él nos amó.” Y esto es cierto. Yo soy testigo.
Estoy seguro de la buena fe de los de la Conferencia Episcopal. Un ejemplo es que, tras siglos de devoción al apóstol Santiago, patrón de España, han recapacitado sobre la denominación más vulgar de este santo patrono, que era la de Santiago Matamoros. Pero como obras son amores y no buenas razones, han sustituido al Santiago Matamoros de la catedral de Santiago de Compostela por la de Santiago Peregrino, para que sea la afable paciencia del caminante la que observen los caminantes del Camino de Santiago al llegar a la casa del santo. Así los viajeros, de innumerables naciones, que culminan su largo periplo en Santiago no dan con el santo seccionando cabezas y pisoteando a la morisma con su caballo. No me digan que no es un detalle. Ya podían tomar nota los israelitas y otros que yo me sé.

Creo que, en general, los españoles son muy románticos. De ahí la fiesta de los toros. ¿Dónde se ha visto que un hombre o una mujer, por su propia voluntad, se juegue la vida ante una fiera? Y es que los españoles, en el fondo, piensan que una persona puede enfrentarse contra lo que es mucho más fuerte que ella, contra las fuerzas de la naturaleza, contra la bestia desatada y, si fuera preciso, contra el mundo. Y, lo que es más sorprendente, vencer. Yo creo que por eso los españoles mantienen esa fiesta, porque, en su fuero interno, creen que les hace un poco más sobrenaturales que los demás. Sin embargo, a los ojos de un extraño, hay que reconocer que es una carnicería y que, aunque la idea es buena, puede que su ejecución a la larga la desvirtúe y termine esta fiesta por degradarse y desaparecer. El progreso, que inevitablemente nos demuestra lo que somos y lo que no somos, que nos quita la fe, nos borra los milagros y nos cambia la ilusión por la realidad.

Además de románticos tienden los españoles a ser idealistas y a creer, con un sentido bíblico secular que quizás emane de su tradición cristiana, en la victoria del débil sobre el fuerte, la de David sobre Goliat. Y por eso se empeñan en quimeras propias de los dos héroes de su literatura: Don Quijote y el Cid Campeador. Y esto tiene que ver con lo que sigue.
Aún hay muchos que tienen a gala ser de un pueblo y conservan la casa de sus antepasados. Yo creo que durante el estío vuelven a su pueblo de origen con la vana esperanza de encontrarse con sus padres y abuelos o, tal vez, con la vida de antes. Porque los españoles que hoy son viejos aún recuerdan de dónde proceden, o sea, de un mundo rural y campesino que se asemejaba a la Edad Media. Pero, cuando esta generación de viejos muera, se habrá perdido todo contacto con lo que España fue. Y, entonces, se convertirá en un país moderno definitivamente. La gente sólo vivirá en las grandes ciudades y en la costa. Y hasta el nuevo lenguaje universal, que no viene impuesto por la cultura sino por las máquinas de la comunicación, creará, también en España, una identidad homogénea por encima de identidades y razas. El nuevo lenguaje, como la nueva cultura tecnológica, basará la comunicación en la utilidad práctica y no en algo tan indefinido y etéreo como la cultura tradicional, donde se estudiaba hasta filosofía y otras cosas intangibles.

Es cierto que, precisamente en estos momentos, todo el mundo en España, quizás por miedo o autodefensa, está recurriendo a buscar sus peculiaridades y sus singularidades. Lo encuentro natural, es como buscar el amparo en lo propio, en algo que dé cobijo, en una vuelta a lo de antes. Pero buscar soluciones en lo viejo para enfrentarse a los problemas nuevos, aunque a muchos les ilusione, no resuelve el reto que se les viene encima, y no sólo a ellos, sino a toda la población del planeta. Así que, a mí me parece, que este proceso de aculturación mundial, que acompaña a la globalización, triunfará pese a todas las reacciones.
Por ejemplo, el que ahora los vascos se sientan más vascos que nunca, e igual digo de los catalanes, los gallegos, etc. es como si los castellanos o los aragoneses, por decir algo, añoraran los tiempos de su hegemonía e idearan volver a refugiarse en ella. Por eso digo que los españoles son románticos y pretenden buscar en pasajes de la historia, que ellos se empeñan en ver como idílicos, soluciones para problemas que no sólo superan a las grandes naciones actuales y las diluyen, sino que arrasan hasta con la idea de los continentes.
Los españoles, aunque muchos no son conscientes de ello, están percibiendo este gran cambio y, quizás por este motivo, buscan soluciones de amparo en el pasado, con la idílica idea de que la exacerbación de lo local, la búsqueda de sus diferencias de identidad y los bellos nacionalismos, más soñados que reales, pueden protegerles del fenómeno global en el que el planeta está inmerso. A mí me parece un poco infantil, aunque ellos parecen muy apasionados por este fenómeno. Y yo me guardo mucho de decirles que es inútil buscar amparo en el retroceso, porque, sin duda, todas las particularidades e incluso las naciones viejas y las nuevas, si las hubiere, serán tragadas por el vórtice vertiginoso, por el que nuestro mundo se precipita, de esa gran atarjea que es la globalización. Pero sería predicar en el desierto.

Las viejas peculiaridades de las naciones que fueron y se diferenciaron son ya historia, quedarán en los libros y serán objeto del estudio de los eruditos. La nueva meta, lejos de crear naciones nuevas, será la rala aculturación del planeta, acabando hasta con las más rancias naciones, en aras de una economía ambiciosa que convertirá la Tierra en un planeta más de los que se colonicen. Y hasta esta división actual en continentes y en primer, segundo y tercer mundo dejará de tener sentido. ¿Podrán las gentes protegerse de este torbellino regresando a la casa de sus ancestros en su aldea? La idea parece bonita, aunque ilusa, y ojalá fuera tan sencillo resolver el futuro volviendo a ideas del pasado. Pero los políticos, que debieran ser gente formada y responsable, lejos de desengañar a sus semejantes, les animan a entretenerse con estas veleidades tan inútiles como entrañables. Y es que cuanto más se conoce a un pueblo mejor se le maneja. No hay más que adularle.

La ilusión por el mundo de antes, que los más viejos recuerdan, ya no es posible. Inútil aferrarse a unas raíces y a unas identidades que la ola de la Historia se empeña en borrar. Todo el mundo que hemos conocido se está diluyendo. Nadie sabe si este proceso es bueno, si nos hará más libres, si nos hará más iguales o nos obligará a ser más sensatos pero, por lo que parece, es imparable e imprevisible.
Defender las viejas fronteras o crear otras nuevas carece ya de sentido, aunque la tendencia de las mentes más primarias, que adornan a algunos políticos de renombre, propongan volver a soluciones medievales o de hace milenios para contener lo imposible o contentar a conciudadanos con mentes tan privilegiadas como las suyas. Recordemos lo que fue de la Muralla China, de la de Adriano, recordemos también el Muro de Berlín y también tantas vallas más cercanas y actuales. No lo digo por alabarles pero, que el país más poderoso del mundo quiera construir un muro con México, me parece un anacronismo mayor que si volviéramos a los carros como medio de transporte para evitar el consumo de combustibles fósiles. Talentos.

Por último, quiero decirles que yo, Thomas Obama-N’dongo, soy un ejemplo de la inútil reacción de algunos países que, enardecidos por la globalización que ellos mismos propiciaron, ahora la temen.
Han pasado más de diez años. Pero tras las elecciones de 2016 en los USA, que ganó el candidato republicano, miles de cholitos fueron devueltos a México, otros miles y miles de extranjeros fueron expulsados o están aún en proceso de extradición. Y yo, gracias a la minuciosidad del capellán jesuita de un barco negrero español que dejó a mis antepasados en Florida, fui por entonces repatriado a España, responsable de la ilegal llegada de mi linaje al país de las libertades.

Siento decirlo, pero si comparo y hago honor a la verdad: ¡Aquí se está de puta madre!
Y, escuchando de mi boca esta incongruente expresión, comprendo que definitivamente he perdido mis raíces. Pena de vida.

05 septiembre 2016

Debilidad mental

Querida sobrina Luisa:

Te agradezco mucho, dada nuestra diferencia de edad y, consiguientemente, de mentalidad, que te relaciones conmigo y más que me pidas consejo.
Disculpa, propiamente, no me has pedido consejo, pero a los viejos, cuando alguien recuerda que existimos, nos da por exagerar. Supongo que sería más adecuado decir que te interesas por conocer mi punto de vista sobre la actualidad. O, tal vez, ni siquiera tengas esa curiosidad y sea sólo tu cortesía la que me dé un tema para contestarte.
Hoy no se desconfía, ni siquiera se duda de los viejos, como solía ocurrir antaño, simplemente se les elude. Y ninguno puede permitirse ya el lujo de decir, con toda solvencia: “Ya os lo había advertido”, porque la vejez no es un valor cotizado.
Ante todo, creo que las personas hemos de aceptar lo que no podemos cambiar y luchar por lo que podemos construir. Lo primero, a regañadientes, solemos hacerlo todos pero lo segundo sólo lo hacen algunos.
Así la pasividad y la actividad han de saberse elegir según las situaciones. Y cada uno deber mirar de frente y afrontar esa suerte inevitable, la que le viene dada por la lotería inexorable de la vida, pero también pugnar por lo que nadie le dará, ni aleatoria ni voluntariamente, y sólo cada cual podrá obtener en alguna medida.
Pero no seré yo quien exagere sobre las supuestas bondades de la vejez. Tengo mis razones para ello.
En primer lugar, cualquier persona mayor, sufre un deterioro físico que progresivamente deteriora su cuerpo. De esto tenemos evidencias cotidianas que, si acaso nos pasaran desapercibidas, la publicidad nos recuerda a diario:
-Las partículas de oxígeno activo de Sonriduril dejarán su prótesis dental limpia de flora bacteriana.
-Con Secaprostín juegue con sus nietros sin temor a las pérdidas de orina.
-Firme la paz con sus articulaciones durante doce horas con Brincafortil Break-D.
-Olvídese de incontinencias y flatulencias con Oclusive Anopedína.
-Vea en alta definición con lentillas Seefull.
Sería interminable la lista de recomendaciones y consejos publicitarios que llenan de comodidades nuestra edad dorada.
Sin embargo son muy pocos los publicistas que atacan el problema principal: el deterioro del cerebro. Quizás porque si ese deterioro pudiese corregirse no podrían vendernos miles de otros remedios portentosos. Por lo cual deduzco que la ausencia generalizada, en un amplio sector de la población, de un razonamiento claro y riguroso es de lo mejor para el crecimiento de la economía.
Pero sí, dicen que el deterioro del sistema nervioso central comienza a partir de los 45 años. Cosa que, de ser cierta, me pone en fundadas sospechas de mi incapacidad, pues mis neuronas llevan ya muchos años descomponiéndose. Pero, al mismo tiempo, me anima, por tener la certeza de que las personas que gobiernan el mundo también han superado hace años esa edad.
Pero no son las especulaciones, sino los hechos los que confrontan las teorías con la realidad. Así pues te expondré mi comportamiento más reciente, querida sobrina. Tú misma podrás decidir sobre mi degeneración intelectual. Es lo más realista.
Como sabes, querida, siempre he sido conservador. Esta última palabra me llena por dentro. Es para mí como un ancla que impide que mis pensamientos vayan a la deriva. El ser conservador, como un buen traje, da empaque, aplomo y seriedad a uno mismo e influye confianza al prójimo. El conservadurismo permanece, todo lo demás es contingente y, a veces, de puro infantil, innecesario e inconsistente.
Imagínate que hay personas que pretenden que la honestidad y la justicia sean el eje de nuestras vidas. Todo conservador, como es mi caso, está de acuerdo en el fondo de esta cuestión. La idea es irrenunciable. Y cualquier conservador la tendrá por eje de su moralidad.
Pero son las formas las que me preocupan. Una persona debe tener principios pero, si esos principios impiden la generación de riqueza, para qué nos sirven. Ese igualitarismo absurdo que provoca la virtud no impulsa la máquina de la economía. Puede que deje las conciencias tranquilas e, incluso para los creyentes, en paz con el Altísimo. Pero, en esta vida, no basta siquiera con contentar a Dios. A Dios hay que ayudarle.
El poder no puede regir la economía, del mismo modo que la sed no genera agua. La vida de las personas no la rige la justicia sino la codicia. En teoría, todos preferimos el bien al mal, lo justo a lo injusto, pero, el problema, es que tendemos a identificar el bien con lo que nos conviene y lo justo con lo que nos favorece. Eso explica el resultado de muchas elecciones y los ilógicos resultados que algunos partidos obtienen si fuera verdad que las búsquedas del bien y la justicia rigieran las mentes de todos los votantes.
Recuerda el Imperio Español o el Portugués, no buscaron un Nuevo Mundo por altruismo, sino por codicia. Fíjate en el Imperio Británico, que colonizó más de las tres quintas partes del mundo y ahora abomina de los extranjeros en su isla, ¿crees que no actuó siempre a su conveniencia? Recuerda la creación de los Estados Unidos de América, no emergieron sobre un territorio yermo y vacío, sino sobre otros pueblos que, por no molestar al decirlo, diremos que desaparecieron. Y, ¿qué me dices de nuestra iglesia? La primera organización transversal, como hoy se dice, cuyo poder e influencia se infiltraba e infiltra en estados y reinos. Hay innumerables ejemplos de cómo el progreso se basa en la codicia, la iniquidad y la matanza pero, eso sí, disfrazando esos vulgares medios con unos fines tan sagrados, humanitarios y altruistas que a muchos de los líderes que fueron se les admira como a sabios y se les alaba como a santos. Esta es la realidad. Y, como ves, las naciones perduran, las religiones también y todas son instituciones respetables. ¿Qué fue de los que quisieron pervertir este orden?
Sin embargo, hoy la Humanidad ha avanzado. El imperio brutal de la fuerza se ha sustituido por males infinitamente menores, al menos, en nuestro primer mundo. ¿Qué queda de tanta crueldad? Poca cosa, un vestigio insignificante por comparación: la corrupción. Pero, si todas aquellas gestas de la Humanidad crearon grandes cantidades de riqueza, aun reconociendo las barbaridades y los exterminios, no crea menos riqueza la corrupción y, reconozcámoslo también, sin apenas derramamiento de sangre perceptible. Los negocios se basan en ella, la economía se urde entre entresijos de acuerdos secretos y poco edificantes pero, sin esa imprescindible corrupción, que es simplemente una hermanita menor de la codicia, nuestras economías tendrían un encefalograma plano. No habría grandes emprendedores y sin estos grandes ambiciosos muy pocos tendrían que pensar en conservar sus millones de humildes puestos de trabajo. Sería el desastre, el abandono total, la abulia más inenarrable. Y eso explica que, ante la mera perspectiva de que puedan cambiar algo las cosas, millones de aterrados conformistas votan complacientes en las urnas pensando: “Virgencita que me quede como estoy”. El miedo es la forma natural con la que el pueblo expresa su talentosa prudencia. ¿Qué sería de nosotros sin él?
Pero ayer, hoy y siempre hubo, hay y habrá verdaderos enemigos del pueblo que se creen por encima de la historia, que bajo el pretexto de redimir a sus semejantes quieren convertirse en sus nuevos amos y señores. Ya sabemos en qué terminó la revolución bolchevique.
No creas, querida sobrina, en los que pretenden que el agua no moje, que la tinta no manche, que el fuego no queme. Todo pasará y los conservadores permaneceremos. La razón siempre está de nuestra parte. Sé fuerte, Luisa.
Te quiere.
El tío Mariano.