15 noviembre 2016

Como el barro


Cuando se levantó y recordó que era día de caza, no sintió luciérnagas de ilusión en la garganta, sino arañas peludas en las tripas: eran las ganas de devolver, amagando ya el vómito inminente. Los intestinos le sonaban a desagüe y le pedían trono con urgencia. En el retrete, al que llegó precipitadamente, se desahogó a conciencia por distintas vías. Pero, apenas evacuó, por decirlo finamente, unas palpitaciones en la nuca le anunciaron que debía tomar conciencia urgentemente de lo mucho que le dolía la cabeza. Las ideas fluían lentas pero rebuscadas. No sabía la razón, pero de su mente, en aquel trance, brotaban palabras y expresiones elegantes, tal vez en un intento por compensar el cúmulo de miserias corporales que su organismo eliminaba. Salir de tálamo y entrar en pánico (qué juego de palabras tan divino) había sido todo uno.

Alternar en el pueblo las noches, vísperas de caza, estaba contraindicado. A ver con qué correas tiraba ahora del cuerpo.
Sintió el ajetreo nervioso del perro en el corral. Le llamaba con apenas un gemido penetrante, pero insistente. El perro en plena forma y él indispuesto por las variadas libaciones, qué trance. Pero habría que ver, imaginó su mente abotargada, las tonterías que estaría ladrando el perro si hubiera tenido una noche tan desasosegada.
¿Cómo había sido tan pardillo? ¿Acaso no sabía las costumbres locales? ¿Acaso el Colás, sabio entre los sabios del mundo cinegético y su entorno, no le tenía dicho que hay que eludir las tascas cuando ves que las cosas se ponen demasiado climatélicas?
Aún retumbaban en su cabeza espesa las expresiones, llenas de aprecio y camaradería, que le habían llevado a aquel estado matinal tan deplorable:

-Le he traído al Julitón un vermú de Reus que es la hostia. Tienes que probarlo.
(¿A estas horas vermú? Que lo pruebes te digo, ¡qué horas ni qué costodias!).
Tic, tac, tic, tac…

-¿Sabéis lo que os digo? Lo mejor es el vino, ese tinto espeso y recio que bebían los abuelos. Ponnos una ronda de Tomás Postigo y vete abriendo otra botella que el personal seguro que repite. Tío, ya verás qué cuerpazo tiene. Lo recomiendan hasta en The Tipsy Gourmet, no te digo más.
(Si es que yo estaba con el vermú del Paco. Ése está gilipollas desde que sus padres eran novios y, desde que trabaja en Cataluña, más. ¡Bebe vino como los hombres, coponario, déjate de vermús y mariconadas!).
Tic, tac, tic, tac…

-Pero, ¿todavía estáis de vinos? Sois unos primos de la vida. Lo de hoy es la aromática ginebra, es otro mundo, otro concepto. Que parecéis del paleolítico. Escáncianos ahora mismito, Julitón, una ronda de cubatas, pero de altura y en copas de balón.
(Si es que yo no he cenado todavía. Pues así cenarás con más apetito que la ginebra abre víscera, hasta un niño de pecho lo sabe. Espiral, especias, aromatizantes, limas, limones, pepinos, aguas tónicas customizadas,,, que no falte de nada. Apuntaros a lo exótico, que no sabéis beber, hatajo de garrulos. ¡Camarero, proceda, please!).
Tic, tac, tic, tac…

-Os aseguro que lo mejor es cerrar la noche con unos pacharanes. Oye, que son mano de santo. Mañana nos despertamos como nuevos. Sanos, como pastores de Navarra. No hay como la bebida natural y artesana con esencias bravías de las bayas del campo.
(¿No será mucho mezclar? Pero qué dices, ignorante, si es un pacharán by Berasategui diseñado con una fórmula magistral, natural y equilibrada, para cerrar las juergas de postín. Un lujo de señores, ya te digo, un alarde del diseño más puro en bebidas espirituosas y, sin embargo, estomacales y harto digestivas).
Tic, tac, tic, tac…

Cuando iban por los chupitos de aguardiente de hierbas, orgullo de la Galicia ancestral y milenaria, perdió la cuenta, los reflejos, algo de orientación y la mayor parte del vocabulario. Únicamente recordaba con nitidez la última alocución del Julitón. Su comunicado, a la respetable concurrencia, de que abandonase el bar por ser hora de cierre. Dicho desde el respeto, y con el mayor tacto y diplomacia, se produjo en los siguientes términos:
-¡Venga, tomaros ya la copita de una puta vez, que, si os la bebéis de un trago, mañana os convido a otra!

(Qué denigración más humillante o qué humillación más denigrante. Estaba seguro que pensó, al llegar a casa, una de las dos cosas.)

12 noviembre 2016

Oficina de atención al impaciente

Por fin, emergió de la niebla al subir, por un camino sinuoso y empinado, a la meseta primera del páramo alto.
La salida de la brumosa sábana, espesa y sin contornos, a la gran ladera soleada, le borró el sentimiento de agobio y desorientación. Aturdido, había caminado sin referencias, guiado sólo por la estrecha senda que blanqueaba a sus pies. Con el colorido que desveló la luz alzó los ojos del suelo. Salió del piélago de blancura condensada. La humedad espesa se había pegado a su ropa y a la piel del perro, cuyo pelo lacio y empapado irisaba al sol.
Abajo quedó el imponente almohadón de boira como un fantasmal pantano de gas blanco embalsado entre laderas de color.
Apenas acabó la cuesta, ya a pleno sol, se desvió a la izquierda, dejando el Monte de la Cabañuela al otro lado.
Estaba en el paraje de Los Llanos, a más de mil doscientos metros de altitud. Un lugar lindero con cuatro términos: Barcones, Madrigal, Tordelrábano y Paredes. Era también uno de los pequeños pasos perdidos entre las dos Castillas, donde Guadalajara y Soria compartían mojones.

El perro se había animado y se sacudía la humedad al sol tibio. Abrió la escopeta y sonó el clic seco de las agujas percutoras, metió los dos cartuchos y la cerró. Se internaron por el llano hasta dar con unas carrascas que, junto a un camino, limitaban con Barcones.
Distraído por el trote elástico del perro, oteaba en todas direcciones buscando el apeonar de las perdices. El animal cazaba ya en zigzag, batiendo el terreno ágilmente delante de él. El can se dejaba guiar por la nariz, ora alta, ora pegada al suelo, siguiendo unos instintos que, con la práctica, le hacían cada día más certero.
Al desparramar la vista por una vaguada suave dio con unos restos extraños. Se aproximó con curiosidad. Chistó al perro y detuvo el paso. Miró sorprendido.
Alguien había tirado allí tablas, vidrios y cacharros. Seguramente, alguno que había arreglado la casa del pueblo y no se había molestado, cívicamente, en buscar un “punto limpio”.
Algunos de los restos eran muy peculiares. Había una colodra con la madera carcomida que parecía salida de una vieja taberna, un lebrillo desportillado, una tina a la que le faltaban tablas, un ánfora de esbelto cuello mutilado, una vieja alcarraza agujereada, una hidria, bastante antigua, reventada sin piedad contra el suelo y un bacín de loza.
El de la escopeta se entusiasmó al recordar esas palabras olvidadas. Eran vocablos que se fueron para no volver, más que, en todo caso, como jerga de museos y anticuarios. Le resultó curioso, buscando perdices, haber encontrado un cementerio de palabras perdidas.

Gimió el perro de impaciencia, como siempre que él se detenía. Dejaron el lugar y siguieron la linde de lo de Madrigal. El perro se picó. Con la nariz levantada, de tanto en tanto, iba haciendo paradas. Con el viento de cara las barruntaba desde muy lejos. Y no tardó el bando en saltar en lo limpio, a más de cien metros. Parecía un bando sin tocar. Volaron mansamente y planearon justo al trasponer en la ladera. Aún barzoneó un poco siguiéndolas en lo de Madrigal, terreno ajeno, por ver si podía volverlas. Pero quia, se volaron término adentro y ellos se dieron la vuelta.
Volvieron a desandar lo andado por lo alto de la ladera. La niebla ya se descomponía en jirones en los bajos.
Botó una perdiz desde la mitad del cotarro más empinado. El perro se excitó por el aleteo pero el cazador no disparó por la distancia. Parecía que en los altos poco había y que lo que había se metió en terreno prohibido.
Llegaron al sendero por el que habían subido. El cazador se decidió a atrochar ladera abajo. Lo hizo despacio, buscando los pequeños pasillos libres de maleza. Bajando por el Barrancondo, dejaron a la izquierda una loma cubierta de rebollos, no sin bordearla, donde tampoco saltó perdiz alguna. A doscientos metros, por encima de los primeros rispiones de la vega, se sentó bajo una carrasca. Llevaba hora y media caminando. Sacó un par de dátiles del chaleco y los masticó despacio.
Tapado como estaba vio venir de lejos una zurita. Supuso que, como suelen, le vería y sesgaría alejándose. Pero la paloma bravía, tal vez, confiando en su altura, no varió la dirección. Cuando la tenía encima apuntó y la cubrió. Fue cosa mecánica, de un segundo. Al tiro se desplomó en vertical y cayó a unos diez metros de la carrasca. El perro la olisqueó pero el tufo de paloma no le interesaba. El cazador se dijo que, al menos, ese día ya no volvía de bolo.

Cuando llegó a la vega, la atravesó y, despacio, empezó a trabajarse las primeras cuestas de los dos grandes cerros que tenía delante: Las Revillas y La Sierra Gorda. Los dos unidos formaban una gran ele. Anduvo por ellos sin dejar vuelta ni recodo, recorriéndolos a conciencia, escudriñando todos los lucios, oteando por todos los recovecos. Pero ni él vio nada, ni el perro se picó en ningún momento. La tierra estaba seca y quebradiza, las atochas, que tapizaban los cerros, amarillas, y las aulagas recias y ásperas. No encontró camas de liebre, ni siquiera viejas.
Dos horas después el perro jadeaba. No había agua por ninguna parte. Y decidió bajar a La Laguna. Era un charcón de medio kilómetro de radio, irregular, poblado de espadañas y rodeado de rastrojos. El perro, ansioso, al fin pudo saciarse en la parte más alta.
Eran más de las doce. El cazador se dijo que, en aquellas zonas de la sierra, la caza menor era para personas con tesón y paciencia. O que, dicho de otro modo, cazar en esos pagos era una cura contra la impaciencia. Eran uno de los lugares donde la caza menor escaseaba y, el dar con ella, suponía vencer el cansancio, la monotonía, el desánimo y otras cosas que, como en el resto de la vida, también acompañaban en el campo. Una oficina de atención al impaciente.

Tras un bocado de pasas con almendras, se encaminó, por la linde de unos rispiones que ascendían, hacia las laderas al este del cerro de Las Revillas. Eran las únicas que le quedaban por zurzir. En ellas gastaría las energías que aún le quedaban. Luego buscaría el coche, oculto en una vaguada de la vega, para regresar.
El perro, en lugar de mirar las matas que daban al barranco y bordeaban el rastrojo a la izquierda, se metía en la tierra de labor. Entre las pajas húmedas, de tanto en tanto, se paraba y oteaba. Empezó a mover el corto rabo como un ventilador, aceleró el paso. Eso puso en alerta al cazador. También él salió de la pereza.
Una perdiz saltó sola y lejos por la parte alta. Cazador y perro avivaron al unísono el paso. Cinco perdices más saltaron de mitad del rastrojo hacia las empinadas laderas del cerro. Les guardaron la distancia y no pudo tirarles. Pero ahora sabía que en la ladera, si tenía fuerza para subir a buen paso y seguirlas, alguna podría descuidarse y saltar a tiro entre la broza.

Cuando empezó a meterse en la cuesta, dudó de sus fuerzas. Le animó la vitalidad y la excitación del perro y recordó que a las perdices, contra lo que muchos imaginan, “las matan las piernas”.
Chistó al perro para que no se adelantara. Al animal le era muy difícil contenerse y no avanzar. Pero obedecía sin dejar de picarse. Cazador y perro acoplaron su ritmo de marcha, el segundo tirando del primero con el hilo invisible de su excitación. Al cazador le parecía imposible caminar tan rápido después del cansancio de las horas anteriores. Pero al ver al perro tan seguro, olvidó la fatiga y los años y, por un momento, le pareció que casi corría, ascendiendo en diagonal entre las atochas, secas y espesas, y los macizos de ardeviejas repartidos al albur.
El perro no paraba de marcar, haciendo posturas con el hocico levantado, fija la mirada. Pero las patirrojas no se detenían y, como suelen, apeonaban invisibles, pegadas al suelo. Iban acercándose al punto más alto, donde la ladera culminaba en un teso amplio con una taina encima.
A cincuenta metros de la paridera, el perro marcó con decisión, dio el cazador unos pasos rápidos hacia delante. La perdiz salto casi arriba. Había que apuntar. Pero apenas tuvo tiempo antes de que descumbrara y dejara de verla. Al tiro saltaron las otras a los lados, más lejos, sin que se decidiera, por la distancia, a disparar el otro tiro.
El perro subió a la carrera hasta donde la perdiz desapareció. El cazador se dijo que al can le sobraba la fe que al él le faltaba. Pero no le retuvo y mientras cargaba de nuevo la escopeta subió despacio hacia el punto donde perdió de vista pájaro y perro.
Cuando llegaba arriba el perro ya venía a su encuentro con la perdiz en la boca. Tras la satisfacción, acarició la cabeza al testarudo can y, sólo entonces, se dio cuenta de que jadeaba y estaba bañado en sudor. Al mirar la vega desde la cresta del cerro comprendió el porqué.

Por si alguna se hubiese quedado, dio la vuelta por debajo de la taina. El perro iba picado por los rastros recientes de las otras. Pero él sabía que saltaron.
Poco a poco fueron descendiendo, ya en dirección al coche.
Estaban casi en el borde con los rastrojos, cuando el perro dio un giro brusco y se quedó de muestra. El cazador se acercó presuroso, pero el perro no movía un pelo. Le rebasó, le azuzó para que se lanzara. El perro permanecía inmóvil. No había manera de que deshiciera la postura. Tras mucho insistir, el perro se movió, dio cuatro pasos, pero no fue sino para hacer una nueva muestra más terca y contundente. Estaba fijo en un amasijo de hiniestas. Supuso el cazador que una perdiz se habría aplastado entre ellas. Olvidó al perro y se metió entre las isasas. Eso tendría que haber sido suficiente para que el pájaro saltara. Pero nada ocurrió. Miró al perro de nuevo, pero éste apenas se había movido cuatro pasos y marcaba estático de nuevo, como si le hubieran clavado las patas al suelo. El cazador llegó a la conclusión de que sería un topillo y comenzó a salir de las jaras algo decepcionado. Había veces que el perro se ponía muy cabezón, sin duda porque todavía no había cumplido los dos años y había tufos que aún no identificaba.
Convencido de la confusión del perro, bajó. Le llamó sin fijarse ya en él. Fue entonces cuando sintió su chillido y, al volverse, le vio subir tras una liebre. Se maldijo por haber dudado. Pero al encararse la escopeta vio liebre y perro en el encare. No podía tirar, se podría llevar al perro por delante. Cuando la liebre quebró apenas la veía y disparó, muy lejos, al tuntún, sin ninguna confianza. No la vio más pero sintió al perro latir tras de ella. Señal de que había marrado.

Aún subió en pos del perro, pero no fue sino para cerciorarse de que la rabona se había escapado. Llamó al perro, que poco a poco se fue tranquilizando, y el animal, jadeando, volvió a su lado. Le acarició la cabeza y se dijo que jamás volvería a dudar del animal. Recordó el consejo de su buen amigo Vicente: “Haz siempre caso al perro, los perros en el campo tienen más conocimiento que nosotros”. También se acordó del Colás: “¡Papo Sarvi, fíate del perro, copón, que es más sanguino y tiene más instintivo, hostias!”. Pero no era la primera vez, pese a los avisos, que volvía tropezar en esa misma piedra.

Con el episodio de la liebre habían subido, sin él proponérselo, a uno de los cerros menores de la gran ladera.
Para su sorpresa, el perro daba de nuevo muestras de haber dado con rastro de perdiz. Con la experiencia tan cercana de la liebre, no le llamó, sino que decidió seguirle. Quizás lo hizo, pese al cansancio de plomo de sus piernas, por devolverle la confianza que antes le negó.
Siguiendo la ladera, bordearon varias descubiertas y, llegando a la salida de la uve de una torrentera, el perro se quedó nuevamente de muestra. Saltó una perdiz sola y casi fuera de distancia. Voló hacía abajo y el cazador movió el brazo siguiéndole la trayectoria un tanto por delante. El tiro descontroló a la perdiz, le hizo perder altura, parecía que iba a caer abajo, junto a unos espinos. Pero el pájaro se enderezó e inició un vuelo frenético, casi en vertical. Cuando alcanzó una buena altura su vuelo se paralizó y cayó a plomo. La vio caer allá abajo, en la vega, en una terronera. Tomó por referencia un par de cardos corredores. Sabía que esa perdiz, aunque había caído a unos quinientos metros, había hecho “la torre”. Murió en el aire, cuando alcanzó la altura máxima. Tenía que estar donde cayó.
Confiado en ello, bajó deprisa la ladera, con cuidado de no perder pie. Se dirigió a los cardos de la terronera y los tomó contra la suave brisa. Enseguida le dieron los vientos al perro que, muy ufano, la cobró sin más.

Sin fuerzas, apuró el agua que le quedaba y, sin prestar atención más que al cansancio que le agarrotaba, se encaminó hacia el coche.