Con esos asuntos que a uno le dejan sus antepasados más recientes llevo un par de años ocupado.
Todavía no he comprendido la razón por la que, por ejemplo,
si tú tienes hecho el protocolo legal bajo notario de la partición de una
herencia y esa misma partición has de presentarla ante un juez, te piden cosas
que para ti son incomprensibles.
Necesitas tres certificados de defunción, otros tantos
certificados de últimas voluntades y también el testamento del finado. Pero si
tengo la partición de la herencia ante notario hecha hace casi 60 años, ¿es que
el notario no se cercioró de que el deudo había muerto, es que no constató que
hizo testamento?
Pues no vale, hay que iniciar el procedimiento desde el
principio. Ahora me explico por qué la justicia española es tan eficiente y
cómo es capaz de descubrir las tramas más inextricables de delincuencia siempre
que se le dé su tiempo, claro está.
Podemos los españoles (y las españolas, claro) estar
orgullosos de nuestro sistema judicial: la corrupción de nuestros políticos
nunca queda impune. Aparentemente deberíamos sentir una gran vergüenza por los hechos
delictivos que la justicia está evidenciando. Pero, no seamos ingenuos, es
igual en todos los países de nuestro entorno. Lo que ocurre es que en ellos no
existe una justicia tan eficaz como la nuestra y, por desgracia, sus corruptos
suelen quedar en la impunidad, qué vergüenza esta Europa, oye. Claro que,
cuando hago estos razonamientos, no faltan compatriotas descreídos que me
llaman cínico y que me reprochan el no haberme dedicado a la política. Y, por
su tono, comprendo que no lo dicen por alabarme e incluso alguno ha llegado a
decirme en tono airado que, si en España hubiera verdadera democracia, él mismo
me daría un par de hostias por sostener tales argumentos. Eso sí, siempre desde
la tolerancia y el respeto.
Pero, tras esta digresión tan fuera de lugar, vuelvo a mi peregrinación
por registros, juzgados y notarías.
El día que fui a los juzgados me encontré estos rodeados por
unas doscientas personas que gritaban: ¡Justicia y libertad! Y, en un
principio, pensé que habían ido al lugar adecuado. Sin embargo los juzgados
estaban rodeados de vallas colocadas para impedir el acceso a ellos y también
por cinturones de antidisturbios (de ambos sexos) con cara de pocos amigos. El
primer cinturón estaba frente a los manifestantes; el segundo en la puerta de
los juzgados; el tercero dentro, rodeando el arco detector de metales y las
puertas de acceso y salida.
Ante el primer agente con el que me topé expuse mi intención:
“Oiga que sólo vengo a por unos certificados”. Galantemente me hicieron un
hueco y pasé al edificio. Pero dentro había una gran cantidad de gente formando
una cola sinuosa tan grande que decidí intentar la entrada por la puerta de
salida (el típico ingenio español ante las dificultades). O bien los agentes no
repararon en mí, o les parecí un ser insignificante y carente de peligro, o es
que estaban tan ocupados con los periodista, manifestantes y otras hierbas. El
caso es que nadie me impidió el paso. Pregunté que dónde daban los certificados
de defunción y me dijeron que en el primer piso. Tras visitar varias
dependencias en ese piso en una de ellas me dijeron que allí era, pero que
tenía que pedir número. Como el número había que cogerlo en la puerta, pues
vuelta a empezar. Bajé, me salté todas las filas y tomé el número y volví a
entrar, con la soltura ya adquirida, por la desierta puerta de salida. De nuevo
nadie reparó en mí. Había tal confusión de gente en la entrada, en el recibidor
y en todos los pisos que para lograr un poco de silencio en aquella algarabía
estuve a punto de liarme a carpetazos y gritar: “Al·lahu-àkbar” (Alá es
grande, para los que no dominéis el árabe). Pero me abstuve por prudencia,
porque en esos casos la gendarmería francesa, los propios mossos de escuadra y
las policías más cívicas de Europa suelen administrar justicia en un par de
segundos tirando a matar. Pero reconozco que me sonreí con la idea. Se me
acababa de ocurrir un nuevo tipo de suicidio. Tal vez quien esté por la
eutanasia podría recurrir a él en lugar de a esos interminables pleitos
judiciales que desean que el derecho ampare esta práctica. Lo tenemos al
alcance de la mano y sin más trámites.
Al fin me vi frente a la secretaria del registro. Era una
señora seria pero amable que le tenía cogido el punto a la actitud que debe
mostrar una buena funcionaria (o funcionario): una equidistancia entre la
corrección y la cortesía, pero exenta de simpatía y menos ya de compadreo. Sí
señor, me gustó la funcionaria.
-Quería cinco certificados de defunción.
-Solemos dar un máximo de tres.
-Era por no volver más veces, pero sean los tres.
-Fecha de la defunción.
-27 de junio de 1969.
Ella dijo el nombre del difunto y yo asentí. Imprimió los
certificados y me dijo que tenían validez para tres meses.
-¿Cómo tres meses? Es que temen que tras esos meses el
difunto pueda resucitar. Oiga que no le estoy pidiendo en certificado de
defunción de Jesús de Nazaret.
-Así es la ley, lo siento.
-Entonces, si este proceso dura, ¿tendré que volver?
-Tantas veces como usted lo precise.
-Pero, ¿ve usted esto lógico?
Ella repuso que así eran las normas, me entregó los papeles y
con una sonrisa, entre el rictus y la mueca, me despidió y llamó al siguiente.
Le devolví mi sonrisa más cómica y, sólo
entonces, reparé que en un tablero, tras ella, había un letrero que decía: “Nosotros,
antes de trabajar aquí, también éramos normales”.