21 junio 2018

Sacrificios humanos


He leído algo de la arqueóloga mexicana Ximena Chávez sobre los sacrificios humanos en las excavaciones del Templo Mayor de Tenochtitlan (capital de los Mexicas y ubicada hoy en el subsuelo de la capital de México).
Parece que los gobernantes mexicas de hace 500 años y anteriores, mediante este rito, creían poder conseguir de los dioses la estabilidad de su imperio y de sus propias existencias, alimentando el ciclo natural vida-muerte. Pensaban, se cree, que eso agradaba a sus dioses y éstos, a cambio, les devolvían la rutinaria prosperidad cotidiana que tanto ansiaban los Mexicas y de la que continuamente recelaban. La desconfianza hacia el futuro parece tan antigua como universal.
También deduce esta arqueóloga, de su trabajo sobre miles de restos óseos, que los sacrificados no fueron decenas de miles (como especularon los cronistas españoles de la época de la conquista), sino muchos menos.
Dice Ximena Chávez: “En aquel entonces se aceptaba socialmente el sacrificio, incluso la persona que iba a ser sacrificada seguramente aceptaba que formaba parte de un todo. Pero hoy se ha perdido la sacralidad de la violencia.”
Es cierto que los cronistas españoles de la época hablan de muchos miles de sacrificados, del mismo modo que exageran desaforadamente el número de combatientes de los ejércitos a los que hubo de enfrentarse Hernán Cortés. Estas exageraciones que a veces rozan, cuando no alcanzan, el ridículo de lo increíble, creo que son notoriamente interesadas. O, mejor, lo fueron para aquellos legendarios guerreros españoles a los que nadie podían impedirles hacerse publicidad a sí mismos.
En cuanto a los sacrificios humanos, los españoles encontraron un poderoso motivo de descrédito hacia los Mexica, pues, para su sorpresa, el imperio Mexica con el que toparon era una civilización organizada, culta y refinada, orgullo de los conquistados, y que a los conquistadores asombró. ¿Explotaron el hecho de los llamativos sacrificios humanos para justificar la implantación de un orden nuevo y cubrirse de razones para hacer lo que hicieron? Parece que bastante de eso hubo. Y, tal vez, inculcaron en la lejana España la idea de que se estaban enfrentando con salvajes irredentos que pedían a gritos ser “civilizados”. Cuando la realidad, que sólo ellos conocían, lo desmentía totalmente.
Las exageraciones en el número de atacantes en las batallas que libraron también redundaba en la mayor gloria y merecimientos de los conquistadores ante los sucesivos monarcas españoles, que se encontraban tan lejos de los escenarios de la conquista y, muchas veces, tan ajenos a ella.
Pero, generalizando, los españoles también tenían “dioses” a los ojos de los Mexicas que seguramente no andarían muy duchos en el sencillo y comprensible Misterio de la Santísima Trinidad. El Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, las Vírgenes, los Santos… alguno tan emplumado como Quetzalcoatl, tendrían ante ellos este papel. Pero, sin embargo, los ritos religiosos de los cristianos y sus entidades religiosas eran totalmente desconocidos para ellos. Si no hubiese sido así, tal vez los inteligentes y cultivados mexicas y mayas habrían llegado a la conclusión de que los cristianos también hacían sacrificios humanos.
Si los sacrificios humanos eran homicidios programados por motivos religiosos, ¿acaso no se inmolaban víctimas en España por idénticos motivos?. Pensemos en la Santa Inquisición, ¿no velaba el Santo Oficio por la religión de los cristianos? Su misión consistía en perseguir la herejía, la brujería, la judaización, la blasfemia, la homosexualidad… y todas aquellas cosas que molestasen al Dios trinitario cristiano. ¿No deberían considerarse las ejecuciones públicas dictadas por el Santo Oficio sacrificios humanos? ¿Acaso no pretendían agradar al Dios de los cristianos? ¿Acaso no se hacían en su nombre? Podrá objetarse que se hacían bajo una acusación, bajo el concepto de pecado y, por tanto no eran gratuitas, se tenían por un modo de justicia. Sí, pero se hacían.
Bien, pensemos entonces, a lo largo de la historia del cristianismo, en la cantidad de mártires que aceptaron la muerte, se supone que de buen grado, antes que abjurar de su fe. ¿No se ofrecían estos, tal que los Mexicas, a ser gloriosamente inmolados por su Dios? Sí, pero entonces eran los enemigos de su fe quienes les sacrificaban. Exacto, pero los sacrificios se producían igualmente.
Parece que el sacrificio humano de los cristianos podía por tanto ser llevado a cabo por los propios cristianos o por sus enemigos y que las víctimas de esos sacrificios podían serlo por pecado o por virtud. ¿A ver si va a resultar que los cristianos, a lo largo de nuestra historia, hemos tenido más y más variados sacrificios humanos que Mayas y Méxicas? Y, además, sin ni siguiera caer en ello. Así, como a lo tonto.
¿No hemos tenido guerras civiles a las que hemos dado el término religioso de cruzadas? Y, una vez abierta la despenalización del homicidio, unos han sido mártires por la fe y otros mártires por la libertad. Hasta las guerras convertidas en altares de sacrificio. ¿Hay quién dé más?
Incluso, hoy en día, cuando alguien se encuentra desahuciado y sabe que le queda ya muy poco de vida, ¿no se da el caso de que alguien piadoso se le acerca y le dice que ofrezca sus sufrimientos a Dios? Es cierto que esto es hacer de la necesidad virtud, pero, ¿no ocurre? El sacrificio ante la divinidad no excluye a los moribundos como víctimas ni a las enfermedades como ejecutores. Tal vez por eso muchas de nuestras actuales entidades sigan siendo tan reacias a sustituir por la laica eutanasia ese postrero y sublime sacrificio religioso en el salto a la eternidad o la nada. Vaya usted a saber.
También se criticó en la época de la conquista que los sacerdotes y fieles de los dioses de los Mexicas se hacían heridas sangrantes (en ciertas partes) para agradar con su sangre a sus dioses. Y nosotros también conocemos cómo se hacía, y se hace, uso de cilicios hasta sangrar entre los católicos más píos, cómo se azotan, todavía hoy, algunos elegidos (voluntariamente y con orgullo) hasta sangrar públicamente en algunas procesiones… Y no me cabe la menor duda de que los cristianos que hacen esas prácticas lo hacen también por agradar a su Dios. Es que si no, sería del género tonto.
A mí me parece que cuando hablamos de sacrificios humanos no debemos mirar solamente fuera de nuestra “civilización” porque también podemos haberlos tenido delante a los largo de nuestra historia sin jamás haberlos visto. Maravillas, tal vez, de la fe verdadera, que es la nuestra, claro. Tan ciega ella.

11 junio 2018

Preparación de un viaje a ciegas



Quería saber. Le advirtieron de los riesgos, pero se afianzó en su idea. Creía que las personas debían saber, aunque padecieran, antes que resignarse a vivir en el feliz sopor de la ignorancia o, lo que es peor, instalarse  cándidamente hipnotizadas en esas medias verdades gloriosas oídas en la infancia. Por eso indagó en la mayor gesta que en los tiempos conocidos alumbró su país y llegó a la conclusión de que tal epopeya fue y será, a no ser que el destino nos depare nuevas aventuras nacionales, el descubrimiento y la conquista de América. (Si algunos estaban pensando en el mundial de fútbol del 2010, lamento decepcionarles.)

Reconoció, empero, que todos los que han abierto heridas, o las abran, forzosamente habrán de ser tratados como agresores por la Historia y ninguno se librará de su juicio, eso sí, tan tardío como ineficaz. Sin embargo, cuántas gestas menos dignas de ser contadas se han difundido y qué poco las expediciones a lo desconocido de aquella vilipendiada España. Y así, con esa secular humildad española (de la que excluyó a Aznar, por perdonavidas) se dispuso a estudiar en los archivos más reconocidos e imparciales. Esos que aclaran u ocultan, según se consulten o no, los arcanos de la Historia.

Lo primero que le extrañó es que hubiese sido precisamente un genovés el que capitaneó la gesta. (Ya anticipo: nada que ver con los ocupantes de la actual sede política de la calle Génova. Que hay quien a todo le saca punta.)

Lo segundo, fue la fecha: 1492, por qué precisamente en ese año.

Lo tercero, fue que se propalara que la reina de Castilla hubo de vender sus joyas para financiar aquel viaje. (Una reina santa en el “Compro oro”, qué vergüenza.)

Lo cuarto, la magnitud de la expedición, referida a los barcos y sus características y al número y clases de hombres que la formaron. (Lo siento, pero no viajaron mujeres. Es un dato confirmado que no hubo paridad, aunque el machismo no se hubiese inventado todavía formalmente. Por la misma razón no constan datos del colectivo LGTBI, si es que lo hubo.)

Con respecto al primer punto, siempre había pensado que el genovés Cristóbal Colón apareció en España como un iluminado que, por designio del Altísimo, supo convencer a los Reyes Católicos de sus acertadas (en mínima parte) premoniciones geográficas. Algo así como un ser milagroso y providencial procedente de la culta Italia del Renacimiento con su Petrarca adorado.

Pero no era así, los genoveses no eran precisamente los faros culturales del mundo. Simplemente, por entonces, los mercaderes de Génova dominaban el comercio en el Mediterráneo. Y, por ejemplo, la familia genovesa de los Centurione era la más importante de las que se dedicaban a los negocios en Málaga. Pero eran muchas las familias genovesas que operaban tanto en Portugal como en España, las dos potencias navieras de la época (Los Doria, los Pinelli, los Ripparolo, Los Grimaldi, los Castiglione, los Vivaldi, los Fornari, los Malocello, los Usodimare… entre otras, y algunas de ellas siguen hoy en los negocios del mar).

Se dice que unas cincuenta poderosas familias genovesas tenían sus negocios ubicados en la península Ibérica. ¿A qué se dedicaban estos marinos? Al comercio de seda, de azúcar, de aceite de oliva, de tintes, de jabón, de trigo, de oro, de plata, de sal, de resina… pero, sobre todo, estaban especializados en la trata de esclavos. (La legislación laboral era aún más laxa que la actual y se admitía esta palabra sin ambages, remilgos ni eufemismos porque, por entonces, nadie osaba hablar de precariedad laboral y llamaban a las cosas por su nombre).

Pero, además de genoveses, también había florentinos, milaneses, venecianos… dedicados a idénticos menesteres (tal era ya la movilidad laboral), aunque, naturalmente, en colaboración con españoles y portugueses. Sin embargo, todo hay que decirlo, los ibéricos se preocupaban de la cristianización de los esclavos, mientras que a los itálicos, más prácticos, les traía al pairo el afán evangelizador hacia aquella masa laboral tan desfavorecida. Fue aquella vis comercial la que hizo de aquellos italianos expertos marinos, que, sorprendentemente, desde el punto de vista cultural, preferían estar al lado de las belicosas armas españolas que de las brillantes plumas italianas del Renacimiento, pero, a la par, sin rechazar los adelantos técnicos que dicho movimiento cultural trajo consigo, especialmente los más útiles y delicados: la brújula, el astrolabio y el arcabuz.

Por abreviar, diremos que Colón fue uno más de aquellos experimentados marinos al servicio del mejor postor y que, también, adquirió su experiencia con los negocios descritos. Cosa que no le quita al descubridor ningún misterio ni mérito, pero que decepciona mucho a las mentes más idealizadoras, tal como era la mía, de la cautivadora gesta colombina.

Con respecto al segundo punto, no cabe duda de que Colón les insistió varias veces a los Reyes Católicos sobre su proyecto, pero éstos no se decidieron hasta 1492. La razón primera fue que entonces acabó la guerra de Granada, los reyes se vieron dueños de la ciudad (último baluarte del Islam en España) pero cayeron en la cuenta de que se quedaban también sin los tributos del Reino Nazarí y de que sus asuntos en el sur de Italia necesitaban de nuevos fondos. Los frailes de La Rábida les insistieron en que la expedición que Colón proponía era una pequeña inversión, nada arriesgada, si se tenían en cuenta los ingentes beneficios que se podrían obtener.

Pero, además, los Reyes Católicos, especialmente Fernando, rey modélico hasta para el astuto Maquiavelo, vio que la empresa que unió a los españoles, la conquista de Granada, al tocar a su fin, pondría de nuevo a maquinar en su contra a toda la nobleza de los levantiscos reinos españoles, recientemente unidos por aquella santa empresa ya acabada. Haría falta darles, siempre que se terciara, un proyecto nuevo, ocuparles en otra causa cristiana, noble y ambiciosa. Y no eran sólo los ejércitos castellano-aragoneses (catalanes incluidos, como todos los demás, sin derecho a decidir) los que estaban bajo su autoridad real, sino también otros más. No en vano el italiano Pedro Mártir de Anglería (que ya nos vio el plumero en esto de las irredentas plurinacionalidades ibéricas) escribió en aquellos tiempos: 
“¿Quién jamás creería que los astures, gallegos, vizcaínos, guipuzcoanos y los habitantes de los montes cántabros, en el interior de los Pirineos, más veloces que el viento, revoltosos, indómitos, porfiados, que siempre andan buscando discordias entre sí por la más leve causa y como rabiosas fieras se meten entre sí en su propia tierra, pudieran mansamente ayuntarse en una misma formación? ¿Quién pensaría que pudieran jamás unirse los oretanos del reino de Toledo con los astutos y envidiosos andaluces? Sin embargo, unánimes, todos encerrados en un solo campamento, practican la milicia y obedecen las órdenes de los jefes y oficiales de tal manera, que creerías que fueran todos educados en la misma lengua y disciplina.”

Aquello fue como un milagro. O sea, que el descubrimiento de América (Las Indias) sirvió de nueva cohesión a las variadas sensibilidades e identidades culturales de las fraternales, pero siempre rivales, gentes de España. Puede que, sin el descubrimiento de Las Indias, tampoco existiera la España unida (todavía) que hoy conocemos. (Y, pensándolo, no sé si valió la pena, dada la estabilidad nacional de que hoy gozamos, alterar el curso de la vida en todo un continente.)

Lo tercero. Lo de las joyas de la reina Ysabel (entonces se escribía así, Y de yugo; F de flechas; Ysabel y Fernando, el yugo y las flechas) puede que se dijera para mayor gloria de la reina santa, pero los administradores de Castilla, y algún banquero, aseguraron a los monarcas que eso no iba a ser necesario. De hecho la expedición de Colón no llegó a costar ni dos millones de maravedís y, por ejemplo, solamente en la boda de la infanta Catalina, en Inglaterra, gastaron sus Católicas Majestades sesenta millones de maravedís. Vamos, que lo de la expedición primera de Colón salió casi como lo que hoy vendría a ser, sobre poco más o menos, una despedida de soltera. Perdonada sea la manera de comparar.

Lo cuarto: la expedición. ¿Cómo se imagina? Posiblemente, como algo grandioso. ¿Cómo eran las naves? ¿Cuántos hombres fueron?

Ante estas preguntas la imaginación vuela impetuosa. Pero la realidad es como una piedra que, atada a nuestros pies, nos devuelve al santo suelo. Dos carabelas fueron requisadas y hubieron de ser equipadas por los marinos de Palos (Huelva) por ineludible requerimiento real. Fueron la Pinta y la Niña, de entre 55 y 60 toneladas. Para hacernos una idea eran naves de tres palos de unos 21 metros de eslora, 8,5 metros de manga y 3,3 de profundidad.  Casi da miedo recapacitar sobre sus pequeñas dimensiones, si consideramos las distancias a recorrer en la Mar Océana. La tercera carabela, la Santa María, conocida también por María Galante o por la Gallega era un poco mayor y Colón hubo de alquilársela a Juan de la Cosa, marinero cántabro, residente en el Puerto de Santa María.

Uno se asombra al pensar que en la aventura sólo participaron 90 hombres. Fueron 45 a bordo de la Santa María, 26 a bordo de la Pinta y 24 de la Niña. Los navegantes procedían de Andalucía en su mayoría: de Río Tinto, Moguer, Huelva, Palos, Sevilla… Había algunos judíos conversos (la sociedad española estaba entreverada de cristianos viejos y nuevos, que no siempre se amaban), también varios vascos, algunos cántabros, un Mendoza de Guadalajara, dos portugueses… y, de ellos, cuatro o cinco navegantes eran delincuentes que escapaban de la justicia al enrolarse, varios eran funcionarios reales y no viajó en la expedición, por raro que parezca o tal vez por sabia prudencia, ningún cura ni fraile.

Los marinos experimentados cobrarían mil maravedís al mes y seiscientos los novatos. Aunque ha de mencionarse que ninguno, de los que sobrevivieron, cobró hasta 1513 (21 años después), por mor de esas complejas diligencias que originan pequeños retrasos (sobre todo en los pagos) y que la burocracia, por difícil que sea hoy creerlo, tenía ya en aquella época.

He aquí algunos apellidos de los navegantes, seguro que con ellos podríamos hoy formar gobierno en cualquier país de habla española: Talavera, Baraona, Vergara, Foronda, Patiño, Godoy, Mendoza, Vélez, Yáñez, Alonso, Pinzón, García, Sarmiento, Ruiz, Niño, Gama, Peñalosa, Gutiérrez, Arana, Torres, Pérez, Camacho, Vallejo, Rodríguez, Bermejo, Xerez…

¿Sabían cuál era su destino? Evidentemente, no. Pero esto ya queda para otro capítulo glorioso.

06 junio 2018

Sánchez



Me ha hecho mucha ilusión tener de presidente del gobierno a un señor que se llame Pedro Sánchez. Y no es porque yo sea socialista progresista avanzado de toda la vida, ni porque sea de extremo centro izquierda, ni porque sea un peligroso podemita posibilista equidistante, ni un enemigo de los rancios patriotas ciudadanos y peperos más recalcitrantes. No señor, es sólo por el apellido.

Sánchez, ¿han visto los siglos tanta sencilla belleza? Alguien que se apellida Sánchez (hijo de Sancho) evoca la llaneza del personaje más popular y pegado a la tierra de “El Quijote” (esa novela que todos los españoles hemos leído varias veces) y, ese nombre, sólo puede augurar acercamiento, confianza y preocupación por las primeras necesidades a las que la vida en el planeta Tierra se vincula. Un Sánchez parece siempre una persona de tu barrio, con los pies en el suelo y que se preocupará más por tu salario, tu pensión, tus hijos y viejos y, sobre todo, por tu cesta de la compra y que dejará para otros nombres más ilustres el lucimiento. De modo que personas con apellidos más rimbombantes disfruten hablando, por ejemplo, de la evolución de los mercados internacionales, del desequilibrio fiscal y financiero, del mercado internacional de divisas y de otros temas igualmente apasionantes, pero de los que todos estamos al día por la inveterada costumbre popular española de consultar “The Economist” tan pronto como sale. Un Sánchez parece más proclive a tocar esos temas inéditos que suelen escapárseles a las mentes más privilegiadas.

Y no es que yo esté rencoroso con el presidente anterior, el Sr. Rajoy, pero es que donde esté  un Sánchez, por favor, parece que hay más confianza, uno se siente menos cohibido. Aparte de que Rajoy, cuando contestaba a las preguntas (que era pocas veces), lo hacía como para alejarte de su paso, para que te quitaras de en medio. Por ejemplo, cuando se dignaba contestar, casi siempre comenzaba con un “Mire usté”, y, claro, ya te había dado un empujón, se te quitaba toda la confianza, se perdía el cariño. Y es que a la gente no nos gusta que nos miren por encima del hombro, mire usté.

Pero no quiero hablar de Rajoy, porque de pequeño me enseñaron que no hay que hacer leña del árbol caído y, aunque en el caso de Rajoy sea uno cortado, tampoco  es bueno, ni de cristianos, ni siquiera de meras personas de bien, ensañarse con ese resentimiento malo, pero malo, malo y pernicioso. Y desde aquí juro que le perdono todo, desde los hilillos de plastilina ascendientes en modo vertical que salían del Prestige y otros asuntos del pasado, hasta lo de nuestros días.

Pero además hay otra cosa. Aparte de los merecimientos que se esperan de cualquier Sánchez que se precie en el gobierno de la nación, aparte de sus posibles logros en el futuro, aparte de los aciertos que todos y todas (las personas de bien) le deseamos, aparte de esa cercanía que esperamos que nos ofrezca, hay un factor que pocos han valorado. Sánchez tiene un fondo electoral que pocos han considerado: la familia. Sólo contando con que en las próximas elecciones le voten sus familiares, tiene un remanente electoral asegurado por encima del millón y medio de votos. En España, hay casi 1.700.000 personas que se apellidan Sánchez. Una familia numerosa. Si los Sánchez se aferran al poder será muy difícil descabalgarles. Miren, miren las encuestas. Pocas personas llegan al poder con esa cama genética, con ese colchón electoral. Y los politólogos en Babia.