12 junio 2012

Bolarque (parte 13ª)


Las ensoñaciones de Juan Escribano, además de desorientarle por su falta de atención al camino, le habían despistado en el cuadrante de ese tiempo, tan liviano y sutil para los seres distraídos y ausentes, que separa el día de la noche.
Su caballo había aminorado la marcha tanto y caminaba tan a su paso, que parecía no sentir al jinete y daba la impresión de deambular a voluntad. Y, al cabo, se detuvo en un cruce de caminos. Porque los caballos intuyen la voluntad de quien los monta y, sin el gobierno de ésta, sienten el desamparo de mover sólo un peso. Y el caballo, asustado, temió llevar a su lomo algo tan inerte como el peso de un muerto.
Ante el parón del animal, Juan salió bruscamente de su ensimismamiento, se irguió y, aturdido, pensó en qué lugar se hallaba. Pero fue inútil: era de noche y no podía ver las referencias que le hubieran orientado. Se dijo que la luz llena los días y da certeza a las cabezas y que, cuando ésta falta, todo queda vacío, como si se perdiera la memoria, faltase el conocimiento y quedara sin timón la voluntad. Pero se quiso tranquilizar pensando que todo era el efecto de la oscuridad de la noche y que no confluían en sus sentimientos otras cosas extrañas.
El encuentro con Cunmeigas le había trastocado. Y ni siquiera sabía el itinerario que había seguido para llegar al punto desconocido donde ahora se encontraba.
Se sintió absorbido por un punto vacío. No era la primera vez que le pasaba, lo sintió tras su primera batalla. Recordaba que, agotado, se sentó en una piedra. Dejó sus armas y pertrechos a un lado. Miró al suelo. Observó, como si nunca antes hubiera reparado en ello, las diminutas plantas, la piedrecillas, el polvo, el deambular de los insectos, los instrumentos artificiales de sus armas, sus pies calzados, oyó las voces de sus compañeros, los gemidos de los heridos y los moribundos, las imprecaciones presurosas y ácidas de los despojadores de cadáveres, los sonidos metálicos de las trompetas llamando a la reagrupación y, seguramente, los vivas de los suyos celebrando la victoria. Pero él no sentía nada, porque no puede sentir cosa alguna el que es incapaz de entender. Y él, pasado aquel tumulto interno que incita a defender la propia vida sin pensar en más, no se explicaba aquella división aleatoria entre muertos y vivos con que culminaba una batalla y por eso miraba al suelo, cuyos diminutos seres permanecían ajenos al sentir de los hombres. Pero, como ser educado en la milicia, hizo lo único que sabía hacer: obedecer. Y acudió a la llamada de su tercio.
Esa noche no había llamada alguna, si no era la del sobresalto interior de su propio abandono. Ninguna obligación le impelía a salir del agujero del vacío y se sentía ausente. Y, como estaba solo y el monte respiraba silencio, tuvo miedo de sentirse así y dio en acariciar al caballo en el cuello por sentir algo cálido y vivo a su lado. Desmontó, ató a Gastón a un marojo y le quitó mecánicamente la silla y las alforjas. Luego, acumulando hojarasca, improvisó un lecho vegetal y poniendo las alforjas por almohada, y cubriéndose con una manta que sacó de ellas, se dispuso a pasar la noche en aquel lugar imprevisto e impreciso, donde la oscuridad de la noche, y no la luz del día, le hizo despertar de su ensueño para encontrarse perdido y doblemente solo, como si se hubiera despertado en el vientre de un océano de oscuridad.
Deseaba dormirse para hacer más breve el paréntesis de aquella noche tan extraña. Pero, al acurrucarse bajo la manta y apoyar la cabeza en las alforjas, la cureña, la verga y el cranequín de la ballesta desmontada le hicieron difícil acoplar ésta. Había olvidado el arma. Ni el peso inusual de las alforjas, al desprenderlas del caballo, le había recordado el artilugio. Sólo, al apoyar la cabeza sobre aquellas durezas angulosas, recordó que la llevaba.
Eso le distrajo del sueño. Inmediatamente pensó en Abeladan. Aquel muchacho quería ser soldado. Sólo faltaba llevar a casa un arma. Sabía que, en cuanto viera la ballesta, no pararía de rogarle que la montara, que le enseñara a manejarla, y él no sabría negarse, ni valdría la pena que lo hiciera, porque los deseos impetuosos no pueden pararse y ya le había demostrado el muchacho su vehemencia por la caza.
Él no quería que Abeladan se fuera de soldado. Y no era sólo por el egoísmo de verse solo nuevamente, sino porque la vida soldadesca cambia a la gente y no siempre a mejor. Es más, él lo sabía bien, la vida de soldado hiere mucho más por dentro que por fuera, por extraño que pueda parecer, y deja inefables heridas en el alma que, de no morir prematuramente en la profesión, acompañan a los hombres de por vida, y no les dan descanso sino desasosiego, y jamás cicatrizan ni se olvidan.
Él no quería aquello para el chico. Hubo un tiempo en que pensó en convencerle pero, sabiendo que la experiencia es intransferible, desistió. Seguramente sus relatos, lejos de desanimarle, avivarían más su deseo; y su oposición, si el muchacho la veía rotunda, reafirmaría más a éste en su voluntad. Nadie aprende de la experiencia ajena. Así era el mundo, que los que nacen no heredan los conocimientos de sus antecesores. Estos conocimientos, sólo en una pequeña parte y a muy duras penas, pueden ser trasmitidos a algunos y raramente a los propios. Pero los burdos vicios son machacona e insistentemente repetidos por el común de las gentes, como si todos ellos vinieran con nosotros, como si la vida estuviera predispuesta a mantenernos necios y remisa a darnos fácilmente algo de juicio.
¿Cómo se podía estar tan decidido y ser, a la vez, tan ignorante?
En sus pensamientos sobre Abeladan, en un arranque, a punto estuvo de decidirse a desembalar la ballesta, quemar cuerdas y cureña en lo oscuro de la noche, machacar la nuez con una piedra, desvencijar el cranequín  y tirarlo, junto con la verga y los dardos, en cuanto amaneciera, en lo más frondoso de la espesura de algún barranco inaccesible o, mejor, sepultarlo todo para siempre en lo más profundo del Tajo.
Pero Juan se quedó dormido.