21 febrero 2016

Tutelado

Hacía mucho que no veía al Colás. Temía que, como sucede a veces con los viejos amigos, se hubiera ido sin ruido.
Esta mañana, como otras, fui a desayunar temprano a la churrería más alejada de mi casa. La caminata tiene un doble aliciente: el paseo en sí y un café con churros entre ida y vuelta.
Ha querido el azar que en la cafetería topara con Isabel, la hija mayor de mi amigo. Tras los saludos vino el inevitable:
-¿Qué es de tu padre?
-Pues está bien, pero en una casa tutelada del pueblo.
-¡Qué suerte tiene! Al menos está en su pueblo.
-No creas que no nos costó convencerle, pero llegó un momento que no podía seguir solo en su piso.
Tras despedirme de Isabel, volví a casa con la intención de visitarle. Y, como casi todo lo que se pospone termina por no hacerse, cogí el coche y me subí al pueblo. Está cerca, fueron apenas diez minutos.
Al cabo de un rato de deambular por la villa, y tras preguntar a un par de viandantes, localicé la casa tutelada. Es un bonito chalet, muy aseado, junto a un moderno polideportivo.
-¿Está el Colás por aquí?
-¡Huy ése!, en cuanto desayuna desaparece, lo tendrá usted por el pueblo –me contestó una señora que limpiaba.
-O sea, que sigue tan zascandil.
-Usted lo ha dicho.

Dejo la parte nueva y, llegando a la ermita de San Roque, bajo por la calle del mismo nombre hacia la Plaza Mayor. Me imagino que andará cerca del Poli o en el otro bar, La Esquina. No me equivoco. Nada más llegar a la plaza le localizo. Está sentado al sol apacible del invierno, en un banco, bajo los soportales, a unos metros a la izquierda del Poli.
Le encuentro algo más gordo, algo más ausente y ensimismado. A cuatro o cinco metros le digo:
-¡Colás, que la veo, que la veo!
Gira de inmediato la cabeza, me escudriña con los ojillos turbios, se sonríe y, enseguida, viene el saludo espontáneo de siempre:
-¡Papo, Sarvi!
-¡Anda galán que no es difícil ni na dar contigo!
-Pues, ¿quién te ha dicho que estaba aquí?
Le hablo de mi encuentro con su hija y del tiempo que llevaba sin saber de él.
-Ya pensabas que las había diñao, ¿eh?
-Tanto como eso no, pero no sabía nada de ti desde hace mucho.
-¿Qué tal tu mujer?
-Va tirandillo.
-Pues, cuídala, que, cuando se nos va la mujer, nos quedamos sin na. Mira yo, desde que me se fue la andaluza. Sí –y los ojos se le enturbian un poco más al decirlo.
-Bueno, hombre, pero aquí estás bien.
-Sí, pero de los 950 Ebros que cobro se quedan con el setenta y cinco por ciento. Y, antes de venirme, no te creas, que aun tuve problidad  de juntarme con una. Pero no me decidí. Hay que saber mu bien lo que uno mete en casa. Sí.
-Estás mejor así, Colás.
-Sí, puede. Pero, ahora, jódete. Soñando con los angelitos.
Antes de que profundice en su vida sexual, le cambio de tema:
-Aún voy de caza, Colás.
Él me mira y dice:
-Vamos a echar un pajandini -y me ofrece un cigarrillo negro emboquillado de papel oscuro que simula ser un purito.
Enseguida me dice:
-Y, ¿qué, aún les pegas o te se ha olvidao? Porque, lo que es aprender, te costó un güevo. Aunque, claro, a lo último, ya les cascabas bien.
-Pues igual que antes, solo que ahora tiro con el 20.
-¡Huy con el 20! Estás hecho un señorito, Sarvi. ¡Qué finura! ¿Y cómo andas de perro?
-Este año he enseñado a uno y parece que ha salido con buenas trazas.
Cagüen diole! ¡Cuánto me arrepiento de haber vendido la escopeta! Pero es que salía con un socio que no le daba ni a la nación. Cada vez que guipaba una encamada le dejaba que la tirara a él, que era mucho más joven que yo, pero ni por ésas. ¡Qué cosita más inútil, virgen santisma! Y es que de lejos ya no veía más que bultos pero, de cerca, cómo me las columbraba. Y como me falla un poco esta rodilla, me dije: A ver si me tropiezo y me pego un tiro. Y por eso lo dejé, no fuera a ser que tuviera un incidente y me se pusieran las cosas aún más climatélicas de lo que las tengo. Sí
En esto estamos cuando aparece un paisano, se apoya en una columna del soportal, y dice:
-A ése: dos estacazos, que es un bicho.
-No, hombre, es un buen amigo. No seré yo quien se los dé –contesto a la broma.
-Es más amigo mío y yo se los daría. ¿No te acuerdas de cuando íbamos a las ovejas? –insiste el recién llegado.
-Papo, no ha llovío na, dejé yo las ovejas a los dieciséis pa irme a lo de Pinilla, no te jode con lo que sale éste ahora. ¡Ayer fue la víspera!
-Y buena vida que te pegaste en lo de Pinilla.
-Sí, de cojones. Labrando las laderas con bueyes, que uno de ellos, a fuerza de hacerle herejías, te se arrancaba a por ti en cuanto te veía. Miá, al matadero hubo que llevarlo porque se lanzaba a por to lo vivo.
-¡Ahí os dejo! –dice el paisano por despedida.
El Colás vuelve a la caza:
-¿Has subido alguna vez por lo de Esteras?
-Sí, una. Pero ya no es lo que era. El AVE pasa por un lado del término y la autovía por el otro. Lo han vallado todo y, además, han puesto un montón de molinos de viento con caminos de acceso y, entre unas cosas y otras, la caza casi ha desparecido.
-Joder en diole, con lo bueno que era. Menudas sarracinas tengo yo hechas por allí. ¿Te acuerdas?
-Claro que me acuerdo.
-¿Y de las liebres? ¿Sigues sin verlas acamás?
-Me sigue costando. Alguna he llegado a ver, pero pocas.
-Entonces es que no veías una. ¡Qué cosita tan ciega! Con los ojos que te echaban y tú que na, con ellas en los pies y distinguiendo menos que una picha escayolá. ¡Madre mía, qué topito! ¡Sarvi, Sarvi, cuánto me has hecho de sufrir, pa Dios y pa mí lo que he pasao contigo! –y El Colás se retuerce de risa recordando mi torpeza de novato.
-¡Qué pocas se te iban! –digo haciendo honor a la verdad.
-Algunas veces me levantaba antes de que amaneciera, cuando aún no se habían encamado. Y, cuando subían de las laderas al encame en el llano, casi sin luz aún, me las trompicaba a la espera en el borde de la sierra. Y, yo creo, que aún podría hacerlo. Total, a la espera. ¿No te parece?

Paso un rato con él sin movernos del banco. Recordamos algunos otros episodios. Su afición por el cante.
-¡Ay, si a mí me hubieran educao la voz! Es que por Farina lo bordaba, ¿te acuerdas, Sarvi?
Y yo le digo que sí, que me acuerdo. Al cabo de un rato me vuelve a preguntar cosas que ya me ha preguntado. Yo le contesto haciéndome de nuevas. Le pregunto por la edad. Me dice que 87. Pero no me quedo muy seguro de que diga la verdad pues, según mis cuentas, pasa de los 90. Luego nos despedimos.
-Ahora que sé dónde estás, subiré a verte algún rato, Colás.
-Pues ya sabes dónde me tienes, Sarvi.

Mientras regreso a la ciudad no se me va de la cabeza la imagen del vejete que he dejado sentado en la solana de la plaza, imaginando que espera a las liebres al alba, que canta por Farina y al que, en lugar de soñar con angelitos, aún se le ocurren otras problidades.

14 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.24 y fin

Doña Currita, como un animalito desamparado que sólo fiaba en su marido, no salía de su crisis nerviosa. Una criada estaba permanentemente con ella, a la cabecera de su cama.
El mayordomo, las doncellas, los cocineros, el jardinero y la institutriz vivían en aquella mansión como si estuvieran presos. Apenas tenían trabajo que hacer. Todos sufrían, desde aquella noche, una especie de parálisis que, pese a sus ansias por salir de aquel lugar, de abandonar aquella casa, les mantenía anclados poderosamente a ella. Y ninguno sabía dilucidar si era la lealtad a sus señores o alguna fuerza poderosa y extraña la razón que les tenía imanados a aquel suelo, como inermes y sin voluntad.
Desde la desaparición de la niña trascurrían los días en una calma extraña en la que todo parecía absurdo. El ingeniero no salía de casa, la señora desvariaba en la cama, la gente del servicio no sabía qué hacer. La Guardia Civil desconcertada, nada resolvía.
Al caer las tardes, el lugar se volvía tenebroso. Una angustia asfixiante se apoderaba de todos y, apenas oscurecía, se precipitaban a cerrar puestas y ventanas, a candar con cerrojos o con trancas y a guardar tal silencio que ni doña Currita que, durante el día, lanzaba extraños gritos como si ululara, se atrevía a emitir el más quedo gemido durante las noches. Y el paraje de los Cantos del Duende, otrora testigo de fiestas interminables, música y torrentes de risas y alegría, devino entonces, cada noche, en una zona fantasmal, silenciosa y tétrica.
El ingeniero cobró un aire ausente y, si en algún momento conseguía conciliar el sueño, no podía descansar, ni éste le liberaba de la angustia pues, ineludiblemente, entraba en un mundo de pesadillas aterradoras en las que Abdel, mitad hombre, mitad espíritu, le atormentaba haciéndole confundir sus alucinaciones con la realidad.
Un día los cocineros observaron que todos los alimentos habían empezado a descomponerse. La harina se llenó de gusanos, los aceites se enranciaron, los vinos comenzaron a picarse, toda semilla aparecía taladrada, la matanza se pudría, el moho proliferaba de inmediato sobre panes y quesos, incluso las latas de las conservas comenzaron a abombarse.
El jardinero empezó a notar que algunos árboles envejecieron por días y parecían querer secarse. El agua de la piscina, recién renovada, se había vuelto pestilente e infinidad de larvas de mosquitos la infestaban.
Una extraña invasión de cucarachas empezó a salir de bajo las tarimas de aquellos pisos de maderas nobles y siempre saneadas.
Las noches se hicieron de una luz extraña, una mezcla difusa y nebulosa de azules y grises. Unos destellos, a los que los aterrorizados moradores no eran capaces de encontrar el origen, inundaban durante las largas amanecidas el paraje.
Para entonces el ingeniero era un ser sin voluntad que, también, había dimitido del entendimiento al no servirle éste para comprender nada. Sólo le quedaba la memoria y con gusto hubiera cesado de usar esa potencia, porque ésta, como si no dependiera de él, se empeñaba en devolverle de continuo al espanto.
La última noche una gran culebra apareció en uno de los comedores. Nadie se atrevió a echarla o a matarla y, aterrorizados, cerraron la puerta. En el exterior el aullido de un lobo no cesó en toda la noche. Amos y criados creyeron enloquecer. Y el ingeniero, ya completamente enajenado, pensó que lo visto y oído era también un sueño.
Ninguno sospechaba que en menos de veinticuatro horas aquella mansión quedaría vacía para siempre, que los señores y el servicio la abandonarían, que todos desaparecerían de allí en distintas direcciones, que jamás volverían a verse, y que la quinta nunca volvería a ser habitada por nadie, que ninguna persona la reclamaría jamás y que, incluso en el pueblo, se negarían a mentarla.
El último sueño del ingeniero le había llevado a la atalaya. Zarrúa quedó en aquel lugar definitivamente exánime. Los criados sacaron su cuerpo paralizado pero su alma quedó allí, aunque nadie lo notara, tras leer un mensaje dirigido exclusivamente a él.
La mañana en que la niña Regina apareció, hubo de ser un criado el que a la carrera avisase en el pueblo. Ya no había caballos y el coche del señor no arrancó, ni, aunque hubiera arrancado, estaba el enloquecido e inane ingeniero para conducirlo.
Cuando llegó la Guardia Civil, únicamente el jardinero tuvo valor para acompañar a los guardias hasta el pie de la antigua atalaya.
-Está en el segundo piso –indicó el operario señalando la entrada.
Un oficial, un sargento y dos números subieron.
Al llegar a la segunda planta, pegados a la pared, había dos barreños. En uno destacaba la cabeza de la niña colocada sobre el resto de su cuerpo descuartizado; en el otro, todas sus vísceras nadaban en su propia sangre. En la pared, sobre los dos barreños, escrito con brochazos de su sangre, se leía: "Reina por Reina".

FIN

La Casa Zarrúa Cap.23

Había pasado un mes desde aquella desaparición que todos calificaban de secuestro. Aunque el matrimonio no quiso recibir visitas, pues doña Currita había caído en una gran depresión nerviosa y el ingeniero no estaba para aguantar florituras ni cumplidos, no pudo Zarrúa negarse a recibir al alcalde y al gobernador. Sobre todo el segundo era demasiado poderoso para haberle hecho aquel feo. Por otro lado, ambos habían sido asiduos asistentes a sus felices veladas durante los años anteriores y garantes de su participación en algunos negocios.
Tras los saludos y un buen rato de parabienes, y tras asegurar al ingeniero que su hija aparecería, y hacerlo con tan virtual firmeza como real falta de fundamento, fue el gobernador el que, con un suspiro, quiso hacer al alcalde y al ingeniero partícipes de los graves problemas y desvelos que conllevaba su cargo. Ante sus infructuosas gestiones para recuperar a la niña y para que ambos interlocutores sintieran conmiseración por su persona, permanentemente volcada en su ardua y constante labor por la justicia, la ley y el orden, les hizo las siguientes confidencias:
-Fíjense ustedes, dilectos amigos, cómo en una zona tan calmada como la que habitan se producen, cuando menos se espera, asuntos extraños. Primero fue la misteriosa muerte, hace casi dos meses, de un tal Abdel Jabbâr, que cayó del puente, y, tres semanas después, este asunto tan delicado de su hija, señor Zarrúa. Aunque el primer atestado lo damos ya por zanjado pues, el tal Abdel, resultó ser un loco, un fanático al que su propio jefe hubo de expulsar del ejército. Por suerte las huellas que remitimos del cadáver coinciden con las de ese hombre, al parecer estaba acusado por sus propios superiores de numerosos actos de contrabando en nuestra guerra. Sus actividades debían ser bastante oscuras pues estaba perseguido por los servicios de información del ejército. ¿Se suicidó? ¿Lo asesinaron? Tanto da, ahora tenemos la seguridad de la muerte de ese loco. Y, desde arriba, se nos ha ordenado tajantemente zanjar la investigación y cerrar el expediente con la calificación de suicidio.
El ingeniero siguió la conversación sin dejar traslucir su preocupación y fingiendo sentir admiración por el trabajo de las autoridades y dar crédito a las mismas con respecto a la promesa de devolverle pronto a su hija. Sin embargo, tras las palabras del gobernador, tuvo la certeza de que los servicios secretos, por razones que no conocía pero imaginaba, habían hecho desaparecer a Abdel.
Cuando, con todos los cumplidos, agradeció al alcalde y al gobernador su atenta visita y el coche de aquéllos se perdió tras el polvo del camino, el ingeniero se sumió en la preocupación más descorazonadora. Si los maquis no habían secuestrado a su hija y Abdel había muerto, qué había sido de su indefensa niña, de aquella pobre e inocente criatura. Y, por primera vez, llegó el dolor sincero al corazón taimado de aquel hombre. Él mismo se sorprendió del milagro de que las lágrimas asomaran a sus ojos. Y lloró solo, con desconsuelo, con total desvalimiento, porque, por primera vez, todo se desmoronaba a su alrededor sin que el pudiera, no ya evitarlo, sino siquiera entenderlo. De algún modo la caída de Abdel, aquella criatura que un día levantó del barro, había precipitado todos los acontecimientos pero, siendo consciente de ello, no comprendía lo que estaba pasando.

13 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.22

La Guardia Civil se hizo cargo del caso. A todas luces parecía un rapto, presumiblemente de aquellos pocos maquis que, aislados, aún se empeñaban en resistirse al nuevo orden. Seguramente, en breve, pedirían un rescate por la niña y el asunto seguiría su cauce normal en esos casos. Más pronto que tarde los que hubieran perpetrado aquella tropelía caerían en manos de la justicia o bajo los fusiles de la Benemérita.
Pero no conseguían entender cómo la electricidad volvió y el teléfono comenzó a funcionar normalmente a las pocas horas, sin que se apreciara avería alguna. Incluso el motor del coche del señor volvió a ronronear apenas intentaron arrancarlo.
Tampoco se encontraron huellas pese a que la evidencia de los mastines degollados demostrara la entrada de personal extraño en la finca.
Los caballos eran los únicos que no se tranquilizaban y con los ojos desencajados se revolvían con frenética locura ante cualquier presencia. El veterinario dijo que nunca había visto animales en tal estado y, tras varios días sin cambios, dictaminó que debían ser sacrificados en las mismas cuadras, so pena de que, en su ciega agresividad, matasen a alguien. La Guardia Civil los abatió.
Por tres veces, en sucesivos días, los miembros del benemérito instituto registraron la finca a fondo sin encontrar nada extraño.
Zarrúa estaba desequilibrado por la desaparición de su hija. Llegó a pensar que su enlace no pagó a la partida por el asesinato del bereber y que, sintiéndose engañados, los miembros de ésta habían tomado aquella venganza.
A los dos días, por toda la comarca, se había extendido el bulo de que eran los maquis, con toda seguridad, los que habían cometido aquel secuestro, persuadidos de la gran riqueza del ingeniero y la posibilidad de obtener un cuantioso rescate.
Para sorpresa de Zarrúa, el sigiloso viajante, que hizo de enlace con la partida, cayó un día inopinadamente por la finca. Parecía un alma errante. Zarrúa, apenas lo tuvo ante él, lo metió de inmediato en la casa y, de un empellón, a su despacho.
Antes de que el ingeniero abriera la boca, el hombre, visiblemente acoquinado, imploró:
-Por favor. Antes de decir o hacer nada, déjeme hablar, señor Zarrúa. Se lo suplico.
-¿Cómo que te deje hablar, pedazo de cabrón, acaso te guardaste el dinero que te di, qué habéis hecho con mi hija, hijo de puta?
-No señor, no ha ocurrido lo que usted se piensa. Pero tampoco lo que usted deseaba.
-Explícate, antes de que te entregue a los guardias o te estrangule yo mismo –amenazó en falso Zarrúa, pero agarrando verdaderamente de las solapas al viajante.
-El dinero que me dio llegó a la partida. Se lo juro. Pero debe usted saber que pagó por nada. Los de la partida no mataron a su hombre. O bien alguien se les adelantó o bien se suicidó. Cogieron su dinero porque su propósito se cumplió y pensaron que, conseguido éste, usted quedaría igualmente conforme. Ahora se acusa a las partidas de haber secuestrado a su hija. Pero, digan lo que digan, ellos no tienen nada que ver. Sólo quieren que esto le quede a usted claro. Le juro que es la verdad.
-Bajo ningún concepto quiero volver a verte por aquí, ¿está claro?
-Están dispuestos a devolverle su dinero, señor Zarrúa.
-Ni por asomo vuelvas, si te veo por aquí, te mato.
El viajante desapareció despavorido, como si quisiera huir de su propia sombra.
Zarrúa quedó aún más preocupado. La perspectiva del secuestro le había dado esperanzas. Ahora la incertidumbre más sombría le atenazaba.

12 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.21

Pagó el ingeniero, por el mismo enlace que buscó, el servicio de aquella gente. Nadie podía vincularle con la guerrilla de la sierra. Todo fue rápido, eficiente y discreto. Y Zarrúa, al fin, respiró tranquilo.
Entre los irreductibles idealistas de la guerra civil quedaban algunas partidas armadas. Unos permanecieron fieles hasta al final a sus ideas; pero, otros, degeneraron en extorsionadores y sicarios. Algo en desuso, un espectro del viejo bandolerismo andaluz, otrora de trabuco y catite, orlado entonces de una aureola antifascista, y que tantos quebraderos de cabeza había dado, a lo largo de la historia, a todos los gobiernos en aquellas serranías.
Pasadas tres semanas de la desaparición definitiva de Abdel, se celebró una corrida benéfica en el pueblo. Las destacadas figuras del momento actuaban en el famoso coso de la localidad. La recaudación era, como frecuentemente sucedía en aquel tiempo, a beneficio de las zonas devastadas. Se daba por sentado que devastadas por la guerra, pero el origen de la devastación no había ningún interés en recalcarlo.
Ninguna persona de renombre faltó al festejo y tampoco los vecinos se lo perdieron. Y el ganadero no cobró por las reses, los toreros no percibieron un duro por su arte y el pueblo entero se dejó el dinero en las taquillas.
A la salida de la corrida, la flor y nata de la localidad estaba invitada, como era ya tradicional costumbre, a una selecta velada en la quinta del ingeniero. Los coches llenaron los jardines posteriores de la finca. No faltó música y baile, manjares, vinos finos y espumosos y otros lujos, entonces, al alcance de muy pocos. El boato de aquel sarao dejó sumamente complacida a toda la buena sociedad de la comarca. Y todos, a altas horas de la noche, se fueron despidiendo con sus mejores cumplidos del señor Zarrúa y de doña Currita. Y, durante años, se comentó aquel acontecimiento social, no sólo por la brillantez que tuvo, sino también por los sucesos que le siguieron. Y es que, aunque ninguno de los ilustres invitados lo pudiera imaginar y tampoco sus anfitriones, aquella fue la última fiesta que se celebró en la Quinta Zarrúa.

Contra todo pronóstico aquella noche festiva, llena de boato y postín, desembocó en una extraña madrugada. La luz eléctrica se fue. Los aullidos de los mastines de la finca se prolongaron rabiosamente hasta cesar de improviso. Extrañas luces fugaces sesgaron los jardines y la villa por uno y otro lado. El servicio, aterrorizado, creyendo sentir vibraciones que procedían del subsuelo, se encerró en sus habitaciones sin hacer un ruido y cohibiéndose hasta de respirar.
Solamente cuando la luz del día dio de lleno en aquellos parajes, entre un silencio extraño que ni siquiera perturbaba el trino de algún pájaro, el mayordomo, y todo el personal del servicio tras él, subieron en silenciosa y acobardada procesión la escalera de caracol que llevaba a la planta de los dormitorios. Entre la expectación de todos, el criado mayor llamó a la puerta de la habitación de los señores. Tras insistir, sin obtener respuesta, se decidieron a abrir y, pese a los temores de todos, encontraron al señor y a la señora profunda y plácidamente dormidos.
Trabajo les costó despertarles pues, lejos de ser natural, aquel sueño parecía inducido por algún narcótico.
Cuando el ingeniero y doña Currita regresaron a la realidad, no se explicaban todo aquel aparato, qué hacía todo el servicio en su habitación, qué ocurría.
Fue Zarrúa el primero en reaccionar, saltó de la cama en pijama, corrió a la habitación donde su hija pequeña, Regina, dormía con su aya. Pero en la estancia sólo descansaba la institutriz plácidamente. La cama de la niña estaba deshecha y la ventana de la habitación abierta con los visillos flameando al aire.
Cuando las voces y los zarandeos de Zarrúa despertaron a la institutriz de su sopor, ésta tardó un buen rato en ubicarse e, incapaz de entender lo sucedido, le fue imposible hilar palabra. Y, a las voces furiosas e inquisitivas del señor, sólo era capaz de responder, totalmente alelada:
-Señor Zarrúa, no sé nada. No he visto nada. Le juro que no sé lo que ha pasado.
Corrió el ingeniero hacia la puerta de la casa, llamando a grandes voces a su hija. Sin parar de gritar su nombre abrió la puerta principal seguido por los hombres del servicio. En la explanada levantada sobre el suelo y frente a la fachada aún quedaban, sobre los veladores, los restos de la fiesta de la noche anterior en el normal abandono que sucede a las jaranas. Pero, un poco más allá, junto a la entrada principal desde el camino que iba al eremitorio, toparon con los dos fieles mastines casi juntos, yertos, compartiendo el mismo charcón de sangre, con las gargantas casi totalmente seccionadas.
Todos buscaron a la niña por cada uno de los rincones de la finca. Gritaron cien veces su nombre, registraron todas las dependencias. Nada encontraron. Buscaron por toda la maraña de los Cantos del Duende, registraron incluso las covachas y el propio eremitorio. Todo fue en vano.
A doña Currita le dio un síncope y hubo que encamarla de inmediato y atenderla con sales, agua del carmen y cuantos otros remedios encontraron a mano las sirvientas.
El teléfono tampoco funcionaba. El potente coche de Zarrúa no arrancaba. El ingeniero quiso mandar a un propio, a caballo, para dar parte en el pueblo de lo sucedido y pedir ayuda. Pero los caballos, bien domados y siempre nobles, parecían haber enloquecido y coceaban nerviosos en sus cuadras, pateando los tablones, sin permitir que nadie se acercara a ellos.

11 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.20

El ingeniero siempre tuvo por gran virtud la previsión que, en su caso, era la denominación honesta que daba a la más maliciosa de las desconfianzas. Y, del mismo modo que fue osado y temerario cuando le convino en sus negocios, se mostraba cauto y prudente cuanto se trataba de evitar las consecuencias de los mismos.
En el fondo receló, desde el principio, de que el audaz bereber se conformara con aquella callada que le dio por respuesta. Por eso tomó algunas decisiones que, después, los hechos demostraron que habían sido acertadas, si bien no tan efectivas como él supuso.
Nada más acabar aquel verano, el ingeniero había convencido a doña Currita para mandar a la hija mayor a un internado en Inglaterra, so pretexto de que esas instituciones eran las amoladeras más finas donde pulir a las auténticas damitas de la aristocracia. La sugerencia de su marido adobó de vanidad el ego de doña Currita, que aceptó de inmediato una propuesta que, según ella, cuadraba a la perfección con la distinción que, en el futuro, convendría a la noble casta de su hija. Se dijo a sí misma que no había como los ingleses para mantener las distancias entre clases, era de dominio público.
Pero, en realidad, fue Zarrúa tan cauto en cuanto al destino de la muchacha, que, aunque para sus conocidos, la niña fue a estudiar a Inglaterra, en realidad viajó a Cork, en la católica Irlanda, donde Araceli ingresó en un colegio para señoritas distinguidas. Extremo este que sólo conocía con exactitud el ingeniero y, un tanto difusamente su señora, doña Currita, muy versada en heráldica y grandezas de España, pero algo despistadilla en geografía.
A Regina, la hija pequeña, le puso una institutriz que estaba con ella permanentemente.

Unos meses después, la presencia de Abdel Jabbâr en la ciudad lo complicó todo.
La mañana en que Zarrúa vio merodear a aquel jinete por el camino del eremitorio que pasaba junto a su finca, la desazón se apoderó de él. Inmediatamente tomó los prismáticos y no le cupo la menor duda: era Abdel.
Pese a que el jinete no hizo intención de entrar en la finca y pasó la mañana vagando por  aquellos parajes y por el cercano eremitorio, el ingeniero no podía asumir aquel atrevimiento. Y, aunque temía que sus paseos por los Cantos del Duende, si se hacían asiduos, terminaran relacionándole con el jinete, no podía evidenciarse ante las autoridades denunciando aquella presencia indeseada y, menos, entrar en contacto directo con el bereber.
Aquella insolencia era imperdonable. La osadía del bereber no tenía nombre. ¿Hasta dónde pretendía llegar? A aquel rifeño, se dijo para sí el ingeniero, le iba a pesar su decisión. Había llegado demasiado lejos, pero no le daría oportunidad de dar un paso más. No en vano Zarrúa había tenido tiempo de idear una solución para tal eventualidad.
Quizás el enojo del ingeniero le llevó a tomar una decisión que él consideró innocua para su fama y definitiva para concluir con aquel problema. Una decisión que eludía a las autoridades, a los militares de los que Abdel dependía y, sobre todo, que no dejaría ninguna huella de su intervención en la resolución de aquel irritante asunto.
El ingeniero, iniciado en alevosías en la vieja guerra africana y curtido en ellas en la reciente contienda española, era en su madurez un perro viejo, con el alma encallecida, acostumbrado a resolver los problemas más espinosos por vías inesperadas y expeditivas, aquéllas que, para dirimir discretamente ciertas inquinas, solían emplearse en tiempos bélicos.

En la Posada de las Ánimas dijeron cuanto sabían a la policía. Desconocían el motivo por el que aquel hombre llevaba una semana en la ciudad. Sólo sabían que llegó en tren, que hablaba poco y que cada día salía a pasear a caballo por los alrededores. No bebía, no se le conocían amistades en la localidad, no traía mujeres a la posada y no salió ninguna noche excepto la última, tras recibir una nota de un desconocido por la tarde.
Cuando los agentes de la policía recogieron el cadáver, pensaron en un primer momento que se trataba de un simple suicidio y, pese a ulteriores informaciones y pesquisas, no lo descartaron tampoco posteriormente.
Aparte de algún dinero y efectos personales, llevaba encima la tarjeta militar de un tal Abdel Jabbâr que constaba como capitán de Infantería destinado en Ceuta. También encontraron en las ropas del cadáver una nota escueta, escrita a máquina y sin firma, que decía: “Te estaré esperando en un reservado del casino. Solucionaremos nuestro asunto.”
Pero, puestos en contacto con la Comandancia Militar de Ceuta, se les aseguró que dicho oficial no tenía destino allí. Sin embargo, la misma Comandancia, pidió a las autoridades que tomaran las huellas dactilares del cadáver y las enviaran al Servicio de Información del Alto Estado Mayor. Eso hizo pensar a la policía que, aunque la Comandancia no reconocía al fallecido con destino en la misma, sí tenía otras referencias de él. Pero no osaron pedir más detalles porque, entonces, el que la policía hubiese pedido explicaciones al Servicio de Información Militar habría sido un atrevimiento similar a que un monaguillo le pidiera cuentas a un obispo.
Habían sido los primeros viandantes los que aquella mañana, al atravesar el puente sobre el gran tajo que separaba los dos barrios principales de la localidad, localizaron en su seno, casi cien metros por debajo, el manchón sangriento de aquel cuerpo estrellado en las rocas.
No era fiable la documentación hallada en el cadáver. Ninguno de los socios del casino conocía al interfecto, así que no era plausible que hubiese quedado la noche de su muerte con alguno. La policía, aparte del suicidio y sin descartar cualquier otra hipótesis, para no caer en fáciles errores, pensó que el muerto pudo ser objeto de una trampa.
En ese sentido, y no siendo el difunto habitual en el lugar, dedujeron que bien podría tratarse de un ajuste de cuentas entre delincuentes o un asunto del maquis. Pues, en aquel año de 1942, aún había algunas partidas de aquella especie de delincuentes politizados con los que la Guardia Civil no conseguía acabar.
Aquel cadáver fue enterrado en la fosa común y, pasado el tiempo, nada concluyente llegó a saberse sobre su fin.

10 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.19

Tras leer la carta, el ingeniero, de la incredulidad, pasó al asombro y luego, lentamente, a la más profunda y soberbia de las indignaciones.
Con la afilada jactancia y la roma prepotencia que da el poder a aquéllos que se sienten respaldados por él, se juró que tacharía de la historia el nombre de aquel oficialucho, que borraría de la tierra a aquel moro insolente, que aplastaría su desfachatez pisoteándole como a una cucaracha. Una especie de fiebre homicida y descontrolada se apoderó de su persona. Y, lo extraño, fue que Zarrúa no se espantó de ello, sino que le pareció justo responder con el hierro a la petición de reciprocidad que Abdel le hacía. Y es que, al ingeniero, la demanda de quien, en justicia, pretendía igualarse a él, le pareció la más ominosa de las agresiones.
Cuando, tras más de una hora, se sobrepuso al arrebato de la cólera y lentamente las oleadas de su ira fueron amainando, cuando, a duras penas, consiguió que sus pulsos se serenaran, Zarrúa logró al fin que su magín comenzase a trabajar. Su mente, educada en el cálculo y la reflexión, empezó a cavilar. La serenidad del pensamiento sofocó la pira de la pasión que la carta había prendido en su interior.
Al fin y el cabo, él era un intelectual y su cerebro estaba acostumbrado a pensar con rigor y  frialdad, sin dejarse llevar por la ceguera que producen los ígneos sentimientos en el común de los mortales.
Pero, a medida que recobró el equilibrio, y muy a su pesar, el ingeniero llegó a conclusiones que nada le gustaron. La pasión no le produjo miedo, pero la razón sí.
Para su familia sería una deshonra que saliera a relucir su relación con Abdel y sus oscuros negocios en el Rif. Su prestigio ante aquella sociedad que le idolatraba se desmoronaría. Las autoridades, permisivas en asuntos aislados y voluntariamente despistadas ante ciertos favores, jamás admitirían ni avalarían públicamente al protagonista de negocios tan oscuros y de corruptelas tan generalizadas. Y, de su relación con Malika, más valía que ni su esposa ni sus hijas supieran y, menos aún, que fuese la comidilla de aquella sociedad hipócrita, pacata y pueblerina a la que el ingeniero tenía subyugada.
Aquella carta no podía mostrársela a nadie. Para la policía, las autoridades y, sobre todo, para su familia, aquella relación y aquellos hechos, todos sin excepción, habían de permanecer ocultos. Aquello jamás había ocurrido. No sería él quien lo admitiera.
A utilizar sus influencias entre los militares, el ingeniero también renunció. Si Abdel estaba bajo las órdenes del general Mizzian, otro rifeño como él, la protección del Comandante General de Ceuta la tenía garantizada. Un general que había sido tan leal al Caudillo, como para alcanzar tal cargo y rango, gozaba de altísimo prestigio y era imposible que permitiera que uno de sus oficiales fuese incomodado y, menos, discretamente eliminado, como hubiera sido el más profundo y visceral deseo de Zarrúa.
Y sintió que toda su persona se veía anulada, temblorosamente insegura y atemorizada por el pavor al alud de oprobio que repentinamente podía caer sobre ella y aplastarla.
Aunque el ingeniero se sentía atado de pies y manos, quiso sosegarse. Mirando el asunto con frialdad, estaba seguro de que Abdel nada podría probar formalmente y, mucho menos, reclamar oficialmente. Todo aquello, en el peor de los casos, había sido un compromiso oral entre ambos, del que no existían testigos ni se guardaba memoria entre los hombres.
Abdel Jabbâr no existiría si él le borraba de su vida, si daba en desconocer su nombre, si no le contestaba, si no se daba por enterado de sus pretensiones y, simplemente, le ignoraba.
Pero, a lo que no conseguía mantenerse ajeno, era a aquella locura de pedirle a su hija, de dar a su primogénita por intercambiable con aquella oscura bereber del Rif que acabó su vida de ramera. Esa petición, además de ofenderle, desencajaba al ingeniero. ¡Qué desfachatez! ¡Qué pretensiones! ¿De dónde sacaba tanto orgullo aquel morito miserable?
La alusión a los Djinns ni siquiera la tuvo en consideración. Al ingeniero no le hizo la menor mella. Eran palabras que para él nada significaban. Todas aquellas zarandajas eran supersticiones de gentes brutales y atrasadas. En lugar de creer en esas presencias, o llegar siguiera a considerarlas, esos espíritus desconocidos resbalaron por su ánimo de piedra, dispuesto siempre a dudar, e incluso a burlarse, de amenazas mucho más consistentes y tangibles. ¡Valiente imbécil el morito de los Djinns! Debía tomarle por un niño.
El ingeniero fijó la idea del desprecio en su cabeza: Ni el bereber ni su nombre existían. No habían existido nunca. Simplemente, borrado de su mente, el bereber se diluiría, se desmoronaría en el tiempo, desaparecería con el mismo silencio con que había reaparecido.
Y decidió que la mejor postura sería seguir viviendo como siempre, como si nunca hubiese recibido aquella carta impertinente con aquella loca y denigrante pretensión. El desdén sería la moneda adecuada.

09 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.18

En aquella idílica bonanza llegó el año de paz de 1942. El matrimonio Zarrúa, feliz y respetado, veía crecer a sus dos hijas con lozanía y salud. Araceli, la mayor, iba para los quince años y doña Currita se esmeraba en hacer de ella una señorita de finura acorde con su rango. Regina, la pequeña, con sus ocho primaveras era la pasión de su padre, la alegría de sus ojos y el único ser que llenaba de amorosa blandura el corazón del ilustre prócer.
Aquella mañana de agosto miraba el ingeniero la correspondencia que el cartero del pueblo les había dejado. Entre la veintena larga de misivas fue descartando el ingeniero, rutinariamente, las de algunas amigas de su esposa, las procedentes de los bancos, las correspondientes a los frecuentes avisos de las empresas, las que habitualmente recibía solicitando recomendaciones, que enseguida intuía por el nombre de los remitentes… Hasta que, inesperadamente, reparó en una carta escrita a mano, aunque con membrete militar, dirigida a él y cuyo remite le arrastró al pasado pese a su obtusa e inútil resistencia:

Sr. Capitán Abdel Jabbâr
Comandancia Militar de Ceuta.

Como si hubiese sentido el súbito temblor de un seísmo, el ingeniero, primero sorprendido y enseguida sobresaltado, abrió el sobre con manos que los nervios volvieron torpes. Tuvo que leer la carta una y otra vez y sobar el papel por todos lados para conseguir que su mente aceptara, como realidad, aquello que se empeñaba en considerar ficticio:

Sr. Zarrúa:
Quizás le extrañe recibir noticias mías tras tantos años. Al igual que usted vino a la guerra de mi país, yo he visitado el suyo por el mismo motivo. Mi jefe natural, además de superior militar, es ahora el general Mohamed ben Mizzian, actualmente Comandante General de Ceuta nombrado por su Caudillo. Sigo el sino de mi nombre: sirvo al poderoso.
Ahora soy un militar español. Como ve, la guerra en un lugar o en otro, pese a mi indiferencia por la política, sigue siendo mi negocio.
En nuestro último trato usted quedó en deuda conmigo.
Para medrar en el ejército, en la sociedad y, consiguientemente, en los negocios, quiero casarme con una mujer española cuyo padre sea influyente. Usted reúne ambas condiciones.
Sé que tiene dos hijas. Pues bien, le pido a su hija mayor: Araceli. A pesar del comportamiento que usted tuvo con Malika, yo deseo honrarle casándome con su hija. Usted saldará su deuda conmigo y su hija tendrá una vida cómoda a mi lado.
Sé que vive usted en la serranía, cerca de una importante localidad pero, más cerca aún, de un lugar sagrado cuya verdadera naturaleza, seguramente, usted ignora. En realidad esas tierras, en las que ahora habita, son muy parecidas al Rif. Vive usted sobre lo que un día fue un khaloa. Hoy sólo queda de él un eremitorio deshabitado dedicado a un santo de su religión, si es que usted tiene alguna aparte del dinero. Sin embargo, le recuerdo que esos lugares son anteriores al Islam y a cualquier otra fe y que, en ellos, moran los espíritus, los Djinns, aquellos de los que un día le hablé. Son los mismos que me inspiraron la entrega de Malika como aval. Usted no respetó las condiciones y hoy las circunstancias me llevan a pedirle que me compense con algo tan querido para usted, como lo fue Malika para mí.
Sin embargo, en lugar de llevar a su hija a la desgracia, al deshonor y a la muerte, yo la desposaré y le daré buen trato. Usted, como siempre, ganará pese a todo, señor ingeniero.
Por la naturaleza de su respuesta sabré a qué atenerme.

Abdel Jabbâr.

05 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.17

Nadie supo si fue una coincidencia o algo premeditado. En junio de 1936, casi diez años después de su marcha del Protectorado, el ingeniero regresó con su familia a Melilla. Dijo a sus sorprendidas amistades que deseaba que doña Currita y las niñas conocieran los lugares donde él, en su dura juventud, hizo fortuna a costa de los muchos desvelos y sacrificios con que se empleó en aquella aciaga campaña del Rif. Y la sociedad de aquella noble villa admiró, una vez más, el didáctico empeño del ingeniero en mostrar a su esposa e hijas, ambas aún muy niñas, el duro yunque donde se fraguaban las fortunas de los hombres de valía y de pro.
En julio del 36 el apoyo al levantamiento militar fue casi generalizado en el Protectorado. En realidad, el ejército de África tenía una potente estructura y organización generada durante años gracias al presupuesto público de la nación que, ni por asomo, quiso relajar sus obligaciones en el norte de África. Y el ingeniero, nadie sabía cómo, estuvo en los momentos cruciales de la rebelión también a su servicio.
Sólo meses después, a finales de septiembre de aquel mismo año, cuando ya las tropas rebeldes habían tomado, o liberado según ellos, aquel altivo pueblo serrano en cuyas inmediaciones tenía el ingeniero su quinta, regresó la familia Zarrúa a su bucólico hogar. Una vez más Zarrúa había sabido estar junto a los futuros vencedores, adalides de la unión, libertad y grandeza de España, en el momento y el lugar adecuados.
Al regresar supo que, desgraciadamente, había habido en la población muertes, asesinatos, luchas e incendios durante la asonada pero, con la llegada y el asentamiento de las tropas sublevadas, todo acabó y las listas de ejecuciones, llevadas a cabo con riguroso orden, sustituyeron a la inicua anarquía inicial de aquella guerra.
Los libertadores quisieron proponerle como alcalde pero el ingeniero rechazó la idea y regresó a su villa de recreo con la protección de un pelotón militar. Y en la quinta, pese a las estrecheces que la guerra impuso a casi todos, siguió recibiendo a la gente bien de la ciudad y agasajándoles como tenía por costumbre, pues las penurias parecían no existir para aquella familia afortunada. Y todos se hacían cruces de la influencia de aquel ingeniero con las nuevas autoridades y se deshacían en elogios de su talento, su valía y su hombría de bien.
Y acabó la guerra civil y las cosas, para los vencedores, fueron aún mejor que antes. Al menos en aquella nobilísima población que hacía cabecera de la serranía.
Cada vez eran más raras las otrora frecuentes, durante la contienda, ausencias del ingeniero. Y cada vez más numerosas las veladas con gente poderosa, militar y civil, que el señor Zarrúa continuaba celebrando en su finca. Y todos habrían jurado que aquel prohombre, doña Currita y sus dos hijas constituían la familia más feliz, caritativa y pródiga que jamás hubieran conocido aquellos lares, tan rancios y altivos, de la sagrada España.

La Casa Zarrúa Cap.16

Desde el punto de vista ético, la diferencia entre unos hombres y otros no está en los errores que cometen, pues suelen ser los mismos salvo contadas excepciones, sino en el modo de asumirlos durante el resto de sus vidas. Y mientras algunos no pueden olvidar sus faltas y viven atormentados por ellas o, como poco, lamentándolas; otros, ni siquiera las consideran tales y las sepultan bajo una espesa capa de indiferencia. Es esta indiferencia una mezcla egoísta de permisividad y olvido. Y, concediéndose a sí mismos semejante bula, viven felices, impasibles y despreocupados. El ingeniero Zarrúa pertenecía a este segundo grupo de personas y, por tanto, estaba libre de las trabas morales que, a tantos otros, convierten en ineptos para los negocios, la milicia o la política.
Portando todo este bagaje personal, forjado en la Guerra del Rif, y la gran fortuna que la misma le proporcionó, el ingeniero se estableció en la península y sentó la cabeza.
Casó Zarrúa con la hija de un Gran Maestrante de la Caballería, en una ciudad serrana con mucha historia del sur de Andalucía. En 1927 Doña Clara Francisca de Jesús y del Consuelo de los Pobres Gómez-Diempures de Avellaneda y Guillemín de Córdova, más conocida en la villa como niña Currita, se convirtió en su esposa.
El primer embarazo y la flaca salud de doña Currita, como respetuosamente empezaron a llamarla de casada, empujó al ingeniero a construirse una quinta de recreo a una legua de la noble e histórica población. Fue en un paraje, tan bello como desierto, sólo concurrido una vez al año por el paso de una romería popular a una ermita cercana, lugar muy rústico, colgado de unas peñas y del que nadie conocía el origen.
La localidad entera celebró la decisión del adinerado ingeniero y toda la nobleza, abundante en la zona desde el emperador don Carlos y su hijo el rey Felipe, aprobó tan sabia decisión. Y así se levantó una obra ambiciosa, y ostentosa incluso para el gusto de la época, en los boscosos parajes de los Cantos del Duende: La Quinta Zarrúa.
En la finca sólo se recibía a lo más selecto de la villa realenga, gente que era de por sí lo más arcaico de la nobleza no ya de aquella serranía, sino de Andalucía entera. Y la largueza de la casa Zarrúa se extendió entre aquellas alcurnias de origen tan antiguo como desproporcionadas pretensiones. Las fiestas de los viejos palacios de la noble ciudad serrana quedaron eclipsadas por aquellos saraos en la quinta del ingeniero a los que concurrían la flor y nata de la aristocracia, la milicia, la banca y los negocios.
Y en esa relajada vida, rodeados de servicio, respetados por toda la sociedad y siendo objeto de la admiración y pleitesía de todos, medró la familia Zarrúa.
Doña Currita y el ingeniero tuvieron dos hijas. Araceli, la mayor, nació en 1928; Regina, la menor, seis años después, cuando doña Currita se hubo restablecido suficientemente de su primer y aparatoso embarazo y de su largo y dificultoso parto. Y ya, tanto por la quebradiza salud de la señora, como por no dar la ordinaria sensación de criar proles, dieron por zanjada los Zarrúa ulterior descendencia.

04 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.15

Terminó la Guerra del Rif y quedó asentado el estatus de las empresas empeñadas en la modernización del Protectorado. Los negocios que el ingeniero fraguó en la guerra se consolidaron con la paz y el lucro de las industrias a las que representaba, así como el suyo propio, alcanzaron cotas poco imaginables.
El ingeniero Zarrúa no volvió a saber de Abdel y, a decir verdad, tampoco le necesitó. Abdel se difuminó en la memoria del ingeniero al igual que su pretendida compensación. La paz hacía innecesaria la mediación del bereber y tanto su figura como su ilusoria contrapartida por Malika se desvanecieron y, finalmente, quedaron tan barridas de la mente del ingeniero como aquellos estrambóticos Djinns en los que el bereber creía.
A finales de 1926 Zarrúa abandonó Melilla. Su presencia in situ ya no era necesaria. Lo hizo con el sigilo del zorro que, con el cuerpo retesado de saín, abandona  orondo su raposera.
Todos sus conocidos pensaron que era una ausencia provisional, pero el ingeniero había preparado con tanta calma como secreto su partida definitiva. Personas y entidades, en aquella ciudad, habían sido meros objetos para él, ya para conseguir dinero, influencia o negocios, ya para su placer. Nada personal creía dejar atrás.
Malika, su bella amante, tan ansiada hasta ser conseguida, no fue una excepción. Ni siquiera le dijo adiós. Un día desapareció sin más, sin recoger de la casa del arrabal sus objetos personales.
Se trasladó a la península, su presencia en el Protectorado no se requería. Los beneficios que la paz trajo a sus empresas y, los suyos, estaban garantizados de por vida tanto en el Protectorado como en otros lugares. Invirtió la mayor parte de sus ganancias, atesoradas en la guerra, en acciones de esas mismas industrias.
Cuando desembarcó en Algeciras sintió por las calles algunas coplas populares:

“Ni me lavo ni me peino
ni me pongo la mantilla,
hasta que venga mi novio
de la guerra de Melilla."

"Melilla ya no es Melilla,
Melilla es un matadero
donde van los españoles
a morir como corderos.” 

Había faltado seis años de la península y aquellas coplillas le recordaron que la estancia de algunos en el Rif había sido muy diferente a la suya. Pero el ingeniero nunca vinculó su suerte con la de los desgraciados, del mismo modo que, habitualmente, no se vincula la riqueza de unos pocos con la pobreza de las muchedumbres, habiendo fundadas razones para hacerlo.
Así que Zarrúa regresó rico y sin que su conciencia albergase, como inútil polvo o seca paja, el asomo del menor remordimiento.
Sólo tiempo después, por un jefe militar conocido, llegó a saber que su amante estaba embarazada cuando, repentinamente, la abandonó. Ambos rieron confianzudamente del regalo con que abandonó a la rifeña y bromearon sobre cómo el genio español fecundaba ineludiblemente las salvajes tierras por las que pasaba en su sacrificada labor civilizadora.
Más tarde, cuando Zarrúa ya estaba casado con la hija de un aristócrata andaluz que, como él, aunque a menor escala, había participado en los negocios africanos, llegó a saber también, aunque no le interesaba en absoluto y hubiera preferido ignorarlo, que Malika, la bereber, había muerto.
No pudo evitar que aquel bienintencionado policía le contara los detalles. Al parecer, desesperada y desvalida, se deshizo del hijo que esperaba. La pobre ignorante pretendió que, en aquella ciudad de comadres, no se supiera. Suplicando acogida, volvió con los suyos, pero no fue admitida en su cabila y sí repudiada por su familia.
-Así que aquella zorrita bereber, que fue su amiga, -le dijo con ánimo jocoso el policía -terminó en Tánger como prostituta, ¡qué listo anduvo usted, señor Zarrúa!
Zarrúa trató de cambiar de conversación pero aquel policía, creyendo dar coba al influyente ingeniero, alabó su tacto al deshacerse de su amante. Y, como colofón, añadió que aquellas mujeres eran medio salvajes y que, tras gozarlas temporalmente, lo mejor era alejarse de ellas pues, mismamente, aquella Malika, por las causas que fuera, murió cosida a puñaladas, como si hubiera sido víctima del ritual de un fanático o de un poseso que, al fin, terminó por degollarla.
-¡Qué buen criterio tuvo usted, señor Zarrúa, dejando tan a tiempo esa inicua compañía!
Sólo tras esta frase consiguió que el policía cambiara de tema. Pero, pese a los detalles, el ingeniero no dedicó más de un minuto a pensar en aquella mujer, aquellos recuerdos sólo eran detritus de un mundo que ya había dejado afortunadamente atrás. De aquel ambiente, si acaso, sólo recordaba el placentero ardor de sus noches de pasión con la nativa, sí, ciertamente exótica y salvaje, pero, cuya compañía, habría sido totalmente inadecuada e inaceptable en la verdadera sociedad, aquella a la que Zarrúa siempre perteneció.

La Casa Zarrúa Cap.14

El ingeniero no supo oponerse a la decisión de Abdel, no tuvo argumentos. Zarrúa tuvo que reconocer que el bereber se había comprometido de modo personal, como le exigió, en aquella garantía. Aunque ciertamente no esperaba aquello.
Por otro lado, comenzó a correr el tiempo y el Fokker C-IV de reconocimiento que alquilaron las compañías para el trabajo fotográfico culminó con éxito su misión. Y aquellas fotos tuvieron muchos clientes. El primer negoció prosperó y eso hizo que el ingeniero perdiera su preocupación inicial pasados unos meses.
De Abdel no supo nada, pero no le importó. Los hechos hablaban por él, el aeroplano no tuvo ningún incidente pese a haber estado muchas veces a tiro de los rebeldes y los preparativos para el inicio de viales progresaron sin oposición armada de los insurgentes y con aparente contento de los nativos contratados.
Pero Zarrúa, aburrido por el tedio de la ciudad que, tras aquellos años, había perdido para él cualquier aliciente, dio en pensar en el rehén que el bereber le había dejado. Primero por curiosidad y, pasado un tiempo, por afición y morbo, empezó a menudear sus visitas a Malika. Se dijo que, al fin y al cabo, era su garantía y, si de esa garantía, no podía obtener ningún provecho, entonces tal aval nada le reportaba y eso estaba reñido con los criterios que regían los negocios. Se convenció a sí mismo de su natural proceder, cosa que, como desaprensivo negociante, no le costó mucho.
La asiduidad de sus visitas vencieron pronto la desconfianza inicial de la joven y enseguida comenzó a deshacerse de la mujer mayor que la acompañaba, sin llegar a despedirla, pero mandándola a recados cada vez que visitaba a la muchacha. Pero aquella mujeruca entendió enseguida y, cuando Zarrúa aparecía, ella se esfumaba.
Para Zarrúa aquella virgen que rondaba los veinte años fue, al principio, un juguete encerrado en aquella casa, escondido bajo aquellos velos y, sobre todo, oculto por todas las creencias ancestrales de su raza. Era para él un reto conseguir que la joven se fuera abriendo a recibirle, a seguir sus conversaciones, a perder el recatado mutismo que su cultura le imponía.
Pero, por otro lado, aquella mujer que tenía permanentemente a su alcance, se fue convirtiendo en una tentación exótica, cada día más subyugadora para el joven ingeniero. Y las artes de persuasión del caballero, siempre paciente y educado, lentamente hicieron mella en el ánimo de la joven.
Tras algunas semanas, que al ingeniero se le alargaron como meses, consiguió que la joven pasase de considerarse su propiedad accidental a sentirse también su protegida. Y poco a poco, la constante gentileza y los frecuentes regalos del solícito Zarrúa ganaron el afecto de aquella muchacha, acostumbrada a obedecer sin contemplaciones y a vivir bajo el imperio del hombre.
Al cabo de unos meses, terminó sucediendo lo que el ingeniero deseaba, apocadamente al principio y poco después con vehemencia: Malika se convirtió en su amante. Y la pasión del ingeniero llegó a tal límite que la humilde casa donde habitaba la muchacha se convirtió en el centro de las operaciones habituales de Zarrúa. Y sólo para asuntos oficiales, que requerían una fachada respetable, empleaba ya la lujosa suite del hotel.
La sociedad española de Melilla, al menos la masculina, veía con naturalidad la relación del ingeniero. Al fin y al cabo era lo lógico en un hombre soltero de su edad y, además, todo el mundo valoraba que Zarrúa tuviera la decencia de no sacar a su amante nativa de la casa y lucir su belleza por calles y casinos. La sociedad estaba preparada para entender la vida íntima de cualquier caballero, fuese la que fuese, pero no las ostentaciones públicas de la misma. Lucir públicamente a las amantes, otra cosa era tenerlas,  era un comportamiento que no habría sido admitido por aquellas rectas gentes, de bien, naturalmente, que hacían alabanzas del disimulo y virtud de la hipocresía. De modo que Zarrúa, guardando las apariencias, lejos de ser vilipendiado por su conducta, era admirado no sólo por su gusto, con respecto a la bella muchacha, sino también por la salvaguardia que hacía de la debida discreción y la decencia, sanas costumbres muy españolas.
Había pasado más de un año desde su último contacto con Abdel.
Un muchacho harapiento llamó un día a la puerta de la casa en la que convivía con Malika. Pidió ver al ingeniero y, sólo a éste, le entregó, sin esperar respuesta, una nota que decía lo siguiente:
Ha tomado mi garantía. Y, de ser un aval, la ha hecho sin razón su propiedad. No puedo reprochárselo, aunque tal vez debiera. Esa mujer es ahora su bagaje y, por haberse adueñado de ella sin faltar yo a mi palabra, queda en deuda conmigo. Quizás no llegue el momento de mi contrapartida pero, si un día llega, habrá de restaurarme con equidad lo que me ha quitado y, bajo ningún concepto, podrá negarse. Ahora tiene un vínculo conmigo al que jamás podrá volver la espalda. Recuerde que nuestro trato lo avalaron los Djinns.
No tendrá queja de los negocios en los que con usted me empeñé. No obstante, prefiero no verle a usted ni recordarla a ella. No creo que le importe que nuestra relación comercial haya terminado. Si acaso vuelve a saber de mí será para reclamarle su débito. No lo olvide.

Abdel Jabbâr