18 julio 2013

V.- El Renuncia: Los dos

 
Y así caminaban los dos, disfrutando de un diálogo pausado que, en la ciudad, era ya difícil mantener pues, como todo el mundo sabe, los ciudadanos andaban de continuo irritados con los políticos, asustados por la crisis, desorientados por los jueces, entontecidos por los periodistas, empobrecidos por el paro, estresados por los horarios, acojonados por el tráfico y, en cierto modo, mentalmente capados, o incapacitados, para otra cosa que no fuera quejarse en privado, seguir la liga de fútbol y navegar por Internet.
Los dos caminaron por la ciudad un buen rato. MP solía hacer comentarios ácidos, cuando no profería espontáneas invectivas contra todo cuando le irritaba y Serafín, lejos de criticar al momentáneo mecenas de su renunciación, procuraba entender las razones de su justa ira pues, la renunciación, no le obligaba a la privación intelectual de cuantos pensamientos le suscitaran las palabras ni viceversa.
- Pero mire, Serafín, el agua, que debiera regar los jardines, vertida en el asfalto por la incuria de aquellos que debieran manejar los surtidores adecuadamente. ¿Se puede permitir tanta incompetencia? Pero, ¿es que hay derecho a esto?
- No señor, no lo creo. Ya es un lujo dedicar hoy el agua potable a regar los céspedes. Mas mucha más razón le asiste, don Macario, porque, por añadidura, dejar que los chorritos vuelquen directamente en el  cálido asfalto no parece acción de recibo.
- Y luego nos negamos, insolidariamente, a que se trasvase el excedente de nuestras cuencas a hermanas vecindades.
- Ah, pero, ¿es que nos negamos?
- No ha habido redaños hasta ahora para hacerlo abiertamente pero, ya sabe usted, cuando los políticos empiezan a escarbar… Que si hay que poner límite a esto, que si hay que establecer un canon… ¡Pura envidia, envidia de la riqueza que otros son capaces de crear con lo que, como está usted viendo, nosotros dilapidamos alcantarilla abajo! ¡Pero así somos, Serafín, codiciosos y cicateros!
- ¿Y dónde van las aguas de los trasvases?
- ¡Dónde quiere que vayan! A apagar la sed de hombres y tierras, a llenar los desiertos de hermosos naranjales, a hacer de los yermos espléndidas huertas de feraces cultivos, a aplacar los rigores que el sol…
- Dicen que en esas zonas llega a perderse gran parte del agua que les llega, sin que nadie sepa su destino. Y dicen que, gran parte, la dedican a regar campos de golf y a mantener el suministro a muchas urbanizaciones con piscinas en cada chalet. Y dicen que, gracias al agua de esta zona, está teniendo un gran auge allí el turismo. Y dicen que se especula con los suelos y que la corrupción es grande porque…
- No haga usted caso de los bulos, dilecto Serafín, pues, si todo lo que dicen fuera cierto, no tendrían agua bastante con la del Misisipí-Misuri. Todo eso son infundíos, ganas de malmeter, envidias hacia el que es competente y sabe cómo crear riqueza. No lo dude, es todo un mezcla de celos, dentera, envidias y filibusterismo informativo.
- No, si yo, con esto mío de la renunciación, como si les desvían el río entero. Como usted comprenderá, no priman en mí intereses personales. Sin embargo, al enterarme de que todos esos garrulos de la ribera del Tajo, sobre ser lo que son, sean además codiciosos y cicateros, ¿qué quiere usted, don Macario? Se me hace duro de entender.
- Amigo mío, el mundo está lleno de contradicciones. No ha oído usted decir que en cuanto más se bajan los impuestos más se recauda. Pues se explica porque, animados los empresarios por lo bajo de los costes, más fácilmente montan empresas y las llevan al auge, más fácilmente contratan y despiden, y más ágilmente funciona la pesada, pero imprescindible, máquina de la economía.
- Sí, pero, supongo yo, por la misma razón, que en cuanto más se bajaran los precios de los pisos y de los coches, por poner un ejemplo, más se venderían, y en mayor número podrían fabricarse, y más trabajo habría.
- Son cosas que poco o, más bien, nada tienen que ver, señor mío. Los impuestos los marca el Estado que, bajo ningún concepto, tiene por fin el enriquecimiento y el lucro, y los precios de los bienes ha de ponerlos el mercado bajo las premisas de obtener unos beneficios razonables y, así, los impuestos deben de bajar y los precios deben de incrementarse razonablemente pues sólo las ganancias de los hombres de empresa hacen viable el mundo.
- Pero, ¿no es de los impuestos de donde se pagan los gastos sociales?
- Gastos sociales son los que le sobran a una economía boyante. Eso genera sólo paniaguados. El centro de todo es la empresa y los empresarios. Ellos hacen que el mundo gire sobre su eje. No lo olvide, caballero.
- Le parecerá raro pero, hasta hace poco, yo fui uno de ellos.
- ¿Un paniaguado?
- No señor, un empresario.
MP miró incrédulo al renunciador vocacional y pensó que la locura de aquel ser ridículo le hacía también tener delirios. Pero, como apreciaba sus dotes de dúctil conversador, le dijo:
- En ese caso, me extraña que no tenga usted grabados a fuego estos principios elementales y rectores del mundo. Y, tal vez, eso explica que se haya usted visto como está. Con perdón, quiero decir sin empresa y víctima de la mayor carencia de todas las cosas –dijo MP para, sin perder fluidez, adornarse con el circunloquio y no decir en la puta miseria.
- Pues no señor, se equivoca usted, que mi empresa sigue boyante o, al menos, así la dejé cuando, tras la muerte de mi querida esposa, renuncié a ella. Pues era la opulencia proporcionada por mi empresa obstáculo principal para mi vocación a la renuncia. No obstante, la dejé en manos de mi gerente, persona hábil que la gobernará con pulso firme.
- Sí, sí, no me cabe la menor duda –dijo MP siguiéndole la corriente- Y, ¿dónde dice usted que vive?
- En La Gavina.
- Pero, qué me dice, ¿en la urbanización La Gabina de Doña Guiomar, la que está junto a Soto Luengo Moradas, la de cada parcela a un millón de euros? –dijo MP incrédulo.
- No, hombre, en La Gavina de Polvoranca, en la fonda del tío Simancas. Aunque las noches de lluvia duermo en el corral del Mondacimas, dentro de mi coche –puntualizó Serafín con una sonrisa que hacía juego con su nombre.
MP, ya crédulo, pensó en lo bien que le venía a su interlocutor el nombre, pues mucho mejor que Ángel Caído sonaba Serafín Tirado. Pero, recobrando su entereza habitual, le dijo:
- Bueno, bueno, nos despediremos aquí porque, viviendo en tales andurriales, no esperará que le acompañe.
- Ni por pienso, don Macario.
Y se marcharon cada uno por su lado.

13 julio 2013

IV.- El Renuncia: El Encuentro



Macario Prosopón, o sea MP, estaba cagando tranquilamente sobre el césped del jardín, cerca del parterre cuyas flores formaban el escudo de la ciudad, cuando aquel pobre le vio y se sentó en uno de los bancos a verle obrar, por si aquella insólita acción podía aportar algo, espiritual naturalmente, a la renunciación vocacional que el indigente arrostraba.
- ¿Qué mira? –dijo MP, concentrado en los esfuerzos.
- Contemplo su estampa en esa insólita acción.
- ¿Es que acaso no cagan los perros en el césped? Pues entonces, también yo tendré derecho, ¿o no?
- Sí, señor, pero se da el caso de que sus amos recogen luego el truño dejado por el animalito, según rezan las normas municipales.
- Pues mire usted… el mío se va a quedar aquí… porque da la puta casualidad de que yo no tengo amo que lo recoja… ¿Se entera? –contestó MP un poco entrecortadamente por los esfuerzos finales.
- Muy interesante. Y, a la par, razonable. No había caído yo en ese detalle. Y, si me permite que se lo diga, creo que lleva usted razón.
- Menos mal que, alguna vez, topa uno con alguien razonable. Estoy hasta los lorolos de que me tomen por loco.
- ¡Huy por loco! No señor. ¡Dios me libre! A mí me parece que está usted volviendo a la vida natural, al reciclado de la materia, a la genuina cadena trófica, al uso de los fertilizantes orgánicos, a todo lo que se nos dice que hay que hacer pero que nadie hace. Pero si hasta me parece usted un ecologista, talmente de Greenpeace, oiga.
- ¡Mire, no me toque los cojones! –contestó MP con su peculiar tendencia inmoderada a la violencia.
- ¡Tío guarro! -le chilló una señora que venia de por el pan.
- Ve usted, como no hay vergüenza -dijo MP, momentáneamente calmado y con cara de resignación, mientras tiraba el puñado de césped con el que acababa de limpiarse en medio del escudo del parterre.
- Hay que tener paciencia, la gente necesita educación. Es nuestra única esperanza, señor mío.
MP se acercó despacio mirando detenidamente a aquel mendigo que, para variar, le había caído razonablemente bien. Cuando llegó al banco dijo:
- Me llamo Macario Prosopón, ¿se puede saber cuál es su gracia?
- ¿Cómo que mi gracia?
- ¡Que cómo se llama! ¡Coño!
- Ah, sí, usted perdone. Serafín Tirado, servidor de usted.
Entonces MP le largó la mano, en un detalle que hacía tiempo que no ensayaba. Serafín miró la mano un segundo, algo escrupuloso, y se la dio tragándose los melindres pues, siendo él un harapiento con más mugre que el palo de un gallinero, no parecía correcto que pusiera reparos en estrechar la mano amiga que, tan campechanamente, le ofrecían. Luego del saludo, se restregó un poquito la mano en el pantalón, iluminado por un ciento de lámparas, como el que no quería la cosa. Sin embargo, resistió la tentación de olérsela con disimulo.
MP se sentó a su lado y pasó un buen rato sin que uno ni otro dijeran palabra. Su silencio sólo era interrumpido por el sonido del tráfico y por los ruidos de las tripas de Serafín que, aburridas del excesivo espacio hueco, jugaban a pasarse el aire de unas a otras. MP se levantó al cabo de un rato y dijo:
- No crea usted que no comprendo lo que me ha dicho. Espere aquí un momento. Ahora continuaremos nuestra conversación.
Cruzó la plaza por mitad de la gran rotonda, entre el inmediato concierto de bocinazos, y entró al bar El Diamante Africano que estaba al otro lado. A los cinco minutos deshizo el recorrido, entre otro trompeteo similar, y se presentó ante Serafín con dos bocadillos, envueltos en un papel que traspiraba manchas de grasa, y dos botes de cerveza.
- ¿Por qué no utiliza usted los pasos de peatones?
- Porque yo voy allí, y no a dar la vuelta a La Alcarria, que esa ya la dio Cela en buena hora. ¿Qué culpa tengo yo de que todo en las ciudades se haga en función del tráfico rodado, señor mío?
Le largó un bocadillo y una cerveza a Serafín y éste, contento de que el bocadillo viniera envuelto, quitó el papel y contempló con delectación que era de calamares rebozados.
- Mil gracias, don Macario.
- No se merecen.
- Bien veo que se ha dado usted cuenta de mi condición.
- ¡Hombre, según le sonaban las tripas!
- No me refiero a ésa.
- Pues no sé a qué otra puede referirse.
- Hombre, yo había pensado que, siendo usted una persona de recia lógica, nada más verme y cambiar conmigo unas pocas palabras, se habría dado cuenta de que lo mío es vocacional.
- ¿Quiere decir que tiene hambre porque quiere?
- No señor, quiero decir que mi estado es voluntario y que, lo del hambre, es algo derivado de él, pero no consustancial.
- ¡Aaah!
MP miró a aquel desgraciado con más conmiseración que antes y sintió ganas de largarse, porque bastante loco estaba ya el mundo como para acompañarse de un ejemplar, hecho carne, de la demencia misma. Así que, en vez de discutir, dijo simplemente:
- Entonces, ¿qué?, ¿está bueno o no está bueno el bocadillo?
- Bueno está, sí. Pero esa no es la cuestión. Necesito saber si usted me ha comprado el bocadillo por lástima o porque ha comprendido la hondura de mi vocación, de mi limpia y pura tendencia a la renuncia.
- Huy, copón –dijo MP, casi para sí y, enseguida, por tener la fiesta en paz, añadió- Mil veces prefiero yo ayudar a un hombre a seguir su vocación, que llenar los vacíos de un estómago hambriento. Y lo digo bien alto, pese a quien pese.
- Siendo así, -repuso Serafín muy complacido-  le acepto el bocadillo, pues veo que es usted persona capaz de apreciar lo que tiene delante y no se deja, como el vulgo, engañar por las apariencias –y, dicho esto, engulló la mitad de bocadillo que le quedaba y que sus escrúpulos, esta vez espirituales, habían retenido en espera de la respuesta deseada.
MP respetó el silencio, originado en Serafín por los movimientos de mandíbulas, y se puso a su vez a hacer lo mismo. Cuando el pobre terminó de comer dio un traguito a su cerveza y observó como MP se la echaba al coleto de un par de tragos largos y sordos. Hubo unos segundos de silencio hasta que MP, tras soltar un sonoro eructo, dijo a modo de disculpa:
- Ya sabe usted, Serafín, que esto es lo que tiene la cerveza, que abre víscera.