22 diciembre 2010

El gordo de Navidad

Llegó el veintidós de diciembre, patito, patito.
En una época de desdichas casi diarias, quien más quien menos espera algo bueno del día del gordo. Que estas esperanzas no las cercena Moody’s, ni la OCDE, ni el Banco Europeo, ni todavía están intervenidas. Que es un respiro, oiga.
Es una mañana en la que suena de fondo el canto monocorde de los niños de San Ildefonso, como un gregoriano de escuela en que se entonan cifras. La jaculatoria machacona de los mil de la pedrea nos mece la mañana con mano regular. Hay alguna salida de tono inesperada, muy de cuando en cuando, con el sobresalto de los premios mayores. Y el día, convertido en un paréntesis en el tiempo cruel, se vuelve antiguo, casi ancestral. Y florecen las frases de siempre, como en un velatorio en el que el muerto pudiera levantarse y todos esperasen el prodigio. Y se desempolvan las sentencias viejas para decirlas igual que las oímos hace ya muchos años. Vuelven a pronunciarse sin recato, esperando el prodigio que siempre llega para otros.
Morir es ley de vida
El gordo es una tradición.
Al que le toca le toca
La vida es una lotería.
Si me toca no me veis el pelo en un mes.
Ha terminado de sufrir.
Yo pagaría la hipoteca y cambiaría de casa.
Y yo, hasta de mujer.
Hasta que no te pasa no te das cuenta.
Yo es que no me lo podría creer.
Quién nos lo iba a decir.
Se dice pronto 3 millones.
Cómo se han quedado los hijos.
A mí con que me toque un pellizquito.
La vida se pasa en un suspiro.
Yo creo que acabará en uno.
Ha muerto muy acompañado.
Lo bonito es que esté muy repartido.
A esto venimos al mundo.
El que no se conforma es porque no quiere.
Quién le iba a decir lo poco que le quedaba.
A ver si este año cae en mi pueblo.
La vida se acaba cuando menos se espera.
El gordo no esta siendo madrugador.
Al menos ha dejado situada a la familia.
Soy feliz porque he repartido la suerte.
A qué hora le damos sepultura.
Yo, con tapar agujeros, me conformo.
Hay que joderse lo que somos al cabo.
La salud es lo único importante.
Dijo adiós discretamente, como vivió.
A mi jefe le dejo plantado y a los del banco que les den.
Si no se hubiera muerto…
Si me tocara…
Yo me conformo con lo que tengo.
Oiga, que yo no me cambio por nadie.
La verdad es que teniendo salud.
Y familia, que la familia es la mejor lotería.
Yo ya me di cuenta de que le quedaba poco.
Y yo ya dije que este año acababa en cero.
Claro, a toro pasado.
Y, usted, si le hubiera tocado, ¿qué habría hecho?
Pues seguir así, sobre poco más o menos. Pero con más dinero.
¿Le ha tocado algo?
Perder.
El dinero no lo es todo en la vida.
Y que lo diga usted.

14 diciembre 2010

Duelo tardío por un amigo

En los últimos años dos trozos de papel eran nuestro contacto. Una vez al año, por Navidad. Una felicitación, con las cuatro letras imprescindibles, y un décimo de lotería.
Hablar, cada vez menos. Tal vez, porque el diálogo dolía. En diciembre del 2007 fue la última vez. ¿Qué te cuentas, serrano?, dije como solía.
Pero me contestó una voz doliente y débil que no reconocí. Ni pregunté, ni me dio explicaciones. No hacía falta. Las conversaciones se acortan si son una tortura. Aquélla, tan breve, sabía a despedida.
A finales del 2008 le llamé de nuevo. Tanto el del piso de Madrid, como el teléfono del pueblo, estaban anulados. Lo dijo el eco grabado de una telefonista. Imaginé, sin certeza, lo peor.
Quise suponer que era su hermana la que había muerto y que él se habría recogido en una residencia. Y pensé, si así era, lo que me gustaría hacerle una visita. Pero mis averiguaciones fueron vanas.
Puede que, por las fechas, le recordara esta mañana.
Se han amontonado las visiones: Anguita, Guadalajara, Esteras de Medinaceli, Soria, Yunquera y Saelices. Las he parado. No quería que les imitaran los olores, los sabores, los sonidos y, menos, los afectos y las risas.
En 1993 le acompañé en la despedida a la querida María Luisa, su mujer.
Y, ya entonces, lloramos juntos por ella, por nosotros y por los momentos que nunca volverían. Fueron muchos años de roce, de familiaridad y, siempre, de cariño mutuo. Su generosidad siempre sobrepasó la mía.
Se marchó a Madrid, con su hermana María.
Esta mañana, entre el cascajo de noticias desparramadas por Internet, lo he encontrado. Antes de leerlo, lo sabía. Una reseña del ABC de Madrid, del 16 de marzo del 2008. Entre los fallecidos: Fortunato Valentín Cabra Sanz (84). Sólo uno más en una lista.
Así que ya no habrá visita y sólo este pequeño duelo mío, tan sentido, y con tanto retraso. Gracias por todo, Valentín.

11 diciembre 2010

Señora tradicional busca nuevo amante platónico

Soy una mujer tradicional. Una mujer tradicional no tiene amantes, es más, no quiere amantes. Bueno, o a lo mejor sí. Pero esto no es el caso, que la cuestión es muy otra, que no voy yo por ahí que si yo esto, que si yo aquello, que si yo hubiera querido… no señor, yo no soy de ésas.
Pero, bueno, pongamos que a una le sale, por decirlo así, un admirador, un no sé, algo así como un ser servicial, un hombre que te mira como con una devoción en los ojos. Porque, hija, es que eso pasa. Todo platónico, ¿eh?, quede claro. Que, por mi parte, más allá de alguna sonrisa no ha habido, ni habrá, y ya ha sido mucho. O sea, quiero decir algo como idealista, como una cosa de cabeza, vamos, algo que una alimenta por, no sé, por distracción, por entretenimiento, casi por no molestarse en rechazarlo, o sea.
Y platónico siempre, porque esto es fundamental y hay que dejarlo establecido. Por mi parte, claro, que es que los hombres, hija mía, todos iguales. Que una, en todo caso, pues por sentirse deseada, por la cosa romántica, por esa emoción, por el calorcillo ese interno que se siente, por ese prurito, vaya, que no sé si me explico.
Que por lo demás no, ¿eh?, que por esas ansias, de eso nada, que una es muy señora, y una, sobre todo, sabe estar. Que una es una dama y de eso se percata cualquiera que me aborde con otras intenciones. ¡Buena soy yo! ¡Ordinarieces, ni una!
Pero, si una espera algo, es un poco de romanticismo, algo así como una ensoñación, una admiración en la otra mirada, un cierto arrobamiento en tu presencia, ¡ay, no sé!, ese algo especial que hace que un hombre te mire con carita de carnerín en el degolladero, que te diga con los ojos lo que le está vedado decirte con los labios, que se arrobe, que se aturrulle, que tu presencia le ponga nervioso, ¡ay, no sé, no sé si me explico!
Y a una, por qué no decirlo, le gusta un detalle. Para mí el detalle simboliza la finura. Porque una es una mujer y los detalles, de veras lo digo, van con una, como si dijéramos, con su idiosincrasia. Un detalle rinde a una mujer, siempre lo he dicho. Lo que no consigue la perseverancia, ni los halagos, ni las palabras con doble sentido dejadas al azar, ni las miradas encendidas, ni las cartas desbordadas de sentimiento, ni las insinuaciones más provocadoras… , no sé, lo consigue un detalle, una cosita, algo sencillo.
El detalle es el punto de mi i, tengo que reconocerlo. Porque otra cosa no tendré, pero darme cuenta de que un hombre te tiene en su mente, hasta el punto de mirar aquí y allá buscando lo que imagina que te gusta, hablando, no sé, por poner un ejemplo, con una buena media docena de perfumistas, o con cuatro ó cinco trajeados joyeros, o con algún pretencioso encargado de esas tiendas de alta costura, es que sólo imaginarlo me encandila. Adivinarles buscando, entre la creme de la creme, nada, un detallito, una cosa que, al final, no va a ninguna parte. Pues parece que no tiene importancia, pero eso me desarma. No sé, es que yo soy así, una sentimental. ¿Qué quieres? Una tiene su puntito, el de la i, sí.
Así que llega el otro día y se hace el encontradizo. El encontradizo, ¿eh?, que buena es una para quedar por ahí con nadie, ni por pienso. Y, claro, le vi que traía algo en la mano. Y, bueno, yo con el corazón a cien. Y va y se acerca y me dice:
- Toma, Clarita, espero que te guste.
Y, sin esperar mi respuesta, siguió la calle adelante contoneándose, con un aire torero, con una solvencia, con un meneito de codos, con una dejadez de manos al compás de sus muñecas, como dejando a sus espaldas un ahí queda eso… que, de verdad, es que lo cogí mecánicamente, como en un acto reflejo, y es que fue la sorpresa, la sorpresa tuvo que ser, que me dejó sin palabras.
Lo saco de la bolsa. Era una caja. ¡Ay, qué emoción! La desenvuelvo. Una caja de madera pulida y barnizada a muñeca. ¡Ay, con su cierre doradito! ¿La abro? ¡Ay, Dios mío, qué diría mi marido si se entera! Y, de veras lo digo, que estuve a puntito de no abrirla siquiera. Pero, hija, el detallito me perdió y sufrí como un vuelco.
Dentro me encuentro con una nota: “Como ando muy atareado, he preferido dejarte a ti la elección, Clarita. Con devoción. Arturo.”
Una tarjeta del Corte Inglés por un valor de 300 €.
Le devuelvo la tarjeta, mira si se la devuelvo. Esto no se le hace a una mujer. Vamos, que no se le hace ni a la propia. Y no sólo por ser tan tacaño y tan zafio, que un brillantito hubiera sido lo suyo, sino, sobre todo, por ser tan doméstico y tan cutre. ¡Una tarjeta del Corte Inglés, a quién se le ocurre! ¡Capullo! ¡Ni que estuviera tratando con una fregona! ¡Un chorizo como éste, que no tiene tiempo ni imaginación para hacerle un regalo de amor a una mujer, no merece compasión! ¡Ay, si por mi fuera!, con cuánta razón dijo aquel comendador de cuando Lope de Vega: ¡Nada, nada, no hay perdón, corto picha y al montón! ¡Hortera!

04 diciembre 2010

El inadaptado

Tras el cristal de la ventana la lluvia suave caía vertical. El Nano la observaba con el desvalimiento de verse otra vez solo, entre el olor a lapiceros y goma de borrar. Otro día castigado, en la clase vacía. El rumor de la lluvia en sus oídos era como el de la instrucción en su cabeza: ambos persistentes, pero el segundo inútil. Seguiría luego la monotonía de otra bronca en casa. Una cosa tras de otra. El rito acostumbrado.
Quitó con la mano el vaho de su nariz en el cristal de la ventana. Y vio aquel perfil majestuoso: la mole parda del cerro San Cristóbal y todo el corte de montes que bordeaban las alcarrias. El Nano imaginó qué habría más allá, cómo sonaría aquella lluvia sobre los pedregales, qué olor desprenderían las encinas, qué dibujos harían sobre el suelo los trazos caprichosos del agua de la lluvia, dónde se habrían amparado las perdices, en qué cobijo andaría asobinada la raposa…
- A ver, Nano, ¿te has estudiado ya los números primos? –irrumpió la presencia sonora del maestro.
- No me entra, don Gonzalo.
- Pues te vas a quedar hasta que te lo sepas.
Y el Nano, otra vez solo, se preguntaba por qué importaba tanto lo que había a este lado del cristal, por qué no reparaba nadie en aquella inmensidad que había fuera. ¿Es que no se daban cuenta? ¿Es que no lo veían?
Y el chico, precoz autodidacta, empezó a sentir la vocación secreta de mirar siempre donde otros no miraban. Y claro, empecinado en ello, con el tiempo sus ensoñaciones tuvieron sentencia:
- No hay manera con él. Este chico es un inadaptado.

03 diciembre 2010

Inventos diabólicos

Leyendo algo de historia de las matemáticas, cualquiera puede darse cuenta de la importancia que tuvo la aparición del número cero y su uso actual. El cero sólo tiene valor posicional, pero facilita muchísimo el cálculo.
Cuando fue introducido en Europa en el siglo XII, según los eruditos, por el matemático Fibonacci a partir del álgebra de los árabes, todos quedaron sorprendidos por la facilidad del nuevo sistema. Pero éstas son cosas al alcance de cualquiera que tenga curiosidad por las matemáticas y el origen de éstas.
Lo que me ha llamado la atención ha sido leer la violenta reacción que tuvieron entonces las autoridades de la Iglesia. Al parecer, tildaron al nuevo sistema, literalmente, de mágico y demoníaco y se opusieron a él, simplemente por la gran facilidad que aportaba al cálculo. Y todo porque la Iglesia y los calculadores profesionales, que casi todos eran clérigos expertos en el uso del ábaco, veían amenazado su monopolio de contadores. Para mi sorpresa en algunos lugares lograron vetarlo hasta el siglo XV.
Hasta con una cosa tan inocente como es el número cero tuvo la Iglesia que meterse en su día. Si calificaron al cero de demoníaco, ya no me puede extrañar nada. Sólo quiero dejar aquí esta consideración para que, quien lea, haga sus propias conjeturas.

02 diciembre 2010

Carta a una madre muerta

Querida madre:
He comprendido, con el paso de los años, que fuiste una persona normal. “Dios te libre de la hora de las alabanzas”, decía un viejo amigo y dice también el saber popular. Así que, en lugar de alabarte, como parece que procede con todos los desaparecidos, te diré lo que pienso de nuestra vida juntos.
¿Con qué derecho lo hago? Pues con el que me concede el tener tanta antigüedad en el cargo de hijo como la que tú tuviste en el de madre. Y con estas premisas, las de haber sido ambos personas, vengo, por mi parte, a reconocer lo siguiente:
Que, aunque fueses absorbente, estuviste pendiente de mí cuando te necesité.
Que, aunque fueses egoísta, conmigo no lo fuiste hasta que comprendiste que podías serlo.
Que, aunque de pequeño me pegabas frecuentemente, he de reconocer que no sabías corregirme de otro modo o que, por comodidad o por prisas, te parecía lo más práctico.
Que, aunque siempre me pidieras cosas, no las pedías solamente para ti.
Que, aunque fueras comodona, nunca faltaste cuando te llamé.
Que sé que sólo te despreocupaste de mí cuando me consideraste fuerte.
Que, aunque intrigabas para salirte con la tuya, luego solías arrepentirte.
Que, lejos de querer a tus hijos por igual como proclamabas, tenías tus favoritos.
Que, antes que trabajar tú, preferiste que lo hicieran algunos de tus vástagos en provecho de todos.
Que, algunas veces, me creaste mala fama para conseguir que la tuya resaltase por tener que lidiar con un hijo tan indómito.
Que no me contabas siempre la verdad, sino la parte que te convenía.
Que intentabas manejarme, tal vez porque te educaste en que eso era lo que las mujeres debían de hacer para poder sobrenadar en este mundo gobernado por varones.
Que habría algunas otras cosas y matices que tendríamos que discutir o, al menos, comentar con calma. Pero esto ya no tiene objeto, porque no vamos a tener la oportunidad.
Que, dándome cuenta de todo lo anterior, no quise nunca hacértelo evidente por no romperte tus esquemas, ni disgustarte más de lo que la edad, las enfermedades y la vida ya lo hacían, como lo hacen o lo harán con cada uno de nosotros.
Así que, pasados unos meses de tu muerte, no quiero hacerte un panegírico. Por el contrario, y contra la ley no escrita de amar a la madre con razón o sin ella, te confiero el rango de persona normal, a la vez que te equiparo con el tipo de esos seres bienintencionados que cada cual pretendemos ser y que, intentando lidiar con la vida, nos desenvolvemos como mejor nos parece.
Por eso te declaro bienintencionada, de acuerdo con los baremos de tu tiempo. Te declaro práctica y efectiva, de acuerdo con tus intereses y los que considerabas que eran los de la familia. Te declaro cariñosamente irregular. Te declaro amorosamente partidista. Te declaro parcial. Te declaro injusta. Te declaro administradora del cariño, y de todo lo demás, bajo tus parámetros personales. Te declaro, al fin y al cabo, una persona corriente, como lo somos todos, y que hizo lo que supo, pudo y se le ocurrió.
Con amor, pero sin esas admiraciones ciegas que al cargo de madre se le presuponen, te envío un saludo cariñoso, allá donde estés, y te deseo lo mejor. Tal y como tú lo procuraste, en tu criterio, para todos nosotros cuando en esta vida estabas.
Sin embargo, pese a todo, me tengo que declarar dolorosamente huérfano de ti, porque mis dolores ya no encontrarán jamás tu amparo ciego.
Con cariño,
Tu hijo.

28 noviembre 2010

No tenemos na en casa

- ¡No tenemos na en casa con este hijo!, ¡pero naíta, no tenemos na en casa!, ¿pero es que no sabes, criatura, que estos animalitos se comen? Pero si te he puesto en to el huidero, tonto los cojones, si te la he metido en los mismos pies, desgraciao, si ta pasao a un metro ¡Ay, jodío pianista! No te falta a ti na, galán, anda que no tienes tú que sembrar los restrojos de perdigones. ¿Pero es que no la has visto? Pero si la Juani se deshacía con el rastro, vamos que se desarmaba el pobre animalito, pero si, en cuanto ha botao, se ha jartao de ladrártela, si es que se ainaba. ¡Ni que te hubiera dejao sordo la meningitis de pequeño! Porque tú, por fuerza, tienes que haber pasao la meningitis pa haber salido asín de espabilao, ¡lumbrera, que eres una lumbrera! Y ver ya, ¿ver tú?, pa qué vamos a hablar. Ves menos que una picha escayolá bajo bragueta pana y dos mantas encima en una noche oscura. No sé pa que os sirve el estudiar si vais por el campo como gelipollas. Mira que fallar eso. Y con la mañana que llevamos, ¡me cago en diole! Anda que no ha salido la rabona diciendo: ¡Sarvi, mátame! ¡Sarvi, mátame! Pero tú en qué ibas pensando, ¡ni que estuvieras enchochao con alguna por ahí!, pero si te lo estaba diciendo. Que acabo contigo hasta con agujetas en la lengua. Que en el mes de enero en los restrojos y en los regueros, y que a la que salen tiran pa la senda buscando el perdedero. Y tú, como el que tiene tos y se rasca las pelotas. Igual que esta mañana na más empezar. Y cuidao que ya te lo he dicho esta mañana, que te fijes que aquí con la helada son mu querenciosas, que aquí son mu seguras, Sarvi, que te lo he dicho con to el cariño, papo. Y, cuando he guipao a la primera en la cama, yo, encima, a avisarte ¡Que la veo, que la veo! Y tú, que si estaba de coña. ¡Te había dao una hostia! Tú no ves a un cura en un montón de cal, qué digo a un cura, ni a medio seminario. Anda que menudos ojos te echaba, galán. ¡Huy qué ojos te echaba, qué ojos te echaba! Y tú que nada, mirando a tos los laos menos donde debías. Que ni verla siquiera y yo que mírala, que mírala y tú que: ¿Dónde, dónde?, con una cara de alobao que era pa verte. ¡Anda que ha tardao la Juani en ahuecarla! Y tú que: ¡ahí va si era verdá! Que, si no me la trompico, aún estabas mirándola correr, ¡tonto el bolo! Poca hambre has pasao tú de pequeño. Bien se conoce, por lo listo que andas. Pero es que no estás viendo que están más claras que los obispos. ¡A ver si espabilas, so pasmao! Anda que, si naces mujer, a ti te habían pasao por la piedra tos los soldaos de Sierra Morena. Pero, vamos a ver, ¿qué pintas tú en el mundo? ¡Si no estás a lo que ties que estar, tonto el haba! ¡Ayyyy, qué consumición, Virgen Santísima del Pilar de Zaragoza! ¡Me cago en hasta en el patíbulo! ¡Me cago en hasta en la enclavación! ¡No te tenías que morir nunca, Sarvi, no te tenías que morir nunca! To la vida enfermo. Sí.
De vuelta al pueblo, el Colás, ya en calma, hacía las paces:
- No me lo tengas en cuenta, Sarvi. ¡Papo, Sarvi! Que ya sabes tú que luego no soy nadie. Anda, vamos a fumarnos un pajandini. Sí.

27 noviembre 2010

Estampas cotidianas

El frutero parece un simple pero no ceja de guasearse de las clientas.
- Me tienen harta en casa con que no quieren verdura.
- Pues si a usted le va lo verde, doña Charito, échese un querido.
- Huy sí, hijo mío. Con todas esas de fuera que andan por ahí, enseñando hasta el mondongo, que yo las cogía y las ponía de patitas en su país.
- Pero, qué culpa tienen. La culpa la tienen los hombres –tercia la frutera.
- ¿Los hombres?, pobres de nosotros. Pero si lo nuestro no son nunca malas intenciones ni lascivia de esa mala. Lo nuestro es debilidad, que es la debilidad la que nos pierde, doña Charito.
- Sí, debilidad. ¡Ya, y ternura! A vosotros lo que os pasa es que culo veo culo quiero. ¡Qué sois todos unos babosos! Y una en casa haciendo el guiso con el mandilillo de la continencia y ni caso.
- Diga usted que sí. Y unos pringaos que había que matarles –apoya la frutera.
- Pues mire, estando usted bien atendida, deje a su marido que reparta el sobrante. Porque lo que no pueden hacer las mujeres es querer mandar también en el sobrante –vuelve el frutero a la carga.
- Pero qué sobrante ni sobrante. ¡Ni que fuerais un pantano! Lo que tenéis vosotros es faltante, pero faltante de vergüenza y de lo otro. Qué sois unos bocazas.
- Oiga, oiga, sin ofender. Cuente usted con su propia experiencia, que algunos vamos muy sobraos.
- Sobrao tú, con esa pinta de sietemesino.
- Oiga, señora, que las apariencias engañan. Mire, mire, pregunte aquí a mi señora, que no me dejará mentir.
- Huy, tititititititititi, pero qué has comido esta mañana –salta la frutera con la mano derecha levantada y moviendo el dedo corazón.
- Pues como no haya sido verdura.
- Pues habrás sido eso y se te habrá subido el color a la cabeza.
- Diga usted que sí, doña Charito, que los hombres, todos, pero todos, sin dejar ni uno, ni al más santo: unos guarros. Se lo digo a usted.
Pago y me marcho, porque antes de que me metan en el frente prefiero una digna retirada. El frutero, que suponía en mí una baza para seguir con la bronca, aún me insiste:
- ¿Y usted no dice nada?
- No, yo ya me marcho.
- ¡Qué poca solidaridad!

26 noviembre 2010

Exilio

Se han conocido exilios masivos y desgarradores. Históricas huidas hacia lo desconocido provocadas por el miedo que, más cauto que la razón, impelió a muchos a abandonar su tierra por eso de que inquina y raciocinio son agua y aceite. Fueron frutos de postguerras, donde los perdedores le tuvieron mucha más ley al miedo alado que a la incierta humanidad del vencedor. Exilios obligados por eso de que, con la muerte, es mejor no jugar a cara o cruz.
Hay otros exilios voluntarios, del que no está de acuerdo con lo que le rodea y sabe que no puede cambiarlo. Estos exilios están revestidos de impotencia, pero también de dignidad y, sobre todo, de ese romanticismo al que se llama trasnochado pero que, en todos los tiempos, ha movido el mundo. Es el idealismo, presente en la vida de los soñadores, o de los menos conformistas, o de los más valientes, o, quizás, de los genios.
Hay, sin embargo, otros exilios interiores que son irrevocables. La dictadura del tiempo los gobierna. Éste nos echa de la niñez, de la adolescencia, de la juventud, de la madurez, de los gustos, del trabajo, nos exilia de los seres queridos, de los acostumbrados compañeros, de los entrañables amigos, a veces, también de los amores o del amor de nuestra vida, y termina echándonos hasta de los vicios y de la salud. Y no cejará hasta que nos desahucie de nuestro propio cuerpo. ¿Dónde iremos entonces?

23 noviembre 2010

A mí, las cosas claras

El orden es aburrido. Sí, necesario, ya sé, pero tedioso. De ese pastel del orden no me guardes mucho. Un trocito cuadrado, claro, sólo para recordar lo imprescindible.
Del orden salen colecciones, conjuntos, cosas que ya estaban. Coleccionar es ordenar cosas, más o menos llamativas, o valiosas, o nimias. Ahorrar es hacer conjuntos, ser un coleccionista de ellos en forma de monedas, billetes, propiedades, sin importarte la monotonía ordenada de tenerlas repetidas en lugares también repetidos. Pero dicen que da seguridad.
Y da la impresión de que ese orden, añadido a todos los demás inventados, hace que nos sintamos más firmes en la vida, menos espantados. Es una fe más que nos protege. La catalogación de todo, incluso de las personas, nos hace creer que pisamos el suelo de un modo más sentado, como dominando. ¿Será el orden una forma de poseer lo que nos rodea o será todo una ilusión?
El orden produjo los números y las asociaciones de filas y columnas y nos empeñamos con él en domesticar hasta lo amorfo y es tanto nuestro empeño que, cuando el asunto se nos pone cuesta arriba, creamos artificios que hagan coincidir la realidad con lo que pensamos que ésta debe de ser, ¿se podrá domesticar la realidad? Pues no sabemos, pero nos horroriza que algo se nos escape.
Y está bien tener una vida ordenada y, si es desordenada la que tienes, pues malo. Te lo dice todo el mundo o, si no te lo dicen por prudencia, te lo dejan caer por piedad. Que no faltan virtudes para lo que convenga. Y si unos callan por no herirte, otros, para compensar, hablan para redimirte. Que al pan pan y al vino vino. Si no, ¿qué es esto?
Y todo en la vida se ha hecho orden. Y se dice a sus órdenes. Y lo contrario al orden es el caos y el caos, vaya usted a saber por qué, siempre da miedo, impone y tiene mala prensa. La gente, está bien visto, que sea de orden. Y, por si fuera poco, se inventó el ordenador. Y para que no hubiera dudas se basó en el sistema binario: o cero, o uno. O sí, o no, que las cosas no queden colgando, que el orden no admite titubeos. Y por ahí seguimos, con nuestro noble afán, ese camino tan lineal. Pero estamos contentos porque, en el fondo, creemos saber a dónde vamos.

21 noviembre 2010

Sorry, I'm a loser

Cuando era chico nos inculcaban a los niños la idea de ser buenos. Ante la candorosa simpleza del precepto, cuando aparecían las primeras contradicciones vitales entre bondad y pragmatismo, nuestros preceptores complementaban la enseñanza añadiéndole un nuevo matiz, tan general como el primero, pero más funcional: buenos, pero no tontos.
Y con poco más que esas cuatro palabras, por bagaje moral, afrontábamos la vida. Lo hacíamos confiados en que esa maestra nos enseñaría la justa proporción entre bondad e inteligencia. Y que el nivel, más o menos estable, entre esos dos vasos comunicantes le daría un sentido a nuestra existencia. Y nos parecía que teníamos un norte.
Y del Norte llegó una nueva luz. Y fuimos descubriendo, sorprendidos, que aún cabían axiomas más simplificados. Que, poco a poco, otras culturas, avanzadas y admiradas, daban a luz un modelo de conducta más breve y preciso: time is money.
Y apareció el nuevo modelo, el del ganador. El del ganador de dinero y, por ende, de todo lo demás. Y descubrimos que, siendo ganador, todo se perdonaba. Es más, que nada tenía importancia. No contaba lo que fuéramos, e, incluso, si con el tiempo reconocíamos públicamente nuestras presuntas vilezas, y además teníamos la osadía de publicarlas en un libro, el hecho sería celebrado y un best seller el libro. El ganador era la sin pecado, una rediviva Inmaculada.
Aparejado, vino otro concepto: el del perdedor. Y, el serlo, no era ya una situación accidental, aleatoria o circunstancial. El perdedor se ha convertido en un inadaptado, en una persona que siempre fracasa y, lo que es peor, que irremediablemente está avocada a fracasar: un irredento. Llamarle perdedor a alguien es el insulto de moda que describe, en una palabra, nuestra percepción de la ética en boga.
La disquisición entre bondad y maldad es demasiado sutil y laboriosa, distinguir entre ganadores y perdedores es inmediato y evidente. Bondad, maldad, son conceptos del pasado, ¿qué es eso, a quién le importa? Funcionas o no funcionas, triunfas o no triunfas, eres rico o no lo eres. No hay más. Es la simplicidad alquitarada, la idea pura.
No hay discusión. Y, hasta muchísimas mujeres, convertidas en selectoras naturales de la especie, abrazan el concepto y, convencidas, añaden este colofón a las cualidades que anhelan encontrar en un varón:
- Y, por favor, que no sea un perdedor.

14 noviembre 2010

Acuartelamiento del Príncipe

El soldado caminaba despistado desde la estación. Buscaba el centro. Le habían dicho que su cuartel estaba cerca de la Plaza de Cervantes. La plaza rectangular, amplia y bordeada por uno de sus lados de soportales, era el núcleo del casco viejo. Cuando llegó a ella el petate le pesaba sobre el hombro y el nerviosismo de la incertidumbre le cosquilleaba por dentro.
- Perdone, ¿el Acuartelamiento del Príncipe?
- Lo tienes ahí mismo –dijo el transúnte, sin pararse, señalando la entrada de una bocacalle.
Apenas caminó unos metros por ella vio, tras las cristaleras del bar Ocampo, un grupo de suboficiales que alternaba dentro. Apretó instintivamente el paso y salió a una plaza con unos jardines en el centro. La hermosa fachada de la universidad le impresionó. Indeciso, giró a la derecha y, observando incrédulo aquella fachada, caminó lentamente hacia ella. Terminó por quedarse parado, de espaldas al Hotel El Bedel. Aquella fachada no podía ser la de un cuartel.
Desorientado, se giró. En la cafetería del hotel fumaban indolentes y tomaban copas en un servicio de cristalería refinada algunos oficiales. Vio por un instante su figura reflejada en la gran luna de cristal, superpuesta a la de aquellos elegantes militares. Apenas mantuvo la visión un segundo. El soldado, impulsado por un muelle interior, se alejó, acercándose a la puerta de la universidad. Estaba cerrada. Despistado, miró a su izquierda y, sólo entonces, apreció el enorme edificio de ladrillo con el mástil y la bandera en su portón principal. Dedujo que los jardines centrales se lo habían tapado. Dos paracaidistas, de apariencia impávida y la mirada fija y perdida en un horizonte que sólo ellos vislumbraban, hacían la guardia con fusiles de asalto ante la puerta de la mole. Entre ambos un sargento con las manos atrás, pistola al cinto, y aire impaciente, le miraba, plantado con las piernas abiertas en el centro del portón. El soldado tuvo la certeza de que le había estado observando desde que entró en la plaza. Sin duda aquél era el cuartel que buscaba.
Maquinalmente revisó su atuendo, botas y gorro. Según se acercaba al portón, el sargento, de expresión indescifrable, no le quitaba de encima la mirada. El soldado al llegar soltó el petate, se cuadró y saludó, adoptando su mejor aire marcial:
- A sus órdenes, mi sargento. ¿Es éste el Acuartelamiento del Príncipe?
El soldado, cuadrado como estaba, recibió por respuesta un puñetazo en el pecho y la primera admonición cuartelera:
- Pero, ¿tú, de dónde sales? ¿Es que no te han enseñado a saludar a la bandera?

En el bar Ocampo han puesto un comercio. El Hotel El Bedel pertenece hoy a una cadena, se ve que casi todo lo que permanece ha de encadenarse a algo. Dragados está remodelando el viejo acuartelamiento para convertirlo en dependencias de la universidad. Quedarán las fachadas, pero la gran urdimbre de sus tripas se la están comiendo los equipos de demolición. Portones, túneles, cuerpos de guardia, pasadizos, pabellones, oficinas, patios, salas de oficiales, de suboficiales, despachos de jefes, cantinas, comedores, cocinas, sala de banderas, prevención, calabozos, cocheras, enfermería, almacenes y todo el laberinto de pasillos, escaleras, galerías, sótanos y cámaras, se están convirtiendo en cascotes y polvo.
El soldado hace ya varias décadas que cumplió su compromiso, entonces casi ineludible, con la patria. Tenía la esperanza de recorrer algún día, de viejo, aquellas dependencias. Suponía que los años cambiarían los recuerdos, pero ya no le va a ser posible comprobarlo.
Tras las lunas del hotel El Bedel, esta vez por la parte de dentro, ha observado la vieja fachada, el portón y las dependencias a medio derruir, con ese aspecto de efímeras y destartaladas casas de muñecas infantiles que las demoliciones dejan cuando están a medias. El que fue soldado se entretiene, lo que dura un café con leche tomado con calma, en sus recuerdos. Casi todos ellos tienen nombres pero, a la vista de lo que está pasando con el edificio, casi prefiere no indagar ni saber sobre ellos.
Una mujer joven ha bajado de su habitación a desayunar. El camarero le informa de que sólo sirven el desayuno continental.
El que fue soldado paga y sale. Echa una mirada a las obras y otra a la fachada de la universidad, atraviesa la plaza y se va por la Calle de las Beatas.

11 noviembre 2010

Peritos en vientos

Casi siempre se necesita ser un solitario empedernido para apreciarlo. No sé por qué, pero la compañía parece que induce a la comodidad y, por ello, a la distracción y al barullo de la ciudad o al fuego hogareño del pueblo o a la tertulia del bar.
Las vistas que ofrece la naturaleza son instantáneas y efímeras pero simultáneamente sobrecogedoras, como lo es la belleza deslumbrante que, a la vez, impone, apabulla y asusta. Hay que estar allí, en su momento, para verlas surgir y disolverse, para sentirse parte de un instante furtivo, para testificar ante uno mismo, sin encontrar palabras, el acuerdo casual entre cielo, sol, nubes, tierras, lluvias y esos vientos que todo lo dibujan y lo desdibujan en el lienzo profundo del horizonte quieto. Son pequeños o, según se mire, grandísimos milagros sin creencia ni religión que los respalde y patrocine.
Cualquiera puede topar con estas cosas un día, por casualidad, y sentirse afortunado. Sin embargo, hay ignorados y secretos profesionales de los espacios abiertos, cuyo currículum oculto no consta en parte alguna ni ellos lo quisieran, que las coleccionan en su retina, sabiendo que nunca, ni con la mejor foto, podrán transmitir a los demás el sentimiento profundo y mudo de lo que es inefable. Son peritos en vientos.

08 noviembre 2010

Cosas que se quieren, piensan o creen sin ayuda de nadie

Ella no cree en el derecho de otros a decidir sobre su maternidad.
Él está en contra de prolongar el sufrimiento innecesario de los pacientes para lucrarse de sus enfermedades.
Ellos piensan que la unión de dos personas puede ser un matrimonio.
Ella no quiere que a sus hijos los programe la Iglesia, la Empresa, o el Estado, es más, le gustaría que los medios de comunicación tampoco lo hicieran.
Él tiene muy claro que empresarios y obreros no son colegas ni asociados.
Ella quiere estudiar en la lengua del país donde vive y no imponer la suya.
Ellos quieren que todos los españoles piensen tanto en lo que les une como en lo que les separa y, así, lleguen a entenderse, apreciarse y respetarse.
Y muchos quieren que nadie hable por ellos. O, por lo menos, a eso aspiran.

04 noviembre 2010

El peregrino cantor

“Mi jaca galopa, trota y corta el viento
cuando pasa por el puerto
camini, chin chin, to de Jere-e-e-e-ez”
Ahí le tienes tan pito. Es el peregrino cantor. Nadie sabe su nombre ni en qué parte del camino lo encontró pero, durante este verano, todo el mundo conocía al peregrino cantor.
“El tronío, la guapeza y la solera,
y el embrujo de la noche sevillana
no lo cambio por la gracia cortijera
y el trapío de mi jaca jerezana”
Tampoco se sabe de donde es. Hay quien dice que le vio salir de un pueblo cerca de Somport, otros aseguran que es maño, otros que navarro, otros dicen que es andaluz y no falta quien sostiene que es un vagabundo, o peor, un pedigüeño, o aún peor, un gorrón y un borracho.
“La quiero lo mismito que al gitano
que me está dando tormento
por culpita del querer”
Fue después de llegar a Santiago. El peregrino cantor quería seguir andando. Quería llegar a Fisterra y acabar allí.
Entre conocidos salió aquel último día de Corcubión. Era la jornada de llegada a Fisterra. El peregrino cantor se iba despidiendo de las trochas, las sendas, las últimas aldeas, pues llegando al cabo acabaría todo.
“Caminito que el tiempo ha borrado,
que juntos un día nos viste pasar,
he venido por última vez,
he venido a contarte mi mal.
Caminito que entonces estabas
bordado de trébol y juncos en flor,
una sombra ya pronto serás,
una sombra lo mismo que yo.”
Y tan absorto en el paisaje iba que no pensó que aquel fuese su último canto. Al cruzar por última vez la carretera para tomar la corredoira de don Camilo, le atropelló un camión.
Los caminantes que venían tras él lo encontraron reventado y en un charcón de sangre.
- ¡Peregrino cantor, dinos algo! ¡Peregrino cantor, háblanos!
- ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?
- Al peregrino cantor, que lo han atropellado.
Enseguida se hizo un atasco en la carretera, los coches pararon en ambos sentidos, todos los caminantes que estaban cerca se congregaron en torno al cuerpo ensangrentado del peregrino cantor, la gente bajó de los coches. Las sirenas de la ambulancia y de la policía se escuchaban aproximándose.
Los caminantes lloraban y todos los asistentes estaban impresionados por el accidente.
-Peregrino cantor, dinos algo, dinos algo –le decían los peregrinos compañeros con ansiedad.
-Dinos, dinos algo, peregrino cantor.
Fue entonces cuando el peregrino cantor abrió los ojos. Se hizo un silencio total, pero él sólo dijo:

- Chin-pun.

20 octubre 2010

Menos da una piedra

A menudo me fijo en la cantidad de gente que tiene animales en sus pisos. Es un fenómeno relativamente nuevo.
Vivo en un bloque. Un bloque de aquéllos que se llamaban de protección oficial. Con esto quiero decir que no somos gente de dinero ni especialmente predispuesta a esnobismos, quienes habitamos estos pisos, sino gente del montón.
Cuando los vecinos comenzamos a vivir aquí, hace unos treinta años, no sabía de nadie que tuviera animales en casa. Hoy casi todos tienen perro. Supongo que también tendrán otros animales, pero son los perros, por su abundancia, los que más me llaman la atención.
Es un fenómeno general y chocante. Bueno, al menos para mí. Lo es porque mis recuerdos infantiles no incluyen la permanencia de animales en las casas. Aquellos perros, de entonces, ayudaban en el careo del ganado, guardaban propiedades o a otros animales, eran compañeros en la caza, buscaban trufas o servían para otros menesteres e, incluso, había quien tenía perros polivalentes, que igual hacían a una cosa que a otra.
- ¿Vas al campo?, pues llévate al perro.
- Pero, ¿para qué?, si voy de paseo.
- Déjate. Es otra defensa.
Recuerdo haber escuchado comentarios como éste por entonces. Hoy me digo que, tal vez, conviví con la última generación que vivía en el campo y del campo. Seguramente estas personas tenían otro concepto de la vida y de su entorno, heredado de generaciones anteriores que no conocieron grandes transformaciones de su medio durante siglos.
Por otro lado, aquellos animales vivían en corrales o en dependencias anejas a los hogares, pero rarísimamente en ellos, y disfrutaban de libertad por las calles de pueblos y ciudades. Se les alimentaba con las sobras de casa y, si acaso, se les vacunaba y poco más.
Y digo que es chocante el fenómeno, porque es gente de mi edad y, por tanto, educada en aquellos principios, la que ahora mete a los perros en sus pisos. Y no se trata de excepciones, sino que son mayoría los vecinos que lo hacen. ¿Cómo hemos llegado a este cambio de mentalidad?
Hay quien dice que cada día somos más humanos, que tenemos otra sensibilidad; otros opinan que somos más educados; muchos aseguran que hoy hay más cultura; algunos, más desconfiados, que somos víctimas de una moda más, propiciada por los fabricantes de piensos animales; hay quienes dicen que lo hacen por los niños; no faltan quienes, ociosos, buscan así una ocupación; también hay quienes tienen compasión hacia animales heridos o abandonados… Y, en general, es como si buscásemos una justificación para un hecho que nunca vimos. Y no soy yo quien para quitar la razón a nadie, que cada cual tiene la suya.
Sí que me llama la atención el que no tengamos palabra propia para designar a estos animales. Quiero decir, en esta nueva situación. Esto quizás sea explicable por lo relativamente reciente del fenómeno.
Algunos pueden decir que sí la hay: mascotas. Pero la palabra mascota es una castellanización de la palabra francesa “mascotte”que significa animal talismán o que trae buena suerte y, por generalización, animal de compañía. Bueno, puede valer. Aunque lo de animal de compañía me suene un poco forzado. Cosas mías. Pero, ¿por qué necesitamos ahora animales de compañía?
Los ingleses, que al fin y al cabo inventaron la revolución industrial que se llevó por delante aquella civilización asentada en la tierra, tienen una palabra para designar a estos animales. La palabra es “pet”, que se traduce por mascota o animal de compañía.
Pero, originalmente, “pet” significa animal domesticado que se mantiene y cuida en casa y que proporciona compañía y placer. Por otro lado, el verbo inglés “pet”, significa tocar cariñosamente, acariciar; y así, “petting”, designa esas actitudes cariñosas entre parejas que se acarician y besan sin fin. Actitud que se ve frecuentemente entre adolescentes en los bancos de los parques.
Quizás haya cambiado tanto nuestro mundo que ya las personas seamos incapaces de darnos compañía y placer. A cambio gozamos de muchos bienes que antes desconocíamos o teníamos por inalcanzables. Y, las personas, en nuestro afán de ser felices, puede que hayamos invertido el papel de los animales y su función haya pasado de la utilidad al placer. Un gran espacio, abandonado o descuidado por las personas, lo llenan ahora los animales. No sé si esto es un avance pero, en cualquier caso, menos da una piedra.

07 octubre 2010

Recaudación municipal

Al ver la imponente mesa, de seis metros de largo por dos de ancho, cubierta por treinta centímetros de recibos desordenados comprendió el verdadero alcance de las palabras de Uranga.
- ¿Me echarías una mano con los recibos de la recaudación?
Y se arrepintió de su entusiasmo juvenil al contestar:
- Eso está hecho, Uranga.
Recibos de alcantarillado, basuras, vehículos, agua, pasos de carruajes, licencias, etc., con los ejercicios, las direcciones y los nombres revueltos, yacían en aquel informe montón y, algunos de ellos, también tirados por el suelo como las papeletas abiertas de una tómbola.
Le llevó mes y medio ordenar todo aquello, primero por contribuyentes y luego por domicilios; otras dos semanas meterlo en carpetas y archivarlo.
Ahora, pensó, se puede proceder sistemática y coherentemente al cobro. Y respiró.
Uranga, el viejo zorro, le palmeó la espalda y le dijo:
- Si mis hermanos hubieran sido como tú, se nos saldría el dinero por la chimenea.
A la mañana siguiente al entrar a la sala de archivo de la imponente mesa se quedó atónito. Aquilino, el socio de Uranga, sacaba a puñados los recibos de sus carpetas y los seleccionaba:
- Éste paga, éste también, éste no, éste no, éste tampoco, éste sí…
Y aquellos que consideraba desechables, o no le interesaban, los volvía a arrojar en la gran mesa que se veía ya cubierta por una capa nueva de recibos revueltos.
A punto de agarrar a Aquilino por el cuello, se contuvo y, dando media vuelta, decidió ir a poner en conocimiento de Uranga lo que estaba acaeciendo.
Fue en ese momento cuando un contribuyente, rojo de ira, congestionado por la rabia, bajaba por las escaleras como un toro, igual que un miura. Le pasó por delante sin mirarle, hecho una furia, luego empujó la puerta del recaudador, entró sin permiso y, blandiendo unas providencias de embargo, comenzó a blasfemar y, enajenado, a proferir protestas airadas e inconexas que su vehemencia volvía cada vez más confusas.
Uranga, con gesto serio, pero sin descomponer el semblante, le dejó que se desahogara sin interrumpirle. Cuando al cabo de cinco minutos se serenó, el recaudador, aplomado, en tono conciliador le habló con voz confianzuda, atemporal y armónica, adoptando una mezcla de hombre de mundo y confesor:
-Mire usted yo estoy aquí para informar. No, no para aconsejar, yo no puedo aconsejarle a usted, eso no puedo. Aconsejarle, no. Todos somos mayores de edad y yo no puedo decirle a usted que si esto que si lo otro, ni que si esto es así o si deja de serlo. Eso no puedo. No puedo aconsejarle y bien que lo siento. Ahora, eso sí, informarle, sí. Y es lo que voy a hacer, le voy a informar. Si usted quiere, voy a informarle. Pero, quede claro, sólo a informarle.
Y entonces, el recaudador, hizo una pausa, levantó la mano derecha y señaló con el dedo índice los papeles que el otro traía en la mano. Levantó trágicamente el tono de voz y, con gesto ensombrecido y circunspecto, prosiguió como un profeta laico del destino:
- Eso, eso que trae usted en la mano, es una providencia de embargo. Las providencias de embargo, tan pronto llegan al Juzgado, son inapelables. Eso ya no hay quien lo detenga, es imposible… A menos, claro, que aún no haya llegado a manos del señor juez instructor.
Hizo otra pausa Uranga.
- Antes, tan sólo hace unos meses, nosotros, los recaudadores, podíamos hacer algo, poca cosa, no crea usted. No mucho, pero algo. Pero, amigo mío, ¿conoce usted la normativa nueva? ¿Sabe usted las órdenes que han salido? ¡Menudas órdenes han salido! Eso es increíble. Nos han cercenado toda posibilidad de intervención. Pero toda. No obstante, en atención a su caso, voy a intentar lo imposible. Pero, quede claro, no le prometo nada. Pero nada, ¿eh?
El atribulado contribuyente retorcía los papeles entre sus manos. Uranga, haciendo un gesto ampuloso, miró al hombre y luego le miró a él, que se había quedado atónito apoyado en la puerta del despacho. Al segundo le gritó:
- ¡Oficial! ¡Oficial! Busque el expediente de este hombre inmediatamente.
- Sí, señor Uranga –dijo él, el repentinamente llamado oficial, asombrado por lo pronto que se había metido en la escena que Uranga estaba montando- Ahora mismo consulto en el archivo, señor recaudador.
Entró a la sala donde Aquilino seguía revolviendo y arrojando recibos despreocupadamente sobre la mesa. Pero, ante la nueva escena, ya no se descompuso. Aquilino, sin levantar los ojos de los recibos, dijo:
- Dile que ya está en el juzgado.
- Pero si no sé ni de lo que se trata.
- Es igual, tú dile eso.
Al cabo de dos minutos volvió de nuevo al despacho de Uranga. El contribuyente, ahora calmado, estaba expectante.
- Señor Uranga, el expediente de este señor se envió la semana pasada al juzgado.
- ¡Ay Dios mío!, ¡maldita sea! ¿Está usted seguro? –dijo Uranga como si le hubieran comunicado la muerte de un hijo.
- Totalmente, señor Uranga.
- ¡Esto no va a tener arreglo! Póngame ahora mismo con el juzgado. Rápido, no pierda usted un segundo. Tiene usted el número debajo del teléfono.
- Inmediatamente, señor Uranga –y, el oficial recién nombrado, marcó el número que encontró y, apenas descolgaron, le pasó el teléfono a Uranga.
- ¿El juzgado?... Póngame con Osorio… Sí, sí, con Osorio, el de quiebras y embargos.
A los pocos segundos continuó el diálogo.
- ¿Osorio?... ¿Han pasado al señor juez el expediente de Gil Moñate?... ¿Cómo?... ¿A punto de entregarlo?... Por lo que más quiera, Osorio, no se lo pase… Sí, sí, retírelo inmediatamente, por favor…Sí, bajo mi responsabilidad… Sí, sí, tengo aquí al interesado… Bien, bien, entiendo… Ahora mismo le envío a un oficial para que se haga cargo del expediente… Muy agradecido, Osorio. Nos ha hecho usted un gran favor…No sabe qué peso me quita de encima…Sí, muchísimas gracias.
El recaudador se dejó caer en el sillón. Pidió a Gil Moñate que tomara asiento y, como al que le han conmutado una pena de muerte, habló:
- Amigo, ha sido cuestión de minutos. Hemos podido retirar su expediente por los pelos… Naturalmente, el embargo ha quedado en suspenso pero es imprescindible que haga usted efectivo el pago en el acto. No queda otra solución.
El contribuyente se echó mano al bolsillo, sacó un fajo de billetes y se los entregó a Uranga. Éste, tras chuparse un dedo, los contó como el que pasaba páginas de un libro.
- Correcto.
- Muchas gracias, señor Uranga, le quedo agradecido –dijo Gil Moñate, dando la mano a Uranga y desapareciendo enseguida escaleras arriba como el que huye de un fantasma.
Apenas se marchó, el que hasta ahora había sido llamado oficial pomposamente, le dijo a Uranga:
- Joder, Uranga, no sabía que tuvieras tanta influencia en el juzgado.
Uranga le miró risueño. Soltó una carcajada y respondió:
- No te queda nada por aprender, muchacho. El teléfono que has marcado era el de mi casa y, el tal Osorio, mi mujer.
Y el falso oficial volvió a su ser y cayó en la cuenta de que no valía la pena decirle a Uranga lo de los recibos y, mucho menos, ponerse a ordenarlos nuevamente.

05 octubre 2010

Tanos

Tanos, muy superada la treintena, vivía con y de su madre. Ella, mujer acomodada, inspectora de Hacienda, tenía muy presentes sus abusos descarados pero, ¿si no es una madre, quién en el mundo pondrá más empeño en redimir a un hijo? Y así, doña Flora, siempre perseveró en el ánimo de rescatar al fruto de su vientre para la bonhomía. No era tarea fácil, bien lo sabía la recta señora. Raro era el día en que su Tanos no intentaba sacarle dinero. La severa funcionaria ya no tragaba de ninguna manera con sus cuentos, ni se dejaba engañar por las innumerables peripecias de su talludo vástago. No y no, ni un céntimo más. Lo había decidido.
Por eso, aquel día, cuando Tanos vio el coche oficial que, con otros dos inspectores a bordo, esperaba a su madre a la puerta de casa, llamó al chofer, se lo llevó a tomar un café rapidito al bar de al lado, y le dijo:
-Mire usted, Juan, cuando mi madre salga de casa y suba al coche, arranque usted. Pero, apenas haya recorrido unos cincuenta metros, deténgase. Pretexte que, por el retrovisor, me vio hacerle señales. Yo llegaré corriendo.
- Como usted diga, señorito Tanos.
El chófer así lo hizo y, a los pocos segundos, Tanos llegó corriendo, jadeando y con cara de preocupación:
- ¡Mamá, mamá!, perdonen ustedes –se dirigió muy educadamente a los inspectores- Olvidé decirte que a media mañana va a venir a cobrar tu amiga la modista. Ayer me dijo que serían unas veinte mil pesetas. Me dolería que viniera y haber olvidado el decírtelo. Con la amistad y el mutuo cariño que os profesáis, estoy seguro de que no me perdonarías semejante olvido.
Ante aquellos compañeros, doña Flora, algo envarada, no se atrevió a poner en duda la palabra de su hijo, ni su filial afecto, ni a dejarlo, ante gente tan seria, en mal lugar. Lo único que no pudo evitar fue un rictus al soltarle las veinte mil pesetas. Arrancó el coche y, apenas anduvo unos metros, la voz de Tanos se escuchó de nuevo. Frenó al instante el chofer.
- Mamá, mamá.
- ¿Qué quieres, hijo?
- Nada, mamá, que se me olvidaba darte un beso.
Y Tanos impávido, con su cínica sonrisa de golfo irreductible, metió la cabeza por la ventanilla, acarició la mejilla de su madre y le dio un beso en la frente, como a los muertos.

03 octubre 2010

Hiyab

Cada día hay más mujeres amantes de su libertad. Se ponen tetas, culo, labios o transforman sus caras y cuerpos, pero lo hacen porque quieren y jamás por agradar a un hombre y menos a los hombres en general. Participan en programas donde cuentan sus intimidades, pero lo hacen sólo por dinero y prestigio, como comunicadoras. Prestan su cuerpo a la publicidad pero lo hacen porque su actividad laboral así lo pide y no se sienten por ello un banal objeto de deseo. Participan en concursos de misses y reinas, exhibiendo sus cuerpos por puro afán de ser alguien en la vida, por una vocación puramente artística, por una profesión digna en definitiva. Sus desnudeces son trabajos bien pagados, pero no son sino pura imagen, una filosofía avanzada de su dignidad, un avance en sus derechos. Nunca se sienten trofeo sexual de sus acompañantes, sino compañeras que viven vidas interesantes, sofisticadas y de lujo en un continuo aprendizaje basado en el respeto mutuo. Están contentas por asumir ese papel, al menos, así lo declaran y la mujer de hoy no tiene necesidad alguna de mentir y, mucho menos, es ninguna necia. Viven excitantes experiencias. Nunca la publicidad ha respetado tanto lo que las mujeres representan, los publicistas miman hoy su imagen. La mujer está cada vez más valorada en nuestro mundo. Por fortuna todo el mundo lo ve y mis palabras son una evidencia incontestable.
Pero, ¡ay!, no puedo decir lo mismo de todas las mujeres. Son esas, esas musulmanas del velo, las que denigran en el mundo el papel y la condición de la mujer, las que llegan a la degradación extrema. Sí, ya sé que dicen que lo llevan porque quieren, pero todos sabemos que están sometidas al varón y a eso, a eso, es a lo que no hay derecho. Jamás podremos permitirlo en nuestra sociedad. No consentiremos tal humillación. Sería lo último. Eso nunca. Sería asentir a la degeneración de nuestra modélica sociedad.

26 septiembre 2010

Tumba de la imaginación

Con los ojos muy abiertos y una expectación ilimitada, silenciosa y rendida, que ni siquiera rompía la incomprensión de muchas de aquellas palabras, escuchábamos las historias bíblicas que nos narraban de pequeños.
Tal vez fueron aquellas historias las primeras marcas que se hicieron en la cera blanda y virgen de unas mentes, hasta entonces, ajenas a lo prodigioso. En la primera enseñanza no había nada que las superase. Eran magníficas y extrañas, y nos transportaban a otro mundo: el del mito, que, por otro lado, era el mundo en el que mejor nos encontrábamos los niños y en el que personalmente me sigo encontrando más a gusto.
Tengo por seguro que aquellas historias eran tan adictivas que, degustadas sin control ni mesura a edad tan tierna, he sido incapaz de rehabilitarme con los años.
La realidad que he ido viviendo, sin desmerecer en bastantes casos a las historias bíblicas más crueles, me ha dejado, sin embargo, peor sabor de boca.
Mi mente, seguramente igual que la de todos, comenzó a imaginar prodigios ajenos a la vida. Sin embargo, adoctrinado tan tempranamente en su existencia, me empeñé en ver arder zarzas inextinguibles que, por su condición, aún arden en alguno de mis recovecos, ajenas a los jarros de agua fría. Terminé, a mi pesar, descubriendo también algunas estatuas de sal, forjadas a fuerza de volver la cabeza a la verdad, pero bellamente diseñadas al gusto de una época tan deliciosamente estilosa como la que vivimos.
Pero, en general, mi mundo mítico se ha ido degradando a la fuerza. Tengo que reconocerlo.
Los canastos flotantes donde navegaban inocentes, con una última pajita de esperanza pegada al ombligo, flotan hoy a la deriva, o son definitivamente sepultados por avenidas o tsunamis. Los cayados y varas, que se convertían en serpientes, han caído en desuso por mor de la protección medioambiental y porque las protectoras de animales no transigen. Los nigromantes, los magos, los oráculos, los profetas y todo el gremio de adivinos sólo pueden trabajar legalmente en la Bolsa aunque regulen, como antes, apariciones, desgracias y tinieblas. Las codornices y el maná del cielo únicamente pueden caer en forma de ayuda humanitaria. Las nubes y estrellas guiadoras se han visto desplazadas por el GPS. Las trompetas y tambores, que otrora derribaban murallas, se hacinan en los campos de fútbol sin ningún miramiento. Los forzudos han quedado para los gimnasios o van de guardaespaldas. Los gigantes trabajan de seguratas en las discotecas o se han ido a la NBA. Los héroes hacen cola en el paro de larga duración. Los carros de fuego los fabrica la Chrysler. Los certerísimos honderos ya no tiran piedras, como mucho juegan al tenis. Para paraíso terrenal vaya usted a Cancún o a la Ribera Maya. Tierras prometidas y pueblos elegidos cada dos por tres tenemos uno nuevo, sufriendo, incomprendido y anhelante, por su estatuto diferenciador. Y, ¿qué decir de aquellas plagas, úlceras, llagas, lepras, epidemias y pandemias?, pues nada, que tampoco, que ya tenemos a la Organización Mundial de la Salud al tanto. ¿Y de aquellas luchas tribales, de aquellos asedios, conjuras, deposiciones, anexiones, exterminios, batallas, guerras y demás conflictos armados entre faraones, reyes, emperadores y caudillos?, pues que ahora se hacen bajo la supervisión de la ONU. ¿Y de las idolatrías, los conflictos entre sumos sacerdotes, arcas y patriarcas, blasfemias, tabernáculos y cleros, altares y moradas, perfumes y óleos, corderos y pan ácimo, torreznos y jamón, ablación, oblación, circuncisión, esclavas, concubinas, esposas, velos, templos, sacrificios, holocaustos, expiaciones, usurpaciones y profanaciones, animales puros e impuros, inmolaciones y sacrificios, ley del talión, caridad, años sabáticos, jubileos, maldiciones, bendiciones, lámparas y candelabros, exploraciones, cóleras e intercesiones, diezmos y tributos, anatemas, cismas y otros asuntos que afectan a la trascendencia?, ¿eh, qué pasa con ello? Pues, muy sencillo, la Alianza de Civilizaciones y hemos terminado.
Esto de dejar al Señor Yavé sin trabajo nos está dejando sin imaginación. Y es una pena.

24 septiembre 2010

Tú sigue así...

Los narradores hacemos lo que nos da la gana, o eso nos creemos. Sin embargo, hay veces que los personajes te siguen dócilmente o, por el contrario, hacen que tú les sigas a ellos en una especie de tiranía gozosa que te arrastra, ayudándote a encontrar ese rincón masoquista y consentidor del que, quien más quien menos, disfrutamos a solas y furtivamente. Y es que los narradores somos muy influenciables y, como los adolescentes, nos dejamos llevar al precipicio por las malas compañías. Puede que el asunto tenga que ver con esa falta de fe en la gracia de Dios que da la fe, cerrando un bonito círculo vicioso, y que algunos queremos compensar con el gozo de percibir, y hasta querer narrar, la gracia de los hombres o su desgracia que, para el caso, viene a ser lo mismo o, a una mala, inventando ambas cosas y escribiéndolas siempre. Y es que eso de hacer lo que te dé la gana, desengañémonos, inexorablemente desemboca en el vicio.

19 septiembre 2010

Bromatología casera

Que no me vengan diciendo que antiguamente no se enseñaba a la infancia a respetar la naturaleza. Se enseñaba, claro que se enseñaba, pero no como ahora que todo es volverse vegetariano, no utilizar pieles, estar contra los toros, la caza, la pesca, la matanza de cetáceos y de focas… y que si el equilibrio ecológico por aquí y el equilibrio ecológico por allá, que antes no sabíamos de su existencia y ahora la ecología no se nos cae de la boca. Que ya tiene uno un lío en la cabeza que no sabe qué comer que no proceda de otro ser viviente. Que se le pone a uno la carne de gallina al pensar la de cadáveres que lleva digeridos.
Y nadie podrá decir de mí que no soy razonable, ni que no veo las cosas en su justo punto. Por ejemplo, yo comprendo que estuvo muy bien que nos quitáramos de aquella tradición, que a decir de los historiadores tuvimos tantos años, de comernos los unos a los otros. Los detractores, que eran gente de cultura, la llamaron antropofagia para que diera más asco. Pues bien, a pesar de ello, costó lo suyo. Porque era la canción de siempre con lo de las tradiciones: tenía sus fanáticos defensores. Y no había manera de que se apearan del burro, pues sostenían que, ya que has matado a un congénere, lo mejor es aprovecharlo, que, si nos dedicásemos a ir matando personas por ahí sin comérnoslas, el matar por matar se iba a convertir en puro vicio. Sin embargo, con mucho esfuerzo, se consiguió erradicar la antropofagia en casi todos los puntos del planeta y, desde entonces, ya no nos comemos los muertos que causamos. Ven qué fácil. El ser humano dio un gran paso, aquello fue un avance. Y fue entonces cuando se puso de moda, y aún sigue, aquella frase que decimos con orgullo: ¡Hombre, estamos entre gente civilizada! La Humanidad ganó muchos puntos y la especie comenzó a tener un pase.
Bueno, pues ahora la hemos tomado con los animales. Que consumirlos es un atraso, que no es sano, que vamos a terminar con la vida. Y yo, que a razonable no me gana ni Descartes, me digo: ¿Y con los vegetales, qué pasa? ¿Es que no son seres vivos? Pues nada, con esos no hay piedad. ¡Coño, que hasta me da pena de ellos!, ¿es que es más digna de respeto una gamba que una espiga de trigo, vale más la vida de un centollo que la de una lechuga? A poco que pensemos, veremos la luz.
Así que llego a la conclusión de que cuando era pequeño me enseñaban cosas más comprensibles, realistas y románticas, verbigracia: que a las cigüeñas había que respetarlas porque traían a los niños, y a las golondrinas porque fueron ellas las que le quitaron las espinas al Crucificado. Y todos lo entendíamos, y teníamos un respeto hacía unos valores evidentes y didácticos. Y nos criábamos en una armonía que daba gusto, con una ausencia total de remordimientos tras zamparnos un bocata de chorizo después de la matanza, unas chuletas de cordero degollado o un estofado de pollo muerto. Esto de la ecología, lo crean o no, está trayendo mucha cizaña y mucho enfrentamiento gratuito. No me extrañaría que algún día la suprimieran por decreto.

08 septiembre 2010

Y yo contigo

¡Y yo contigo!, decías hace años, tan sencillamente obcecada como espontánea y decidida, cuando me disponía a dejarte para salir con aquellos amigos que se resistían a redimirse de la perdida y cercana soltería. Y ellos, exasperados, alérgicos a tu incómoda y singular presencia femenina, exclamaban furiosos: Ya estamos, ¡yo contigo! Pero a mí me encantaba lo inusual de tu gesto, tu voluntad agreste y primitiva. No me importaba, al contrario, me divertía que, en su fuero interno, pensaran que yo era un calzonazos, incapaz de poner a su mujer en su lugar. Pero nuestro lugar, pese a ellos, era, ya entonces, el mismo.
En el cuadrante sereno de tu amor, soy incapaz de dibujar una ecuación del desengaño. Ninguna coordenada pasada, aún si la hubiese, desbancaría la sólida y cálida línea del sereno presente, del mullido pasado apasionado y del futuro y su después, al que, si lo hubiera y aseguran que lo hay todos los credos, quiero ir contigo. Y yo, aunque incrédulo, empero quiero que lo haya y, además, que esté tan lejos, que quede mucho más allá de Dios que, hasta la fecha, es el punto de referencia más lejano, tanto, que algunos aseguran que se ubica mucho más allá de todas las suposiciones y que es blindada su existencia, independiente de cualquier negativa, científica o agnóstica, que justifique el hecho razonadamente o lo ignore con la rotundidad del que no sabe. Dios les oiga y tome nota de la geometría, madre de las medidas infinitas. Una vez allí, te dejaré elegir camino y, cuando lo tengas decidido, y lo inicies, no lo dudes, te cogeré la mano y te diré, colgado una vez más del paraje sereno de tu compañía: ¡Y yo contigo!

04 septiembre 2010

El día a día

Y a medida que uno se hace grande, perdón, quiero decir viejo, va notando como nos rodeamos de leyes, de reglamentos y, en general, de normativas, incluso para lo más fútil e intrascendente. ¿Cómo lograr si no la paz y la armonía entre nosotros? Y, con el tiempo, terminamos identificando esa paz, artificial y laboriosamente conseguida, con la justicia, que, ante la imposibilidad de dar a cada uno lo suyo, nos da a todos lo mismo, sin caérsele la cara de vergüenza. Y la unión de esas dos, más que realidades, percepciones, ya bastante sospechosas en su origen, suele regir nuestra monótona vida. Y nada de eso, bien mirado, hace que el mundo progrese, sino que se mantenga como está, como si hubiéramos llegado a la idea de que así debe ser, que el mundo no va más, que esto es partida de ruleta cerrada. Y, cada día más, las personas hacemos del conformismo un logro, y por tal lo tenemos como dogma de fe, y ya no quiere nadie ir más allá de lo estrictamente seguro, consuetudinario o admitido, porque no es bueno hollar terrenos peligrosos, tácitamente vedados, ni poner toda la carne en el asador. Dios nos libre.
No hay más que un orden, el nuestro; no hay más que, como Dios, una economía: esa vieja y caduca de siempre que tilda de holgazanes y parásitos justamente a quienes la sostienen. Y así, de hecho, queda silenciado y capado cualquier talento innovador que pretenda mear fuera del tiesto. La legalidad es una manta protectora, aislante, cegadora y ensordecedora. La mente humana necesita volar, pero, ¡ay!, es incapaz de hacerlo en un cielo surcado por tan exhaustivas reglamentaciones y conveniencias, y cada vez es menos raro que, si se atreve, algún francotirador no la derribe en el acto. Y, claro, de este modo, pocas personas llegan a ser felices, asfixiadas por el manto cobijador de la seguridad y el orden. Una seguridad tan ficticia como lo son sus bases. Y, a medida que nuestra vida se hace más compleja, aumenta y aumenta sin cesar la normativa. Tal vez, nos lo presenten como ineludible, en aras de conseguir un orden prefijado, y así, sin darnos cuenta, terminamos por perder hasta la noción de libertad.
¿Merecerá la pena? ¿No será la libertad, que creemos tener, una entelequia? Algunos dicen que esto viene de siempre pero, qué quieres que te diga, yo vivo ahora.

31 agosto 2010

Patria, justicia y pan

Vive sereno, hijo mío, y sé templado, que la fortaleza de una persona es la serenidad.
Hoy voy a escribir una nota para pedir un aumento de sueldo a mi patrón. Dirás que por qué no se lo digo de palabra. Pues bien, porque no es lo mismo. Primeramente, uno puede pensar bien lo que escribe, medirlo, e, incluso, corregirlo y hasta, en último término, volverse atrás y no entregarlo; mientras que lo que uno dice, aparte de que se te puedan desmandar las palabras como las ovejas de un rebaño, puede ir teñido de ciertos tonos, de los que uno no es dueño, y traslucir cosas que, así, evidencies sin desearlo y que, en cualquier caso, no puedan evitarse ni admitan, una vez dichas, marcha atrás. Por otro lado, quien lee, tiene tiempo de sopesar lo expuesto y, sin dejarse llevar por las emociones de lo inesperado o por los prontos que a los humanos nos acometen ante lo imprevisto, responder con el ánimo templado y el juicio sereno, evitando la precipitación de la inmediatez. Eso sin mencionar el intrínseco halago, que ya es, el que se dirijan a ellos por escrito.
Así pues, presta atención, hijo mío, y aprende, si quieres, sobre la vida y sus sutilezas:

Estimado Sr. Buther Rollé y Gerencia:
El abajo firmante, contable de su empresa desde hace quince años, con el debido respeto y sin ánimo de causar molestias, roces u otros malestares laborales en la misma, expone a su consideración los siguientes extremos:
Que ha venido desempeñando su trabajo, en esta empresa de su digna gerencia, con entrega y satisfacción durante los años citados. Y, por no haber tenido en ningún momento queja de la dirección, piensa que ésta última está, a su vez, satisfecha con su disposición y desempeño.
Que, desde hace ocho años, viene percibiendo los mismos emolumentos, sin haber querido molestar a la empresa con peticiones al respecto, en atención a la viabilidad de la misma, a su sólida implantación en el mercado y a no mermar su competitividad con otras empresas del ramo.
Que en estos últimos ocho años, como conocerán ustedes de primera mano, la vida ha ido subiendo todos y cada uno de ellos sin que, pese al denodado esfuerzo de productores y empresarios, tal proceso haya podido detenerse y, mucho menos, invertirse.
Que mi situación personal y familiar ha variado, al haberme colmado la Providencia en este periodo con la bendición de dos hijos más. De este modo, y pese a la felicidad personal que conlleva una familia numerosa, me encuentro con cinco hijos, mis ancianos suegros y mi esposa, dependiendo únicamente de mi salario. No pretendo, naturalmente, que esta condición familiar, libremente elegida, tenga, ni mucho menos, que ser asumida por la empresa. Sin embargo, llanamente pongo en su conocimiento este extremo para que mi solicitud, sea o no atendida, no sea considerada en ningún caso como una petición caprichosa, venal, o, mucho menos, viciosa.
Que mi salud, aunque progresivamente deteriorada en los últimos años, no ha sido pretexto que me haya facilitado falta alguna al trabajo. Pero, no obstante, no oculto que ésta necesita últimamente de algunos cuidados que gravan mi ajustada economía. Comprendo, pues es de sentido común, que tampoco son mis enfermedades cosa de su responsabilidad, mas les ruego que ponderen, si lo tienen a bien, el bien que pueden hacer, a la par que atienden una petición que entiendo justificada.
Así pues, teniendo en cuenta lo anterior, someto a su consideración un incremento de mi salario que sea, a su recto entender, acorde, no ya con mi situación personal, sino con el sostenido aumento del coste de la vida en estos últimos años.
Quedando a su disposición, les saluda atentamente.
Firmado.- Francisco Sánchez
Postdata.- En el caso de que mi petición, por las razones que fuere, no fuese viable, continuaré desempeñando mis funciones en la empresa con la misma entrega, dedicación y fidelidad que hasta la fecha.

Esto último, hijo, es lo más importante. Porque, sin estas últimas líneas, te puedes jugar el pan. Pues, cuando conviene, hay algunos que consideran, las peticiones, quejas y, las solicitudes, ultimátums; y lo que pides, por justo que sea o a ti te lo parezca, puede ser utilizado como finiquito contra ti, si no sabes pedir con humildad y mesura. Y conviene que sepas, hijo mío, que, los pobres o los que no andamos sobrados, no podemos pedir de otra manera. Que pedir justicia a secas, sin ser poderoso, es una actitud soberbia, altisonante o, como poco, un dislate, cosa de ilusos.

29 agosto 2010

Sin implicación divina

“Miró Dios a la tierra, y he aquí que estaba corrompida, porque todo mortal había corrompido su camino sobre ella.“ (El Diluvio, Antiguo Testamento)

Ya me olía yo que esto del cambio climático venía de antiguo. Al menos Noé fue avisado de la catástrofe. De no haber sido así ninguno estaríamos tan campantes por aquí, como si tal cosa.
Y, a la vista de aquel primer desastre universal vivido, poco me extrañó que el buen Noé se diera a la bebida y que alguno de sus vástagos, ¡ay, inconsciente juventud!, se cachondeara de él, dando muestras, una vez más, de que los humanos no conocemos piedad, ni comprendemos nada, ni tenemos enmienda.
Sin embargo el Señor, en su bondad infinita o quizás dando muestras de una inteligencia refinada, prometió no volver a castigar a los vivientes tan cruelmente como lo había hecho, que, a ese paso, menuda fama se iba a crear. Y, hoy en día, somos capaces, por esa corrupción de todo llamada codicia, vulgo economía, de buscarnos, nosotros solitos, esos castigos indiscriminados que en otros tiempos, para escarmiento general, propiciaba el Divino Hacedor. No tiene ya que molestarse el Supremo. Nuestra ambiciosa acción sobre la tierra tiene su propio e ineludible toma y daca. Y, puesto que el asunto es ajeno al Todopoderoso, éste ni siquiera avisa, ni pone a buen recaudo a sus leales. Bueno, en el supuesto de que le quede alguno, que, en algún lugar remoto, pueda vivir al pairo de corromper activa o pasivamente esta sufrida tierra, convertida en polígono de pruebas para el inexorable desarrollo sostenible, motor de nuestro irrenunciable bienestar. Si es que no se nos puede dejar solos.

22 agosto 2010

El encanto del viaje

Uno de los encantos de viajar, algunos dicen que el único, es encontrarse con lo que no se espera.
Sin embargo, no es fácil sorprenderse de lo que ya nos anuncian en cada ciudad las guías de turismo y sus bonitos planos con itinerarios marcados, con la historia oficial resumida y, diría, que comercializada al efecto, con los monumentos de siempre, con esas listas monótonas de iglesias, plazas, torres, murallas, fortalezas, etc. más o menos restauradas, ubicadas en la línea del tiempo, y con el chivateo invariable de sus estilos y autorías. Sólo tienes que ir tachando los lugares visitados y, tras cada visita, marcarlos en la lista de deberes: ris ras, una cosa hecha. Otra más al macuto del recuerdo, antesala ilusoria del saco del olvido.
Las oficinas de turismo y las agencias son cada vez más eficientes, hay que reconocerlo. Además ya te informan en ellas del turismo de aventura, del gastronómico, del enológico, del alternativo, del naturista, del ecológico, del cicloturismo, de las vías verdes, del senderismo, del rural, de los hoteles con encanto… y de todas las variantes a las que, técnicamente, el turismo ha ido derivando con pecuniaria sutileza y germánica efectividad. Muchas veces la sobreinformación te deja casi sin esperanza, como anonadado, sin aire.
Y no, no es que me queje de que se conserve la cosa histórico-artística, ni de que se restauren los edificios, ni de que se comercialice patrimonio, tipismo e historia, ni de que se promocionen los mil negocios turísticos, ni de que se dé cumplida información al turista. No, no es eso. Cada cual tiene sus necesidades, y todos la de comer. Digo simplemente mi humilde verdad: me suelo aburrir en esas visitas en las que de mucho se informa pero de poco se aprende. Y, no hablemos ya, de cuando las visitas han de ser guiadas y se une al tedio la disciplina de seguir y escuchar al cicerone.
A uno le termina dando la impresión de que más le hubiera valido no salir de casa y ponerse a estudiar manuales de historia con la misma dedicación.
Pero siempre queda alguna escoria perdida, algo que se les pasó o que juzgan sin interés, un resquicio por el que el viajero se escape y dé con algo inesperado. Por eso sigo siendo tan aficionado a la observación de los detalles pequeños y, sobre todo, a los largos recorridos a pie. Poco consigo, pero, mientras lo hago, alimento mi esperanza de viajero y me siento menos determinado y, a veces, hasta me parece que viajar sigue siendo posible. Claro que, seguro seguro, que en todos los sitios me pierdo lo más importante.

29 junio 2010

Agualobos


En el barranco de Agualobos ya nunca hay nadie. Las matas y la maleza se comen la tierra en brutal apretura; los zarzales, los espinos y las aliagas la atrapan con el ansia persistente de los seres con garras, y, en su afán colonizador de cuanto se abandona, disputan las cuestas a las rocas y trepan insolentes entre las lascas, afiladas y sueltas, de los canchales empinados.
Al río sólo lo delata un gluglú profundo, un rumor de amenaza sorda, musitada entre dientes, bajo lo oscuro de las espadañas y el verde trigueño o el rubio mate de los cañaverales apretados.
Los pies del hombre buscan, con angustia, tierra limpia donde pisar sin miedo. No la encuentran, y pisan brevemente, con inseguridad, rápidos y recelosos de una tierra que no enseña la cara.
Una colonia de pájaros carpinteros urbaniza sin descanso los troncos altos de los chopos viejos. En el silencio, el martilleo de los picapostes produce la ilusión desconcertante y deseada de afanes humanos en la lejanía. Pero es sólo un engaño de la mente, que se obceca en encontrar donde no hay.
Arriba, en la base de los farallones verticales, en excepcionales miradores, blanquea la tierra seca extraída por los zorros para hacer alguna raposera.
En mitad de la pared más alta, más majestuosa, está el abrigo inaccesible con los restos podridos del nido del águila real. Hace algunos lustros un ser anónimo pensó que haría más bonita sobre su chimenea. Desde entonces, la peña aguilera muestra en su faz un ojo muerto, seco como el de un tuerto.
Aquella sucesión de la noria de lata, que vertía agua en la acequia, que llenaba la alberca, que surtía a la casa sin cimientos, asentamiento de la fábrica clandestina de moneda, se desvaneció para siempre en la desasistida cabeza del difunto tío Mona. En lo profundo del barranco, noria, acequia, alberca, casa y ceca, son ya una concatenación tan poco visible como lo fuera, en su día, la brillante sucesión de ideas en aquella mente enajenada. Hasta en este barranco se hicieron quijotadas y, bien pensado, qué mejor lugar para hacerlas.
El molino del Hocino es un cementerio de piedras y palabras, donde crecen los árboles con fuerza lujuriosa y casi con soberbia. Así yacen allí vocablos que ya nadie pronuncia: azud, caz, socaz, caceras, solera, volandera, catalina, linterna, cangilones, rodeznos, álabes… y el río pasa sigiloso sin que nadie retenga su fuerza contenida.
Los buitres planean incansables balanceándose en las térmicas.
Algún día volverá el lobo y le dará de nuevo sentido al nombre del barranco pero, seguramente, faltará gente que lo vea.
Todos tendremos que hacer cosas más importantes.

19 junio 2010

Y Saramago se ha ido con su perro

Alguna vez he viajado a Portugal de la mano de José Saramago. Cuando lo he hecho, no he pasado, desde luego, por grandes ciudades, ni por sitios turísticos, pero he aprendido lugares ignorados y matices en el vértice del olvido. He visto pequeñeces, migajas esparcidas por el tapete de la vida, a las que no hubiera llegado sin su guía. Me he fijado en detalles que, sin su indicación, no habría descubierto. Y aquellos viajes se rellenaron todos de ternura.
Aparte de agradecer su tenaz beligerancia, irreductiblemente sostenida, en tantos campos, y su literatura, lamento que se vaya una persona entrañable y compasiva.
No sé si romperá su muestra sostenida el perro Constante pero, si acaso lo hiciera, estoy seguro de que su amo le perdonará esta última y única flaqueza y le regalará, discreto, serio y moderado, como buen portugués, una caricia tras de las orejas y una palabra en ese tono amable y bondadoso que los perros entienden mejor que las personas. Obrigado.

12 junio 2010

Los parajes siguen

Los parajes siguen. Pero la pregunta ansiosa del abuelo tiene ya, desde hace tiempo, la misma respuesta.
- ¿A quién has visto?
- A nadie.
En los últimos años ellos mismos se la contestaban y, por todo comentario, te decían:
- Y, claro, no habrás visto a nadie.
Y hoy no hay abuelos que pregunten.
Los parajes quedan, sí. Y frente al Palabrero, entre Madrigal, Cinco Villas y Alcolea de las Peñas, que se la reparten como un trozo de tarta cuarteada, queda la Sierra, bueno, la Serrezuela, como siempre llamaron los habituales a aquellos dos tremendos cerros que rozan, en su cumbre, los 1200 metros y comparten los costurones que, en los mapas, dibujan los tres términos.
Entonces fueron terrenos libres, cosa de otros tiempos.
En la Fuente de las Peñas comenzaba la mano, y acababa la cacería con la caída de la tarde. Los corrales de El Hijillo, los del Picacho, los de la Cespedera y la Guindalera, eran puntos de referencia. La perdiz, apenas hostigada, enseguida apeonaba presurosa a lo alto. Desalojada de allí, se arrancaba lejos y nerviosa, surcaba las laderas, deslizándose hacia abajo sobre ellas, sesgándolas con un silbido presuroso de seda.
De la fuente queda el humedal, de los corrales restos, de los pueblos apenas el nombre, de los terrenos libres nada, de aquellos cazadores poco más que el recuerdo. El desarrollo aquí, con ese nombre pretencioso y forzado, significó devastación y abandono.
El viento sopla en la Serrezuela como el aullido fino, constante y quedo de un perro en agonía.
El último, de los que estaban todavía vivos, ha dejado hace poco de recorrer, con su imaginación siquiera, las laderas agrestes, enmarañadas y desiertas de la Serrezuela. Todos, los de entonces, se han ido marchando pero, con éste, ha desaparecido definitivamente la cuadrilla. Casi todos se fueron dos veces, primero de su tierra, luego de la vida. Hace pocos días se ha ido también el Boni que, según mis cuentas, era el que quedaba. En la soledad de estos desiertos una sombra más vaga.
Aquellas tierras de mi tierra no son más que esto: un cementerio de recuerdos, de ecos imaginarios que, desde los tesos, rebotan en la vega y, peñas arriba, cruzan al Palabrero, se detienen, y ya, dejan de oírse para siempre.

07 junio 2010

En un lugar de La Mancha

Por lo que deduje de la conversación, se había enterado todo el pueblo. La Eleni dejó al Pepe. Agarró y, una tarde, se marchó con el Toni. Al cabo de unos días todo el pueblo se hizo bocas.
- Pues ha hecho muy bien, que una mujer es muy libre de hacer lo que quiera.
- Pues ha hecho muy mal porque junto al Pepe no le ha faltao nunca de na.
Después de que la Eleni terminara su correría con el Toni, cada uno a su casa. Bueno, la Eleni, a la de su madre. Luego vino la charleta con las amigas y el contarles como le había ido en la escapada. Y las preguntas de rigor:
- ¿Piensas volver con el Pepe?-dijo una.
- Ay, pues no sé.
- Pa qué vas a volver con el Pepe, pa qué vas a volver con el Pepe- terció otra- a ver: ¿Pa que te meta otra paliza? ¿eh? ¿Pa que te meta otra paliza?
- Ay, qué se yo.
Luego la Eleni les contó lo bien que lo habían pasado el Toni y ella por ahí y que hasta estuvieron en un Parador Nacional y que en la habitación hicieron moverse la cama de pared a pared.
- No os digo más.
Que hasta el Toni le dijo:
- Qué muslos tan fuertes tienes, Eleni.
Claro, es que estaba yo encima, puntualizó la Eleni con una sonrisita de orgullo mal disimulado.
Terminada la descripción, con pelos y señales, de las tórridas noches de la Eleni y satisfechas las preguntas de las amigas, decayó la conversación y desembocó en unos segundos de silencio. Una de las amigas preguntó:
- Y, entonces, Eleni, ¿cuál te gusta más el Toni o el Pepe?
- Ay, chica, es que no sé.
- Pero vamos a ver, Eleni, cuando te quedas sentá en el sofá frente la tele, ¿en quién piensas?
- Ay, yo en mi Pepe- y la Eleni rompió a llorar.
Fue entonces cuando repararon en mí y, una de ellas, entre descarada y curiosa me espetó con una sonrisa:
- Y tú, ¿te la meneas muchas veces?

06 junio 2010

Infidelidad

Recordaba lo alejadas que estuvieron la política y la gente. Era aquélla, la de la política, una esfera aparte, intangible, casi innombrable. Era cosa de un grupo restringido de inquebrantables fieles, alejados y metidos en una esfera blindada. La esfera flotaba allá, en un sitio indefinido, custodiado e inalcanzable, al que, si alguna vez se acercaba algún ajeno, lo hacia casi siempre por obligación y siempre con temor, casi con la precaución sobresaltada, revestida de respeto zalamero o de miedo a secas, que produce un encuentro con la bicha dormida. Algo en lo que no se podía confiar pero sí temer, temerlo siempre. Era la política un poder que entonces filtraba su imagen, siempre monolítica y solemne, por medio de la dócil prensa, del amaestrado sindicato, del azul omnipresente del partido único, de los alcaldes designados, del preceptivo NODO propagandístico, de la televisión monocorde y paternal, de las emisoras del Movimiento y del palio que la Iglesia prestaba para que, bajo él, se balancearan las ostentosa borlas que adornaban un fajín de general, y que, simbólicamente, parecían entronizar en la vida eterna ese modo tan peculiar de la vida española de hacer las cosas por cojones.
Falleció el general y fue inhumado en un lugar acorde con lo que su existencia representó para el país: El Valle de los Caídos. Acabó aquel anacronismo.
Llegó la democracia y, al principio, fue un estallido multicolor que, caída la mordaza del miedo, acabó con un mundo en blanco y negro. Y, aunque ya sea sólo un recuerdo, fue muy bonito para los que vivimos aquel tránsito.
Éramos un país virgen para la democracia y los derechos. España era la novia emocionada que daba el sí quiero y se entregaba en cuerpo y alma a un futuro lleno de ilusión y desmesuradas esperanzas. Luego, inevitablemente, fueron viniendo los roces, los disgustos, los desengaños, las contradicciones, los dobles juegos, las conveniencias, las desconfianzas, los escamoteos, las mentiras, las sisas, los resabios, las incongruencias, las traiciones… pero también, pese a todo, llegó la prosperidad. Y la gente vivió con la política un maridaje próspero de esos en que, la abundancia, el dinero y los intereses, terminan por taparlo todo y hace que los sapos a tragar sean aceptables y prime, sobre todas las cosas, la dulce y cómoda conveniencia.
No sé si hoy política y gente vuelven a habitar mundos distintos. Ese cónyuge, infiel por naturaleza, que se llama política, tiene una nueva amante. Y esta vez no parece una aventura pasajera, ni un zafio calentón, ni una relación, como dicen los cursis. Con vocación por seducir a la gran dama de la economía, la política ha calculado mal y parece que, contra natura, se ha puesto a su servicio. La gente esperaba lo contrario. La economía al servicio de la política era lo que decía el contrato democrático. Pero parece que se quieren cambiar sobre la marcha las claves de la democracia que, por otro lado, eran las de la lógica. No sabemos a dónde nos pueden llevar tales envites.
Tras unos bellos años de olvido, parece que la grasienta mancha del miedo, dada por desaparecida, ha vuelto a aparecer y a extenderse, derivando, del miedo personal de cuando entonces, a un miedo colectivo, a ese otro miedo menos tangible, pero más general, que no procede de ninguna amenaza personal ni cercana, sino de otro lugar. De un lugar nuevo que nos obstinamos en hacer irreal y remoto e incluso queremos ignorar. El viejo centinela del sentido común nos dice que nos están engañando, que esto no es ya ni la apariencia de lo que era. Pero no lo creemos, serán habladurías, la política no puede traicionarnos hasta ese punto.
Y no queremos oír a ese tozudo consejero y nos decimos justificándonos: pero si nosotros no podemos hacer nada, si nada depende de nosotros. Entonces, ¿es esto democracia? En nuestro comentario hacemos, sin pretenderlo, un buen resumen de la situación.
Sí que podemos, y tendremos que hacerlo cuando dejemos de estar anestesiados por esa imbecilidad transitoria, espero, que dan tantos años de un bienestar que presumíamos eterno.