28 octubre 2011

Rocatiesa (Cuento para la noche de las Ánimas)

-        Tío Golgodos, mi padre dice que no existe la Patasma –dijo el Javi.
-        Tu padre no la ha visto y por eso se cree que no existe.
-        Pues dice mi padre que usted se inventa todo y que lo único que quiere es hacerse el importante y, además, asustarnos –dijo la Laurita.
-        Pues, entonces, haz tú como tu padre y no te creas nada de lo que digo.
-        Pero es que, a mí, me gustan los cuentos que nos cuenta –dijo el Isma.
-        Las cosas que os cuento no son cuentos.
-        Pues entonces son mentiras, como dice mi padre –dijo la Laurita.
-        No son cuentos ni mentiras, son historias.
-        ¿Y las historias son verdad o son mentira? –dijo la Vane.
-        Eso nunca se sabe. Las historias entran en nuestras cabezas por la voz de otros y algunas veces, con el paso del tiempo, descubres que son ciertas. Sin embargo, los que no se las creen, se cierran a sí mismos la posibilidad de saberlo y, aunque pase mucho tiempo, nunca descubrirán lo que había debajo de la historia.
-        ¿Y cuando vio usted a la Patasma? –preguntó el Isma.
El tío Golgodos no contestó. Se quedó callado y, sus ojos, parecía que miraban para dentro en lugar de mirar, como los de todos, para fuera.
-        Tío Golgodos, que no se duerma.
-        No me duermo. Es que estoy buscando en un saco muy grande y muy oscuro que tengo en mi cabeza. Es un saco en el que tengo cosas que no pesan nada pero que abultan mucho. Todos los viejos tenemos un saco como ése: es el saco de los recuerdos. En ese saco hay, sobre todo, una cosa: miedo a lo desconocido, miedo a lo que no entendemos. Muchas veces, muchachos, negamos la existencia de lo que no comprendemos, como si, de ese modo, pudiéramos defendernos de ello. Pero negar las cosas no conduce a nada. Se quedan ahí, con vida propia, aunque nosotros nos queramos verlas.
-        Pues mi padre dice que eso son supersticiones –dijo el Javi.
-        Y el mío que es usted un trolero- dijo el Isma.
-        Y el mío que usted no está bien de la cabeza –dijo la Vane.
-        Y el mío dice que no le riega bien la sangre –dijo la Laurita.
El tío Golgodos sacó un cigarro. Lo encendió con un ascua de la lumbre y echando el humo de la primera calada por la nariz, dijo:
Cuando yo era pequeño, así como vosotros, había un hombre en mi pueblo del que nadie sabía la edad. No era viejo ni joven. No era guapo ni feo. No era alto ni bajo. No era gordo ni flaco. No era malo ni bueno. Era un hombre que pasaba desapercibido pero al que todos conocíamos y, sin embargo, nadie sabía nada de él.
Un día la tía Sabina, que era una vieja alta y con las manos grandes y huesudas como sarmientos, le dijo al tío Damián que si se había fijado en aquel hombre y en que, desde que le conocían, no parecía haber envejecido. El tío Damián, entonces, cayó en la cuenta de que, lo que decía la tía Sabina, era verdad. Y, como no recordaban siquiera como se llamaba, le apodaron Rocatiesa.
-        ¿Y eso por qué? –dijo la Vane.
-        Porque caminaba muy derecho y nunca cambiaba.
El tío Golgodos chupó de nuevo su cigarro y, como se le había apagado, volvió a encenderlo con una chusta de la lumbre. Después de volver a echar el humo por la nariz, tosió un poco y, luego, dijo:
Cuando llegó a los oídos de Rocatiesa que le habían puesto un mote, del mismo modo que había aparecido entre la gente de mi pueblo, sin que nadie recordara cuando, un día desapareció. Y, como no tenía amigos, ni hablaba con nadie, ni nadie le había conocido por su nombre, unos dijeron que Rocatiesa se había ido a la ciudad; otros, que Rocatiesa se habría perdido en el monte y se habría muerto de hambre y de frío; otros, que se habría ido a otro pueblo; otros, que tal vez se le habrían comido los lobos; otros, que…
-        Pues mi padre dice que los que desaparecen es porque han hecho algo malo –dijo la Laurita.
-        O porque han robado –dijo el Isma.
-        O porque no quieren pagar lo que deben –dijo la Vane.
-        O porque les echan del piso –dijo el Javi.
-        Pues, el caso –dijo el tío Golgodos, sonándose con un pañuelo la moquita- es que nadie pudo decir que Rocatiesa hubiera hecho nada malo: ni había robado, ni a nadie le debía dinero y, por otro lado, ninguno del pueblo, cuando se pusieron a pensarlo, sabía en qué casa vivía.
-        Pues sería un inmigrante y se habría vuelto a su país, harto de vivir por ahí, en cualquier sitio –dijo el Isma.
-        Te equivocas porque, entonces, no había inmigrantes –dijo muy serio el tío Golgodos- éramos nosotros, los españoles, los que íbamos a otros países a ganarnos la vida.
-        ¿Cómo los negros y los chinos y los americanos y los rumanos y los árabes que vienen aquí ahora? –dijo la Laurita.
-        Sí, como ellos y como otros más. Exactamente igual.
Aquellos chicos no sabían que también los españoles habían sido emigrantes y miraron al tío Golgodos con desconfianza.
-        Yo no me lo creo –dijo el Javi
-        Pues pregúntale a tu padre si es verdad. Seguro que a él le creerás –y el tío Golgodos, viendo que se le había acabado el cigarro, tiró la colilla a la lumbre.
Los chicos le miraban y, entonces, él volvió a callarse y a mirar para adentro. Después de un poco se salió de su ser y dijo:
El caso es que, al poco tiempo, todo el mundo se olvidó de Rocatiesa. Pasaron años y más años, murió la tía Sabina y también el tío Damián y mucha más gente, y yo me hice joven y luego maduro y luego viejo y después tan viejo como ahora. Pero también nacieron otros, como vosotros, y así, sin que los que vivían lo notaran, el mundo seguía funcionando como siempre lo ha hecho.
Un día que iba yo a mi huerto me encontré con un hombre que me resultó familiar. Le dije hola y él sólo me miró. Yo seguí andando y traté de recordar quien era. Porque aquella cara me resultaba familiar. Pero, nada. Que no caía. Me parecía haber visto alguna vez aquellas facciones pero me era imposible recordar cuando. El caso es que él también me había mirado con curiosidad, aunque no respondiera a mi saludo más que con un gesto impreciso.
Al cabo de los días, lo volví a ver por el pueblo. Aquel hombre no llamaba la atención y nadie se extrañaba de verlo por allí.
Aquella tarde, cuando estaba en el bar, el hombre se sentó junto a mí. Y yo le dije:
-        Me parece recordarle, pero no sé de qué.
El hombre me miró y me dijo con una voz fría, atemporal, casi metálica:
-        Sin embargo, yo te conozco a ti desde que eras pequeño.
-        ¿Cómo desde que era pequeño, si es usted más joven que yo?
-        No, te equivocas. Soy tan viejo como el aire, como el agua, como las rocas.
Entonces me di cuenta de quien era el extraño. De repente vino a mi cabeza la imagen de mi infancia. No podía creerlo. Aquel hombre era Rocatiesa, el mismo que conocí en mi niñez. Mi cabeza se turbó en un remolino de recuerdos, en un flujo de años, de gentes que había conocido, de caras y de palabras. Sin embargo, cuando volví la cabeza para preguntarle aterrado a qué venía y quién era, no encontré más que el sitio. Rocatiesa había desaparecido.
Con ansia pregunté a la gente por él, pero nadie parecía haberle observado, ni haber reparado en su existencia. Y, sin embargo, yo estaba seguro de que era Rocatiesa, el mismo que conocí cuando era un niño, un niño así como vosotros. Y ese fue el día en que vi a la Patasma y, desde entonces, estoy seguro que habita entre nosotros y que no sólo hay una, sino muchas, y que sólo los viejos más viejos sabemos de su existencia, y que están no sólo aquí, sino en muchos lugares.
Estoy seguro de que son ellos los vinculeiros entre la vida y la muerte, los que acompañan a los que mueren a su destino y, al ver a Rocatiesa, presentí que venía a por mí, porque soy ya muy viejo. Sin embargo, la noche en que Rocatiesa desapareció fue la del día en que Oscar se cayó con la moto y nada pudieron hacer por él en las urgencias.

27 octubre 2011

Con lluvia

El pronóstico del tiempo anunciaba lluvias. Estas predicciones no solían fallar. Pero imaginaba, como hacen los niños, que esas nubes lluviosas que se representan en los mapas meteorológicos tal vez, milagrosamente, esquivarían la finca.
Madrugó como siempre y, casi hora y media antes de la primera claridad, aún sin vestirse, se asomó a la ventana. La lluvia daba un brillo de espejo al asfalto en el que se reflejaban las farolas. ¡Maldita sea!, no se habían equivocado.
Estuvo a punto de volver al caliente nidal, aún tibio, de la cama. Pero, mientras internamente dudaba, hizo café. Pensó, sentado en el sofá, si vendría de temporal o traería, aquella lluvia, claros y algarazos. Luego se dijo que la finca no estaba en la localidad y que podría ser que aquellas lluvias, a unos cuantos kilómetros, no fueran lo mismo que el aguacero de detrás de su ventana. Tal vez amainara luego del amanecer y quedara una mañana brumosa y de blandura, siguió elucubrando. Pero para el amanecer aún faltaba y, seguramente, con el cielo encapotado que había sustituido a los rasos de los días anteriores, la claridad necesaria se retrasaría al menos media hora.
Sonrió para sí al darse cuenta de que imaginaba posibilidades inverosímiles para espantar una certeza: llovía con ganas. Como el día no iba a ser bueno, él se inventaba otro.
Por animarse, pensó que, en un día como ése, nadie cazaría en la finca ni en sus inmediaciones. Y esa sensación de saberse solo en el campo le reconfortó. Algo bueno tenían que tener ciertas locuras. Entonces se dio cuenta que, pese al tiempo inclemente, ya se había convencido interiormente de que iría. Bueno, a una mala, con volverse, se dijo, todo arreglado.
El camino que, saliendo de la carretera, llevaba a la finca estaba calado pero transitable. Seguramente la sequedad de los meses anteriores había hecho que, pese a la lluvia caída durante la noche, la tierra la absorbiera como una esponja seca.
Dejó el coche a cien metros de una de las esquinas de la finca, entre unas carrascas. Caía alguna gota perdida, aunque el cielo seguía amenazando u obsequiando, según se mirara, con la promesa de soltar más agua.
Pensó, por primera vez en la mañana, qué podría cazar en un día como ése. Lo más probable sería una buena chupa de agua que enfriara su loca afición por el campo y por la caza, si es que ciertas pasiones tienen arreglo y se corrigen con los años.
Era incómodo tener que ponerse esa ropa para el frío y la lluvia. Pensó que le restaba movilidad y que le volvería torpe en el encare. Pero, ¡qué remedio!
En cuanto llegó a la primera tablilla de la finca cargó y cerró la escopeta. De momento las nubes pasaban bajas, algo deshilachadas y veloces, pero no soltaban agua y, además, un viento templado venía del sur.
Pese a ser ya más de las ocho y media, la visibilidad no era aún buena, pero la tierra blanda amortiguaba el ruido de sus pasos. Se movía, ni rápida ni lentamente, con la atención puesta en el menor sonido o movimiento, pues sabía que su única posibilidad, sin perro, era la sorpresa.
Disfrutaba con la calma del campo mojado, con el olor a tierra, madera y paja húmeda y con el aroma matinal de las plantas silvestres. Se deleitaba en el silencio de aquella llanura, con ondulaciones muy ligeras, moteada de macizos de encinas y carrascas, con sus franjas caprichosas de rastrojos amarillos y de terroneras rojizas moteadas de piedras blancas. Sólo los arrendajos y algún grajo daban la nota de cuando en cuando, rasgando el aire con sus graznidos de alarma. Lo bajo de las nubes dejaba entre el cielo y la tierra una estrecha franja que parecía que apaisaba la visión.
Pronto vio que no estaba solo, otro, con más afición que él, le había visto ya y ponía tierra de por medio. Cuando se percató estaba ya a más de cien metros, cruzando la última parte de un rastrojo para meterse en la espesura de una mancha. Instintivamente apuntó, pero le pareció que no era distancia para intentar detener a un competidor como el zorro. Tampoco haría ruido con un disparo tan a lo tonto. Lo guardaría para alguna pieza desprevenida que saltara a su distancia.
Enseguida empezó a chispear, luego a algaracear y, después de una hora, a llover con fuerza. La lluvia caía con regularidad, sin violencia, y sesgada por el empuje del viento. Instintivamente buscó la protección de las hileras de encinas alineadas que, con espinos y malezas entre ellas, hacían, a veces, de linderos entre unas suertes y otras. En el lado adecuado, la mayor parte de la lluvia era parada por el paraguas de la vegetación. Nada se veía y, seguramente, todos los animales andaban al resguardo, lo mismo que él procuraba.
Un buen bando de palomas zuritas fue lo único que vio surcar el cielo gris a buena altura. Imaginó que entre los árboles de la parte más espesa y montaraz de la finca se ampararían. Sería el único lugar adecuado para sorprender a alguna de ellas.
Tras cuatro horas de lluvia, con la zamarra calada y los pantalones embarrados hasta la rodilla, llegó al coche. Una vez dentro, tuvo que quitarse las botas que, soldadas a un molde de barro rojizo, tanto le habían mortificado con su lastre al caminar por los pedazos. Los calcetines estaban empapados. Secó con una gamuza el agua que bañaba la escopeta. Pero no pudo secarse el sudor que, mezclado con agua, le empapaba camiseta y camisa, además de la espalda. Se dijo que esas sensaciones eran las conocidas sensaciones de la caza.
El camino era ahora una pista blanda en la que el coche oscilaba como los borrachos y hacía eses culeando. Condujo con mucho tiento. Llegó a la carretera y recordó cómo sorprendió a las palomas, cómo le fueron salieron chorreadas a lo largo de la mañana y cómo le impresionó la nueva escopeta por la distancia a la que cayeron a un par de las cinco zuritas que esperaban el desplume en el macuto. De los tiros fallados no guardó mucha memoria, excepto cuando el fallo fuera muy estrepitoso. Y alguno hubo.
Mientras conducía, sintiendo el chapoteo de la lluvia en el capó, recordó las palomas jujas, montesinas, que en otros tiempos cazara con un viejo amigo. Y se dijo: un hombre sin recuerdos no es nadie.

18 octubre 2011

Nano para los amigos

Don Luis Fernando Alvarado y de Trempera-Tancat, Nano para los amigos, no pudo ser nunca dominado por su madre, una Trempera-Tancat del Priorat que, mermada su fortuna, hasta hubo de ponerse a trabajar, no le digo a usted más. Don Luis Fernando no se dejó tampoco amilanar por su esposa, braguetazo de sus años jóvenes y terrateniente con millones, hija de familia de ésas, de las toda la vida. Y eso que estuvieron casados, y hasta educadamente cerca, más de veinte años. Que se dice pronto.
-        El día que me marché, me fui con lo puesto. Hasta los colmillos de elefante le dejé. Me marché como un caballero.
-        ¿Se dejó también su colección de armas?
-        Sí. Sólo me llevé las más queridas: una pareja de Purdeys, otra de Grullas y un Holland & Holland 400 de cerrojo y, cómo no, el impagable Mágnum que tantas satisfacciones me dio en Kenia.
-        Entonces, fue usted un cazador empedernido.
-        No. En absoluto. Yo era un cazador social.
-        ¿Social?
-        Sí. No me confunda usted con esos escopeteros, pisaterrones y rebañalindes, que van por ahí, sin resuello, persiguiendo liebres y perdices. Yo, perdóneme la inmodestia, nunca he sido un ordinario. A nosotros nos invitaban a fincas. Luego, lógicamente, teníamos que invitar nosotros a las nuestras. El mundo funciona así. Los conocidos llaman a los conocidos, el negocio al negocio y el dinero al dinero. Pero todo con elegancia, con buenos modales y porte distinguido, y, sobre todo, sin sudores, caminatas, litigios, ni todo el resto de ordinarieces pueblerinas. La caza de verdad es otra cosa. Nosotros sabíamos estar.
-        Pero, ¿no le apasionaba?
-        La caza, en mi ambiente, es un modo de conocer gente adinerada. El aperitivo eran las perdices o los venados o los guarros y el plato fuerte eran los negocios, los contratos, las relaciones. Esas eran las verdaderas presas. La caza, en sí, un pretexto. El plato principal era el dinero.
-        ¿Y no podían hacer lo mismo sin cazar?
-        Bueno, la caza, como le he dicho, era sólo un pretexto. En realidad, nosotros no cazábamos, sólo disparábamos. He ahí la diferencia. Había siempre un pequeño ejército de ojeadores, guardas, perreros y secretarios que todo nos lo daban servido, incluso nos cargaban las armas y contabilizaban y localizaban las piezas que abatíamos. Tú simplemente disparabas. Así que esas cacerías suelen estar llenas de buenos tiradores. Prácticamente no hacen otra cosa en su vida: disparan y firman. Dos cosas que se parecen por lo decisivo e instantáneo. Y todos teníamos un buen estilo, una elegancia en ello. Algo adquirido con los años y nadie desentonaba, eso ni pensarlo, por favor.
-        Y, ¿por qué elegían esa actividad y no otra cualquiera, un deporte, por ejemplo?
-        Amigo, qué poco entiende usted la psicología humana. Porque la caza es un símbolo de poder. La caza es un sacrificio y, en ella, los cazadores, deciden dar la muerte a animales. Se elevan sobre el resto de los mortales. Llegan a creer que son todopoderosos. No hay otro sentimiento más potente que el de administrar la muerte, el dispensarla con el ligero movimiento de un dedo. ¿No recuerda usted a los césares? Ese sentido del poder es bueno para los negocios. Digamos que los propicia. ¿Deportes, dice usted? En los deportes se compite y unos quedan por encima de los otros. ¿Cree usted que eso es bueno para los negocios? No, no lo es. En los negocios todos han de sentirse poderosos, magnánimos con los de su rango. Lo que hoy haces por otro, mañana ese otro lo hará por ti. Ambos comulgáis administrando la muerte, el poder. Sois sus sacerdotes, compartís el sentimiento. Sois como hermanos, de la misma casta, formáis piña. Por eso la cacería se presta a los negocios. Ambas cosas, cacerías y negocios, se parecen mucho. Sólo las practican quienes pueden. Los demás miran o, como mucho, ojean o llevan las cuentas o limpian y venden las piezas por unas míseras monedas. Sí, ya sé que por detrás critican. Es lo único que pueden hacer, ¿qué importa eso? Pero, si un día se permitiera cazar seres humanos, los negocios se harían allí. No lo dude. La caza quedaría momentáneamente desbancada como un sucedáneo innecesario. De hecho, las mayores fortunas se han hecho siempre en las guerras, ¿o me engaño?

16 octubre 2011

La patasma

El Colás me tenía dicho que adentrarse en la noche por aquellas parameras, ora sembrados, ora selvas de matorral espeso, era tentar a la patasma. Que todo aquello de condes o condesas, marqueses o marquesas, duques o duquesas, princeses o princesas, era pa traginarlo por el día. Que aquella gente tenía muchas historias raras y que por las noches, en aquellos parajes, se te podían helar las entretelas.
-        No jodas, ¿qué es eso de la patasma?
-        Bien se nota que eres un inorante y un primo de la vida. La patasma es la patasma y puede ser cualquiera y no ser nadie. ¿Quién sabe quién es la patasma? Hasta puede resultar ser alguien de tu familia o un amigo. Con la patasma nunca se sabe. Y no me hagas aumentala más, que en qué hora la he aumentao.
-        ¿Y cómo es?
-        Como cada uno la ve.
-        Y nadie le ha descerrajado un tiro.
-        Nadie se ha atrevido, galán. ¡Huy un tiro, dices tú! ¡Te se escabulle!
-        Pero, ¿por qué?
-        Porque nadie conoce su identidá, ¿y si fuera tu propio padre o tu abuelo o tu mejor recuerdo? La patasma puede ser cualquiera.
-        ¿Y tú la has visto?
-        No sabría decirte, ni quio tampoco, pero ya que tú no la veas. No te aventures por la noche por esos montes y menos por lo de Navalzarzal. Y a callar que chispea.
Y ya, por más preguntas que le hice, el Colás no me contó nada ni me dio más señas. No hubo manera. Como si nada hubiera dicho.

Hubieron de pasar muchos años. En un octubre seco, de días inusualmente estivales, volví a aquellas parameras. Desde luego ya no eran lo que fueron. No tardé en comprobarlo. Pero me alivié pensando que tampoco era yo el que fui.
Alguien, interesadamente, me brindó la ocasión de estrenar escopeta en aquellos lugares. La Finita iba a debutar.
A cierta edad uno no tiene más amigos que los que pudo cosechar de joven, lo demás es engañarte. Sin embargo, se tienen muchos conocidos y, sobre todo, no se padece ya la estrechez de dineros de cuando a uno lo único que le sobraban eran ilusiones y fuerzas. De viejo añoras las fuerzas y de joven ansías los dineros. Así es la vida.
Como si se tratara de un cambalache, a costa de poder cazar, me dijeron algunas cosas que, de puro amables y sinceras, me descorazonaron:
“Este sábado tendrás la finca sólo para ti, para que no te despistes.”
“Es una finca llana, lo idóneo para tus condiciones.”
“No te apures, si algún día te llevamos con nosotros, te dejaremos la mano baja para que no tengas que esforzarte.”
“De todos modos con esa escopetilla del 20 no te cansarás mucho y seguro que consigues colgarte algún zorzal.”
“No, nos lo agradezcas. Si a una persona de tu edad y, además, sin perro, no es ningún compromiso invitarle. Lo importante es que te diviertas.”
“Algún domingo te llevaré a mi pueblo y, mientras nosotros cazamos, tú puedes entretenerte por los cipotillos de la vega, igual te bota alguna liebre y hasta, a lo mejor, le aciertas con esa escopetilla.”
“Cuando hagamos ojeo te dejaremos en una punta, por si acaso. Seguro que te entretienes mientras nosotros batimos los duros laderones.”
Era tal mi interés por debutar, tras 25 años sin cazar, que a nada contesté y, si mi amor propio acusó los comentarios, a ninguno le quité la razón. Era perder el tiempo. Estaba claro como me veían. Y tampoco yo sabía, a estas alturas, como me desenvolvería.

La escopeta era nueva. A mi juicio el calibre 20 es algo mítico. Tal vez por eso la compré. Siempre, en mis años mozos, había tirado con calibres mayores, el 16 y el omnipresente 12. Pero había leído relatos de cazadores que, en un momento de su vida, se pasaron al 20 y no regresaron a los calibres grandes. Y me dije: ya que vuelvo a la caza, de la que siempre me atrajo su misterio y su incierto desenlace, ¿por qué no hacerlo con una escopeta clásica y un calibre mítico?
Pero, a veces, tomamos decisiones de las que no terminamos de estar seguros. Porque el principal aditivo de la caza, como de la vida, es la permanente inseguridad.

El sábado en cuestión me presenté en la finca. Estaba amaneciendo. Para comenzar por un extremo hube de dejar el coche fuera de ella y caminar en la penumbra un ratito con la escopeta abierta, sin cargar. Al llegar a la primera tablilla, cargué el arma, la alimenté y le quité el seguro.
Una llanura grande de rastrojo con islas espesas de carrascas, repletas de maleza, se extendía ante mí. Como daba igual empezar por cualquier lado, porque un hombre solo en un campo grande es una mota perdida, decidí pegarme a la linde: una maraña en línea de carrascas, maleza y encinas.
Cubierta por la copa de una encina, sentí volar una paloma bravía, hacia atrás. No puede verla y cuando alcancé a hacerlo, y pese a lo inútil que la distancia hacía el disparo, disparé. No fuera a ser que el 20 alcanzará tanto como dicen algunos. Fue en vano. Recibí un culatazo que no esperaba recibir de ese calibre o, tal vez, fuera que había perdido la costumbre de recibir aquellas, otrora familiares, patadas en el hombro.
Fue entonces cuando la vi. Después del tiro no me lo creía. Hube de mirar varias veces para cerciorarme. Era una zorra aculada en el rastrojo a doscientos metros que me miraba como si se riera de mis pensamientos y mis dudas. Pensé que debía estar herida y caminé por derecho hacia ella. Ella se movía a mi paso guardando la distancia pero sin huir. Si me paraba, ella se detenía. Y así anduvimos sin perdernos de vista casi medio kilómetro.
Durante el trance, que para mí lo fue bien extraño por no haber visto nunca un comportamiento similar, me acordé del Colás y la Patasma.  ¿No sería la zorra una de sus formas? ¿No sería la burla de algún antepasado o de algún amigo desaparecido que se burlaba de mí por pretender esa ilusión de que el tiempo no ha pasado?
Cansado de seguirla y casi asustado por lo inusual y mosqueante de la escena, me desvié. Aún miré hacia atrás, supersticioso, no fuera que el animal ahora me siguiera a mí con esa risa muda que yo pretendía oír en la distancia. Pero no fue así, no volví a verla.

Tardé más de dos horas en llegar a la casa. La vieja casa, noble y bien conservada cuando entonces, era hoy una ruina sin tejado. Los terrenos que había recorrido eran tan sugerentes que reclamaban la caza de la que carecían. Las grandes manchas eran para mí cosas inútiles sin perro pero, a pesar de todo, me interné en algunas. Ningún resultado. Aquella finca no era la que yo recordaba. La escopeta, por mi falta de costumbre, comenzaba a pesarme en los brazos. El desánimo me decía que era labor inútil patear esa finca que parecía muerta.
Intenté serenarme. Recordé mis andanzas de hacía muchos años en lo libre. Y, como entonces, me dije: si alguna perdiz vuela va a estar en las lindes. Eso, si los cotos anejos tienen la caza de la que éste carece.
Trabajo me costó encontrar la linde por ese afán que tienen los vecinos de tirarse las tablillas unos a otros, o de no renovarlas, o coserlas a tiros, o tumbarlas por esa mala baba que se tiene cuando uno topa con los límites de una supuesta libertad y constata que ya no la hay ni en los más solitarios espacios abiertos y, además, no hay testigos de tales desahogos futiles y salvajes.
A duras penas fui siguiendo la linde. Los ojos me hacían chiribitas escudriñando las grandes extensiones ocres de terrones. A lo lejos volaban estorninos que se me antojaban patirrojas pero, tras un par de horas de linde y cuando más desengañado estaba, aparecieron. Ya me habían visto y, a trescientos metros, caminaban nerviosas, oscilando en su rumbo, sin terminar de decidir su dirección. Eran media docena. Me ladeé a la izquierda para cortar su vuelta al coto vecino y tuve éxito, pues volaron hacia el centro de la finca. Era el momento de apretar, pues se dieron al extremo de una mancha y a ella había de llegar lo antes posible. Pero cometí el error, por mis ansias nerviosas, de apretar demasiado y, al acercarme, volvieron a volar internándose en las manchas más espesas sin que pudiera ver donde se daban. Era misión difícil dar ahora con ellas, pero puse mi mejor voluntad y recorrí lo más espeso en todas direcciones. Tras una hora de sudadera y búsqueda desesperada no conseguí nada. Volví a la linde y continué de nuevo con un otear sereno y lento mientras avanzaba. A aquéllas se las había tragado la maleza o, simplemente, fueron más rápidas que yo y volaron a otro lugar sin que las viera.
Eran las doce y media cuando de una esquina lindera con el coto de al lado volaron cinco. Las vi echarse junto a una mancha. Puse la directa y tropezando torpemente por los terrones ásperos y pedregosos no tardé en presentarme en el arcabucal. Lo atravesé sesgándolo para salir rápidamente al otro lado. Ya había dos en los terrones de detrás. Saltó la primera tras ocho palmos de carrera. Cayó fulminada a los cuarenta metros. De la emoción olvidé tirar a la segunda. Seré gilipollas, me dije. Pero era tan grande mi emoción por haber bajado la primera perdiz que tiré con el 20 que me perdoné mi torpeza.
La Finita quedaba bautizada con la primera perdiz que encañonaba. ¿Había sido suerte o es que no había perdido la pericia vieja? El tiempo lo diría. Lo cierto es que no pensé con qué escopeta le tiraba. Tal vez a la perdiz se le tire con una parte de la mente que no conoce los calibres. Siempre fue mi presa más ansiada.

14 octubre 2011

El azar y los parajes

 
El paraje de Navalzarzal era, por entonces, una mancha de monte espeso con siembras diseminadas tan al azar como las manchas blancas en la piel negra de una vaca suiza. Estaba rodeado por otros lugares, fincas bien delimitadas pero igual de irregulares, con nombres tan sugerentes como: los Navajuelos, la Nava, Corrales Nuevos, Tres Mojones, Haza la Grama…
Navalzarzal era una finca llana bordeada por barrancos. En sus tiempos de esplendor tuvo una casa con una parte noble, bien amueblada y con habitaciones decoradas primorosamente, y otra parte rural y sobria para los guardas. La finca en sí era un enclave relativamente pequeño, de 360 hectáreas, en una propiedad muy grande, de unas 15.200 hectáreas de por junto, propiedad de los descendientes del conde. La casa se distinguía muy bien, no sólo por estar situada en un pequeño promontorio del terreno, sino por tener a su lado un ciprés alto y afilado que, en la distancia, destacaba. Al decir de unos era aquel árbol un símbolo antiguo y noble de hospitalidad; al decir de otros, un aviso del poder que, sobresaliendo de la vegetación autóctona en la lejanía, disuadía a extraños de acercarse.
Los descendientes del conde, además de atesorar títulos nobiliarios, reunían fincas y enclaves y parajes en un sinfín de propiedades que algunos ni siquiera conocían más que por su ubicación aproximada, y también, claro, por lo que les rentaban al final de cada cosecha cuando los encargados y arrendatarios les rendían cuentas. Y, casi todos, lo único que reconocían de sus tierras era la parte que les ojeaban cuando iban de cacería con sus amistades y ocupaban las distintas casas, auténticos palacetes muchas de ellas, que el servicio, por entonces abundante, les tenía limpias y preparadas para la ocasión.

Pasaron los años. Hice amistad con Rafa. Él, aunque pocos años mayor que yo y casado, inmediatamente congenió conmigo y, a ambos, nos unió de inmediato nuestra pasión por la caza y la similitud de nuestros criterios y fuerzas en el ejercicio de la misma. Cazamos juntos en algunos parajes de la sierra y, visto nuestro entendimiento, al llegar las primeras Navidades, Rafa me dijo:
-        ¿Dónde vas a cazar estos días?
-        En lo libre.
-        Si quieres, puedes venirte conmigo a lo de la marquesa.
Aquello de lo de la marquesa, de inmediato, me recordó al Colás. Pero nada dije y quedé con Rafa en la capital para ir de caza donde quiera que fuera y, por supuesto, si era a un coto, mejor.
El primer día que quedamos fuimos a recoger a su perro, el Tom, a una casa abandonada que en el centro tenía la familia de Rafa, medio apalabrada para su venta. Ocasionalmente, y puesto que sin duda sería derruida, mi amigo la utilizaba de perrera.
Acomodado el perro en el maletero de su coche, Rafa, sin mediar palabra, enfiló hacia los Cuatro Caminos y luego hacia el Sotillo.
-        ¿Dónde vamos?
-        Ya lo verás.
Cuando se desvió de la carretera, tomando la galiana a la derecha, me inquieté.
-        ¿Seguro que te han invitado a cazar por aquí?
-        Tú qué sabes la confianza que tengo yo con la marquesa. Pero, no te impacientes, que aún nos falta un buen trecho.
Yo veía pasar los cuarteles del monte y notaba que por aquellos caminos mi amigo se desenvolvía con soltura. Poco a poco me fui relajando y me dije: mira por donde voy a terminar catando los terrenos más apreciados del Colás.
En un paraje perdido, en lo más intrincado del monte, Rafa detuvo el coche, salió, soltó al Tom y se equipó de chaleco, canana y escopeta con la mayor indiferencia y soltura del mundo y yo, viéndole, hice lo propio. Al parecer habíamos llegado.
Aquel día estaba grisáceo de neblina y la visibilidad no era nada buena pero, según mi amigo, no había cuidado con eso por aquellos parajes, porque la marquesa no invitaba a nadie en aquellas fechas hogareñas, salvo a su distinguida persona.
Apenas nos internamos en la primera vaguada suave, la caza comenzó a salir como surgiendo de la tierra. Liebres, conejos y perdices hacían de nuestro avance un paseo triunfal con presas frecuentes. Pasado el medio día lo dejamos, regresando a casa con ocho piezas cada uno.
Los cuatro días siguientes repetimos, con más o menos la misma suerte, en similares parajes al primero. La climatología permaneció igual y nosotros, cada vez más relajados y ya acostumbrados a aquella abundancia, tirábamos cada vez mejor, pues el asunto no nos parecía flor de un día que hubiéramos de aprovechar con el ansia con que uno se agarra a la fortuna pasajera.
Fue el sexto día cuando se presentó el anticiclón de invierno, levantaron las brumas y, desvanecido el manto protector y muelle de las nieblas, lució un sol que permitía divisar grandes distancias en la atmósfera luminosa y diáfana.
Rafa iba a media ladera y yo en la parte alta, cuando vi venir, a menos de quinientos metros, a un guarda jurado con su ancha banda de cuero, con su plancha ovalada y brillante, su traje verdoso de pana, su sombrero con cinta verde y su tercerola, a nuestro encuentro. Ni me molesté ni me alarmé por su presencia. Así que nos juntamos el guarda y yo porque, obviamente, a mí venía.
-        ¿Qué hacen ustedes aquí?
-        Estamos invitados. Mi amigo tiene amistad con la marquesa. Él le dará razón.
Como viera en la cara del guarda la extrañeza, grité a Rafa para que subiera. Éste subió enseguida y, al toparse con el guarda, sacó el paquete de tabaco, le ofreció un cigarro y le dijo, como si le conociera de toda la vida:
-        ¿Qué pasa, Pedrolas, cómo te va, hombre?
-        Pero, ¿quién es usted?
-        Pero, hombre, no me jodas, ¿ya no te acuerdas de mí?
-        Pues, no.
-        ¿No recuerdas, hace un par de años, que estuvimos por aquí el capitán Porras, el brigada Casimiro, el teniente Ponce de la Guardia Civil y yo mismo, matando unos conejos?
-        Sí. Ahora que lo dice, ya caigo.
-        Pues nada, que como nos dijeron ustedes: ya saben donde tienen el coto, vengan ustedes por aquí cuando quieran. Pues, casualmente, venía hoy de Madrid con este amigo y me he dicho: vamos a matar un par de conejos, que conozco un sitio de confianza.
-        Hombre, pero debieran ustedes haber avisado. Además, los conejos están en aquella mancha y veo que llevan ustedes una buena percha de perdices.
-        Pues es verdad, pero ya sabes lo que pasa, Pedrolas. Que nos han salido las perdices y no hemos podido resistirnos. Teníamos verdadera ansia por tirar un tiro.
-        Además estos días de niebla he oído también tiros y estoy amoscado porque luego los hijos de la marquesa me culpan a mí de que escasee la perdiz.
-        ¿Cómo? ¿Qué me dices, Pedrolas? Es posible que ni estos cotos de toda la vida respeten ya los furtivos. Pero, cómo no nos ha avisado. Hubiera venido de inmediato una pareja.
-        Bueno, mire, sea como sea. Vuélvanse ustedes a la mancha aquella y déjenme quietas las perdices.
-        Pero, hombre, no faltaba más. Ahora mismo nos volvemos. Es más, en cuanto matemos un par de conejos nos vamos. Lo último que quisiéramos sería comprometerte. Dale recuerdos a la señora marquesa y la próxima vez avisaremos que, lo reconozco, ha sido un abuso de confianza por nuestra parte. Discúlpanos, Pedrolas. No volverá a ocurrir.
-        Bueno, pero vuelvan ustedes a la mancha y déjenlo pronto.
-        Ahora mismo, Pedrolas. No faltaba más. Venga, hasta otra.
Mi amigo dio la vuelta y, mientras yo me hacía cruces, él bajaba tan resuelto la ladera, como si tal cosa. Yo le seguía callado, avergonzado y con un miedo pesado y denso que me había sobrevenido de repente. No podía creerlo. Pero estaba pasando.
Cuando llegamos al fondo del barranco, aún no me atrevía a hablar por no delatarnos si mis palabras, por el eco, llegaban a oídos del guarda. Éste, que se había alejado siguiendo la mano de perdices que llevábamos, las voló doscientos metros más adelante. Una viró hacia atrás y vino derecha hacia nosotros. Yo, respetuosamente anonadado por la conversación que acababa de escuchar, miré la trayectoria que traía sin intención siquiera de moverme y, mientras la miraba, sonó a mi lado un escopetazo, la perdiz se hizo un ovillo en el aire y cayó como un taco a pocos metros de nosotros.
- ¡Bah, total, por una más!
De inmediato comprendí que se tarda en conocer a las personas y que yo aquella mañana, en un momento, había profundizado más en el conocimiento de mi amigo de lo que otras personas pudieran haberlo hecho en años. Menuda firma.
Al llegar a la casa ruinosa a dejar al perro, un viejo, antiguo vecino, saludó a Rafa.
-        ¡Andá, Rafa, tú por aquí!
-        ¿Qué pasa, Florencio, qué te cuentas?
-        ¡Hay que joderse lo malo que eras de pequeño! Que tu padre, el brigada, pa dominarte, tenía que amenazarte con el astil de un pico.
-        ¡Vete a tomar por culo, gilipollas!

09 octubre 2011

9 de octubre

Hoy me he despertado a las seis. He dormido de un tirón, sí. Pero a las seis el cuerpo ha dicho que tenía suficiente. Tal vez la excitación de ayer combinada con el propósito, que hoy tenía, de darme otro paseo por el campo, ha vuelto a instalar en mi cabeza el horario de cazador. El único problema es que no amanece hasta las ocho. Por lo que mi horario de cazador debe ir bastante adelantado.
He desayunado, más que por hambre, por gastar el tiempo. Un segundo café bien caliente para seguir gastándolo. Me asomo al balcón y el día que aún no viene. La perra ya me ha detectado y oigo su petición aguda. Los dos padecemos del mismo mal: ansia de campo. Pero la veda no se ha abierto y yo daré un paseo, pero la perra, a conformarse.
A las siete y media no aguanto más y para darle tiempo al día me bajo a la Fuente del Santo a beber agua.
Al asomar la primera claridad estoy más allá de los Azules. Hace frío al amanecer pero voy abrigado y, despacio, recreándome en la maravilla de la primera luz, me encamino a un paraje que, con esa claridad indefinida, es de lo más bello que conozco: los llanos del monte. Tengo el Este exactamente a mi espalda y, cuando sale el sol, es como una gran linterna que va iluminando todo mi campo de visión. Mi sombra, con el sol en la nuca, comienza a proyectarse más larga de lo que nunca la había imaginado y me precede muchos metros delante, como si delatara mi deseo y lo alentara.
Bajo lentamente hacia el Prado de Juan Herrón. Hay tal quietud en el ambiente que me parece que todo puede pasar. Mis recuerdos de años se acumulan e imagino el balanceo rápido de las perdices erguidas apeonando apresuradas y moviendo sus cabecitas con esa especie de tintineo que golpea el aire. Pero no veo nada.
Camino contagiado de la calma, embrujado por el ambiente incierto de las primeras luces, con esa indefinición en la certeza de lo que ves, con ese mirar que más que ver imagina. Y el campo me apabulla. Tanta belleza casi me da miedo.
En el prado hay dos corzos que se me quedan mirando. Me detengo y es como si ellos tampoco estuvieran seguros de lo que ven y así, quietos, pasamos un rato los tres. Continúo mi marcha y ellos saltan gráciles para pararse de nuevo a los cincuenta metros y mirarme antes de marcharse con cautela pero sin prisa. No me caen bien estos animales que no temen al hombre, no pueden ser salvajes. Algo hay en ellos que les ahoga el instinto. No me gustan.
Tras el prado, a la derecha, la primera vaguada. Busco en vano el recuerdo del bando que solía criar en ella. A lo largo la recorro despacio, pero nada. Tal vez la liebre entre la fina hierba seca, tampoco. Traspongo y aparecen más corzos. Lo mismo que antes. El bando de aquella vaguada es ya un bando de perdices fantasma.
Llego a otra cerrada que tiene girasoles. Me asomo y la zorra y yo nos descubrimos al unísono. La indina vuela entre los girasoles y a los pocos segundos la veo trasponer por el extremo contrario de la cerrada. La brinca con limpieza. No era joven, no tuvo un titubeo, y parecía que volaba o flotaba, huyendo a toda prisa entre las finas hierbas secas como de barba lacia.
Dejo atrás la cerrada y más corzos. Cuando llevo doce, dejo de contarlos. No vale la pena. Están por todos lados. Hay senderos tan sobados que parecen de conejos sólo que a escala mayor, hay camas de corzos bajo cada mata. Pero de las perdices ni el canto, ni la sombra. Y sigo esperando, al menos, la sorpresa de la liebre. Pero nada.
Recuerdo el nacedero que hay junto a otra próxima cerrada y con fe renovada me encamino hacia él pero, cuando llego, lo han canalizado y una arqueta cuadrada aparece rodeada por las zarzamoras.
Las Cuevas quedan abajo entre los amarillos ocres de los rastrojos que la luz comienza a hacer brillar en crestas que se elevan sobre los tonos variados que provoca el contraste de luces y sombras como un lago amarillo en movimiento.
Me hago la ilusión de que navego en un sinfín de chorreras con claros y manchas de las zarzas y de los espinos. Sé que la aparición ha de ser súbita. Pero nada, no sucede nada. Y sigo caminando sin prisa y descubro que, mientras lo hago, me voy contando historias. Y me admiro de que, tras tantos años, no me canse este ejercicio de búsqueda y sorpresa. Pero hoy no hay nada. Sólo los cuentos de historias en mi mente o, tal vez, inconsciente, vaya hablando en voz alta.
Llego al río y veo alguna huerta en la que, a estas alturas, quedan sólo cuatro berzas medio desmorochadas. Y no me resigno y miro este y aquel macizo de aliagas. Y me asomo aquí y me detengo allá y golpeo con la garrota en un tronco podrido. Pero no hay reacción. Hoy a mi imaginación nada responde.
Me acerco al Nacedero. Tal vez allí haya algún bando que se haya apanarrado junto a sus humedales. Tampoco.
Es entonces cuando oigo el motor lejano de un tractor y me meto en la cueva que hay en lo alto, en lo más alto de los rastrojos, donde la ladera asciende bruscamente para caer, al otro lado en el paraje más intrincado del Serrallo. Me cuesta entrar y me abro paso con la garrota entre la broza que obstaculiza la entrada. La cueva está relativamente limpia y caldeada y, a una mala, uno podría aguantar allí alguna tormenta. Además hay un asiento hecho con piedras y en la arenisca de su pared más blanda alguien grabó un año del que se conservan sólo las tres primeras cifras: 196?, porque la cuarta se ha desprendido y andará disuelta en el polvo del suelo.
El tractor se aleja y, tras el descanso, empiezo a subir hacia el Barranco de la Franciscona. Nada, excepto más corzos. El arroyo baja seco. Traspongo hasta uno de los caminos que llevan al monte. Bajo por los linderos de todas las cerradas. Llego a otra vaguada, en tiempos, de perdices seguras. Más fantasmas. Vuelvo a cruzar de nuevo el camino principal del monte. Dejo atrás las Tres Doncellas. Registro el Prado Grande, más macizos de aliagas, más jaras. Cuatro horas de camino por la nada más bella que imaginarse pueda: los llanos del monte. Una zorra y casi tantos corzos como imaginaciones.