29 noviembre 2014

Embarrado

Hubo lluvias durante varios días y, para aquel, también se anunciaban. Pero como uno raramente tiene ocasiones especiales de cazar, no quise desaprovechar aquélla. Tenía muchas probabilidades de terminar calado y tener que volverme y, también, la certeza de caminar por mal terreno. Así que la noche anterior llamé al encargado de la finca:
-        Luis, intentaré cazar mañana.
-        ¿Mañana? Tú verás, pero el campo está como un aguazal.
-        Lo intentaré. Subiré a los sardones de Morente.
-        Ni se te ocurra, que el jefe lo caza el sábado y el domingo. Si quieres, vete al Acebuchal.
-        Vale.
Los sardones es una zona de monte bajo que, aún mojada, da base firme a los pies. El Acebuchal son tierras de labor salteadas con olivares y sabía que el suelo estaría como una esponja. Así que, en vez de malo, el terreno sería pésimo. Pero, quien caza comprometiendo a otros, no debe exigir. Bastante tiene con poder ir.
Dejé el coche donde pude. Sobre todo no quería atascarlo en el barro.
Con mi revesino cambiado y el ánimo bajo y difidente, salí camino de las vaguadas pequeñas. Éstas se alternaban con sus respectivos caballones atravesando el Acebuchal de norte a sur. Haría lo posible por no tener que embozarme en las hazas de terrones, de tierra blanda como el requesón. Éstas se alternaban con los cuadros de oliveras, abajo y arriba, formando una jarapa irregular de ocres y verdes bajo un cielo escupidor y encapotado.
Llovía suavemente. Una lluvia menuda que se pegaba a la ropa sin calarla. Eché la capa de agua a sabiendas de que, para cazar, es una prenda que sólo contribuye a la torpeza. Pero sólo me la pondría en caso de aguacero.
Caminaba sin interés bajo la monótona llovizna. Al cabo de media hora me paré. Me sentía en mitad de un sinsentido. Era uno de esos días en que uno se pregunta: ¿Qué coño hago aquí?
Sin embargo, bien por la afición a lo inesperado, bien por ese extraño sentimiento de unión con uno mismo que da la soledad, seguí caminando. Iba  como un majagranzas, esquivando las escorrentías que jalonaban de surcos el poco suelo que se podía pisar sin clavarse hasta el tobillo. Me reconcilié con la torpeza que el barro ponía a mis pasos y, al fin, me dije con modestia: “Mataré la mañana, si un aguacero no me echa antes, y les daré un lento picadero a mis fuerzas en este lodazal”.
Y seguí caminando, casi contento con mi suerte, porque no se podía decir que, en esas condiciones, la experiencia de caza fuera frecuente. Pero, como la caza, tiene mucho de imprevisto, decidí disfrutar de las condiciones adversas y encararlas con ánimo tranquilo. Porque, de no hacerlo así, lo mejor hubiera sido volverme al coche y dejarlo.
Llevaría una hora cuando, al asomarme a una de las vaguadas que casi era barranco, saltaron cinco perdices de un abrigaño, un yeco poblado de maleza que había en su fondo. Vi que volaron a una costanilla bordeada, arriba y abajo, por olivares.
Rodeé, describiendo una semicircunferencia, para, entrando por el olivar de la parte superior, asomar justamente a la laderilla en que se echaron. Muy atento me bajé unos metros del borde y caminé muy despacio, con todos mis sentidos alerta, para no resbalar. Pero sólo una saltó casi fuera de tiro. Tras soltarle el cañón izquierdo, me quedé fijo en su extraña trayectoria, porque enseguida noté como empezaba a remontar. Su vuelo derivó hacia el olivar que tenía por encima y, de repente, comenzó a subir perpendicularmente al suelo hasta una altura que la distancia no me permitía calcular. Estaba haciendo la torre. Todos los cazadores saben que ese vuelo es un vuelo de estertor. En su agonía la perdiz asciende verticalmente, muere en el punto más alto de su ascenso y luego cae, ya sin vida, quedando yerta donde da con el suelo.
Inmóvil desde donde disparé, estaba observando su caída, cuando la liebre me arrancó a cuatro metros. La mota móvil de la liebre, en su carrera, me distrajo de la caída de la perdiz y, curiosamente, quedé paralizado. Al segundo la liebre traspuso el lomo superior de la cuesta y se perdió en el olivar. Ni siquiera tiré, me quedé alotado. Entre las dos atenciones: la de la lejana perdiz cayendo y el abrupto y cercano desencame de la liebre, ni acerté a tirar a la segunda ni me quedó referencia exacta de la primera. Y cuando volví a mirar al cielo, todo había desaparecido. A veces, tanta buena suerte es contraproducente y todo aparece y desaparece en un segundo, como si no fuera real, como si hubiese sido un sueño.
Quedé desconcertado y aturdido.  Luego pensé: “Lo que acaba de pasarme. Y luego dicen que los cazadores contamos mentiras”.
Sabía que la perdiz había caído y, más o menos, tenía la dirección pero, tapada por la fronda de olivos, a qué distancia estaría.
Fui a buscarla. Me interné entre la olivera. Zurcí el olivar con mis pasos, en la zona donde presumía su caída, a lo largo y a lo ancho. Estuve allí más de media hora deambulando como un dundo entre olivos, exasperándome al cruzarme una y otra vez con mis profundas huellas bien marcadas en lo blando del terreno. Pero no me sirvió de nada la búsqueda. Me dije que la caza era así: difícil de encontrar hasta muerta.
Cuando me cansé, subí hasta la linde del olivar con el camino del Perdedero. Allí comenzaba una vasta extensión de terrones y se divisaban las tablillas de la Madre Niña, la finca de al lado.
Volví adonde tiré a la perdiz. En mi bajada, volví a mirar obcecadamente el mismo olivar. Pero llegué al sitio y lo único que encontré fue la cama de la liebre.
Continué, desesperanzado, la laderilla que traje y seguí mirando cada vaguada y su caballón contiguo, pero nada.
Cercano ya al último pedazo de olivar, ya pegando a las tablillas, sentí cantar. Seguramente había un bando en él. Me interné hacia arriba, me pegué a las tablillas para que, si volaban, lo hicieran hacia mi terreno. Bajé despacio, clavando mis botas en el blando suelo y con la vista y el oído atentos. Pero, contra mi creencia, en el último olivar no saltó ninguna. Sólo me quedaba una asomada, donde los olivos acababan y comenzaba un aliagar en la terrera. Allí saltó, pero una sola. La vi caer retorciéndose en el aire, tras los tiros, en los terrones que había setenta metros más abajo. Bajé corriendo pero, al llegar, no encontré nada. Sólo al volverme, la vi fugazmente apeonar entre los terrones y meterse en una broza enorme que había cien metros abajo, llenando el terreno de un olivar viejo, abandonado y perdido. Corrí por aquellas gachas de tierra, trabándome en el barro hasta los tobillos. Sin perro sabía que, a no ser que mediara mucha suerte, la había perdido. Y la suerte no medió. Y, tras otra media hora de dejarme pinchar por las aliagas y los espinos, comprendí que la había perdido en la maleza. Había veces en que hasta a los perros les costaba cobrarlas, con que no sé qué esperaba yo dando vueltas como un payaso que no se resignaba a perder la segunda perdiz del día. Pero, bien perdida estaba.
Como no había cobrado sino más desánimo y fatiga, decidí mirar aquellos bajos, más bajos aún que el sitio donde había perdido la segunda perdiz.
Me iba diciendo que era lo que tenía el tirar a las perdices largas pero, por otro lado, si no tiras a las largas, hay días que no tiras a ninguna. Y según lo pensaba, iba metiéndome por aquellos olivares viejos, abandonados los más y llenos de maleza. Y, así, sin albergar esperanzas, iba llegando al otro camino que atravesaba los sembrados y conducía al caserío.
Allí, cuando menos lo esperaba, tapado por alreras y retamas, a cien metros del camino, saltó la tercera. Tiré lejos pero afinando cuanto pude, con la esperanza de volver con una a casa. Se encogió al segundo, pero siguió volando. Seguí la trayectoria con la vista y, por extraño que parezca, al cabo de unos segundos hizo la torre. Si no me engañó la vista, mucho más alta que la primera y, al caer, los espinos me taparon la referencia exacta del lugar. Pero yo sabía que ésta había tenido que caer en mitad de los terrones, sin olivos, ni matas, ni maleza, y salí corriendo en la dirección que no había perdido, con la seguridad, esta vez, de dar con ella.
Al llegar al camino, olvidando el barro de la cuneta empinada, resbalé y me fui a dar de bruces contra el desnivel de tierra que el camino tenía al otro lado. Me levanté, ajeno al dolor, y enseguida asomé para observar desde el alto del camino la terronera donde la perdiz había caído. En tres años ninguna perdiz me había hecho la torre y, en ese día, dos. Me daba vergüenza que volviera a sonar a mentira. Pero así era.
No podía creerme que no la viera. Estaba a cinco metros de altura y dominaba toda la terronera. Había que mirar con atención. Tenía que estar allí. Al no verla, bajé a los terrones del haza. Me embarré como pocas veces en la vida y di vueltas y más vueltas pensando que era imposible no encontrarla. No sé el tiempo que estuve. Dejé la zona como un picadero de caballos y, a mis pantalones, el barro les llegaba a la rodilla. Ya, desesperado de encontrarla, volví al camino y lo seguí hasta unas retamas que estaban a cien metros de donde busqué. Cruzándolo, a la derecha, estaban las últimas puntas de olivares y por ellos, que siempre tienen la tierra más apelmazada, quería volver al cazadero alto que dejé.
Pero, casi con rabia, al llegar a las retamas del camino, decidí echar desde ellas un último y añorante vistazo a los terrones, donde sabía que se quedaba mi perdiz.
Fue casi como una aparición cuando la vi. Estaba más de cien metros más lejos de dónde la estuve buscando. Me acerqué despacio a ella, como si fuera una visión, como si aún pudiera desaparecer. Pero no, allí estaba, con las alas abiertas y la pechuga incrustada en la tierra esponjosa por el impacto de su inercia desde la gran altura que cayó.
Con el hermoso macho cobrado me sentí contento por primera vez en la mañana. Y me di cuenta de lo mucho que la vista engaña en las perdices que hacen la torre. Y, enseguida, me dije: “Igual la de esta mañana ha caído también bastante más lejos de lo que pensabas”. Y decidí, tras cazar los bajos por donde forzosamente tenía que pasar, volver a ascender a las oliveras altas, donde la perdiz de marras cayó, y buscarla más lejos.
En mi ascenso, volaron las otras cuatro perdices que perdí de vista en la mañana pero, aunque tiré a una, larga como de costumbre, la marré.
Con mi mente ocupada en cobrar la perdiz de la mañana subí al olivar y me metí más lejos, en otra zona de terrones blandos. Todo fue inútil. Y, obstinadamente, volví de nuevo al olivar. Aquello ya era una obsesión. Miraba casi olivo por olivo. Dejé atrás la zona más probable de caída pero, acostumbrado ya a caminar tan lentamente, continué del mismo modo. Los olivares parecían no terminar nunca. Y ya iba contentándome con haber cobrado una perdiz, cuando la liebre me saltó sesgada, hacia atrás, presta a perderse llegando a la espuenda de un camino entre olivos. El tiro hubo de ser rápido, al sentido, tanto que me sorprendió verla pataleando a treinta metros sin haber tenido tiempo de apuntar. Era grande, tanto que tuve dificultad para meterla en la trasera del chaleco. Bueno, por buscar la perdiz, maté la liebre. Y, aunque el agua no había parado, ni al día ni a la caza se les podían pedir más sorpresas.
Derrengado llegué al coche a las tres de la tarde. Me cambié de botas pues, con aquellos tomos de barro pegados, no se podía conducir. Y, con la mala conciencia de haber perdido la mitad de las piezas que abatí, regresé a casa más triste que contento. Había repartido la caza con el campo. Mal socio, pero no tengo otro.