05 enero 2015

El color del monte

Se internaría en solitario en el Marojal. Estaba amaneciendo. Hacía cinco grados bajo cero. Era un día de enero. El cielo no enseñaba una sola nube y no había viento. Aunque sentía frío, sabía que el día venía de anticiclón y que dentro de una hora le abrigaría el propio monte, le caldearía el sol, bajo un cielo totalmente azul, y después, seguramente, tendría calor. El ejercicio de subir y bajar barrancas cerradas de vegetación, con empalizadas de marojos tan densas como las púas de un erizo, también ayudarían a generar calor propio y, enseguida, sudaría. Era el destino seguro que le reservaba el día, lo demás era aleatorio, todo sorpresivo, nada previsto. Así era aquel monte en particular y la caza en general, lo sabía de sobra.
La sensación de silencio y soledad no le cabía en el cuerpo. Sabía que el monte era un laberinto tan intrincado como espeso, con zonas inexpugnables a rodear. Los años le habían enseñado mucho sobre él. Sin embargo, pese a ello, se sentía como un minúsculo parásito que se internara en el espeso plumaje de un ave o en el denso abrigo de la piel de un zorro. Y sabía que, sin estar perdido, el monte le trasmitiría a ratos la acostumbrada sensación de impotencia del que perdido estaba o, al menos, del que en aquellas espesuras sin horizontes se sentía inerme e insignificante.
La tentación, para el que sabía lo que le esperaba, era cazar las lindes del Marojal, siempre más transitables y claras, en busca de la liebre, y dejar a un lado las casi impenetrables espesuras. Pero eso hubiera sido renunciar a la sorpresa, a lo incierto, a la promesa oscura del corazón del monte.
Sin embargo, el monte cerrado, prometía constantes torturas e incontables obstáculos. Abrirse paso en aquel arcabuzal no era fácil. Sabía que el ramaje, las alreras enredadas entre los tallos de otras plantas espinosas, la fusca espesa y, a veces, impenetrable, los obstáculos del terreno abrupto, serían castigos constantes que le harían deambular, siempre recortando, y con poca visibilidad. Pero el monte cerrado es así. Lo tomaba o lo dejaba.
El pilar del monte, junto al Camino Real, fue el punto de partida. Las perras se acercaron al pilar de la fuente que estaba helado bajo una costra de un dedo de grosor.
Decidió, tras una corta cavilación, tirar a la derecha del camino, hacia Los Temblares, para, gradualmente, ir subiendo e internarse lentamente en el monte. Tiempo tendría en el día para ir ascendiendo hacia las crestas más altas.
Las perras iban sincronizadas, la Fary, poderosa, cazaba cuarenta o cincuenta metros por delante, revolviendo el terreno con ansia y describiendo grandes eses sesgadas; la pequeña Tiqui no se alejaba más de diez o quince metros, zarceando a su alrededor. Y el cazador se sentía capitán de un diminuto ejército bien organizado.
Nada nuevo tras una hora. Subiendo lentamente, atravesó al paraje de Los Enechos y sabía que, ascendiendo, pronto llegaría a la vieja Senda de la Sierra, casi perdida y en desuso, poblada de jaras ya en su centro.
Eran casi las 10 cuando se paró, para tomar resuello y quitarse ropa. Como imaginó, estaba sudando. Había de quitarse chaleco y forro para despojarse de la pegajosa camiseta. Al volver a vestirse se notó más ligero y fresco, como si se hubiera quitado diez años de encima.
Si guardaba la altura que había alcanzado, daría a la Solana del Barranco Grande; si cruzaba el camino y seguía subiendo, se metería en La Marota, coronada arriba por sus peñas agrestes. Si hubiera buscado al jabalí encamado, debería haber tomado la solana, pero él no era cazador de jabalí, no lo había sido nunca, ni sabía de ello. Por otro lado, era el primer día que podía cazar en el monte y sabía muy bien que, desde que empezó la temporada, lo habían estado cazando los vascos.
Éstos venían de lejos, de los umbríos bosques de la Cordillera Cantábrica y eran considerados verdaderos especialistas en materia de becadas. Traían setters especializados con collares delatores, que pitaban cuando el perro hacía muestra, y, además, soltaban un pastón por este tipo de caza.
No le extrañaba que, a los locales, sólo les dejaran cazar el monte a final de temporada, cuatro días, por puro compromiso. Así que calculaba que, si quedaba alguna, estaría en lo más inaccesible, resabiada por las apretadas manos de los expertos vascos, y, por tanto, optó por seguir subiendo por la dura umbría de la Marota, lo más agreste del contorno cercano.
Esa umbría era un arcabuco, una espesura tan desesperante que le hacía dar vueltas para poder atravesarla penosamente, teniendo a veces que retroceder, al quedar atollado, para buscar nuevos pasos entre la alta maleza, las piedras y los apretones infranqueables de marojos y zarzas íntimamente enmarañados.
Pero se produjo la sorpresa, y vio a la Fary de muestra cuarenta metros por delante. En lo más empinado del umbrío laderón, estaba clavada mirando hacia abajo. Sostuvo la muestra hasta que llegó a ella. Apenas un segundo después oyó el ligero arranque de la becada, pero fue casi una intuición, porque no la vio y sus alas fueron como seda cortando el aire, como un suave roce, casi sin ruido. Tal era la espesura y altura de los marojos de los que había salido, tirando después ladera abajo y ocultándose tras ellos siempre.
Se quedó con mal sabor de boca. Pero pensó que la becada se defiende así, en el breñal, y que, si él fuera becada, habría hecho lo mismo. Se explicaba que los vascos tiraran con cartuchos cargados con 40 gramos de plomo de décima, lo sabía por las vainas que había encontrado. Y, con un poco de humor, daba en imaginar que, algunas veces, tirarían de oído con semejante carga. Pero, qué más le daba a él lo que otros hicieran, sabía que con su escopeta del 20 y con 28 gramos de sétima, si no veía la pieza aunque fuese un cuarto de segundo, no había nada que hacer.
Entre las peñas de la Marota había charcos helados. Con la culata de la escopeta rompió la costra helada de uno, aparente para que las perras bebieran. El día era de una claridad impresionante. No había evaporación alguna y, mirando al noreste, se veía a grandísima distancia la mole inconfundible del Moncayo con su cima nevada. Muy pocas veces en el año la vista llegaba tan lejos. También era cierto que, para que allí llegara, había que subir a la Marota o más alto.
Pero, después de aquello, tuvo una intuición. Sabía que, si se bajaba del breñal de La Marota y cruzaba el arroyo de La Enguajarda, había una punta, bajo el camino de la Bodera que, por quedar un poco aislada y a trasmano, puede que estuviera sirviendo de refugio a alguna becada fogueada. Estaba en la dirección en que había volado la que oyó y sabía que el esfuerzo para ir a esa zona, relativamente pequeña, en teoría no compensaba. Y también aventuraba que, los vascos, podían no haber dado con ese perdedero o que, por sus pequeñas dimensiones, lo hubiesen descartado y no se tomaran la molestia de mirarlo habitualmente.
Guiado por esa intuición, al cabo de media hora de atravesar la barranca, atollándose varias veces, y franqueando el arroyo por donde pudo, se internó por la ladera, mucho menos espesa, más de sardón que de monte alto, del cerro oblongo coronado por las derruidas tainas de la Mata.
Enseguida le animaron los gestos de las perras, pues ambas parecían interesadas en aquel terreno en cuanto lo pisaron. Pero era la braca la que denotaba mayor nerviosismo en la punta de su rabo corto, antena por la que mostraba su interés. Pero, por aquel lado, no estaba lejos la linde del monte con el  terreno más limpio del término y, por eso, pensó que, en lugar de la becada, fuera una liebre la que le diera la sorpresa.
La ladera del alto de la Mata se espesaba paulatinamente. Acababa de saltar una cerrada rodeada de espinos. Apenas lo hizo, vio a la braca, treinta metros delante, muy picada. Eran masas de estepas, manchas de retamas, algunos robles salteados y grandes zarzones junto a una gran carrasca. La braca paró en seco ante aquel mohedal. No deshacía la muestra. Casi sin duda era la becada. Y lo era. Pero, una vez más, saltó a resguardo, salió por detrás de la espesa carrasca. La levedad del vuelo susurrante de su escape al cazador le sonó a burla, pero sólo la vio un instante trasponer, allá lejos, fuera de tiro, como una sombra. Aún sintió la tentación de disparar, pero no lo hizo.
No acaba de abominar de su mala suerte o de admirar el instinto de supervivencia de estas aves, cuando reparó en que la braca no había deshecho la postura y, en ese instante, saltó otra que intentó velozmente remontar la carrasca. Pero, esta vez, le ofreció tiempo para apuntar y, antes de que quebrase bruscamente hacia abajo para taparse, como tienen por costumbre, la perdigonada se la llevó por delante. Al momento la braca la tenía entre sus fauces, entregó la pieza y luego, loca por el tufo del ave, se revocó, con un placer casi lujurioso, sobre el suelo donde dio las plumas. Le sorprendió, una vez más, la pasión de la braca por la caza y, más aún, le maravilló que hubiese dos becadas juntas, dada la fama que las chochas tienen de solitarias.
Bueno, se dijo, parece que los bilbaínos aún han dejado alguna. Y, animado, decidió mirar el alto de las tainas de la Mata a conciencia porque, primero, no le había fallado la intuición y, segundo, había que hacer caso a las perras que, tras la captura, seguían vivamente interesadas en los rastros de la zona.
Así que, una vez recorrida la parte baja y media del cotarro, decidió darle la vuelta por lo más alto, ya a la vista de las tablillas del término, no fuera a ser que en aquel extremo del monte le hubiera dado por refugiarse a alguna sorda más.
Y lo recorrió un poco más ligero, porque la vegetación no era tan espesa y porque pensaba que demasiada suerte había sido ya el haber dado con dos y porque, a decir verdad, desconfiaba de que hubiera más. Pero no le quitaba el ojo a la braca pues, la colina, no hacía más que mover nerviosamente el rabo. Imaginaba que las dos picudas, ya vistas, se habrían estado moviendo por el cerro y que el fino olfato de la Fary aún daba con sus rastros y no le hubiera extrañado que hubiera hecho alguna muestra en falso.
Sin embargo, en el último mechón de marojos aislados, cuando ya estaba a punto de descender del cerro y cambiar de escenario, la braca se quedó de muestra.
Él salió corriendo para tener visibilidad pues, tras la dirección del hocico de la perra, estaba el corte final de la ladera y, si no llegaba a tiempo, lo que saltara, si es que algo saltaba, lo haría fuera de su vista.
Llegó junto a la perra, que no deshizo la postura. A la izquierda dominaba la bajada de la ladera, a la derecha el terreno con visibilidad que daba al término. Era difícil que la becada le buscase el punto ciego en su huída. Pero ni la perra se movía, ni la chocha saltaba. Azuzó a la braca, pero ésta no se movió. La Tiqui, sin embargo, tan nerviosa como él por tanta espera, se metió entre los robliscos de un brinco y a los dos segundos voló la becada cuesta abajo. Y, dejándose ver, se sentenció, porque, en estos casos, no ofrecía el tiro más dificultad que el de una codorniz en lo limpio.
Dos becadas en enero. No podía pedir más. Se sentó en una piedra, comió un poco y engulló el bote de agua isotónica. Mientras lo hacía, pensó en la dirección a tomar. Sabía que aquellos altos eran la zona preferida de los bilbaínos y, lo mismo que había dado con ese pequeño reducto donde abatió dos, pensó qué otra zona del monte podrían haber utilizado de refugio las fogueadas aves. Como en las cercanías no encontró ninguna buena proporción, pensó en dar un gran paseo. Mataría el resto del día en cruzar el monte a la aventura. Cortaría a la Senda de la Sierra, avanzaría por ella sin dificultad hasta el Barranco Grande y, llegado allí, bajaría por la Tesuguera hasta Los Ojos y la linde con Cardeñosa.
Una hora más tarde subía la umbría del Barranco Grande para cruzar a la Tesuguera. Era un sinfín de vueltas las que tenía que dar para ir ascendiendo entre tanta maleza. En todo el recorrido, sólo su ruido entre las brozas asustó a una lechuza que, con su blando volar sin sonido, blanco y canela, cortó silenciosa barranco abajo a buscar un nuevo dormidero hasta la noche.
Estaba a punto de remontar la umbría, a veinte metros del lomo. La Tiqui se lanzó entre sus pies inopinadamente, entre aquella maraña que apenas dejaba ver el suelo, sobresaltándole. El tiro desequilibró a la liebre, tanto que él la dio por muerta, pero disparó nuevamente a la maraña de zarzas donde la vio desaparecer. Unos segundos después la vislumbró descumbrar, apenas un asomo de sombra, entre toda aquella maleza, seguida por los ladridos de la Tiqui. La braca apareció al instante quedándose de muestra a un metro de él y tirándose a la cama vacía. No podía creerse que se le hubiera ido. Pero, al reparar, se dio cuenta que la había tirado a apenas cuatro metros. El círculo del tiro, como un puño, había levantado la tierra y la hojarasca, tan cerca de la liebre o, quizás, bajo ella, que la desestabilizó dando la impresión de que la había alcanzado, pero no había sido así. No la había tocado y el segundo tiro se lo tragó la fusca. Pensó que, en toda su vida, jamás una liebre le había salido en una zona tan profunda y enmarañada del monte y, menos, en una umbría. Pero así había ocurrido.
Bajó, lo mejor que pudo, por el barranco de la Tesuguera. Abajo, junto al arroyo, vio el promontorio con grandes bocas que daba nombre al paraje. Allá se veían las grandes huracas sobadas de los tejones o tasugos.
Allí cambió de idea y, en lugar de seguir por Los Ojos a la linde de Cardeñosa, tomó la senda de la Tesuguera, casi perdida entre maleza, para salir al Camino Real, entre Peñarrubia y los Puntales, zonas bajas que lindan ya con Riofrío. Desechó la idea de atravesar por Los Ojos por ser aquello una zona de lavajos, algo pantanosa, que algunas veces podía convertirse en un auténtico tremedal.
Apenas llegó al Camino Real, lo tomó a la derecha. Quería atravesar los bajos de los Puntales hasta la linde con Riofrío. Pero en la misma espuenda izquierda del Camino Real, la braca se puso de muestra. Imaginó la liebre, encamada como suelen junto al camino, brincando a él y poniendo pies en polvorosa rápidamente por su firme. Pero no fue así.
La Fary deshizo la postura y se internó ágilmente en la fronda de marojos a la izquierda del camino. Rápidamente la siguió, con la Tiqui a su lado, para verla de muestra nuevamente, veinte metros metida entre los apretados troncos de marojos. Deshizo la muestra para repetirla de nuevo quince metros más adentro. Aquello era un correr nervioso entre el apretado marojal, porque la Fary repitió la faena un par de veces más. Al final la becada se levantó. Salió sesgada hacia arriba cruzando veloz entre troncos verticales hasta salvar por encima toda aquella maleza, justo en ese momento disparó, sin darle tiempo a que quebrara, ya libre de obstáculos, buscando dirección. Se felicitó por haberse reportado y haber sabido esperar el momento del tiro y no haberse precipitado arriesgándose a fallar doblando entre la fusca. La Fary la cobró con ansia y luego de entregarla, se dio los revolcones de rigor.
Al rato llegó a la linde de Riofrío. Se sentó en un mojón del monte, junto a una tablilla y despachó todo lo que le quedaba de comer. Lo empujó con otro bote de agua con sales. Estaba contento. Pero tenía que regresar al coche, junto al pilar del monte. Y la caminata, que aún tenía pendiente, iba a ser un añadido al tullimiento que ya llevaba encima. Y temió que, un día, esa afición que le llevaba de un lugar a otro, se olvidara de que había que reservar fuerzas para volver.
Buscó el cauce de un arroyo seco, que subía por entre Peñarrubia y los Valondos, y lo usó como atajo para llegar de nuevo al Camino Real, acortando gran trecho. Pero se dio cuenta de que ya ni las perras ni él iban cazando. Estaban los tres locos por llegar al coche. Y apenas lo divisaron a trescientos metros, las perras corrieron y se tumbaron junto a él. Eran más de la cinco y media y el sol quería ya ponerse. Se volvió y miró al monte. Y se dijo que el monte, en invierno, tenía los colores del lomo de una liebre o los del mimético plumaje de la chocha.