12 agosto 2013

X.- El Renuncia: El maniático

MP rumiaba placenteramente la soledad en su pequeño piso del centro. Pensaba que tenía derecho a ella. Un derecho ganado con los años pasados contemplando pacientemente a sus jefes y respondiendo cortésmente a todas las demandas que, como conserje mayor del ministerio, se le hacían. Su soledad era su sosiego, su calma, su descanso, su señorío inviolable, su paraíso, su reino. Si el casco viejo de la ciudad estaba impropiamente atascado de coches subidos en las aceras, se soliviantaba, pero pensaba que así tendría que ser; si a la gente joven le había dado por hacer del centro el escenario de un botellón continuo, conforme con la marcha; si todos los grafiteros de la urbe se disputaban cualquier centímetro de pared para hacer su signito personal, se resignaba ante la tontuna; si putas y rufianes habían hecho de aquel lugar histórico su madriguera, lo asumía; si los viejos mesones cerraban a la hora que les petaba, tragaba; si la policía no paraba de pasar durante la noche tocando las sirenas, se aguantaba; si era frecuente la llegada de los bomberos con igual despliegue, lo sufría; si no faltaban ambulancias del 112 aullando como lobas, se tomaba un Lexatín; si se había convertido el centro en una panoplia multicultural, como decía el alcalde, por la mezcla de razas, colores, costumbres, vestimentas, músicas y lenguas, lo comprendía; si los componentes de la panoplia multicultural se fajaban a palos, navajazos y hasta a tiros una noche sí y la otra también, lo disculpaba en pro del mestizaje de culturas; si los vecinos sostenían atronadoras grescas frecuentemente y a deshora, lo consideraba consecuencias inherentes a la convivencia; si la fauna canina tenía perdidas las calles de cagadas, se tragaba con cívico silencio la repugnancia; si los borrachos se meaban en las esquinas y en los portales, contenía la respiración con disimulo; si robaban cada tres por dos en los colmados, se condolía con los desesperados propietarios; si se llevaban los cepillos de la rectoral de San Onofre, asimismo se condolía espiritualmente; si desfilaba la mismísima Cofradía del Santísimo Copón Bendito tocando tambores y trompetas, se deleitaba con el sacro concierto… Eran cosas con las que MP lidiaba a su manera y que, en el fondo, sufría como casi todo el mundo pero poco le importaban. Y así debía ser pues, en caso contrario, habría abandonado el mundo de los vivos por causa de los berrinches cotidianos. Y, lo que es más, seguramente, aunque hubiesen sonado las mismísimas trompetas del Juicio Final, a MP no le hubiera importado demasiado, así las hubieran tocado a las puertas de su casa. Pero, eso sí, que le llamaran por teléfono a cualquier hora y con el pretexto de venderle cualquier cosa, era algo que le dimutaba de tal modo, que le sacaba de sus casillas de una manera tal, que, de no mediar la distancia, hubiera estrangulado al sujeto de tal atrevimiento. Cómo se le podía ocurrir a alguien invadir la intimidad de su espacio y de su tiempo utilizando además para ello un artilugio que él pagaba. Era incomprensible, inaudito. Era ya el bicho que se te mete en casa, era el impedirte cualquier honrosa retirada, era utilizar tu propio dinero contra ti, era un allanamiento de morada, era una falta de respeto a tu retiro, era un desprecio hacia la intimidad, era una injuria a tu recogimiento, era, en resumen, una desfachatez y una sinvergonzonería. Era otra faceta del marketing.
- Huy, pero, ¿qué dice usted? Menuda oferta que me he hizo Telelaine.
- ¡Coño, pues si supiera la que me hizo a mí OÑO!
- Pues menudos, los seguros de CAPFRE.
- Inmejorable la oferta inmobiliaria de Briks for Airheads.
- Anda pues a mí me ofrecieron una póliza para el hogar buenísima los del POLIZÓN S.A.
- Pues a mí, ahora la tarjeta VISTA ya no me sale por un ojo de la cara.
- Yo ya no compro los polvorones donde siempre, ahora me los manda directamente EL MESÍAS.
- Pues he abierto una cuenta en el BANK BRÖN prácticamente sin gastos y que colma todas mis expectativas.
- …
- Pero, ¿cómo puede usted quejarse de la promoción telefónica si no hace más que abrirnos nuevas puertas al ahorro?
- ¡Calle usted ya, señora, y no me fría más la sangre!
Y era tras esas llamadas que tanto le exasperaban, cuando MP se lanzaba a la calle huyendo de su propia casa, buscando respiro, y con una cara de borde que impelía al mutismo a cuantos se encontraba en el camino, por más que le conocieran o, tal vez, precisamente por eso.
¿Es que a nadie le cabe en la cabeza que no quiero ser un cliente, que sólo quiero ser un ciudadano?
Avanzando por las calles llegó frente a la fachada del famoso restaurante Hardy. Inesperadamente el anciano medio ciego, que pedía a su puerta con una lata, se dirigió a él:
- Señor, está usted a las mismísimas  puertas del restaurante Hardy. Es para mí un placer, caballero, informarle de que, desde su fundación en 1839, este famoso restaurante ha sido calificado por los más afamados cronistas de la ciudad como templo de la cordialidad y del buen gusto, amén de la gastronomía. Sepa que reyes y reinas lo han honrado con su presencia y es a gente, con su figura y su prestancia, a quien los camareros esperan a la mesa. Le diré también, para su información, que los menús, vinos aparte, oscilan entre los setenta y los cien euros…
MP, halagado porque el mendigo le hubiese tomado por un turista de posibles, así como por el piropo dedicado a su figura, guardó silencio, se dejó adular y olvidó el enfado que traía.
- …Y estando usted dispuesto a ser un comensal de Hardy no le dolerá ayudar con un eurillo a este viejo casi ciego del todo que, además de quedarle muy agradecido, le dará cuanta información demande sobre la historia, barrios y curiosidades de la villa.
- ¡Coño, Sangresucia, que otra vez me has vuelto a confundir, que cada día ves menos, joder!
Y el Sangresucia dio un paso atrás, algo corrido y temeroso, por el vozarrón del corpulento jubilado, pero al instante sonrió al escuchar el tintineo de un euro en la lata.
- ¡Mil gracias, don Macario!
- Sí, hombre, pregóname bien y que vengan a pedirme hasta de debajo de las piedras.
- Más bajo puedo decirlo, pero no más agradecido.
- ¡Que te calles ya, Sangresucia!
Pero el viejo se quedó sonriendo, mientras con los ojos, que la mirada no le daba para tanto, seguía la abultada silueta que se alejaba a zancadas.

IX.- El Renuncia: El mojón del tiempo

Serafín vio alejarse a Gregorio cabizbajo y la tristeza del pastor le dejó pensativo. El Mondacimas era bastante mayor que él y, arraigado en La Gavina de Polvoranca, ninguno de los prodigios que el renunciador sentía le parecía tal al pastor.  Y cuando en su presencia había alabado las excelencias de la vida en el lugar, el pastor le había mirado aviesamente y después, descartando cualquier respuesta, siempre desviaba la mirada disgustado, sin mostrar desprecio, pero dejándole por imposible. Y era que, para el pastor, aquel Serafín, el Renuncia, como le apodaban en el poblacho, era un ser al que no servía de nada contestar, un individuo para el que las palabras arriba y abajo, delante y detrás, antes y después, no tenían el mismo significado que para los demás.
Tras perder de vista al Mondacimas, se levantó del poyo orientado al mediodía, dejó el corral y se dirigió hacia la fonda. Cuando llegó a ella siguió adelante, pues sabía que todos los huéspedes nocturnos habrían salido ya, como insectos, para buscarse la vida en los rincones de la ciudad. Así que en el fonducho del tío Simancas, por no encontrar, no encontraría siquiera compañía. Por otra parte, no tenía dinero para desayunar. Así que también dejó a un lado la taberna del Fabián, aún a sabiendas de que la Asunrosi le habría hecho de balde un café de recuelo. Él también, una vez más, se sintió avocado a ir a la ciudad y tomó el camino con la indolencia del que tiene olvidados los deseos.
Mientras andaba se entretenía en repasar cómo el Mondacimas, por sus muchos años, hubo de dejar su oficio, vender el ganado y separarse también de su perro carea pues, el comprador, exigió al animal en el lote. Esa mañana había dicho adiós a la burra por lo que el Maquila quiso darle. Había sacado un poco de dinero al tener que abandonar su vida. Era lo mismo que él había hecho aunque, en su caso, voluntaria, gratuitamente y en lo florido de una madurez aún juvenil. Pero, se preguntó, si no era más triste y oneroso el que la vida te obligara a tomar esas decisiones.
Cuando reparó, estaba llegando a la zona entre el campo abierto y las primeras barriadas. Aquellas construcciones eran recientes, cortadas por el mismo patrón y respondían, clónicas, al estilo arquitectónico en boga.
Sin embargo, los anuncios de las inmobiliarias promocionaban todas aquellas construcciones con su propia jerga: adosados, pareados, áticos, dúplex, bungalows, lofts, unifamiliares, villas… y, además, daban a las viviendas los adjetivos y descripciones que a los comerciales les parecían más convenientes y ajustadas a la realidad, sin preocuparles el que pudieran sonar altisonantes. Así proliferaban en los letreros de las promociones palabras como éstas: protegidas, dignas, eficientes, públicas, ecológicas, bioconstruidas, biocompatibles, de bajo impacto medioambiental, sostenibles, milagros de habitabilidad, ubicadas adecuadamente, integradas en su entorno, con diseño personalizado, con la orientación idónea, con la distribución de espacios más inteligente, hechas con materiales saludables, biocompatibles e higroscópicos, construidas con optimización de los recursos naturales, dotadas de sistemas y equipación implementados para el ahorro y la producción limpia de energía, con programas de recuperación de residuos y depuración de vertidos… en resumen, se trataba de soluciones habitacionales de muy variadas características que requerían un manual de usuario para su utilización y mantenimiento. Eso de meterse a vivir en una casa era un concepto caduco, hoy cada recinto habitable tiene su personalidad, nos proporciona, a la par que nos exige, un cierto nivel cultural. La vivienda inteligente no está a la altura de cualquier mastuerzo. No es un derecho, es un don. El renunciador caminaba entre toda aquella grandilocuencia un poco acoquinado. Y pensaba que tanto talento concentrado en las casas daba un poco de miedo. ¿Cuánto tiempo se tardaría en aprender a vivir dentro de ellas?
Así que dejó de leer los paneles y se limitó a pensar que había épocas en que las ciudades crecían, se salían de sus límites y necesitaban un perímetro nuevo, igual que las culebras cambian de camisa al crecer. Luego perdurarían esos barrios cincuenta, ochenta o cien años, antes de que los demoliesen o los sobrepasase un nuevo estirón regenerador de la ciudad. Reparó entonces en que, en la zona, sólo desentonaba un edificio. Era una iglesia, procedente de un pueblo que, según le dijeron, engulleron las aguas de un pantano. Las autoridades, aprovechando el auge económico que atravesó la ciudad, habían salvado aquel edificio y lo habían reconstruido piedra a piedra en su ubicación actual. Así el aquel templo macizo, de más de cuatrocientos años, se había salvado del olvido en las profundas aguas y ahora destacaba airoso, colocado en mitad  de aquella extensión recién urbanizada que, por simple casualidad, llamaban Aguas Vivas.
A Serafín aquella iglesia le pareció un mojón que alguien, en lugar de para delimitar un espacio, había puesto allí para delimitar un tiempo. Dentro de cien años, todo habría mudado, edificios y personas, menos aquel mojón del tiempo que, con seguridad, seguiría allí. Y se admiró de la vocación que tenían los de antes por hacer las cosas para que perdurasen y, por el contrario, el empeño que ahora tenía la gente en producir cosas tan contingentes que, a veces, eran ya desechables apenas fabricadas. Luego, cayó en la cuenta de que vivía en la sociedad de consumo y que, sólo con su ejercicio, la tal sociedad se podía sostener. El hombre, social por naturaleza, se había convertido en social por consumidor. Y su primera tendencia natural y libre se había convertido en una obligación a la que alguien le encadenó. Pero se resignó el renunciador pensando que raramente hacen los hombres aquello que no les interesa.
Cavilando, la mente excéntrica de Serafín imaginó que, tal vez, eso del consumo había evitado las guerras en parte del mundo. Era simple: en lugar de destruirnos unos a otros y destrozar también propiedades y pertenencias con las armas, para luego, en la paz, generar trabajo reconstruyéndolo todo, pues eso, que alguien había descubierto que simplemente fabricando las cosas, de modo que pronto caducasen o feneciesen y hubiesen de ser repuestas, no se necesitaría de las guerras para generar trabajo. Supuso el Renuncia que era una buena idea pues, sobre evitar tantas desgracias, un sinnúmero de pérdidas humanas y muchos dramas colectivos, se había incrementado notablemente el número de consumidores en los últimos decenios. Y éstos, como todo el mundo tenía claro, eran los peones fundamentales e imprescindibles de la sociedad actual. ¿Qué se hizo de la familia como célula primera y principal de los grupos humanos?, se dijo. Y le pareció que eran más útiles a la industria los consumidores y los clientes. Claro que la familia había quedado ya para apaños personales multiformes, que superaban el concepto tradicional, y, en última estancia, podía servir de apoyo afectivo, económico y solidario las mejores de las veces.
Hilando una cosa con otra se dijo el Renuncia que probablemente de ahí venía la sobreexplotación del planeta y los problemas de contaminación y cambio climático que se habían generado ante tan masiva producción e incesante consumo. Pero eso no parecía, de momento, importarle a nadie salvo a cuatro ecologistas pronosticadores de catástrofes que las mentes más preclaras negaban, tachando de alarmistas y agoreros a quienes mantenían la inminencia de tales amenazas. Y, de nuevo, la fantasiosa mente errática de el Renuncia, como si fuera un articulista de La Farola, elucubró sobre si el desinterés de la mayoría de la gente, por una futura catástrofe ecológica, no se debería a que todos pensaban que, de suceder ésta, sucedería cuando ellos hubiesen desaparecido y que por tanto, de momento: leña al mono de la economía en beneficio propio hasta que se parta la cadena esa del equilibrio ecológico o trófica o catastrófica o como quiera que la llamasen unos u otros.
Alarmado inesperadamente por sus propios pensamientos, el Renuncia se confortó enseguida:
- No, eso no puede ser. Los políticos, los científicos, las eminencias en todos los campos de la ciencia y todos los hombres religiosos y los filósofos y los filántropos no permitirían cosa tal. Cómo íbamos a ser capaces de dejar esa sentencia a nuestros hijos y nietos. No, no era posible. Y le pasaron por la cabeza las figuras de todas las personas buenas, responsables y atentas al planeta: Berlusconi, Bush, Aznar, Putin, Benedicto XVI, Zapatero, Barak Obama, Rajoy, Loly Cospedal… y hasta don Juan Carlos, nuestro buen rey.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que la gente le miraba porque iba hablando solo y gesticulando fuertemente, como si le hubiera sido dada a su cabeza la misión de establecer sobre la tierra un orden justo, definitivo y perdurable.

05 agosto 2013

VIII.- El Renuncia: El adiós a la burra

Calmadas las airadas tripas, por segunda vez en el día, con el chorizo picante y la tortilla, y caldeado el estómago y el ánimo por el tinto de la sobada bota, Serafín había dormido de primera. No sintió el ladrido de los perros durante la noche y, sólo con el alba, escuchó el canto lejano del gallo. Se rebulló entre las mantas y se felicitó a sí mismo, una vez más, por haber elegido aquel camino sobrio que tan profundas satisfacciones regalaba, empezando, como aquel día, por la de despertar así.
Recordó enseguida que Gregorio vendría pronto para aparejar la burra y dejársela lista al gitano, y para cepillarla un poco y apañarla, no fuera a ser que le regateara a última hora con cualquier pretexto. Con esa idea, al menos, se despidió la noche anterior.
Tras salir del coche, se aseó en una aljofaina desportillada. Cogió el agua de un grifo roñoso que había en una esquina del corral, sobre el piloncillo que sirvió para que abrevaran las ovejas, y, después de secarse con un trozo de arpillera, se pasó los dedos a guisa de peine por el pelo mojado.
No tardó en llegar el Mondacimas. Sacó la burra y la ató a una herradura que había incrustada en la pared. Sólo con el cabezal puesto, la esquiló de la línea de la barriga para abajo con una esquiladora manual y, con unas tijeras grandes y herrumbrosas, le cortó el pelo que, a lo largo de la mitad del cuerpo, delimitaba la zona esquilada de la otra. Después la cepilló con la almohaza siguiendo la dirección de la crin, como había de hacerse, primeramente de delante a atrás y luego de la parte superior hacia las patas. Salió polvo, pelo, paja y mugre en abundancia, y quedó maqueado el animal. Luego le echó sobre el lomo la sudadera, una jalma de colores desvaídos por el tiempo, y lo ciño con una cincha de vientre y le puso encima el resto del aparejo, es decir, la albarda. Sobre el poyo dejó los demás útiles que, vendida la burra, él ya no necesitaba ni quería: un cabestro de cordel y otro de cuero, una manea para estacar y trabar, un flequillo que no quiso ponerle, unas angarillas, una brida con cabestro, freno y riendas, y una cincha de retranco. No tenía collar ni arneses para tiro, pues sólo había utilizado la burra para carga. Quedó enjaezada y lista.
Curiosa ya y aseada la bestia, le dio de beber en el piloncillo, bajo el grifo donde Serafín se había lavado, y se puso a esperar al Maquila.
Le vieron venir de lejos. Le conocieron por su aspecto juncal y sus andares elegantes y aún elásticos, pese a los años, y porque a muy pocos se veía ya tocados con sombrero. Andaría el Maquila por encima de los sesenta, calzaba botas negras de media caña y vestía un terno marrón algo rozado y brillante en espalda, codos y culera, no llevaba corbata pero sí una camisa calada algo llamativa y un cinto más ancho de lo normal con una cabeza de galgo por hebilla. Una leontina de plata le salía del bolsillo del chaleco, un garrotín fino con terminación porruda le colgaba del antebrazo y un sombrero gris con cinta negra y cercos de sudor ceñía su cabeza como si desde siempre hubiese estado allí. Era Pedro el Maquila, el cenceño patriarca gitano del poblacho. Con su cara morena, bigote fino, patillas medianas y dos puñados de arrugas como dos alas de mariposa contorneándole las comisuras externas de los ojos, se presentó enseguida en el corral. Con un movimiento de cabeza y un leve carraspeo saludó a los dos hombres y, enseguida, se acercó al animal.
- ¿Sabes lo que te digo? –dijo, después de mirar de cerca a la burra.
- Tú dirás –dijo el Mondacimas.
- Que valen más los aparejos que la burra.
- Pero, ¿es que no le vas a mirar la boca?
- No me hace falta. Con verle el perfil del hocico, sobra.
- Ya te dije que no era joven.
- Una cosa es que no sea joven y otra que esté más muerta que viva –dijo el gitano terminando la frase con una entonación burlona. Y, después de un par de segundos, añadió, en el mismo tono y como con pena:
- No te puedo dar más que cuarenta euros.
Gregorio sabía que el gitano llevaba razón, que le pagaba más por los aparejos que por la burra, que aquel dinero no era nada, pero tampoco quería encontrarse muerto cualquier día al último animal que le quedaba. Se acercó a la burra y, después de darle dos palmadas en el anca y retener cinco o seis segundos la mano sobre ella, dijo:
- Tuya es la burra.
Entonces el gitano, a la antigua usanza, primeramente le estrechó la mano y luego le dio los dos billetes de veinte euros que sacó lenta y pomposamente de una cartera cerrada y asegurada con dos gomas perpendiculares. Luego desató la burra, le puso las angarillas, echó en ellas el resto de los aparejos que había en el poyo, y se alejó con ella por el descampado.
- Dices tú de renuncias, –dijo Gregorio mirando a Serafín- como si sólo fueras tú el que ha dejado atrás su vida.
Y, sin decir más, se alejó. Y mientras caminaba, pensó Gregorio que perdía la burra, los aparejos y también todas aquellas palabras familiares que los designaban y que nunca más necesitaría pronunciar. Pero las palabras ni se compraban ni se vendían, se usaban o desaparecían, y nadie echaba de menos el espacio que habían ocupado.

VII.- El Renuncia: La Gavina de Polvoranca


Siempre le agradaba el camino de vuelta. Le gustaba acudir a la ciudad cada día porque era un espectáculo pero, al caer la tarde, indefectiblemente deseaba abandonarla. La urbe era un lugar bullicioso donde cada uno iba a lo suyo tan concienzudamente, que parecía que llevara su misión grabada en las mismas entretelas. Tal era lo rítmico de los movimientos de la gente, lo repetido de sus gestos e, incluso, lo similar de su atuendo, que los centros de todas las ciudades parecían decorados, cada vez más uniformes, para una representación idéntica. Y el mismo fenómeno trascendía a los comercios, desde que triunfaron las cadenas y las franquicias y todas esas denominaciones actuales. Entre todos aquellos engendros modernos habían dado al traste con el mercadeo tradicional donde, por extraño que parezca, era el cliente el que compraba lo que deseaba y no se limitaba a elegir entre lo que le ofrecían, porque, con ese invento de la moda, el comprar era ya someterse a otra pequeña y habilidosa dictadura.

Iba dejando atrás la zona comercial, con sus escaparates llenos de cosas, que la gente compraba sin mirar, como antaño se hacía, si eran necesarias o no. El comprar había trascendido la categoría de necesidad para entrar en la de lo lúdicamente imprescindible, una categoría un tanto ambigua, como para ricos, pero todos, aunque no lo fueran, comulgaban con aquel sentimiento absurdo. Y así, se oía decir a la gente: mira, me aburría y me fui a comprar. Y  lo decían como la cosa más natural, como si dijeran, por ejemplo, me aburría y me fui arrancar hojas a los libros o a tirar piedras a los patos, como si el comprar por aburrirse fuera menos absurdo. Estaba visto que lo que no podía ser, de manera ninguna, era aburrirse. Y el aburrimiento, al parecer, lo paliaba, no el entretenimiento, sino cualquier actividad costosa y, preferentemente, el comprar.

Sin embargo, a medida que se alejaba del centro, le parecía a Serafín que la vida se hacía más sencilla, perdiendo la vacuidad de lo moderno y revistiéndose del realismo de las cosas de antes, hasta hacerse casi rural, sólida, tangible y maciza, al divisar las astrosas construcciones y las pobres casas de La Gavina de Polvoranca, mitad pueblucho, mitad amago chabolista junto al gran vertedero. Y le parecía mucho más acorde, con su llamada a la sencillez, el hecho de vivir allí, en la fonda del tío Simancas. Así, su abandono diario de la ciudad, atravesando desde los barrios más lujosos a los más degradados de los arrabales y el extrarradio, significaba una renovación cotidiana de su imaginario voto. Atrás quedaban las mansiones de la ciudad que suponía habitadas por gente no proclive a renunciación alguna pero que, pese a sus propiedades, declararían a quien quisiera preguntarles que ellos, de toda la vida, eran partidarios acérrimos de la vida sencilla. Vivían, pues, como espejismos de sí mismos. Pero sí, decían esas cosas.

Con la caída de la tarde podían verse las bandadas de grajos alejarse de los vertederos, y también grupos de cuervos y de hurracas. Pero eran los bandos de gaviotas, pájaros que daban nombre al barrio, lo que más le gustaba observar a Serafín.

Él sólo había visto gaviotas en el mar y fue grande su sorpresa cuando, al iniciar su nueva vida y llegar a aquel barrio, descubrió las grandes bandadas. Todas las mañanas acudían, de no se sabía donde, para alimentarse con los despojos que rebuscaban en el vertedero, tras las descargas de basura que los camiones no paraban de hacer. Siempre tan blancas y tan grises, tan impolutas y lustrosas, metidas donde el mundo echaba sus inmundicias. Y le parecía que los animales, estuvieran donde estuvieran, eran elegantes por naturaleza.

Recordó que,  por distraer el día con don Macario, no había reunido con qué pagarle la pensión al viejo. Bueno, no le pesaba. No todos los días podía uno juntarse con personas cultivadas, sensibles y de finura intelectual, amén de con buenos sentimientos pues, motu proprio, le había invitado a un bocadillo de calamares y a cerveza. Nada menos.

Al llegar al poblacho dejó atrás la fonda y se encaminó al corral del Mondacimas. Allí seguía su coche. No lo había visitado desde el último día lluvioso. Le pesó que la tarde estuviera rasa pero, por otro lado, era bueno tener el coche para los días vacíos. Llamaba vacíos a aquéllos en los que nadie le había hecho una dádiva, a aquéllos en que el mundo había sido ajeno a su virtud y, en consecuencia, volvía sin los tres euros que el viejo le cobraba por dormir. De todos modos, tampoco era placentero yacer en un jergón, sobre el suelo de una sala sucia por cuyas paredes, apenas apagada la luz, organizaban sus correrías las cucarachas rubias. Solían compartir aquella sala, a la que llamaban con humor la sala de pendones, no menos de diez o doce pedigüeños, hediondos dos de cada par, borrachos los más y roncadores todos. Otros, pobres también pero de más posibles, que la pobreza también conoce rangos, dormían en cuartos con camas, pero pagando otra tarifa.

Estaba Serafín mirando embobado la última aureola morada del crepúsculo. Se había sentado en un poyo junto a la puerta del corral. Y, mientras miraba desvanecerse el último color del día, soñaba que fumaba un tabaco aromático, ligeramente picante, y, al hacerlo, se recreaba en la visión del horizonte, como si sólo a él perteneciese aquélla. Se alegró de no estar en la fonda, pese a echar de menos aquella sopa de ajo comunitaria que, el posadero, incluía con tal nombre en la tarifa de los huéspedes humildes, más con el fin de que echasen en ella algún corrusco de pan duro que les quedara, que con el de alimentarles verdaderamente, pues poco más que calor tenía el aguachirle y, si color, era éste el de una bahorrina.
Sintió entonces un ruido en la pequeña cuadra aneja. Vio salir a Gregorio. Seguramente habría venido a echar a la burra. Era una burra que se iba con las ovejas mientras las tuvo y que no había quitado, en parte, porque el que compró las ovejas no la quiso, en parte, por sentimentalismo. Gregorio, que llevaba un pequeño talego de tela en una mano, un botillo colgado del hombro y un candil en la otra, se acercó al poyo y se sentó junto a Serafín.
- Mañana vienen a por la burra –dijo por saludo.
- ¿Quién la quiere?
- El Maquila, el gitano.
- Y cómo es que la vendes.
- Porque le quedan cuatro días y… para encontrármela muerta en la cuadra.
- Entiendo.
Gregorio sacó una tartera del talego y media hogaza de pan que puso sobre el poyo, junto al candil y entre ambos. Quitó la tapa de la tartera y, usándola de plato, troceó en ella dos chorizos que sacó del cuerpo principal. Bajo los chorizos viajaba una tortilla de patatas que, el Mondacimas, cortó limpia y delicadamente en cuadrados con la navaja. Luego, colocó el botillo de pie sobre el mismo poyo, apoyándolo en la pared. Le sacó dos buenas rebanadas a la hogaza y le tendió una a Serafín.
- No será la pena lo que te incita a invitarme a cenar porque entonces yo no puedo aceptar…
- ¡Qué comas, coño!

VI.-El Renuncia: MP recapacita

MP subsistía con la pensión de jubilado. Vivía solo en un piso viejo de la calle de la Madera que, aunque estaba en el centro, era pequeño y sólo tenía una ventana al exterior. Sin embargo, tenía suficiente espacio para él y sus pocas pertenencias. Además, lo céntrico de la vivienda le gustaba y el barrio viejo, de callejuelas empinadas, le daba la ilusión de vivir, a la vez que en la ciudad, en cualquier pueblo serrano de los que conoció en su infancia. Lástima que todo estuviera atascado de coches y todo el sabor del viejo barrio lo difuminaran éstos con sus ruidos, sus acelerones, sus bocinas y su aparcar en aceras, jardines y allá donde les petaba. Un barrio de los de antes, que merecía ser, como poco, patrimonio de la humanidad, era una pena verlo así: sucio, contaminado y convertido en un infierno por esos forajidos del motor. ¿Qué hacían entrando en lugares que no habían sido concebidos para ellos? ¿Acaso iba él a echarse la siesta en medio de alguna autovía?
Ese día el trayecto a su casa se le hizo corto. Lo recorrió pensando en el mendigo que había conocido esa mañana y que, salvo por el asunto ese de la renunciación, le pareció hombre de fundamento. Ya el detalle de no echarse las manos a la cabeza, al verle obrando en plena calle, decía mucho en su favor. Tal vez volviera a verle, porque no era fácil, a esas alturas de su vida, hallar compañía adecuada y sensata. Claro que, compañía, a mano la tenía, siempre que fuera la de aquellos jubilados del centro que se pasaban la vida quejándose de la familia y de la próstata. Pandilla de aburridos llorones sin agallas, espantajos del presente, meaqueditos del pasado y cenizos del futuro. MP los aborrecía de lejos, cuando pensaba en ellos, y de cerca, en sus ocasionales charlas, no los aguantaba.
- ¡Qué pena de vida, señor Macario! Hay veces que me parece que ya huelo a muerto… Este cuerpo ya no pide más que cuatro tablas y ocho clavos…
- ¡Coño, pues quítese usted de en medio y santas pascuas! ¡A mí no me cencerree más! ¡Cuélguese de un balcón!
- ¡Ay, si uno tuviera valor! ¡Qué rica gloria!
- ¡Anda, pues, si usted quiere, busco unos amigos y le colgamos entre todos! ¡Acabamos con ese no poder, con esa vida indigna y, sobre todo, con esa falta de valor en un plisplás!
- Pero, qué me dice, me deja de piedra, don Macario, ¿sería usted capaz?
- Hombre, por un amigo, se hace lo que sea.
Y los viejos del barrio por cosas como éstas, y otras similares, le hacían fu en cuanto aparecía.
Por otro lado, el mendigo de la renunciación, no había parado de llamarle don Macario. Eso le había gustado. Se ve que, con el detalle del bocadillo de calamares, se lo había ganado. Y es que él solamente había podido llegar a conserje mayor del Ministerio de Hacienda, pero porte y modales para haber llegado a mucho más no le habían faltado. Mas, ya se sabe, cada cual es hijo de sus circunstancias como ya había dejado bien claro aquel ilustre pensador español, ¿fue Ortega, Gasset o, tal vez, Jovellanos? Bueno uno de ellos fue o, si no, algún otro de su cuerda. ¡Ay, si sus padres no hubieran sido unos pobres serranos, apegados al pueblo y a las cuatro tierras!, a él no le hubieran faltado capacidad ni armas para llegar mucho más lejos, pero, por una cosa o por otra, se habían malrotado sus espléndidas aptitudes. Es el sino de la España eterna, se dijo.
Eso sí, a lo largo de su vida laboral, había conocido a muchos personajes admirables. Gente poderosa, gente importante que MP, aunque siempre despotricando del poder y de todo lo que éste imponía, admiraba en silencio porque, al fin y al cabo, eran personas que se habían sabido labrar un porvenir, cualquiera que hubieran sido sus orígenes y circunstancias. Gente fuerte que no se arredraba ante escrúpulos, que pasaban por encima de nimiedades, que se imponían ante tanto tiquismiquis, que construían su propia moral y la imponían. Gente, en resumen, que eran el tajamar de la nación.
Según caminaba por el abigarrado laberinto de calles viejas y estrechas del centro, escuchó el sonido de un acordeón y pasó, mirándole, cerca del hombre que lo tocaba. Era un viejo bigotudo de patillas canosas que, con el pelo brillante y liso echado hacia atrás, iba graciosamente tocado con un sombrerete casi en la coronilla. Al interpretar se balanceaba suavemente sobre las piernas como si viviera la melodía o soñara, inmerso en una evocación, y sonreía mostrando dos dientes de oro que, a MP, aunque los había conocido en la odontología de otra época, ahora le resultaban anacrónicos. El músico, al reparar en su mirada, avivó automáticamente el movimiento, le miró halagador y redobló zalameramente la intensidad de la sonrisa como si, en aquellos momentos y bajo los evocadores acordes del “Adiós hermanos compañeros de mi vida”, fuera la persona más feliz del mundo y no le cupiera en el alma un átomo más de dicha. MP, que odiaba a los músicos callejeros, como odiaba a todo aquel que se esforzara en inspirar piedad, no le echó un céntimo pero, aunque torció el gesto desdeñosamente, tampoco le insultó como tenía por costumbre. Y fue porque le recordó al renunciador y se dijo que, tal vez, fueran vecinos de barrio, de chamizo, de chabolo o incluso huéspedes ambos del fonducho ese del tío Simancas.
Estaba casi llegando a su casa. Pegó un patadón al retrovisor de un coche que, aparcado en la acera, estorbaba su camino. Sonrió, orgulloso de sus dotes, al ver rodar el espejo acera adelante y, sin más, se metió en el portal.