17 febrero 2011

Lo de la marquesa

Antes por efectividad, y después por la soltura añadida que cogió con la escopeta, se acostumbró a entrar en lo de la marquesa.
La primera vez fue con el arma apenas bautizada. Madrugó y, atravesando aquellos despoblados, sus pasos sobre las escarchas le parecían crujidos delatores a kilómetros. Antes de verse el primer arrebol del amanecer ya estaba inmóvil tras un pirlitero chico.
Alterado por el debut, el sonido lejano de unas esquilas le incomodó. Quebraban el silencio cómplice que, a aquellas horas, dominaba en los campos. Tan aguzados tenía los sentidos por el atrevimiento, como alerta la desconfianza por el miedo. Y, pese a los pulsos fuertes del primerizo en el arte de trastear lo prohibido, no tardó en concentrarse. Su mirada estaba ansiosamente fija, hasta la lágrima, en la linde del arcabucal. Los perrillos estaban levantados y el índice acariciaba el gatillo. Y en ese tiempo de adaptación visual a la negrura que empezaba a romperse, tan lenta como imperceptiblemente, le costaba distinguir cuáles de aquellos bultos eran piedras y cuáles estaban animados, cuáles eran reales y cuáles producto de su imaginación. Distinguió algunas fintas y algunas carreras, como si también la aproximación del alba incitara a los bichos al movimiento brusco. Ahora se mantenía con la escopeta encarada, pero el rápido y confuso meneo de algún gazapón le disuadía del disparo. Aún no tenía confianza.
Años después contaría como, estando en un trance semejante, y medio aterido, esperando el amonarse último de algún conejo, descubrió a la zorra, tan inmóvil como él, acechando a menos de treinta metros.
- Qué quieta estaba la indina. Yo creo que me barruntó una mínima de segundo antes que le soltara el tirascazo.
- Y la dejaste seca con plomo de séptima.
- ¡Huy sétima! Dices tú sétima. Entonces, los que eran como yo, llevábamos quinta pa to. Era mu efectivo. Sí. Y atravesá como estaba, ¡anda que hacía mala mota! Ni se rechistó.
- Y qué hiciste con ella.
- Papo, en cuanto me la trompiqué, se la llevé al Botija. Aún llegó caliente. Se dejó espelletar bien. Sí. Y buena que era. Saqué por la piel pa los cartuchos del año. Sí.
Con el paso del tiempo, los golpes de las esperas, saldadas con un tiro o dos y una carrera a lo libre, menudearon tanto que pronto el guarda estuvo sobre aviso. Y hasta tuvo cojones a presentarse en la taberna del Fabián, una bayuca destartalada y sucia, donde lo más humilde del pueblo se juntaba. Y lo dejó caer:
- Hay por ahí algún espontáneo que se está pasando de listo. Que alguna vez, pase. Pero tantas veces va el cántaro a la fuente… Y malo será que yo lo coja, que cómo lo cojan los civiles…Avisaos estáis.
Pero llegó un momento en que le perdió el miedo al guarda y hasta a la pareja y, además del aliciente de la propia caza, era otro, aún mayor, el de rebañarle un par de piezas a la marquesa y, de paso, poner furioso al Toledano, el guarda, con aquella burla mantenida.
- No lo podía remediar. Era entrar en el coto y ponérseme las tripas en una fogatina. Oye, que te lo juro, igual, igual que si hubiera quedao con una casada.
- ¿Y no ibas a lo libre?
- En lo de la marquesa era donde ya tenía yo mis intríngulis. Donde yo gozaba y me expansionaba y no paraba de maquinar una estratamagema tras de otra. Lo libre hasta me se hacía aburrido.
- ¿Y nunca te pillaron?
No contestó. Se le pasó por la cabeza el día que se llegó con el alba al pegujal del guarda. Qué cuidadito lo tenía, bien se conocía que era un regalo de la marquesa en lo mejor del monte, en lo más entreverao. Enseguida encontró los seis cepos. Ese día no gastó munición. Y, claro, además de con los conejos arrambló con las artes.
- ¡Papo, menudo alijo!
Aquella noche en el tabernucho del Fabián, el Toledano miraba a los parroquianos con los ojos soberbios. Era su cara furiosa la del vicario que se siente obligado a defender la propiedad más aún que el propio amo.
- Si no aparecen los seis cepos que alguno, que no andará muy lejos, me ha quitao del cacho que tengo en lo del mohedal, puede que más de uno lo sintáis. Queda dicho.
Y se marchó con gesto adusto el guarda, sin añadir una palabra más. Pero, mientras pagaba y salía, aún tuvo que oír la coplilla de un burlón envinado:
“Ay qué desgracias, madre,
ay, que nos trae la triste vida,
que semos dos mil gorriones,
ay, pa cuatro putas espigas”
Y es que, es lo que él decía, por Farina y por Molina lo bordaba, pero no le educaron la voz. Luego se reía y, apurando el chato, decía medio pensativo:
”No me educaron ni a mí, como pa andarse con gaitas con la voz, no te jode”.

15 febrero 2011

Perros y hombres

- ¿Y cómo te hiciste con la Juani?
- Pues porque tuve que quitar al Zaro.
- ¿No cazaba?
- ¿El Zaro? ¿Qué dices tú? ¡Papo, to lo contrario! Menudo era el Zaro, galán. Anda que, hasta que lo sujeté a las perdices, no llevó leña. ¡Hasta con la canana llena le zurré algunas veces! Era un salvaje. ¡Huy pa dominarlo! ¡Tú qué sabes! ¡Era un cafre, igual que un cafre!
- ¿Entonces?
- Pues porque era un animal mu tesonero y mu cabezón y cogió una afición por los mondongos y la carroña que fue su perdición. Sí, galán, sí, eso fue. Muchas veces, se marchaba solo al campo y, en particular, al barranco donde echaban las caballerías matalonas y era capaz de venirse a casa con el espinazo o la cabeza de un ovejo muerto o con media mula descompuesta a rastras. ¡Qué espectáculo cuando se presentaba en casa! Y, la mujer pues, la que pasa, le cogió una inquinina y un aborrecimiento que no lo podía ni ver. ¡No veas qué discursiones y qué berrinchines!, que no hemos discutido en la vida como por aquel animal.
- Claro, por repugnancia.
- A ver, el Zaro no hacía más que traer a casa to la carroña agusaná que encontraba. ¡Oye, qué instintivo, el animalito! Que no es que yo no le echara. Pero, qué tendría la carne podrida pa aquel perro. ¡Qué vicio agarró! Y la mujer: ¡Quítalo, Nicolás, quítalo! ¡Quítalo, Nicolás, por Dios te lo pido!, que ese perro nos va a traer alguna desgracia a la casa. ¡Nicolás, por tus hijas, quítalo, quítalo!
- Es de comprender.
- Claro. No ves que eran entonces pequeñitas y, las criaturitas jugaban a gatas por el suelo y el Zaro venga a traer podredumbre y despojos del campo. Y que, por más que le unté, no había manera de quitarle la costumbre al cabrón.
- ¿Y qué hiciste?
- Pues, qué había de hacer. Las cosas se pusieron en mi casa mu climatélicas. Asín que, por evitar la catatombe, y por no oír más a mi mujer, un día me bajé a lo del puente y, con to el sentimiento y el dolor de mi corazón, le eché al río con una piedra al cuello.
- ¿De veras?
- Mia si lo hice. Y lo peor no fue eso.
- ¿Qué pasó?
- Mia, pues entre que el río llevaba poco caudal y que la cuerda que le até resultó larga por mi precipitación, el animalito no hacía más que salir, hundirse, salir y vuelta a hundirse, que había que oír los aullidos, el desasosiego y la agonía del bicho. Si es que no se puede ir a matar a un animal con la dimutación que yo llevaba.
- Y, ¿qué hiciste?
- Cómo iba a dejarle morir asín. Me tuve que meter al río con una piedra grande y venga y venga hasta que pude acertarle de una buena vez en la cabeza. Y no creas que no me hizo duelo. En la vida me se olvidará. Que no veas, calao hasta el pecho, con el disgusto que me subí al pueblo.
- ¿Y enseguida te hiciste con la Juani?
- Sí, me la dio un vecino que era pastor y que la había dejado, de la camada que parió la madre, para que le sacara la leche, porque el resto fueron en un saco al caz. Asín que me dijo que si la quería, que ya se iba sola. Y yo, claro, le dije que sí.
- ¿Y ésta hizo pie con tu mujer?
- Huy, acostumbrada al guarrón y al cenacho del Zaro, que nos ponía el zaguán como una cochiquera, la perrita le pareció de dulce, tal que una señorita. Y, aunque cuando la traje venía con mis dudas, puso buena cara cuando me presenté con ella, sí. Hasta le bajó al corral un jarapón viejo. Se conoce que fue su modo de agradecerme que quitara al Zaro.
- Y tú, qué pensabas.
- Pues que, por buena que saliera aquella perrucha peluda y canija, nunca le llegaría al Zaro. Pero, ¡ay amigo!, a la temporada siguiente, a los cuatro días de sacarla y verla meterse en lo más espeso, de no acobardarse en los zarzones, de no salirse sin echar o matar… casi no me lo podía de creer.
- ¿Le guardas mejor recuerdo que al Zaro?
- Hombre, qué quieres que te diga, el Zaro era mucho bueno, pero la Juani… La Juani era mu sanguina, pero que mu sanguina, en mi vida he visto un animalito más asesino ¡Ay qué animalito tan asesino!
- Ya lo creo.
- Bueno que tú al Zaro no lo conociste pero a la Juani sí. Y no me dejarás mentir.
- Sí, la Juani al conejo era segura. Si no se embocaba: o salía del zarzón o la perra lo mataba dentro. Le valían el tamaño y el pelo que tenía.
- ¿El tamaño y el pelo? Lo que le valía es que era una alimaña. Tenía ese instintivo. Hay animales que lo tienen y otros no. Asín es. Sí.
- Al final, ¿murió de vieja?
- Quiá. Pa según era, aún vivió años, pero, al cabo, to el pueblo terminó por enterarse de lo que sabía hacer aquel animalito. Y, como la hez de la caza es la puta envidia, algún cabrón me la envenenó. Aquel animal era un portento. Y como vino se fue. Sí.

12 febrero 2011

Escopeta negra

El prurito de hacer carne nunca se le quitó de la cabeza. Ya, cuando empezó, lo llevaba en la sangre. Algunos, que lo conocían bien, hubieran dicho que desde antes de nacer.
Apenas tiró los dientes de leche, a las ovejas le mandaron. Y, a los doce, ya era un experto en alares, lanchas y otros garlitos. Había quien decía que, contando las cerdas que arrancó de la cola de las caballerías cuando los alares, hubieran sumado más espartos de los que hay en algunos atochales.
Sus primeras escaramuzas en el campo, cuando se hizo con escopeta, tenían un fin muy definido. Y como a sus andanzas no les convenían espectadores, solía, en sus salidas adelantarse al sol. Alboreaba apenas cuando ya estaba junto al palomar. Una pedrada en la puerta y luego, al revuelo de palomas huyendo, los dos tiros. Si valía la pena se repetía. Lo importante era llenar el morral. Luego, bien cerrado, esconderlo bien bajo las piedras de un majano. No quería que le pasara lo que aquella vez.
- Abre el macuto, Colás –dijo el sargento.
- Papo, mi sargento, si no llevo más que cuatro palomas –dijo obedeciendo.
- ¿Cuatro? Pero, Colás, ¡si esas palomas son de palomar!
- Pero, qué dice, mi sargento ¿Esto de palomar?, ¿esto de palomar? ¡Si es paloma juja, paloma montesina! ¡Parece mentira, mi sargento!
Desde entonces ponía las palomas en lugar seguro para, a la vuelta, pasarse a por ellas. Su afición por la caza no se correspondía con sus habilidades. No sabía tirar y, menos, podía desperdiciar cartuchos al precio que llevaban. Así que sus comienzos, aparte de lo del palomar, fue especializarse en tirar cuando los animales se quedaban de bolo.
- ¡Papo, si en aquellos tiempos, había días que salías con media docena de cartuchos!
Como ciencia en el campo no le faltaba, basó su aprendizaje con el arma, no en el ensayo y el error, sino en asegurar. Así que se hizo un experto en preparar el tollo en abrigaños con visibilidad y, siendo el tiempo lo único en lo que no escatimaba, esperar. Así pasaba horas, del amanecer o del crepúsculo, esperando ver venir a la liebre a recogerse o a iniciar sus andanzas noctunas. Cuando entraba la rabona, la siseaba suavemente, ésta se amonaba levantando las orejas, y el tiro la buscaba sin error.
También aprendió a apostarse en los cotarros antes de la primera luz. Sentado cabe una piedra o emboscado en el breñal cerca de los bardos. Dominando las bocas que le fuera posible, acechaba el devaneo corretón de los gazapos. Al amonarse alguno, aseguraba.
Igual hacía en las pobedas y choperales esperando a la torcaz, y entre los tarayales y bayuncos de las espuendas cuando había movimiento de azulones.
El azar de las frecuentes y largas esperas le hizo encontrase, a veces, con lo que no esperaba. Algún raposo, con el aire de culo, se le metía de cuando en cuando en las narices.
Otras, apeonando al albur, le entraba el bando de perdices. Y en esos lances aprendió a tirarles al hilo. Porque ya había descubierto que el tiro de una escopeta sobre el suelo era como un latigazo longitudinal que, bien administrado y dirigido, podía llevarse los animales alineados. Sin embargo, el esperar que dos o más perdices se pusieran al hilo podía poner de los nervios a cualquiera. El equilibrio entre tensión y avaricia se convirtió en otra de sus habilidades.
Lógicamente en todas estas lides no se precisaba perro. Pero, como en astucias y en habilidades el Colás fue siempre aplicado, no tardó mucho en aprender y, enseguida se pasó a recechar, pero no barzoneando como otros, sino poniendo en ello toda la sabiduría acumulada en sus muchas horas de mover campo, al careo del ganado, o de hacer campo quieto, como le decía a las esperas. Y así muchas de sus asomadas, en vaguadas y caballones, eran atinadas y seguras y, con la escopeta, cada vez más certeras.
No tardó en ascenderse a sí mismo a la caza al salto. Y entonces llegaron los perros. Y, claro, la infusión de su ciencia al animal acompañante era cosa tan rápida como la de los vasos comunicantes. Y sus perros alcanzaban enseguida el doctorado en registrar majuelos, pajonales y rispiones, en mover al pelo en mohedales y sardones y en marcar la perdiz en las vargas sin adelantarse. Pero eso ya es otra historia.
Hoy sólo quería recordar aquéllos comienzos del Colás. La primera escopeta negra que conocí, que acompañé, que me enseñó casi todo lo poco que de caza sé, y que tengo por amigo.
Para quienes no lo sepan, una escopeta negra es un término, un poco camp, que significa cazador de oficio o, para los señoritos de entonces, designaba despectivamente a un furtivo.