14 septiembre 2012

De Cantalojas a Majaelrayo




Cantalojas (Guadalajara).- 1314 metros de altitud // 172 habitantes
Majaelrayo (Guadalajara).- 1185 metros de altitud // 62 habitantes.

Distancia entre ambos pueblos.- 23 kilómetros.
Duración de la marcha.- 6 horas.
Fecha de la marcha.- 11 de Septiembre del 2012
Temperaturas.- Entre 10 y 26 grados

Cantalojas (⇨ 3) Casa forestal (⇘ 1,9) Río Lillas (⇗ 2,7) Pradera (⇘ 1,3) Puente (⇗ 2,9) Pradera (⇘ 2,5) Río Sonsaz (⇗ 1,5) Última subida (⇘ 7,2) Majaelrayo

Canta el gallo, pero el bisbiseo del despertador se le ha adelantado. Nos vestimos y organizamos la furgoneta con la torpeza de la somnolencia. Luego nos lavamos en la diminuta pileta del fregadero. Hacemos café y desayunamos lentamente para que nos dé tiempo a volver a la vida y, al día, le dé lugar a empezar a clarear.
A las siete menos diez dejamos el pequeño hogar motorizado, donde hemos dormido, cerca del hostal que hay a la salida de Cantalojas. Aún es de noche. Los ojos se nos irán haciendo a la luz creciente del amanecer que nos iluminará por la espalda.
Al principio el camino es una carreterilla que va en dirección al hayedo de la Tejera Negra. Asciende ésta tan lentamente como la luz del nuevo día le araña el sitio a la oscuridad. Algún mastín de los vaqueros sale al paso, pero nuestra impavidez y el garrotón que cuelga de mi muñeca le hace entender, sin más señas, que sólo somos caminantes decididos pero inofensivos.
Las extensas praderas, moteadas de pinos gruesos y retorcidos y tapizadas de pasto crujiente por lo seco del verano, nos ofrecen las vaharadas del olor profundo y resinoso de las coníferas viejas. Son algo más de tres kilómetros hasta las casa de los forestales. Aquí la carretera muere. La pista de tierra blancuzca que sale a la izquierda va a Majaelrayo, la de la derecha continúa hacia el hayedo de la Tejera Negra y al paso viejo de Puerto Infante. En la primera, un pequeño indicador de madera señala 20 kilómetros a Majaelrayo. Es la que tomamos.
A partir de este punto la pista desciende despacio. Con las piernas ya calientes, la suave bajada invita a la conversación. Reparamos en que hablamos bajo, debe ser para no romper el encanto silencioso del paraje.Tras casi dos kilómetros llegamos al río Lillas que, pese a la sequía, baja agua y que cruzamos por el bonito puente de pizarras. Queda a nuestra derecha un conglomerado de tainas viejas con una punta de vacas coloradas y negras que se desperezan.
A la izquierda de la pista dejamos un viejo campamento, en desuso, que tiene las cocinas y los servicios abandonados en una vieja casa rectangular, aún en pie y con cubierta, y el comedor al aire libre sin techo y con las mesas y bancos de madera retorcidos, negruzcos y combados. Más arriba una casa de la misma hechura es, en realidad, un viejo depósito de agua que surtía al campamento.
Comienza la primera subida. El apeonar de un bando de perdices nos sorprende en la primera curva y, enseguida, titubeantes, vuelan y se desperdigan ladera arriba entre robles y jaras. Apresuramos el paso con el aliciente de verlas de nuevo más arriba. Así es. Pero la segunda vez, una tras otra, apeonan y saltan en vuelos cortos siempre ascendiendo.
La subida se va poblando de espinos, de pirliteros, de jara, de estepas y de pequeños grupos de árboles. El suelo está tapizado de vegetación. El olor de las plantas se mezcla y, el conjunto, produce un aroma tan fresco y sutil como inefable. El paisaje, el silencio y la brisa perfumada sobrecogen. La pista serpentea para ganar altura. Tras más de dos kilómetros y medio de ascensión, y antes de iniciar una nueva bajada, paramos a contemplar el mágico paisaje que tenemos ante nosotros. Es una pradera ascendente. Junto a una pequeña caseta de pizarra un camino sale a la derecha. Un nuevo bando de perdices se escabulle raudo trasponiendo una loma a nuestra izquierda. Ninguna salta, pero apeonan con gran prisa hasta que la ladera les tapa nuestra vista. Calculamos que llevamos andados entre siete y ocho kilómetros.
Al descender de nuevo hacia el siguiente barranco, dejamos a nuestra izquierda una parte de la pradera levantada por los jabalíes. Los rodales parece que los ha roturado un tractor.
Tras poco más de un kilómetro termina la bajada. Lo hace en un puente sobre un arroyo seco.
Comienza otra subida, más empinada y larga que las anteriores. La vegetación se hace ya espesa y los pinos se adensan a ambos lados de la pista proporcionando una sombra maciza, fresca, densa y protectora. Entre las vueltas y revueltas, siempre ascendentes de la pista, vuelan en algunos recodos las torcaces con gran estrépito y algún corzo espantado nos regala con su ladra perdida entre la fusca y la masa impresionante del pinar.
Son casi tres kilómetros ininterrumpidos de subida. Cuando estamos casi arriba, una pradera se abre paso entre el tupido pinar a nuestra izquierda. Paramos para recobrar el resuello y allí, a unos cuatrocientos metros, divisamos un imponente jabalí. Por la mota que hace, pese a la distancia, suponemos que se trata de uno de esos solitarios que andan por los cien kilos. Husmea por los grandes escarbaderos que los suyos tienen levantados en la pradera y, luego de un poco, nos enfila con un trote decidido que me hace suponer que se nos va a meter encima o a pasarnos muy cerca. Pero, cuando está a unos cien metros, se desvía en diagonal y desaparece sin pararse entre lo más cerrado de los pinos.
Llegamos al punto más alto. Hay otra pequeña caseta de pizarra y una pista forestal surge a nuestra derecha. Pero nosotros continuamos con la pista inicial y nos disponemos a bajar hacia el barranco del río Sonsaz.
Son dos kilómetros y medio de bajada pronunciada. En un tramo, ya más de mediada la pendiente, aparece una pequeña fuente a la derecha. Es una fuente que desprende un hilo de agua del tamaño de un meñique desde una piedra en cuña colocada con mimo. Seguramente es obra de un vaquero cuidadoso. Estas fuentecillas perdidas, pero que alguien mantiene con esmero, siempre enternecen a los caminantes.
Abajo topamos con el cauce semiseco del Sonsaz que, a estas alturas del verano, no tiene flujo continuo y sólo pequeñas pozas guardan ranas y truchas poco más grandes que alevines. Hay, en este punto y junto al cauce del río, una cabaña y tres mesas de pizarra con sus bancos. Allí nos sentamos a descansar y a tomar un bocado. Nos da pena dejar el lugar pero, tras media hora de descanso, emprendemos la marcha nuevamente. Siguen los pinos densos y algunos sumamente esbeltos en la subida. Tiene ésta aproximadamente un kilómetro y medio y, a su derecha, mediada la cuesta, sale otra pista forestal que hay que dejar atrás.
Culmina la subida en una señal de curvas. A partir de ahí, todo ya es bajada. Primero suave, hasta salir del pinar, y luego ya más pronunciada pero sin grandes desniveles hasta bajar, tras algo mas de 7 kilómetros, hasta el pueblo de Majaelrayo.
Esta bajada tan larga se hace algo tediosa y, el terreno, ya desprovisto de sombras, propicia más calor. Otro regato de agua ameniza la bajada. Hay una caseta y un horno de pizarra y varias mesas de idéntica factura a su lado. Descansamos de nuevo pero poco tiempo, porque nos comen los mosquitos.
Al llegar a una nueva bifurcación de caminos, se divisa Majaelrayo, un pueblo de pizarras bajo el pico Ocejón, y perezosamente nos dejamos caer por la cuesta, ya suave, hacia el pueblo. Es la una cuando llegamos. Mañana desharemos el camino en sentido inverso. Pero mañana ya será otro día. Hoy hemos sido felices.