El
viejo, frecuentemente desvelado, se levanta ese último domingo de caza bastante
antes de que amanezca. Se sienta en el sillón de siempre y, entre dos velas, se
pone a pensar.
El
perro gime en la cuadra en cuando le siente:
¡Cállate,
Tango, que aún no es hora!
Por
primera vez en los últimos años, el viejo, se cuestiona dónde está. Y se
refiere a su país. Está cansado de oír, durante lustros, a los vascos y, más recientemente,
a los catalanes, reclamar su derecho a ser una nación independiente. Pese a ser
las regiones más prósperas, algunos se quieren ir de España. Y el viejo no lo
entiende. En España hace 80 años que no hay guerras. Piensa el viejo que,
quizás, sea la suya la primera generación en siglos que no ha conocido la
guerra, los desastres y las hambrunas. Sus padres las vivieron, sus abuelos
también las conocieron y, mirando hacia atrás, no sabe a cuántos siglos se
remontan las generaciones que no existieron sin vivir guerras y secuelas de
ellas. Posiblemente ninguna. Al viejo le parece que la última Constitución les
dio, a todos los españoles, la facultad de tener un gobierno propio, de desarrollar
al máximo sus entidades y culturas, de usar y proteger los idiomas propios. Y
no entiende que, cuando mejor les va a todos ellos, exista ese afán por la
disgregación. A lo peor, es que el mayor problema de los españoles ha sido
siempre esa dificultad por reconocerse a sí mismos como tales.
Pero
el viejo constata cada día en su propio vivir, cómo hay zonas de España que,
aunque no hayan tenido ni tengan ningún afán secesionista, están ya, de hecho,
separadas de la nación por el abandono y el descuido. El viejo viaja y, a
veces, caza por algunas provincias: Guadalajara, Teruel, Soria, Cuenca… y los
expertos dicen que, en conjunto, hay unas diecisiete o más provincias españolas
que se están quedando despobladas, olvidadas, vacías. O mejor, vaciadas. Algunos
literatos llaman a esa amplia zona “La Laponia Española”. Esas comarcas rurales
no quieren separarse de la Nación pero, de hecho, ya han sido disgregadas de
ella por el abandono y la indiferencia de la España ciudadana y próspera. Y el
viejo se pregunta si, siendo de Guadalajara, una de las provincias más
abandonadas, se puede seguir sintiendo español. Llega a la conclusión de que
eso no es posible, él ya no es un español de hecho, si acaso, lo será de
derecho. Que a los de la provincia de Guadalajara, y de esas otras que padecen
idéntica despoblación y abandono, ya les han echado de España a su pesar. Como
tantos, el viejo, se siente ajeno a España, no por secesionista sino por
excluido. La suerte de España es ajena a su terruño abandonado y él, por tanto,
en nada se siente ya partícipe de los intereses de una Nación que ignora su
tierra despoblada, en su día, en pro de otras. Las secesiones tienen muchos
voceros, pero el abandono no tiene voz y, si la tiene, es tan ronca y tenue que
nadie la oye. Y el viejo, en su caletre, dice adiós en silencio a esa España,
de las grandes ciudades, que ha vuelto la espalda a los olvidados, cuyos hijos
se fueron a levantar otras regiones, y, como trastos viejos, han quedado a su
albur en pueblos desolados. Adiós mi España querida, ya no te perdono la ingratitud
y la desidia, piensa el viejo, al amanecer en el desolado pueblo castellano
que, un día, fuera el más poblado de la sierra norte de Guadalajara, al pie del
inhóspito Sistema Central.
Mientras,
los algarazos de aguanieve chocan con los cristales del balcón como helados
granos de arroz con los que el viento juega. Fuera todo es oscuridad, silencio,
ruina, vacío y piedra helada. La España que sólo existe en la memoria.
Los
últimos días ha estado nevusqueando y el campo, sin estar cubierto, está
relleno a trozos por los torbellinos de viento, de algarazos de nieve helada
que se ha condensado en granos de hielo como semillas coriáceas de matalahúva o
de mostaza. El viento es más fuerte que ningún día y lanza esos granos helados,
revueltos con arena y minúsculas partículas de tierra, en oleadas que levantan
todo lo que en los campos está depositado, como si los barrieran sin descanso y
movieran todo ese material suelto y ligero de un lugar a otro.
El
viejo ya ha notado, cómo no, la fuerte ventisca. Pero, mientras se acerca con
el coche al cazadero, observa con alarma como la temperatura es de -6ºC. Se
empieza a preguntar si será capaz de resistir esa aspereza, seca y dura, cuyo
efecto se potencia por el salvaje vendaval del viento norte. ¿Cuál será en el
exterior lo que los meteorólogos, tan cursis ellos, llaman “la sensación
térmica”?
Piensa
el viejo que, por clima, es el peor día de la temporada con diferencia. Un día
de invierno de los de antes, donde lo mejor era quedarse en casa junto al fuego
y meterse al cuerpo un par de chorizos de la olla y un buen vaso de vino para
desayunar.
Pero,
también, es el último día de caza de la temporada y el viejo no quiere rajarse
de antemano. Que sea la atrocidad del clima la que le devuelva a casa, si no
puede aguantar, pero que no quede por él el intentar cazar.
Cuando
el Tango y él salen del coche y se ponen a la tarea, hay un viento que casi les
tumba. El avance contra él, a la fuerza, es sesgado. Las manos se hielan, la
cara también, los ojos lloran, y la sensación, en todo punto descubierto de la
piel, es la de laceración por los materiales que el vendaval arrastra y que,
como puntas de alfileres, se clavan en la cara y en las manos. Los ojos han de
llevarse semicerrados a la fuerza y mirar de vez en cuando al suelo para no
esvararse y romperse la crisma.
Al
cuarto de hora el viejo está a punto de volverse al coche y alejarse a toda
prisa de la angustia de ese día de perros. Porque, además, y por otro lado,
piensa: ¿Dónde coño podrán refugiarse los animales en un día como éste?
Al
Tango se le vuelan las orejas pero, pese a todo, se encaminan al Cerro del
Repetidor. El cerro está batido salvajemente por el viento huracanado. Nada ven
en él ni en sus contornos. El viejo supone que a las perdices se las llevaría,
si salieran, el arrastre del vendaval como peleles sin dirección fija.
A
las dos horas han regresado al punto de partida. Están de nuevo junto al coche
con la tentación, que no abandona al viejo, de marcharse. Se refugian del
viento tras de él, dudando entre perseverar o largarse de una vez.
Se
le ocurre al viejo que sería bueno bajar a la olla de la Mimbrera, por si allí
el vendaval se viera sujetado por las laderas que rodean al bacho. Pero no es
así, el viento norte bate la olla de la Mimbrera casi con la misma fuerza que
arriba, pues no hay allí ladera que haga de muralla para el potente zarzagán.
Por otro lado, no ven nada. Qué coño iban a ver, si bastante tenían con
mantener la vertical y los ojos abiertos.
Vuelta
a subir y de nuevo junto al coche a la hora y media. De nuevo la tentación de
plegar y marcharse a la cálida casa del pueblo. Pero cavila el viejo, y se da
cuenta de que sólo hay una vaguada al sur que, por ser muy baja, y estar
protegida, por el páramo y los altos del viento norte, podría dar cobijo a la caza.
Al fin y el cabo son como nosotros, piensa el viejo, animales de sangre
caliente y, puede, que hayan hecho lo que los humanos hubiéramos hecho en su
caso: buscar el punto más bajo, dando a la solana, y protegido de los vientos.
Pero,
para llegar donde ha pensado el viejo, hay que atravesar un largo páramo de
pequeñas alcarrias, o sea, con llanos superpuestos con pequeñas diferencias de
altura. Es una zona descubierta, de yecos y sembrados, con sólo algunos
zarzales tupidos y aislados. Y sólo después de atravesar esa zona, el terreno
comienza a bajar y a bajar hasta llegar casi a un barranco por cuyo fondo va la
carretera. Es el único punto donde, en ese día aciago o “aciágalo” como dicen
los del pueblo, se le ocurre al viejo que pueda reinar algo de calma.
Van
deambulando por el páramo casi arrastrados por el viento, cuando al Tango le
llega algún efluvio y comienza a caracolear siguiendo rastro y a marcar de vez
en cuando. El viejo no puede creerse que haya algo por allí. Pero de debajo de
un zarzal espeso, sale el bando de perdices que, inmediatamente, se deja llevar
por el vendaval. Gasta el primer tiro el viejo en tirar a una que se aleja como
un reactor. Marra. Pero, para su sorpresa, cuando cree que han salido todas,
una se le mete encima, le sale a la cara. Tal vez despistada por el fragor del
viento, le pasa por encima de la cabeza. El viejo sabe que tiene que reportarse
que, si la deja pasar y la tira de culo, es fácil que se quede con ella. Pero,
ay amigo, los impulsos le traicionan y apenas le ha rebasado, sin dejar
distancia, le tira el segundo tiro. Sabe que la ha marrado por precipitarse e, intuye
también, que ese día ya no volverá a tirar a perdiz alguna. Se queda mustio
porque sabe que ha perdido sus oportunidades y que, días como esos, no suelen
ofrecer ninguna otra más. Especialmente a las perdices.
Va
mohíno pero, al final, se acaba el páramo. El terreno comienza a descender y, a
medida que lo hace, el viento se atenúa. Las previsiones se van cumpliendo.
Sigue bajando y, cuando llega a las primeras matas, una liebre se arranca y
dobla tras un matojón grande sin darle siquiera tiempo de apuntar. Pero dispara
y marra el tiro. La liebre ha sido fulminante, vista y no vista. Pese a
marrarla el viejo no se culpa, como pasó antes con las perdices. Esta no le ha
dado tiempo ni de darse cuenta de que salía.
Pero
le ha parecido un buen síntoma. Ahora tiene todo el barranco por delante. Y,
efectivamente, es el único punto donde el viento se encuentra muy atenuado.
Pero la ladera es grande para uno solo. Así que sabe que tendrá que recorrerla
varias veces, bajando más cada vez y, desde luego, si en ese lugar no ve nada,
sólo le quedara ya marcharse a casa.
En
la primera vuelta no ve nada. Pero en la segunda le sale una liebre de un
surcón causado por la erosión, la ve cuando se le tapa tras una carrasca pero,
al vislumbrarla entre sus ramas, tira el viejo sin mucha fe, pero la ve
revolcarse al otro lado y el Tango la trinca en un segundo. En un día así, el
viejo con la liebre ya se conforma.
Pero
sigue y sigue y ya, en la última pasada, la más baja que da, porque le tiene
respeto a la zona de seguridad que impone la carretera, entre unas carrascas
marca el Tango. La liebre le sale de las narices y tanto que, como en alguna
otra ocasión, el perro hace hilo con ella y no puede tirar el cazador. Pero
súbitamente la liebre pega un quiebro, deja muy atrás al perro, y se cruza a un
sembrado que va en dirección a la carretera. Atravesada y sin obstáculos por
medio el viejo la revuelca al primer tiro. Y recuerda a su amigo, el Colás, ya
viejito y en una residencia: “¡Papo, Sarvi, atravesá y en una terronera! Sólo la
faltao decirte: ¡Sarvi, mátame!”
Son
las dos cuando llega a casa. Por último ha terminado la temporada mejor de lo
que pensaba. Otra temporada más y, también, otra menos.