31 marzo 2019

Último domingo (2018-19)



El viejo, frecuentemente desvelado, se levanta ese último domingo de caza bastante antes de que amanezca. Se sienta en el sillón de siempre y, entre dos velas, se pone a pensar.

El perro gime en la cuadra en cuando le siente:
¡Cállate, Tango, que aún no es hora!

Por primera vez en los últimos años, el viejo, se cuestiona dónde está. Y se refiere a su país. Está cansado de oír, durante lustros, a los vascos y, más recientemente, a los catalanes, reclamar su derecho a ser una nación independiente. Pese a ser las regiones más prósperas, algunos se quieren ir de España. Y el viejo no lo entiende. En España hace 80 años que no hay guerras. Piensa el viejo que, quizás, sea la suya la primera generación en siglos que no ha conocido la guerra, los desastres y las hambrunas. Sus padres las vivieron, sus abuelos también las conocieron y, mirando hacia atrás, no sabe a cuántos siglos se remontan las generaciones que no existieron sin vivir guerras y secuelas de ellas. Posiblemente ninguna. Al viejo le parece que la última Constitución les dio, a todos los españoles, la facultad de tener un gobierno propio, de desarrollar al máximo sus entidades y culturas, de usar y proteger los idiomas propios. Y no entiende que, cuando mejor les va a todos ellos, exista ese afán por la disgregación. A lo peor, es que el mayor problema de los españoles ha sido siempre esa dificultad por reconocerse a sí mismos como tales.

Pero el viejo constata cada día en su propio vivir, cómo hay zonas de España que, aunque no hayan tenido ni tengan ningún afán secesionista, están ya, de hecho, separadas de la nación por el abandono y el descuido. El viejo viaja y, a veces, caza por algunas provincias: Guadalajara, Teruel, Soria, Cuenca… y los expertos dicen que, en conjunto, hay unas diecisiete o más provincias españolas que se están quedando despobladas, olvidadas, vacías. O mejor, vaciadas. Algunos literatos llaman a esa amplia zona “La Laponia Española”. Esas comarcas rurales no quieren separarse de la Nación pero, de hecho, ya han sido disgregadas de ella por el abandono y la indiferencia de la España ciudadana y próspera. Y el viejo se pregunta si, siendo de Guadalajara, una de las provincias más abandonadas, se puede seguir sintiendo español. Llega a la conclusión de que eso no es posible, él ya no es un español de hecho, si acaso, lo será de derecho. Que a los de la provincia de Guadalajara, y de esas otras que padecen idéntica despoblación y abandono, ya les han echado de España a su pesar. Como tantos, el viejo, se siente ajeno a España, no por secesionista sino por excluido. La suerte de España es ajena a su terruño abandonado y él, por tanto, en nada se siente ya partícipe de los intereses de una Nación que ignora su tierra despoblada, en su día, en pro de otras. Las secesiones tienen muchos voceros, pero el abandono no tiene voz y, si la tiene, es tan ronca y tenue que nadie la oye. Y el viejo, en su caletre, dice adiós en silencio a esa España, de las grandes ciudades, que ha vuelto la espalda a los olvidados, cuyos hijos se fueron a levantar otras regiones, y, como trastos viejos, han quedado a su albur en pueblos desolados. Adiós mi España querida, ya no te perdono la ingratitud y la desidia, piensa el viejo, al amanecer en el desolado pueblo castellano que, un día, fuera el más poblado de la sierra norte de Guadalajara, al pie del inhóspito Sistema Central.
Mientras, los algarazos de aguanieve chocan con los cristales del balcón como helados granos de arroz con los que el viento juega. Fuera todo es oscuridad, silencio, ruina, vacío y piedra helada. La España que sólo existe en la memoria.

Los últimos días ha estado nevusqueando y el campo, sin estar cubierto, está relleno a trozos por los torbellinos de viento, de algarazos de nieve helada que se ha condensado en granos de hielo como semillas coriáceas de matalahúva o de mostaza. El viento es más fuerte que ningún día y lanza esos granos helados, revueltos con arena y minúsculas partículas de tierra, en oleadas que levantan todo lo que en los campos está depositado, como si los barrieran sin descanso y movieran todo ese material suelto y ligero de un lugar a otro.

El viejo ya ha notado, cómo no, la fuerte ventisca. Pero, mientras se acerca con el coche al cazadero, observa con alarma como la temperatura es de -6ºC. Se empieza a preguntar si será capaz de resistir esa aspereza, seca y dura, cuyo efecto se potencia por el salvaje vendaval del viento norte. ¿Cuál será en el exterior lo que los meteorólogos, tan cursis ellos, llaman “la sensación térmica”?

Piensa el viejo que, por clima, es el peor día de la temporada con diferencia. Un día de invierno de los de antes, donde lo mejor era quedarse en casa junto al fuego y meterse al cuerpo un par de chorizos de la olla y un buen vaso de vino para desayunar.

Pero, también, es el último día de caza de la temporada y el viejo no quiere rajarse de antemano. Que sea la atrocidad del clima la que le devuelva a casa, si no puede aguantar, pero que no quede por él el intentar cazar.

Cuando el Tango y él salen del coche y se ponen a la tarea, hay un viento que casi les tumba. El avance contra él, a la fuerza, es sesgado. Las manos se hielan, la cara también, los ojos lloran, y la sensación, en todo punto descubierto de la piel, es la de laceración por los materiales que el vendaval arrastra y que, como puntas de alfileres, se clavan en la cara y en las manos. Los ojos han de llevarse semicerrados a la fuerza y mirar de vez en cuando al suelo para no esvararse y romperse la crisma.

Al cuarto de hora el viejo está a punto de volverse al coche y alejarse a toda prisa de la angustia de ese día de perros. Porque, además, y por otro lado, piensa: ¿Dónde coño podrán refugiarse los animales en un día como éste?

Al Tango se le vuelan las orejas pero, pese a todo, se encaminan al Cerro del Repetidor. El cerro está batido salvajemente por el viento huracanado. Nada ven en él ni en sus contornos. El viejo supone que a las perdices se las llevaría, si salieran, el arrastre del vendaval como peleles sin dirección fija.

A las dos horas han regresado al punto de partida. Están de nuevo junto al coche con la tentación, que no abandona al viejo, de marcharse. Se refugian del viento tras de él, dudando entre perseverar o largarse de una vez.

Se le ocurre al viejo que sería bueno bajar a la olla de la Mimbrera, por si allí el vendaval se viera sujetado por las laderas que rodean al bacho. Pero no es así, el viento norte bate la olla de la Mimbrera casi con la misma fuerza que arriba, pues no hay allí ladera que haga de muralla para el potente zarzagán. Por otro lado, no ven nada. Qué coño iban a ver, si bastante tenían con mantener la vertical y los ojos abiertos.

Vuelta a subir y de nuevo junto al coche a la hora y media. De nuevo la tentación de plegar y marcharse a la cálida casa del pueblo. Pero cavila el viejo, y se da cuenta de que sólo hay una vaguada al sur que, por ser muy baja, y estar protegida, por el páramo y los altos del viento norte, podría dar cobijo a la caza. Al fin y el cabo son como nosotros, piensa el viejo, animales de sangre caliente y, puede, que hayan hecho lo que los humanos hubiéramos hecho en su caso: buscar el punto más bajo, dando a la solana, y protegido de los vientos.

Pero, para llegar donde ha pensado el viejo, hay que atravesar un largo páramo de pequeñas alcarrias, o sea, con llanos superpuestos con pequeñas diferencias de altura. Es una zona descubierta, de yecos y sembrados, con sólo algunos zarzales tupidos y aislados. Y sólo después de atravesar esa zona, el terreno comienza a bajar y a bajar hasta llegar casi a un barranco por cuyo fondo va la carretera. Es el único punto donde, en ese día aciago o “aciágalo” como dicen los del pueblo, se le ocurre al viejo que pueda reinar algo de calma.

Van deambulando por el páramo casi arrastrados por el viento, cuando al Tango le llega algún efluvio y comienza a caracolear siguiendo rastro y a marcar de vez en cuando. El viejo no puede creerse que haya algo por allí. Pero de debajo de un zarzal espeso, sale el bando de perdices que, inmediatamente, se deja llevar por el vendaval. Gasta el primer tiro el viejo en tirar a una que se aleja como un reactor. Marra. Pero, para su sorpresa, cuando cree que han salido todas, una se le mete encima, le sale a la cara. Tal vez despistada por el fragor del viento, le pasa por encima de la cabeza. El viejo sabe que tiene que reportarse que, si la deja pasar y la tira de culo, es fácil que se quede con ella. Pero, ay amigo, los impulsos le traicionan y apenas le ha rebasado, sin dejar distancia, le tira el segundo tiro. Sabe que la ha marrado por precipitarse e, intuye también, que ese día ya no volverá a tirar a perdiz alguna. Se queda mustio porque sabe que ha perdido sus oportunidades y que, días como esos, no suelen ofrecer ninguna otra más. Especialmente a las perdices.

Va mohíno pero, al final, se acaba el páramo. El terreno comienza a descender y, a medida que lo hace, el viento se atenúa. Las previsiones se van cumpliendo. Sigue bajando y, cuando llega a las primeras matas, una liebre se arranca y dobla tras un matojón grande sin darle siquiera tiempo de apuntar. Pero dispara y marra el tiro. La liebre ha sido fulminante, vista y no vista. Pese a marrarla el viejo no se culpa, como pasó antes con las perdices. Esta no le ha dado tiempo ni de darse cuenta de que salía.

Pero le ha parecido un buen síntoma. Ahora tiene todo el barranco por delante. Y, efectivamente, es el único punto donde el viento se encuentra muy atenuado. Pero la ladera es grande para uno solo. Así que sabe que tendrá que recorrerla varias veces, bajando más cada vez y, desde luego, si en ese lugar no ve nada, sólo le quedara ya marcharse a casa.

En la primera vuelta no ve nada. Pero en la segunda le sale una liebre de un surcón causado por la erosión, la ve cuando se le tapa tras una carrasca pero, al vislumbrarla entre sus ramas, tira el viejo sin mucha fe, pero la ve revolcarse al otro lado y el Tango la trinca en un segundo. En un día así, el viejo con la liebre ya se conforma.

Pero sigue y sigue y ya, en la última pasada, la más baja que da, porque le tiene respeto a la zona de seguridad que impone la carretera, entre unas carrascas marca el Tango. La liebre le sale de las narices y tanto que, como en alguna otra ocasión, el perro hace hilo con ella y no puede tirar el cazador. Pero súbitamente la liebre pega un quiebro, deja muy atrás al perro, y se cruza a un sembrado que va en dirección a la carretera. Atravesada y sin obstáculos por medio el viejo la revuelca al primer tiro. Y recuerda a su amigo, el Colás, ya viejito y en una residencia: “¡Papo, Sarvi, atravesá y en una terronera! Sólo la faltao decirte: ¡Sarvi, mátame!”
Son las dos cuando llega a casa. Por último ha terminado la temporada mejor de lo que pensaba. Otra temporada más y, también, otra menos.

28 marzo 2019

Duodécimo domingo (2018-19)



El tercer domingo de enero el término amanece cubierto por cuatro dedos de nieve.
Estando todo el terreno tapado por la nevada, los animales no pueden desenvolverse normalmente, así que, a esos días, entre otros, se les denomina popularmente “días de fortuna”  (para el cazador, claro) y no se puede cazar.
Pero, aunque se pudiera, no se debería, pues los animales dejan rastros notorios y su capacidad para alimentarse, volar, correr o defenderse, en general, se ven mermadas. Especialmente si se trata de caza menor.
Claro que, en aquellos lejanos “años del hambre”, todo el mundo aprovechaba esos días para hacerse con alguna perdiz o alguna liebre simplemente ayudado por perros pues, la mayoría, carecía de escopeta. Y es que, cuando hay hambre, se borra toda noción de deportividad. Por cierto, palabra esta última, que en aquellos años ni se conocía.
Ante estos imperativos, el viejo es obediente y comprensivo y se resigna a perder un día más de caza. O sea, que como todo ser bien alimentado, al viejo  le sobra deportividad.

ÚLTIMO DOMINGO DE ENERO (2019)

Ya, la víspera del cuarto y último domingo de enero, corre un ventarrón recio al anochecer. Un vecino ve al viejo cargar en el coche la jaula del perro y, con la socarronería del labrador que es, le dice:
-Sí, tú prepárate, prepárate. Que, como mañana corra este vendaval, vas a cazar tú “cabecitas de hostias”. Menudo tiempo de asperura está.
-Bueno, mientras no llueva o nieve, saldré por lo menos a dar una vuelta.
El viejo prefiere callarse lo que piensa porque, además, maldito lo que le importa al labrador.

Sin embargo, el viejo en su caletre, contrariamente a lo que muchos cazadores opinan, tiene sus propias teorías sobre los días de viento muy fuerte: Lo primero, es imprescindible tener un perro con tan buenos vientos como el Tango; lo segundo, cazar siempre contra el viento, de modo que éste te dé siempre de cara. Cuando estas dos circunstancias concurren, el perro percibirá la caza a grandísima distancia, pues el viento le traerá los rastros a la nariz.

Se dice que las perdices y, en general, las piezas de caza menor tienen un oído diez veces más potente que el de las personas. En consecuencia, con el viento de cara, los ruidos que puedas producir en el campo se los llevará el viento a tu espalda, si cazas contra él. Los animales puede que no te perciban, al menos con el oído, hasta que te tengan encima. Lo cual te permitirá tiros más cercanos, a las esquivas perdices, que si el día estuviera calmo y de blandura.

Por otro lado, las perdices salen más lentas contra el viento y, si consigues que vuelen contra él, sus vuelos son nesesariamente cortos y enseguida te podrás meter de nuevo encima de ellas.

El único problema es que las patirrojas tratarán siempre de virar cogiendo el viento de cola y, entonces, sólo podrás tirarles una vez, pues cogen velocidades increíbles y pueden llegar volando a vela hasta perderse. Si se te vuelven en un día de fuerte zarzagán, en uno de esos días de asperura, es casi imposible que vuelvas a verlas, al menos, ese día.

Cuando el viejo sale, al amanecer del domingo, el viento arrecia más aún que el día de antes. Ha tirado algún canalón y algún pedazo de cornisa en la calle por la que deja el pueblo. La temperatura es de 0º C y eso, unido al viento norte, le deja al viejo tiritando y con las manos ateridas apenas baja del coche. No usa guantes y sabe que sus manos reaccionarán y se volverán calientes en una media hora. Al menos tiene esa suerte hasta ahora.

Desde el alto donde están amontonadas las pacas de paja, se orienta cara al viento. No ha pasado media hora cuando el perro empieza a marcar pero, de momento, no hay que hacer mucho caso pues los vientos le pueden estar llegando desde doscientos o trescientos metros.

La teoría del viejo se confirma y el Tango le lleva directamente al bando de perdices, Se encuentran éstas en una depresión del terreno poblada de maleza entre dos perdederos, a la derecha, la gran ladera sobre la huerta del Juan Ramón, a la izquierda, el Cerro del Repetidor. El viejo marra los dos primeros tiros, pero la sorpresa hace que la mayor parte del bando arranque directamente contra el viento y van a echarse apenas a ciento cincuenta metros, en unas aliagas densas que hay sobre la pista de tierra que baja a la huerta.

En un momento el viejo está encima de las aliagas y marca el Tango y una perdiz, buscando el viento de cola, le sale hacia atrás, al primer tiro no la toca pero, al segundo, suelta un montón de plumas. No obstante, con el viento a favor, no cae y el viejo con rabia la ve perderse, desapareciendo al dejarse descolgar por la ladera. Tal vez no se mueva de donde caiga o tal vez se recupere. El viejo, pese a ver cumplirse su teoría, no ha empezado con buen tino, nunca mejor dicho, la mañana.

Sin embargo, sabe que junto al camino se han echado más perdices y siguiendo la dirección de éste, pero unos quince metros por encima de él, por entre la maleza, sigue al Tango que no deja de picarse ni un momento. Al minuto saltan varias perdices de entre las espesas correviejas y un par de carrascas, donde hace muestra el perro. Y esta vez sí, cae una al primer tiro. Aunque el segundo tiro, ya con las perdices a favor del viento, el viejo lo marra. El Tango cobra enseguida la perdiz. Son las nueve de la mañana y queda todo el día por delante.

Pero ahora las perdices se han desperdigado (que para eso son perdices) y, para volver a ponerse contra el viento, el viejo sabe que ha de desandar lo andado y llegarse a dos quilómetros, hasta el puntal de Cantaperdiz. Allí volverá a coger el viento de cara y tendrá un largo trecho para cazar de ese modo favorable. Pues, como decía su amigo Vicente Pastor, que en paz descase: “Si las coges con el aire a favor ya mejor ponte a cantar jotas también.”
Mientras baja al puntal, el viejo va pensando en las perdices que podría haber matado en un momento. Y se dice que, llevando buen perro, en cierto modo los días de vendaval también son días de fortuna. Siempre y cuando, claro, no falles tú luego con la escopeta.

Con esos pensamientos y con el recuerdo de su amigo Vicente, baja el viejo, a favor del viento, hasta el puntal sobre Cantaperdiz. Tarda un buen rato porque no quiere asomarse a la ladera y va sorteando pedazos y ligeras vaguadas en las que se para de vez en cuando por si la liebre. Pero, finalmente, llega al puntal sin haber visto nada.

En cuanto lo dobla, ya está de nuevo con el vendaval de cara, mirando hacia el norte y con el sol a la espalda. Todo perfecto para empezar a poner al Tango en posición y que su maravillosa nariz detecte cualquier rastro que el viento le traiga.

Enseguida se excita el perro. Pero el inicio de esa ladera, en la dirección que ese día lleva el viejo, es casi un apretón de monte. El perro se mueve, pero las perdices no levantan, apeonan. Siente volar el viejo a dos, una no la ve, y la otra la marra a buena distancia. Recarga le viejo la escopeta y repara que no siente al Tango. Supone que se ha dado una carrera tras de las perdices. Pero tras avanzar y sortear la maleza que rodea un macizo de marojos, se encuentra al perro inmóvil. El Tango sostiene la muestra, y ni sentir al viejo moverse hacia él le hace pestañear. Piensa el viejo en la liebre encamada entre la fusca que, posiblemente, ni vea salir. Pero el perro se lanza y casi en vertical vuela la becada. Piensa el viejo que, en cuanto remonte los marojos, se dejará caer tapándose al instante y, por eso, y porque la ha visto nítidamente despegar, dispara en el instante justo en que remonta las copas y la sorda cae desmadejada entre la broza. Al Tango las becadas le deben dar un tufo muy especial pues, en cuanto la cobra, se revuelca con ella en la boca y parece que no tiene ninguna gana de dársela al viejo. El cazador le deja solazarse y poco a poco, tras unas caricias, el perro deja caer su presa en su mano.

Casi está tirando más tiros el viejo que a principio de temporada. Eso le anima. Además ya lleva un par de piezas. Y una de ellas es una preciada becada. Antes sólo se veían en el monte, pero llevan unos años que, ante la reforestación natural de muchos parajes del término por la disminución del pastoreo, tienen querencia también en esas espesuras. O sea, más claro, que muchos parajes se han llenado de maleza y de broza, pero eso de “reforestación natural” queda mucho más fino. ¡Dónde va a parar!

Al destino le parece que el viejo ya ha tenido demasiada suerte, así que durante el resto del día no vuelve a ver caza. Y eso que se ha recorrido la linde sobre Cinco Villas, la cuesta de la Mimbrera y, por si acaso, se ha cruzado al cerro impresionante del Calvario. Pero se ve que el viento del norte se ha llevado donde nadie sabe a las perdices que voló en la mañana. Y, como las narraciones de caminatas sin fin no le interesan a nadie, el viejo se las guarda junto con el cansancio y el escozor de ojos que le viene proporcionando el incesante ventarrón.

De regreso, al cruzar la huerta del Juan Ramón, tiene que romper el hielo de la alberca para que el Tango beba y se refresque. Coge luego el camino y se mete por la ladera baja que lo sigue. Pasa por donde, a punta de mañana, mató la única perdiz. Zigzagueando, deja atrás los yecos y sube por la linde de la labor hasta el Alto del Repetidor. Pero quién sabe dónde andarán a aquellas horas las perdices. Cómo no ve nada, se queda un rato oteando desde el teso del cerro, más por descansar que con la esperanza de ver algo.
Pero, de casualidad, ve una perdiz muy lejos que viene, atravesando las labores de no se sabe dónde, con el viento de cola y sin que haya sonado ningún tiro. Se ha echado a casi un quilómetro, justo en el macizo de aliagas de la ladera en cuya cima tiene en viejo el coche. Así que la decisión está tomada. Sin mucha esperanza, de que cuando llegue esté la perdiz donde se ha echado, el viejo enebra hacia el sitio, bordeando la ladera contra el viento y con todo sigilo.

Lógicamente, el perro no ha visto la perdiz. Y, cuando llegan al borde del aliagar de la ladera, el viejo teme que sólo encuentre el rastro. Pero el Tango enseguida se queda de muestra mirando hacia abajo, en dirección al viento. El viejo lentamente avanza entre las correviejas en tensión, pero el perro no se mueve. Sigue bajando el viejo y el perro da cuatro pasos y sostiene de nuevo la muestra. Eso es que la perdiz se ha movido, piensa el viejo. Pero no le da tiempo a pensar más porque la perdiz le sale a unos metros, contra el viento y el viejo antes de que la patirroja doble para ponerse a favor del vendaval se la lleva por delante al primer tiro.

Para ser final de temporada, mejor imposible, El viejo a los diez minutos está llegando al coche contra el que silba el viento. Tiene los ojos muy irritados y le lagrimean. Pero está muy ufano de haber sabido utilizar a su favor el meteoro. Las piezas de hoy van por Vicente Pastor, a su memoria siempre grata.

27 marzo 2019

Undécimo domingo (2018-19)



La helada, propia de enero, blanquea el campo y, al amanecer, le da un aspecto gris que, poco a poco, irá cambiando primero a plateado y después a dorado, cuando el sol ilumine y derrita la escarcha. Es un día frío, claro y sin viento.

El viejo ha dejado el coche en los Azules. Remonta la cuesta con el Tango delante que, recién salido del coche, se detiene, como suele, un par de veces, a vaciar las tripas en cuanto empieza a hacer ejercicio. El viejo se para también para que el perro haga lo suyo sin nervios.

Arriba, en el llano, el viejo ha de decidir la dirección a tomar. Pero esta vez no la toma él. El perro mira al llano y, sin llegar a marcar, observa constantemente y con codicia en dirección al páramo. Avisado por la actitud del perro, otea con atención el viejo y ve, muy lejos, apeonar a las perdices en los eriales del llano, cruzando ya, desde los yecos, a una gran terronera.

El viejo no tiene donde taparse o donde descomponer la figura y, enseguida, ve cómo las patirrojas, huidizas y siempre alerta, toman carrera y saltan todas, casi juntas, en dirección a la ladera, aún umbría a esas horas, que da sobre la linde de Cinco Villas.

El viejo sabe que, si les entra por derecho, saltarán ladera abajo y se le meterán en el término vecino. Y, por eso, decide recorrer a buen paso toda la ladera, pero sin asomar en ningún momento. Tiene que llegar a la punta rocosa y áspera, que da sobre el cruce de las carreteras, y allí meterse, dando la vuelta, a la ladera donde se han echado las perdices. Y ha de hacerlo por bajo para evitar que se le cuelen al término limítrofe. Sabe que, por donde va a llegarse a ellas, las patirrojas no le esperan, pero también se ha pegado una jupa de más de un quilómetro, a buen paso, para ponerse en posición ventajosa. O sea, para cogerlas de pico, como dicen los clásicos y mandan los cánones.

La ladera, en su comienzo, es una masa muy boscosa. El Tango enseguida saca de su cama una corza que escapa a grandes brincos mostrando entre la fusca, a cada salto, su culera blanca. El perro se sujeta al chistar severo del viejo.

En aquella apretura de maleza el Tango se encrespa y se mueve rápido, pero el viejo no cree que sean las perdices, no pueden estar tan cerca. Apenas vislumbra una sombra fugaz entre las ramas y el viejo arriesga los dos tiros sin saber si ha tocado a la becada. Las sordas son ya frecuentes en aquella zona que parece más una mancha para el jabalí. El perro desengaña al viejo, la ha marrado. Pero el viejo no se desanima por ello, los tiros a la chocha perdiz rara vez se hacen con nitidez, su defensa es salir en lo más espeso. Y los tiros a esas aves, en esas condiciones, suelen ser muy inciertos. Otra vez será.

Al final de la mancha, que casi es de monte cerrado, el Tango topa con las perdices, las levanta y el viejo se ve envuelto en ruidos de aleteos pero, por más que fuerza ansiosamente la vista y se mueve a los lados, no consigue verle la mota a ninguna. Y, cuando ya desespera de tirar, siente un último aleteo y vislumbra, por fin, entre dos carrascas el paso de una, casi como una sombra. Tira un solo tiro, casi a tenazón aunque a distancia, porque no le da tiempo a doblar con el segundo. Pero, si la perdiz ha caído, tendrá que decirlo el perro, porque la zona está poblada de leña casi hasta los ojos y el viejo no la ha visto caer.

El Tango se pierde entre las zarzas donde, se supone, que puede haber caído la perdiz. Pero el viejo no tiene certeza de ello. Espera a que venga el perro. Al minuto, sale el Tango por la derecha del cazador pero no trae la perdiz, ¡maldita sea!, pero, sin embargo viene directo al viejo. Quiere que lo acaricie. Y el viejo se da cuenta de que el Tango quiere jugar, como hace algunas veces, porque trae la boca llena de plumones de perdiz.
¡Pero, Tango, esto no se hace. Venga, dime dónde está!
Y el perro moviendo la cola se mete unos metros en la fusca por donde ha salido, coge la perdiz y se la trae al viejo. El animalito, que ha salido así de guasón.

Justo después de salir de la zona boscosa, ve venir al viejo hacia él, a un joven cazador despistado. El viejo da una voz y se da a ver. Es el Rubén, el chico de José. El viejo sale a su encuentro con la escopeta abierta y el otro le pregunta: ¿Estoy en el término o me he salido de él? El viejo le tranquiliza y le dice por dónde va la linde. Enseguida viene otro joven cazador que dice que son tres los que van en mano. El viejo les gasta alguna broma y les dice que acaba de echar las perdices y que, en su opinión, han tirado para el Calvario y que esa es una buena mano para que la cacen entre los tres.

Ya sabe el viejo que se le ha fastidiado la caza en aquel paraje. Ante la adversidad lo mejor es ir cazando hasta el coche y cambiar de lugar. Así que se sube por la cuesta a la Taina de la Mimbrera, recorre la ladera sobre la huerta de Juan Ramón y, apenas ésta termina, le sale, de los bordes de un sembrado, una perdiz a la que los plomos dibujan contra los terrones pero que, bien por la distancia o por el azar o porque lo que le ha parecido ver al viejo fuese un efecto óptico, escapa sin el menor síntoma de estar tocada.

Llega al coche y el viejo decide irse donde los Centenales. Esta zona tiene eriales y sembrados y, aunque los eriales no tienen mucha maleza, en ellos les gusta amagarse a las perdices. El terreno es casi llano y las patirrojas tienen allí mucha visibilidad, para ver y para, también, ser vistas si apeonan o saltan.

Como no sale nada y el perro va cansado, se acercan al pilar de Las Cuevas para que pueda beber el animal. Pero no puede hacerlo antes de que el viejo busque una piedra de peso y rompa el centímetro de hielo que sella el agua.

El viejo está ya cansado y, como aún queda día, comienza a pensar en buscar la liebre. Y, de las Cuevas, se baja a la linde con el Cerro la Horca y, dice linde, porque el cerro está en reserva de caza y sólo se le puede rodear por los bajos. Como no ve nada, se sube por el arroyo, escaso de agua pero muy poblado de maleza, que llaman el Río y que si hay lluvias encauza las del Barranco de la Franciscona y tierras adyacentes. Pero no hay suerte con las liebres ni con las perdices y sólo una torcaz sale de un álamo casi fuera de tiro y se marcha haciendo virajes, seguramente asustada por el silbido de los perdigones.

Por unas antiguas tuberías quebradas que, en su día debieron surtir de agua al pueblo, llega el viejo a una cerrada cuyas cercanías están pobladas de estepas. Por la actitud del Tango que se vuelve loco con el rastro, el viejo está seguro que es perdiz. Recorre tras el perro aquellos estepares. El perro va rápido, cada vez más seguro. El viejo camina prevenido tras él, pues sabe que las perdices, a estas alturas, no se aguantan y saltan lejos. Y así ocurre, cuando va raleando la maleza, salta una bien larga. El viejo apunta bien y dispara con fe. La patirroja cae y el viejo se alarma porque la ve correr. Va aliquebrada. Pero no hay problema porque el Tango la ha visto y a los pocos segundos la alcanza y tras juguetear con ella, cogiéndola y dejándola escapar de nuevo un par de veces, se pone serio y la cobra como un perro con fundamento.

Como son casi las cinco el viejo da por terminada la jornada y vuelve a paso lento, o más que lento, al coche. Otras dos perdices. No se puede quejar. Pero sí que se queja, porque va derrengado. 


26 marzo 2019

Décimo domingo (2018-19)



Es el primer domingo del año 2019. Y, aunque el viejo se levanta temprano tras la noche de Reyes, éstos no le han dejado nada.
Se sienta un rato en un sillón de la sala, pues es demasiado temprano. Piensa en que ya es suficiente con lo que tiene: poder darse, a sus años, esas palizas andando por el campo, ese perro tan obediente y con esos vientos, pendiente siempre de él y, sobre todo, un día de caza, nuevo, todo entero para él.
El viejo, a veces, piensa que todo día en su vida, que no ha sido de caza, ha sido un día gris, perdido, un día sin memoria. Esto se le ocurre de repente, no lo había pensado antes, pero casi cree que es verdad. Y es que, para el viejo, los días de caza son todos luminosos, ganados a la monotonía, ajenos a las tareas rutinarias que, sin pensarlo, todos terminamos por hacer en la vida. Los días de caza son todos inéditos, ninguno igual a otro o, por lo menos, en su anhelo por salir al campo, eso le parece al viejo. Así que su mejor regalo de Reyes es ese día sin estrenar que tiene todo entero por delante. (Claro que, a lo peor, los Reyes Magos de los animalistas al viejo le habrían echado carbón.)

Desde la cuadra, los tenues quejidos del Tango le sacan de sus pensamientos. El viejo, entonces, mira a su alrededor y piensa en cuántas mañanas más, como esa, podrá disfrutar de ver la aurora despertar en el campo. La incertidumbre le deja triste.
Pero, se dice: suspira por la ilusión de hoy y no pienses en ese mañana al que, como todo el mundo sabe, nunca le ha gustado ver a nadie bien. Se avía, se pertrecha y saca al Tango. El primer regalo del día es su abrazo.

Entre dos luces, haciendo crujir las matas heladas a su paso ligero, se encamina al Cerro del Repetidor. Sabe que algunas perdices andan en esa zona, el domingo pasado se lo dejó claro. Que dé con ellas o no, es otro cantar. La mañana está calma y se prevé un día claro. A ver si las veo, se dice.

Esta vez decide coger el cerro a la contra. Desde la ladera que da a la huerta del Juan Ramón se va acercando lentamente al gran cono del cerro. Por la hora tan temprana, no titubea, hace su entrada al cerro por los bajos, apenas diez metros por encima de donde empiezan los rispiones. Y, esta vez, no se equivoca, enseguida se pica el Tango y, tras un ribazo un poco más abultado y con maleza, se arrancan media docena de perdices desde los rastrojos que están a pie de cerro. Salen muy bajas y vuelan tapándose por los espinos de la parte más baja de la ladera. Está a punto de tirar pero se reporta y sólo cuando ya un poco lejos, giran para remontar, tira apuntando y moviendo el brazo en el sentido de su vuelo. La distancia se ha hecho grande pero, casi sorprendido, ve caer a una. El perro no la ha visto y es fácil que la patirroja cayera de ala pero, corriendo, cuenta noventa pasos de distancia y encuentra a la perdiz muerta donde las pajas se juntan con las primera matas del cerro. Son esos tiros tan largos del 20 los que al viejo le levantan la moral y le hace creer que lleva entre las manos un pequeño cañoncito y no una fina escopeta de calibre pequeño. El día no ha podido comenzar mejor.

Vista la dirección de las perdices, el recorrido tras de ellas lo tiene cantado. Primero a la Taina de la Mimbrera, luego a la ladera sobre lo de Cinco Villas y vuelta, cuando llegue al alto sobre Cantaperdiz. Y tan claro como lo tiene lo recorre pero, para su sorpresa, no salta una sola perdiz.

Como ya está en la ladera, donde la semana pasada, al sentarse sobre la gran piedra blanca, le salió la liebre, decide recorrerla despacio pues en ella tienen querencia las rabonas. Sin embargo, aunque recorre con el Tango la ladera en zigzag machaconamente no salta ninguna ni da con rastro de las perdices.

Aparecen entonces tres cazadores en mano en su dirección. Esta vez no se mosquea el viejo, se baja casi a la zona de la carretera, les deja pasar y les da con la mano. Como tiene el coche a menos de un quilómetro se va hacia él y decide cambiar de lugar.

En cuanto llega a la Cerrada del Abogao, deja el coche y se enfila con el Tango al pilón de las Cuevas. Allí el perro se refresca y se da un baño. Luego, muy despacio, bordean las Cuevas y se internan en los apretados macizos de biércoles que van a dar frente a la ladera del Nacedero. No ve nada. Pero, claro, se hace cuenta de que ya estamos en Enero y que las piezas, que nunca sobran en este término, ya van escaseando y están muy fogueadas. Se llega el viejo hasta el otro pilón que hay bajo el Nacedero pues el Tango no para de trabajar y, aunque no ha sacado nada, lleva un palmo de lengua fuera.

De allí suben a lo alto del Barranco de la Franciscona. Es el último lugar donde suelen refugiarse las perdices acosadas, porque la altura les proporciona un largo vuelo, luego de hacer que los cazadores suban por ellas la agotadora cuesta. Pero nada, tampoco las perdices están hoy allí. El viejo decide no ir más allá. Ya está a una distancia considerable del coche.

Se encamina, entre la linde de las matas con lo limpio, a la zona de las Tres Doncellas. La caminata, salvo algún badén, es de bajada y, así, el viejo va descansado viendo las evoluciones incansables del Tango entre las matas.

Llegando a la cerrada de las vacas, el Tango va muy picado, el viejo le sigue a buen paso procurando que el resuello no le altere los pulsos. Pero no son las perdices, cuando están casi encima del prado, el viejo ve perderse a más de cien metros una liebre huída que descumbra.  Duda en tirar pero al final le suelta el tiro del cañón izquierdo. que es que menos abre. No la toca, claro. Una liebre descumbrando a esa distancia era imposible, pero el viejo cree que su 20 tiene los dedos más largos que su vista. Después de haber tirado se da cuenta de que es un iluso. Pero no tiene tiempo de pensar mucho, porque el mastín que guarda las vacas se aproxima ladrando hecho una fiera. Mucho mejor poner distancia.

Se cruza por el gran erial que rodea a las Tres Doncellas. Ya quedan atrás, afortunadamente, los ladridos del mastín. Y el viejo decide bajar hasta el Prao Juanarrón. Pero por allí el perro no se pica,

Saltan el prado y de repente, a los pies de una cerrada muy larga que tiene las paredes medio hundidas y sube casi hasta la carretera vieja, el Tango se interesa. Sube despacio por mitad de la cerrada, sube sin dejar de marcar. Pero nada sale. Es tan larga la cerrada que el viejo ya va casi aburrido del interés del perro. Pero sabe que no debe quitarle ojo de encima, el perro puede que sea terco, pero es seguro. Lo que pasa es que tanto rato siguiendo pista se le hace al viejo exagerado.
Están aún en la cerrada cuando al final de ella, a unos cien metros, saltan las perdices. El viejo no tira porque no tiene sentido. Sofocado se para. Son las cuatro y media de la tarde. No tiene sentido subir a donde estaban las perdices, ya ha subido el Tango y no hay ninguna más. Piensa el viejo, mientras regresa el Tango, que esas perdices, que él buscó en la mañana habían cruzado la carretera y se habían refugiado allí durante todo el día. Porque ese lugar no es habitual de las perdices, de hecho, si no hubiese sido por el perro no habría el viejo subido allí.

El viejo observa cómo se acerca el Tango cuando, de la mata al pie de un marojo aislado que tenía a un par de metros, se arranca una perdiz como una bala. Se sobresalta el viejo por un aleteo tan fuerte, tan cercano y, sobre todo, tan inesperado, después de toda la operación.
Piensa que esa perdiz no puede escapársele. Se precipita con el primer tiro y la falla, afina con el segundo y no cae. El viejo no se lo cree. No quita ojo a la perdiz que se aleja. Le parece imposible haber fallado. Pero a los trescientos metros la perdiz hace la torre, cae a plomo, y el viejo respìra. Esta vez no tiene pérdida, el lugar en el que ha caído apenas tiene cuatro matas. Va hacia allá sin quitar los ojos del lugar. Sabe que las distancias engañan. Pero según llega la ve muerta, El Tango se anticipa, la marca y enseguida la cobra.

En el regreso al coche nada más ocurrió. Pero el viejo iba ufano con sus dos perdices y tan contento iba que le vino a la cabeza el refrán: “Quien mata perdices en enero, las mata el año entero”. Era un refrán que le halagaba la vanidad, así que decidió creérselo. Su abuela había muerto hacía ya muchos años.

24 marzo 2019

Noveno domingo (2018-19)



Es el penúltimo domingo de diciembre. Las heladas han devuelto un cierto orden al campo. Ya no hay seteros ni niscaleros, las rosadas han sofocado la germinación de cualquier hongo, y sólo el ruido de las matas heladas crepitando bajo los pies acompaña al viejo y al perro en su marcha mientras amanece.
La soledad y el silencio entre dos luces y la mañana sin viento, pero gélida, hacen las delicias del viejo.

De la parte baja del Cerro del Repetidor, vuelan las perdices. Ha tenido suerte al dar con ellas a punta de mañana. El viejo y el Tango las siguen hacia la Taina de la Mimbrera y las vuelven a echar aunque, como antes, sin poder tirarles.
El viejo va contento porque va el bando entero. Pero ahora tienen una ladera amplia y muy boscosa por delante y teme que allí les cueste dar con ellas.
Aunque el último vuelo de las patirrojas parecía indicar que volaron a la parte alta, el viejo prefiere bajar a media ladera intentando que el bando no  se le dé la vuelta.
De abajo a arriba va buscando a las aves entre la espesura que comienza a ser difícil de atravesar y en una parada, siente con nitidez su canto gangoso arriba del todo de la ladera. Las precauciones del viejo han sido vanas, pues las perdices están donde se esperaba.

Sin embargo, en cuanto se acercan al borde alto de la ladera, ve el viejo cómo el bando entero vuela espontáneamente ladera adelante, internándose en la parte más boscosa y tupida de un gran carrascal con el sotobosque lleno de maleza.
Las perdices han volado tres veces sin deshacer el bando, pero también se han guardado de salir a tiro. El viejo está contento porque entre la fusca sabe que van a salir cerca, otra cosa es que, entre tanta maleza, pueda ver a alguna o sólo quedarse con el aleteo de su arrancada en los oídos tapado por la vegetación. Además, en la dirección en que van el sol, a esas horas, pega en los ojos y deslumbra y claro, tampoco ayuda si las perdices salen en dirección a él.

En cuanto llegan a la parte más espesa, el Tango se deshace con los rastros pero a medida que se internan en ella, como temía el viejo, sólo escucha las carreras de un perro que no ve y los frenéticos aleteos de las perdices arrancando a cortos intervalos pero, entre tamaña maraña de matorral bajo y arbolado, no consigue ver una, solo las oye y, por tanto se queda sin tirar. Le parece mentira que entre las 10 ó 12 perdices que ha sentido, ni una haya salido dejándose ver, todas tapadas. Ya es mala suerte, se dice el viejo.
Perro y cazador atraviesan toda la ladera hasta llegar a un claro rocoso a su final. Aún sienten el vuelo de alguna patirroja a la que no ven y al terminar la ladera sin ver ninguna más, el viejo deduce que todo el bando se ha vuelto en dirección contraria. Así que, sin más, toman de nuevo la ladera, esta vez por alto, evitando las fusca, y vuelven en dirección de la Taina de la Mimbrera.

Ahora van con el sol a la espalda, lo que le da al viejo mucha visibilidad desde lo alto. En el último trozo, antes de llegar a la taina, hay un gran pedazo de terrones con un trozo perdido de rocas y zarzales en su centro que los tractores no han podido arrancar. Atraviesan la terronera y, al llegar al perdido, el Tango hace una muestra contundente. No se mueve pese a que el viejo intenta subir por la cuesta para tener la visibilidad que pueda sobre el zarzal. Siente salir una perdiz solitaria que, seguramente, se ha descolgado del bando. Tarda un par de segundos en verla pero, estando a tiro, la marra con los dos cañones. Se ve que aquellas cuestas le alteran los pulsos al viejo más de lo que él cree.
Sin embargo, la perdiz ha volado en dirección a la taina y, seguro, que todo el bando está ahora apeonando entre la taina y la gran ladera que cae hacia la huerta del Juan Ramón.

Sube afanosamente el viejo esa ladera, que se le hace interminable, hacia la taina, y el perro, que va alegre con los rastros que le llegan, va delante pero, de cuando en cuando, se detiene, gira la cabeza y espera al viejo que sube penosamente tras él. Son esas cortesías del Tango las que agradece y admira el viejo pues, como no ha cazado con nadie más que con él, le tiene tomados los tiempos a su fatigoso paso cuesta arriba y, pese a llevar caza delante, siempre le espera y no se adelanta. Parece que tiene conocimiento el animal. Bueno, no es que lo parezca, es que lo tiene.

Justo en la gran ladera que da sobre la huerta del Juan Ramón, y a cuyo límite más alto ya ha llegado el viejo, estaban las perdices. Pero quia, no se dejan acercar y el viejo las ve con desconsuelo saltar chorreadas, enfilar la pendiente acelerando en la bajada, sobrevolar la huerta y dejarse llevar por la inercia hacia la mole imponente del Calvario.
Las perdices en su huída le marcan al viejo el itinerario. Pero son casi las doce, el viejo está sofocado y con sólo mirar la travesía que tiene que hacer para ponerse al pie del Calvario le entra pereza. Duda un instante. Pero, se dice, ¿no venías a cazar perdices? Pues ya sabes donde las tienes.
Y con mucha humildad se pone a bajar sesgando la ladera. Luego atraviesa la huerta del Juan Ramón, donde se detiene un momento para que el Tango se refresque y se dé un baño en la alberca. Y, luego ya, se pone a subir la dura cuesta con la que comienza la gran ladera del Calvario en la parte de la solana. Una vez que alcanza la primera altura de consideración, se sienta en una piedra y sopesa la gran desproporción de aquella ladera para un solo cazador. Tampoco es una ladera con la suficiente vegetación para que aguanten las perdices pero, sin duda, todas las voladas están en ella.

Sigue subiendo y subiendo tras el misericordioso Tango que lo espera de tanto en tanto. Llegan a una especie de descanso o bancal llano, de unos cincuenta metros de largo por veinte de ancho con unos matojos en el centro. Marca el Tango, de inmediato salta la perdiz. Esta vez el viejo le toma bien los puntos, casi con ansia, y se la lleva por delante al primer tiro. El Tango la cobra de inmediato y se revuelca con ella en la boca. Al fin un premio a sus cansadas piernas, piensa el viejo.
Sigue la ladera y de lejos observa cómo algunas perdices desaparecen por lo más alto apeonando, pero ninguna salta hacia adelante. Sabe que tiene que llegar hasta el manantial que hay encima del Molino Blanco y allí dar la vuelta al cerro para volver por el otro lado.
La pendiente, por encima del manantial, es pronunciadísima y al viejo le cuesta subirla agarrándose a las piedras y a las matas. Por arriba, el Cerro del Calvario, es una sucesión de dos mesetas hendidas en su mitad. El viejo coge la meseta de la izquierda que es donde han de andar las perdices que vio subir apeonando. Pero a su vez esta meseta tiene otras dos altura y, a partir de la segunda, cae sobre la huerta de Juan Ramón pero ahora por la umbría y no por la solana que es por donde la encaró el viejo una hora y pico antes.

Al llegar al cambio de alturas, la ladera umbría desciende bruscamente hacia un camino que lleva directamente a la huerta y es justo en ese punto donde el Tango marca las perdices que de inmediato saltan.
Llega en una corta carreta el viejo a la asomada, pero el Tango sube por encima de él y saca una patirroja rezagada que se tira como un rayo ladera abajo, el viejo se esmera, pero marra el primero y sólo con el segundo la tapa y la ve caer a una distancia increíble, entre los cardos de un pedazo perdido. La distancia se ha hecho aún mayor al caer al vacío y recorrer muchos metros la perdiz con la inercia. El viejo baja deprisa sin quitar los ojos del punto donde dio el pelotazo. La distancia es grande y el Tango no la ha visto caer. Pero, para alegría del viejo, cuando se aproxima, distingue a la perdiz inmóvil, patas arriba, y el Tango primero la marca y luego la cobra. Bueno, son dos perdices y el viejo está contento. Aunque la contentura se le pasa al recordar donde tiene el coche.

Baja de nuevo a la huerta del Juan Ramón. Mientras el perro se refresca en la alberca, decide el viejo caminar despacio y evitar las laderas más pinas. Sabe que para ello tendrá que dar un gran rodeo, pero es que el viejo no está ya para subir más cuestas.
Así se pega a la linde de Cinco Villas y va ascendiendo lentamente y sin prisas. Barzonea por si la liebre, pero también porque ese lento caminar la permite ir recuperándose.
Son casi las cuatro de la tarde cuando el viejo llega a la ladera solana que cae sobre Cantaperdiz. A cuatrocientos metros por debajo pasa la carretera. Aún le queda un kilómetro largo hasta el coche. El viejo no tiene prisa, sólo un gran cansancio. El Tango en todo el recorrido, desde la huerta, no ha mostrado interés por ningún rastro.
En mitad de la ladera por la que el viejo regresa al coche, cerca de dos carrascas y treinta metros antes de llegar a un surco erosionado poblado de jaras, hay una gran piedra blanca sobre la que el viejo se sienta rendido.
Está rememorando la zurra que se ha dado tras de las perdices, ensoñado en ello y con la escopeta atravesada sobre las piernas. Pero el Tango le saca de su ensimismamiento. El perro, que por inercia buscó las matas, sube sesgando desde el surco erosionado con una liebre delante. El viejo se pone en pie de un brinco, se hace con la escopeta que casi se le cae, se azora, se hace un lío, el primer tiro no sabe a dónde va, pero por suerte, con el segundo se reporta, afina a la liebre cuesta arriba y la revuelca cuando ya estaba a punto de meterse en la fusca. El regalo inesperado de esta liebre le da nueva energía y, desde luego, puede decir bien alto que es la primera liebre que le sale sentado.
Contento con las dos perdices tantas horas trabajadas y con la liebre que, por el contrario, le salió sentado, llega al coche y vuelve a casa. En la caza, ningún día se sabe lo que va a pasar.

23 marzo 2019

Octavo domingo (2018-19)



El viejo ya ha tenido dos días de lluvia y uno de niebla. Pues bien, este domingo también llueve.
A veces, la afición es tan grande, que el viejo imagina que la lluvia no le va a mojar o que, si le moja, será lluvia fina que no llegue a calar sus ropas o que, aunque se cale un poco, los claros se sucederán con los algarazos y, en esos intermedios, las prendas que viste pasaran siempre de caladas a secas. O sea, que podrá cazar. Que a mal tiempo buena cara, que tras la tempestad viene la calma, que quizás el día cambie a media mañana, que de cobardes no hay nada escrito… Total que, pese al día, se va de caza.

Está lloviendo, como ya se ha dicho, y no ve a nadie el viejo por el campo. Se va directo a la Taina del Ballenero, donde las perdices suelen capear los temporales de agua, pues las rocas y las tapias, aún erguidas, les pueden proteger del hostigo del agua del norte. No se engaña el viejo. Pero sólo ve volar a dos. Le han debido sentir y salen mucho más abajo de lo que él calculaba. Tirar ni de broma. Baja tras de ellas. El Tango va picado. Pero vuelven a saltar abajo del todo, junto a los campos de labor. No les tira por la distancia, pero decide seguirlas.

Atravesar los sembrados se convierte en un suplicio, Las botas en un momento acumulan cada una más de un quilo de barro. El avanzar se hace muy penoso y el viejo, en ese trance, está deseando salvar las labores y llegar a los eriales llenos de broza que preceden a la linde de Cinco Villas. Al menos ahí pisará terreno firme y, además, las dos perdices han volado hacia allá.
La buena noticia es que ha parado de llover, la otra buena es que el Tango lleva rastro. Sin embargo, en cuanto escampa llega un coche por el camino viejo y se para a doscientos metros del cazador. Se apea una sola persona y pese a que la presencia del viejo es evidente, el recién llegado, como si no hubiese más campo en el término, enfila precisamente a la zona que bate el viejo. Esto le parece de un descaro total. El viejo, mosqueado, suelta un tiro de aviso hacia unas matas y ve como levanta el disparo un chorro de tierra. Ya no sabe cómo hacer patente que no quiere que el otro se le meta encima. Pero, nada, el otro cazador como si fuera sordo viene en su dirección. ¿Estará tonto? Hay gente que debería darse con un tablón en la cabeza.

Al viejo la experiencia le dice que cuando uno toma con ciertos recalcitrantes lo mejor es hacer lo contrario de lo que la irritación manda. Es decir, sosegarse, dejarles pasar, reportarse, no dejarse llevar por la ira y dejar que el imbécil, sea quien sea, te rebase y se vaya por donde le pete. Y luego tú, seguir cazando con tranquilidad, porque cazar airado no trae ninguna buena consecuencia.

Pero, esta vez, el viejo se cabrea. Y le sale la furia española: ¿Quieres cortarme mi cazadero? Vale, pues te vas a joder, ni tuyo ni mío (español a tope, ¿qué no?).
Y el viejo, con las alas que la rabia da a sus piernas, tira a todo el ritmo que puede por la linde de Cinco Villas porque no está dispuesto a que aquel impresentable le corte la línea al alto de Cantaperdiz.
En estas está cuando las dos perdices le salen por la espalda. Y el viejo, desatalentado como estaba, las falla. El intruso acelera, ¿será cabrón?, porque cree que el viejo le está ojeando las perdices hacia arriba. Pero al viejo las perdices se la sudan, está dispuesto a llegar antes que el otro al punto más alto de la ladera cuando ésta da a la solana de Cantaperdiz, la mejor zona del cazadero.
Roto todo el protocolo de caza que siempre sigue el viejo, no podían ocurrir sino traspiés. Con las perdices ya tuvo el primero. Los siguientes fueron que, obsesionado por llegar antes que el otro arriba, le salieron dos becadas que, por falta de atención al perro, no pudo tirar. Pero no sería el último contratiempo.
Pese a sus años. el viejo llegó arriba el primero, el otro ya no podía disputarle la ladera solana porque el viejo había llegado con ventaja. Y en esas honrillas estaba el viejo jadeando cuando, justo al llegar a lo más alto y coger la ladera solana, una liebre se le desencamó para atrás a apenas unos metros del borde y con la irritación y los nervios se le escapó, pues llegó al descumbre antes de que le cogiera los puntos y el tiro levantó la tierra donde la liebre se tapó desapareciendo.
El viejo se sentó jadeando en una piedra: qué mala suerte le había traído el dejarse desatalentar por aquel cabrón. Poco después, desde arriba oyó una voz.
-¡Oye que yo voy por arriba, vete tú a media ladera!
-¡Vete por donde te salga de los cojones! Dijo al viejo para sí, sin contestar siquiera. Y se mantuvo cuarto de hora sentado en la piedra para dejar que el otro se largara por donde le viniera en gana. Claro que sabía ya quien había sido el listo, y no era la primera vez que se lo había hecho.

El viejo meditó sentado en la piedra un rato largo. ¿Cómo le había dado aquella ventolera? Desde siempre estaba acostumbrado a que, al ir por lo general solo, se le metieran encima más o menos voluntaria o involuntariamente otros. El problema no era ese. El problema era que él no solía reaccionar así. Sabía que no se podía cazar de mala leche. Sabía que tenía que haber dejado pasar a aquel idiota y haberse ido por otro lado. ¿Por qué no lo hizo? ¿Se estaba volviendo un chinche con los años? El viejo estaba defraudado consigo mismo.

Mató el día de mala manera. Deambuló sin fe, gastando el tiempo y, como suele pasar en estos casos, se fue a casa desanimado, convencido de que lo que le había pasado lo tenía merecido. Mira que ponerse gallito a sus años. Hasta la Benemérita se lo habría afeado. Y, un día más, de bolo. Pudiendo haber matado un par de piezas si no se hubiese dejado gobernar por la ira. La persona que pierde la cabeza no puede perder más.


Séptimo domingo (2018-19)



Madruga el viejo, como siempre. Y acierta, porque apenas lleva media hora cazando en los montecillos sobre la carretera de Aranda, cuando un todo terreno se aproxima. El viejo se da a ver. El coche para y el viejo se aproxima a él con la escopeta abierta. Está contento porque ya no es la superpuesta del 12, ya le han arreglado su fina escopeta paralela del 20 con la que se siente más seguro tirando.
El del coche es un viejo conocido, Goyo. Goyo es otro veterano como el viejo que, al parecer había escogido el mismo paraje. Intercambian saludos y Goyo se va, buscando zonas donde no haya nadie. No se lo dicen pero, mirándose, piensan: ¡Ay que joderse lo viejos que estamos! Y es que el viejo y el Goyo se conocieron en aquellos tiempos dorados en que ambos se comían los cerros con 25 años.

El viejo cruza, guidado por el Tango, a la ladera baja de la Muela, Tiene pensado, a la vuelta, subir arriba pues es lugar donde van a parar las perdices voladas. La altura del gran cerro de la Muela les da a las patirrojas un espléndido trampolín desde donde lanzarse y perderse como obuses en la distancia.
Pero el viejo, que sabe que andan cogiendo níscalos en el cercano pinar, piensa que las liebres, desalojadas de entre los pinos, pueden haber bajado a la ladera solana de la Muela. Les gusta refugiarse en los profundos surcos que la erosión ha producido. Por allí hubo un día  en que el viejo mató dos casi seguidas hace unos años. Pero aquel día no es el de hoy, y el viejo y el perro cruzan zigzagueando toda la ladera baja sin ver nada.

Dejan atrás la Muela y se cruzan a los bajos del Altillo Redondo. Allí son muy seguras las perdices. Atraviesan sesgando hacia arriba la ladera y entonces el viejo ve unos coches que se acercan por el camino del pinar y aparcan junto al abrevadero que allí tiene el ganado. Piensa que quienes sean venían con la idea de cazar en mano la ladera en que está, pero en sentido contrario. No cree que se detengan aunque le vean pues, una mano de cuatro o cinco barre mucho terreno. El viejo se desentiende de ellos y sube al teso del Altillo Redondo, allí el Tango se pica y, como el viejo se esperaba, se arrancan las perdices. Tira el viejo los dos primeros tiros con su familiar escopeta del 20, pero marra o, más bien, ni siquiera ha notado que la distancia a la que ha tirado era enorme, hasta para sus largos tiros del 20. Y es que el viejo tiene metido en la cabeza, sin ningún fundamento, que su 20 puede hacer milagros.

Vuelve el Tango de dónde salieron las perdices y el viejo rodea con él el Altillo Redondo, ahora hacia abajo, dándole la vuelta. Pero, ay, se topa con los cuatro o cinco que vienen en mano. El viejo no se molesta y abriendo la escopeta baja a saludar al que dirige, que no es otro que el Berna. El Berna se deshace en disculpas por haberse metido encima y galantemente ofrece al viejo un puesto en la mano. El viejo da las gracias pero prefiere seguir cazando él solo, al salto. Y les dice que el bando de perdices lo tienen de frente en la linde con lo de Tordellosos o en la Muela.

El viejo no quiere romper la soledad de la que ahora disfruta y se baja por las cerradas de los Alcobanes, con la esperanza de que, tal vez, le vuelen abajo alguna perdiz los de la mano o que el Tango se enrede en alguna acequia y le saque una rabona. Pero tras recorrer la linde con el Cerro del Padrastro, que está en reserva de caza, vuelve hacia el coche sin haber visto nada.

Al llevar al coche, observa que los de la mano no han cruzado de La Muela y que, por tanto, es muy probable que alguna perdiz se haya echado a los cerros pelados que hay entre aquélla y la carretera de Aranda. Sabe que en esos cerros, tan yermos, la perdiz no se aguanta pero también sabe que, si no va, no va a ver más perdices en toda la mañana.

Los coge con sigilo en sentido contrario a las agujas del reloj. Y uno a uno los va sorteando sin perder de vista la actitud del perro y, sobre todo, dispuesto a tirar en todas las asomadas. Pero sólo cuando va cerrando la vuelta y está en la última asomada, antes de dar sobre la carretera, El Tango se planta antes de descumbrar, mira al viejo y le espera (qué conocimiento tiene el animalito). En la asomada, resuena el vuelo de una perdiz lejana que salta desde una pequeña meseta que hay debajo, el viejo tira con rabia sabiendo lo larga que va. Claro, no la toca, pero el perro baja y baja, y sigue marcando con mucha seguridad.
Marca, inmóvil ya, al borde de la meseta y el viejo vislumbra una perdiz, sólo un instante, desplomarse sobre el talud de la carretera. Tira casi a tenazón, un solo tiro, pues la pierde de vista, y no sabe si ha caído alcanzada o dejándose caer para escapar cubierta por el talud. Llega ansioso al corte y se para en seco, para no despeñarse talud abajo, pero el Tango busca las vueltas y baja por aquella pared llena de fusca. Lo pierde de vista.
Pasea el viejo lentamente por el corte, hasta que el minuto aparece el Tango de vuelta con la perdiz en la boca. El viejo abraza al perro y el Tango tras dejar la perdiz en el suelo y saludar, la coge de nuevo y juega a hacer que no se la da al viejo. Y, en puridad, piensa el viejo que la perdiz es del perro pues, sin él, no sólo no la habría cobrado sino que ni siquiera hubiera llegado a saber si la había alcanzado. Al poco el Tango se cansa de hacerle rabiar y le deja la perdiz a los pies. El Tango ha salido tan cazador como juguetón.

Con el corazón en la boca, sube el viejo el último costarrón que le lleva al coche. Son las dos y sabe que tiene aún toda la tarde por delante.
También está sobado de haber seguido a las perdices y, claro, como quiere apurar el día, imagina un lugar que le sea llevadero de andar y donde, además, sea factible que le salte una liebre, No hay duda: las cerradas del monte. Además en una, siempre hay agua y eso será un auténtico regalo para el fogoso y fatigado Tango.

No para, como suele, junto a la Cerrada del Abogado, avanza un poco más y lo hace junto al Prao Juanarrón. Desde allí comienza una marcha lenta e irregular, propicia para dar con la liebre. La liebre no quiere prisas, sino paso lento, cambiando de dirección constantemente, barzoneando a lo tonto entre matas, biércoles, correviejas, estepas, retamas y los escasos robles y carrascas va el viejo. Busca los lugares querenciosos donde otras veces ha tenido éxito. Y sin embargo, no ve ni una. Y el viejo está muy cansado y la tarde ha llegado a un punto donde cae por momentos. Son las cinco.

Se dirige al prado donde sabe que hay agua para que, en el charcón que hay en su centro, se bañe el Tango y se refresque. El prado es rectangular y todo él está delimitado por una barda de piedras de poco más de medio metro de altura. Tendrá cuatrocientos metros de largo por doscientos de ancho. Está en cuesta. En la parte alta está lleno de maleza y en esa parte el perro caza pero el viejo tiene que ir encorvado, sorteando ramas que le dan en la cara y tallos espinosos que le mortifican manos, piernas y cara y en los que las ropas constantemente se le enganchan. Luego, bajando, un hilo de agua se escurre por el centro del prado y se remansa en una pequeña poza donde el perro se ha refrescado.
El viejo, tras cazar el trozo superior lleno de fusca, decide bajar el prado abajo por su parte derecha. Apenas hay media docena de robles a lo largo de la tapia de piedras y rodeado cada uno por unas pocas matas y la pila ligeramente cónica de hojarasca parda que ellos mismos han soltado.
Baja muy despacio el viejo, siguiendo al Tango, de roble a roble. En el tercer roble el Tango cobra un interés repentino, baja la nariz al suelo, husmea sin parar pero no corre ni se acelera, sólo da vueltas en torno al árbol. El viejo se acerca al perro y ya está bajo las ramas del roble en cuyos alrededores el perro anda picado. Los ojos del viejo no se levantan del Tango. Está ahora casi tocando el tronco del roble mientras el perro da otra vuelta en las matas que rodean el árbol.
Siente un pequeño crujir el viejo a sus pies y casi ve desencamarse una liebre cuya cama hace alfombra con la hojarasca que forma un pequeño cirate junto a la base del árbol. Le parece increíble el mimetismo que al animal le daba ese resguardo. Además la liebre por tener al perro al otro lado, rompe hacia el centro del prado y no hacia la pared, cruza, ya lanzada, sobre la hierba rasa y el viejo no tiene dificultad ninguna en cubrirla y disparar. Así se las ponían a Fernando VII, piensa el viejo. Pero cobrada la liebre vuelve a la cama y le parece increíble cómo aquel animal se había fundido con el color del suelo en un lugar perfecto para pisar al lado y no verla y que la liebre se quedara. ¡Cuántas se quedarán amagadas en tan perfectos escondites! Y se repite su lema: si quieres cazar liebres no sirve correr.
Llega al coche cansado pero una perdiz y una liebre es mucho, quizás demasiado, para el viejo.

20 marzo 2019

Sexto domingo (2018-19)



Tras los dos domingos anteriores de agua, el viejo espera éste, que se anuncia seco, con mucho interés por aprovecharlo de sol a sol. Y no imagina lo rarito que el día se va a presentar.

Amanece pasando sin matices de negro a blanco, porque hay una niebla que se puede untar en el pan. Pero el viejo, cuando se trata de días de caza, se dedica a jugar al optimismo en primera división. El viejo es un irredento y piensa que, tratándose de salir de caza, se le pueden ocurrir soluciones para toda contingencia. Y su mente se pone a cavilar: “No puede ser que haya niebla en todo el término, porque los bancos de niebla se estabilizan a una altura y ni por debajo ni por encima la hay.” Claro, no hay noticias en los anales de la Historia de que una niebla haya afectado por entero al globo terráqueo, en eso lleva razón. Pero el término del pueblo, pese a sus generosas dimensiones, tampoco tiene las de la Mar Océana o la Amazonia brasileira.

Sale a la calle y no distingue ni la pared de enfrente, pero eso, se autoconvence con férrea voluntad el viejo, no quiere decir que  a más altura la haya o que bajando de cota la niebla no desaparezca. A veces, conduciendo, se pasa bruscamente de la niebla más cerrada al luminoso día, como si se hubiese atravesado una nube o salido de un sueño. Estaba harto de verlo. Sí, hombre, sí.

Pero, también, por otro lado, sabe muy bien que con esa visibilidad no se puede disparar porque en el campo nunca se sabe dónde puede uno darse de manos a boca con pastores, con ovejas o vacas o con los humanos más imprevisibles, que la mentalidad de los turistas dominicales es una cosa muy poco estudiada y que mientras el ganado suele llevar esquilas o cencerros y los pastores dar unas voces de la hostia, la única manera de detectar humanos imprevistos en el campo es que el azar haga que les suenen los teléfonos móviles a tiempo.

Luego le viene a la cabeza la posibilidad de toparse con la Guardia Civil, porque bien conocida es la rima: “Contra las olas del mar luchan los hombres viriles, contra los guardias civiles no hay manera de luchar.” Y, por eso, puede aparecer la Benemérita dónde y cuándo menos te lo esperes. Pero, claro, es que con esta niebla los civiles le dejarían sin escopeta con toda la justa razón de la ley. Y lo que es peor, seguro que el más dicharachero de la pareja le diría, camino del cuartelillo: “Pero hombre, cómo no le da vergüenza, un señor de su edad… Que ya no es usted ningún chaval como para ir por ahí sin conocimiento y haciendo tonterías. Es que no comprende usted que puede matar a alguien.” Y eso, para el viejo, sería una humillación muy denigrante o una denigración muy humillante o, tal vez, las dos cosas. Al viejo le queda un poco de lo que antes se llamaba “vergüenza torera” y su mayor sofoco sería que los guardias le pillaran en una situación tan evidente. Claro, por todo esto y lo anterior, los días de niebla está prohibido cazar. Si es que todo tiene su explicación. Aparte de que, si no lo estuviera, los cazadores correrían el riesgo de darse ente ellos de perdigonadas mientras se gritaran mutuamente: ¡Pero dónde vas con esta niebla, gilipollas! Y es que el viejo, que está poco viajado, no sabe lo que pasará en otros países pero, en España, cuando dos paisanos se ven en la misma situación, la culpa siempre es del otro.

Aceptada por su mente la idea de que cazar con niebla es perseguible, sancionable y condenable, el viejo no deja de sentir en la cuadra los finos lamentos del Tango. Así que se arma de valor, saca perro y aparejos y, con todas las luces de que dispone el coche y él carece, se marcha al campo. No va a cazar, no. Todo lo pensado se lo impone, pero sí que quiere comprobar si en alguna zona del término no hubiese niebla, por ese capricho que tiene el meteoro de disiparse con las horas y las distintas alturas.

Por la sinuosa carreterilla de Bochones, sube al paraje de Los Alcobanes que junto con la Muela, el pinar y el Altillo Redondo le parece lo más alto del término, salvando los altos del monte. Pero todo está sumergido en niebla. En la Solana tontería mirar.

Ni se baja del coche. Cruza por un camino estrecho bajo el Padrastro, un cerro cónico que sólo imagina porque la niebla lo tapa. Sale a la carretera de Aranda y luego toma el desvío hacia la linde de La Miñosa. Todo entre niebla.

Desanda el recorrido y vuelve al pueblo. Toma ahora la carretera de Hiendelaencina, deja a la izquierda el Cerro La Horca y baja hasta el Serrallo y Cerro Pozo. Pero nada, toda la Bragadera, la mayor vega del término, está en blanco.

Se sorprende conduciendo y tarareando una letra mexicana de la que únicamente recuerda con nitidez: “¡Ay, Jalisco no te rajes!” y no sabe porqué, pero le parece como que esos charros mexicanos, ceremoniosos como aztecas, pero más chulos que un ocho, le animan a no rendirse y a seguir buscando. A lo mejor es que el viejo también es de Guadalajara.

Baja al punto más bajo del término, la linde con Cinco Villas. Y ahí sí tiene éxito. La nube de niebla queda por encima. Sin más se pone a cazar en la zona con gran contento del Tango. Pero tras una hora de búsqueda infructuosa en un día en que todo es umbría, las nieblas caprichosas bajan de repente en oleadas y devuelven la penumbra nebulosa a la zona. A lo lejos comienzan a graznar los cuervos en la espesura blanca que sube a la Mimbrera. Desarma la escopeta el viejo y vuelve al coche, con el perro mosqueado.

Se llega hasta el Palabrero, una linde que no ha cazado este año y que da a lo de Madrigal. Por arriba hay niebla pero por abajo no. Se cuela por la fuente que hay sobre la Ermita de la Estrella y tras subir por una ladera infestada de aliagas lleva las piernas completamente laceradas de pequeños pero numerosísimos pinchazos.

Da en la Cerrada del Galo y allí se queda sorprendido. Aquello es un vertedero ordenado. Toda la cerrada tiene cañas clavadas en la pared y, sobre cada caña, un bote, un muñeco, un juguete, una lata, un envase vacío, un balón, una escoba, una antena vieja y mil artefactos de desecho colocados con verdadero esmero. Junto a la taina medio hundida que hay en la cerrada, hay un tresillo entero, rodeado por una cortina y viejos aparatos de televisión de los de tubo catódico, colocados de adorno sobre la pared. Toda la superficie interior de la cerrada está plagada de objetos estrafalarios, ropa vieja, botas, cacerolas desportilladas, ollas medio podridas, cazos rotos… El viejo no sabe qué pensar del Galo. Porque el Galo es un anciano de esos que tienen apariencia de niño y que apenas habla con nadie y, él solo, como una hormiga ha ido acarreando allí toda aquella basura y colocándola en un orden que sólo él conoce. A ver si el Galo va a ser un extraterrestre, piensa el viejo.

Tan absorto se ha quedado el viejo mirando todo aquello que no nota que el Tango ha saltado la cerrada y saca una perdiz del barranco en que ésta termina. Cuando el viejo le suelta los dos tiros, la patirroja casi ha desaparecido y ni la toca, claro. Tanto decir que hay que ir pendiente y al viejo le ha pillado en Babia la perdiz. Consejos vendo que para mí no tengo.

Se han hecho las dos de la tarde. Y, al final, se ha cumplido el refrán: “Mañanitas de niebla, tarde de paseo”. La tarde se ha quedado soleada y de la niebla no queda ni rastro. Pero el viejo, harto de tanto deambular, a pie y en coche, no está muy animado. Ha estado todo el día como dando palos de ciego y decide, un poco al azar, acabar el día por el Cerro del Repetidor. Eso de cazar a ratos sin orden ni concierto no le convence.

Se sabe el recorrido de memoria. ¿Cuántas veces habrá cazado aquel cerro? Lo toma por en medio por variar y, cuando está a punto de terminar la vuelta, siente que tres perdices saltan de debajo, de donde el cerro se une a los rispiones. Tiran hacia la carretera pero, como la tarde está en calma, puede que no la hayan cruzado. Hay un pequeño campo de futbol antes de llegar y una especie de pequeño helipuerto con franjas dibujadas en el suelo. Pero las perdices no están por los reguerones que rodean aquello. Va cayendo la tarde y el viejo, cansado y desanimado por un día tan extraño, se dirige hacia el coche. Va aburrido y, en la última cuesta, cuando menos lo espera vuelan repentinamente las tres perdices sin que las marque el perro. Se supone que habían aterrizado allí y no se habían movido. Tira el viejo, claro que tira, pero sin ninguna convicción por la distancia y por lo inesperado del vuelo. Y se va hacia el coche de bolo. Lástima porque aquella oportunidad podía haberle salvado el día. Cuatro tiros y ninguna pieza y, claro, el viejo por disimular, echa la culpa a la puta niebla, como, por otro lado, habría hecho cualquier español.