07 marzo 2014

XVII.- El Renuncia: La tasca

El Mesón Zuriza estaba lleno. Atendía la barra un hombre menudo, nervioso y parlanchín pero de gesto serio, que hablaba mientras tiraba cañas y, sin perder comba, contestaba a las intervenciones de los clientes con un desparpajo inusual:
- Pónganos dos cañas, caballero –pidió con seriedad castiza MP.
Mientras tiraba las cañas el camarero le soltó esta retahíla:
- Caballero es dignidad otorgada por el rey mediante un golpe de espada sobre el hombro y, como yo soy republicano, dudo tanto de que el rey me lo diera como de que yo le permitiese el dármelo. Por otro lado, llámase también caballero al hombre armado que, en el medioevo, era izado a una montura, pues él sólo no podía subir, para participar en hechos de guerra u otros lances de armas. Así que, como ve, no me encuentro en el caso de poder ser llamado de tal modo.
- También lo es el que monta a caballo –contestó MP, algo molesto por el inesperado e impertinente discurso.
- No señor, que ése, por tal hecho, sólo es jinete –replicó el camarero que parecía tener respuesta para todo.
- Entonces cómo tengo que llamarle para que me ponga las cañas de una puta vez –rugió MP.
- Pues compañero o camarada no estaría mal. Son términos que me gustan, palabras que me agradan, que transmiten un afecto humano y cordial…-dijo el otro con voz intencionadamente melosa.
Sirvió las cañas a MP y a Serafín y cambió su punto de atención.
Los parroquianos se agolpaban en la barra mientras el nervioso hablador que la atendía no paraba de rajar a la vez que tiraba cañas y ponía pinchos, vinos y raciones.
- Danos un vino bueno, de ese que pones en esas copas grandes –pidió un parroquiano orondo con las mejillas coloradas.
- Pedirlo en copa grande es no decir nada, pues bien puedo ponerle en ella un vino peleón, si es copa grande lo que desea. Otra cosa es que me pida Somontano o Ribera del Duero o Chacolí o Rioja o Alvariño o Ribeiro o Ribeira Sacra o Contraviesa o Priorat o Toro o Jumilla o Bierzo o Requena o Ampurdán o Valdepeñas o La Mancha o…
- ¡La madre que lo parió! –dijo, ya mosqueado, aunque por lo bajo, uno de los clientes.
Y así, ese hombre menudo que no paraba, iba de un lado a otro de la barra apostillando las peticiones que le hacían los clientes a la par que, con rapidez, les servía.
- ¡Venga, hombre, pídele ya! –le urgió un parroquiano al compañero que estaba junto a la barra.
- Espera, hombre, que aún no estoy preparado, dame tiempo para concentrarme y hacer la petición debidamente, ponderando, como es menester, el preciso peso de mis palabras.
Los dos hombres se sientan y se toman las cañas. Una camarera menuda, talluda y callada, en contraste con el parlanchín de la barra, se les acerca y les pregunta si quieren comer algo. Tienen un menú dominical de 12€ pero no les conviene y, tras un breve intercambio de opiniones, piden dos raciones de callos con pan y una jarra de vino tinto mediana.
- Estoy harto de la misma rutina.
- ¿De qué rutina? –preguntó Serafín.
- De la de la vida. Es siempre lo mismo. Primero la sufrí cuando fui conserje y ahora, de jubilado, que esperaba tener una vida nueva, plena y sólo mía, compruebo que todo se convierte en rutina y más rutina.
- ¿Cómo puede hablar de rutina un hombre de posibles como usted? ¿Un hombre de su solvencia, que puede ir aquí o allá sin los impedimentos de quien carece de fortuna y sólo puede moverse al albur de sus benefactores, como, verbigracia, es mi caso?
- Su caso no lo sería, si usted volviera a su empresa.
- No puedo, ya lo sabe. Sería ir contra mis principios. Traicionarme a mí mismo. Bien se conoce lo ajeno que le es a usted el voto de la renunciación.
- Mira, Serafín, cada día tengo menos paciencia. No me creo que puedan crearse a corto plazo relaciones profundas entre las personas. Desconfío de la mojigatería que rige el mundo. Me asquea el sentimentalismo de tanto pie de foto. No me convencen las expresiones apasionadas y sentimentales. Me repatea la gente que se empeña en contarme por qué no hizo bien algo. Me descomponen las sobreactuaciones. Tengo alergia a los cumplimientos sociales y a sus expresiones. Cada día aspiro más, únicamente, a que me dejen en paz. Sé que esto es imposible, pero aún no le está vedado a nadie exponer sus deseos. Ni siquiera sé por qué le aguanto a usted sus peculiaridades –iba a decir excentricidades pero MP cambió la palabra a tiempo con inesperado tacto.
- ¡Huy, qué cúmulo de protestas! Usted lo que necesita es un cambio drástico en su vida, algo que le aleje de todas esas rutinas a las que está usted acostumbrado… Creo que ya sé lo que usted necesita: un viaje.
- ¿Cómo que un viaje?
- Sí, don Macario, todo en la vida es similar a un viaje. Hasta los términos que siempre se emplean son propios de un viaje. Siempre se han planteado los pensadores que no sabemos de dónde venimos ni adónde vamos. Así, si consideramos la vida como un viaje, cosa que yo doy por sentado y por indiscutible, y, en un determinado momento, nos ponemos en camino, nos encontraremos viajando doblemente, pues estaremos haciendo un viaje dentro de otro. Eso, créame, es lo que siempre viene bien cuando los espíritus, como en este caso el suyo, quedan anclados largamente en el puerto incoloro del tedio, la desgana y el aburrimiento.
- ¿Qué sugiere, que me apunte a esos viajes organizados de los viejos? Que a mis años vuelva al jardín de infancia, que viaje tutelado por un par de asistentes sociales y me lleven a ver promociones de productos que ni me interesan ni pienso comprar, y que, a cambio de eso, me paguen un menú del día baratito en cualquier hotel desierto de alguna provincia limítrofe, ¿Es eso lo que quiere? Porque, si es eso lo que me está diciendo, puede usted meterse el viaje por…
- No, don Macario, de lo que yo hablo es de viajar en serio.
- Pues entonces aún le entiendo menos, porque si he de viajar de otro modo no sé cómo me las voy a arreglar, si ni siquiera tengo coche.
- Tampoco le hablo de viajar en coche, ¡vaya ordinariez! Le hablo de viajar en serio y, desengáñese, hoy en día, el único que viaja de verdad es el que lo hace a pie. Se lo aseguro.
- Pero, ¿usted cree que estoy yo en condiciones de echarme al monte y de ir por ahí de la ceca a la meca como si no tuviera donde caerme muerto?
- Justamente. Viajar, como le digo, es la única manera de no acabar prematuramente muerto de aburrimiento, de tristeza, de falta de deseo por la vida, que no otra cosa es lo que le sucede. Pues sepa usted que el tedio es enfermedad de consecuencias peores que el cáncer, aunque esta ciencia nuestra, en la que tanto confiamos, no lo tenga por tal.
Don Macario no respondió esta vez airadamente, porque en la proposición de Serafín el Renuncia había algo que le llamaba la atención, aparte de la originalidad.  Y era la total fe de Serafín en su discurso.

06 marzo 2014

XVI.- El Renuncia: Los poetas callejeros

Un muchacho de rostro sereno y gesto agradable, aseado, modesto en su atuendo pero no mal vestido, se acercó. Cuando se encontró a su altura enseñó los dientes blancos con la mejor de sus sonrisas y, acompañándose de una mirada limpia y directa, les dijo:
- ¿Quieren colaborar con nosotros?
- ¿A qué llamas tú colaborar? –le espetó MP con cara de pocos amigos.
- Primeramente a que me escuche y después, si le parece, a que contribuya al sustento de mi compañera y al mío, ambos servidores de usted, y, de profesión, poetas.
- Tú dirás –dijo MP, mosqueado como cada vez que alguien le abordaba por la calle.
- Estamos haciendo poesía para no morirnos de hambre – y le tendió un fajo de hojas arrancadas de un diminuto bloc con poemas escritos a mano.
- Pues, si lo conseguís, tendréis mucha más suerte que el novecientos noventa y nueve por mil de los poetas –dijo MP sin tomar las hojas que le ofrecían, pero algo sorprendido por lo original de la propuesta.
- No crea usted, –dijo ingenuamente el muchacho- que hay días que sacamos para comer, y eso que somos dos.
- Pues entonces debe tratarse de una poesía muy buena y, ¿es vuestra?
- La que le voy a dar a usted sí –dijo alargándole una cuartilla plegada, que se sacó del bolsillo de atrás del vaquero, y que guardaba para los potenciales clientes que le parecían de cierta entidad.
MP la desdobló, carraspeó, sacó las gafas y leyó de mala gana:

“Se han marchado los gitanos que sembraron las higueras,
las matas de calabaza, los tomates, las chumberas…
Se han ido de la cañada al barrio de las cocheras,
donde la piel de pollino se hace chapa carrocera,
donde el ladrido del perro ya es aullido de sirena.
Apenas abandonadas las chabolas de madera,
de uralita, de cristales, de pladur y de escombrera,
con pisos de sintasol, tabiques de cartón piedra,
tres buldózer se disputan el terreno con fiereza,
muerden y arrasan con prisa, con miedo a que la miseria,
de inquilinos renovados, brote ocupando la tierra.
Mientras, las gitanas viejas, arracimadas de niños,
cargadas con muchas cestas, no saben mirar al frente,
siguen mirando a sus puertas y ven cómo van quedando
sus desvelos y sus días laminados por la bestia.
Se han marchado los gitanos que sembraron las higueras,
las matas de calabaza, los tomates, las chumberas…”

Cuando termina de leer los versos le pasa la cuartilla a Serafín que, tras leerlos, dice:
- Me recuerdan el último realojo de La Gavina.
- No es que se lo recuerde, es que de ese desahucio trata –dijo el muchacho.
- ¿Y a vosotros qué coño os importan los gitanos, es que no tenéis bastante con lo vuestro? –dijo MP.
- Las historias de todos son también parte de nuestra vida y, tal vez, aún lo sean más esas historias que, como ésta, nunca se escribirán, a menos, claro, que lo hagamos los poetas.
- ¿Y por qué los poetas? ¿Qué tienen de malo los periodistas?
- Porque los poetas escribimos desinteresadamente y hacemos de lo irreal cosa concreta y, a veces, trasmutamos lo desconocido en sentimiento y, a más razones, porque tenemos fama de no ser mentirosos, como pueden serlo los autores de otros géneros literarios. Porque los poetas, sépalo usted, hacemos que la realidad sepa a emoción propia, nunca al revés. Y cada uno de nosotros traducimos los sentimientos a nuestra lengua. En realidad, sólo somos traductores. Los periodistas siempre trabajan para alguien. Nosotros, los poetas, somos libres.
- Pero, ¿por qué defendéis a una gente que se instala donde quiere, como en una cañada, que ya lo dice el poema, en un terreno que no les pertenece?
- Porque si a los que no tienen nada se les niega el derecho a vivir en la calle, pretextando que la calle y aún los caminos medievales también tienen dueño, usted me dirá qué les queda a los desheredados.
MP, a su pesar, tuvo que callarse, pues el razonamiento del muchacho le había desarmado. Se echó mano al bolsillo y dijo:
- ¿Qué te debo?
- ¿Se le debe algo a quien te enseña a mirar? La poesía no tiene precio y muestra algunas veces lo que no sabemos ver. Ya me doy por pagado si le ha servido a usted para percatarse de algo.
- Muy bien contestado, –dijo Serafín- porque el poeta no escribe para vivir, escribe para que vivan los demás. Un poeta es un ser desprendido que no puede trocar su talento por dinero. Bien le daría yo cuanto llevara encima, mas nada llevo porque lo mío es también, sin ser en puridad poesía, la mera renunciación al mundo.
Vaya diálogo de altura para ser dos muertos de hambre, se dijo MP. Y dándole un euro al muchacho le devolvió la cuartilla y le deseó suerte. Se alejó el poeta, tras hacer una leve inclinación de cabeza, con esa dignidad y ese tipo escuálido de tardo adolescente, que el hambre le ayudaba a conservar.
Callados, continuaron caminando. Serafín orgulloso de haberse sincerado con un alma gemela, el poeta; Macario contrariado porque Serafín, a la primera de cambio, se hubiera puesto de lado del primer mindundi que les abordara por la calle. Pero, considerando el estado de Serafín, no le pareció raro que no pensase que tuviera nada que perder quien ya daba todo lo que no tenía por perdido. Y viendo que era hora más que cumplida dijo:
- Creo, Serafín, que podríamos comer algo.
- Bajo las premisas que usted ya conoce, don Macario, aceptaré honrado su invitación.
MP, dando un gruñido, dijo:
-¡Hay que joderse!
Y se encaminaron a una tasca cercana.

05 marzo 2014

XV.- El Renuncia: La mujer ideal

Serafín, tan pronto como don Macario se sentó a su lado, le puso en antecedentes sobre el doctor Machado. Cuando el Renuncia terminó, MP caviló un minuto antes de abrir la boca.
- Ese hombre no puede ser médico –sentenció MP.
- ¿Por qué no?
- Porque no se hubiera avenido a la condición que tiene ahora. Un médico, sea cualquiera su padecimiento, tiene recursos y está siempre respaldado para alojarse en una buena residencia y ser atendido sin pasar penurias.
- Le recuerdo que yo soy empresario, nada menos, y me hallo en esta situación por propia voluntad y decidido convencimiento.
- A usted le tengo por un caso raro. De esos que, siendo yo niño, decía el maestro de mi escuela que eran las excepciones que confirmaban la regla. Cosa, por cierto, que yo no entendía y que me parecía un modo de salir por encima. Porque, digo yo que a fuerza de excepciones, las reglas, en lugar de confirmarse, se desvanecerán. Pero así lo decía el maestro y así lo digo yo.
- ¿Es que usted no se ha visto nunca en situaciones en las que jamás había pensado en encontrarse?
- Pues sí, pero solamente cuando murió mi esposa. Durante el resto de mi vida han sido todos mis pasos calculados.
Sólo en ese momento se posó una sombra en los ojos de MP.
- ¿Hace mucho de eso?
- Poco más de dos años.
- ¿De qué murió?
- Murió a lo tonto. Un loco, o un borracho, o un drogado, o vaya usted a saber un qué, la atropelló en un paso de peatones.
- ¿Es que no se detuvo?
- ¿Es usted tonto? Ni se detuvo, ni lo detuvieron, ni se ha sabido de él o de ella hasta la fecha.
Serafín dejó de preguntar pues el ceño de don Macario estaba fruncido y su expresión era taciturna y también algo amenazadora.
- Las mujeres son la sal de la vida –dijo Serafín por ver si don Macario relajaba aquel gesto tan hostil de su faz.
- La mía era la sal, el vinagre, el aceite, el azúcar y todas las demás especias reunidas.
- Pues a mí, sépalo usted don Macario, lo que me gustaría es encontrar una mujer romántica. También yo, sin tener su experiencia, me he dejado seducir por el irresistible hechizo femenino. Verá usted: He soñado tantas veces con una mujer que fuera capaz de hacer mil y una locuras por amor, que hoy vienen parejas a mi mente las palabras mujer, ilusión y entrega generosa. Imagino una mujer a la que le interesen los hombres sencillos, que no busque más que a la persona, que no vea nada más en mí que el reflejo de su rostro en mis embelesados ojos. Sueño con una mujer que solamente busque que la quieran y que le den amor. Una mujer con personalidad y chispa, pero desinteresada. Alguien que no tema a los hombres sino que, al contrario, les inspire hondo respeto y cuyo atesoramiento de virtudes sea tal que, en lugar de deseo, inspire a los hombres fortaleza. No hace falta que sea guapa, aunque mi mente la imagine rubia, de ojos verdes, labios rosas y mucho corazoncito, usted ya me entiende don Macario. Sólo deseo que sea una de esas mujeres mucho más bellas por dentro que por fuera, de fuerte magnetismo pero de limpia atracción. Una mujer discreta que, a los hombres, más que inspirarles salaces frases al pasar, les haga pensar en el ser excepcional que el azar pone ante sus ojos y les provoque mudas, profundas e intensas reflexiones. Una mujer amante de la familia, que sepa cultivar su físico y su intelecto a la par y que carezca de inclinación alguna por lo banal, lo mundano y lo efímero. Una pensadora preocupada por la trascendencia y que medite para descubrir su interior y encontrarse consigo misma y, de este modo, se enriquezca espiritualmente de continuo. Alguien que sea capaz de pensar en otra vida, es más, en otras vidas paralelas y posibles. Una mujer capaz, fíjese bien lo que le digo, de escribir un libro sin palabras, un libro de miradas que fuera totalmente comprensible. Una amante sencilla de los niños, las flores y la poesía. Un prototipo de ternura a seguir desde la infancia, un ser sin maldad ni doblez, un alma cándida en la que mirarme como en un espejo. Una mujer que busque mi compañía porque encuentre en mí lo que yo en ella: la felicidad complementaria. Una mujer venusina en su ideal pero que a mí no me identifique con Marte, porque ni de marciano ni de marcial tengo nada. O sea, que no espere de mí nada extraordinario. Que me vea sólo como lo que soy, un simple mortal dispuesto a darlo todo por y para ella. Aunque mi todo, en estos momentos, sea nada.
Con un rictus de introspección y mirando humildemente al suelo hizo un paréntesis Serafín para, después de respirar profundamente, continuar diciendo:
- Será siempre la rectitud de mi comportamiento y la generosidad de mi total entrega lo que la bella de mí percibirá. Ella, por otro lado, será siempre capaz de inspirar fidelidad, rectitud y verdad a la misma Santísima Madonna.
MP se sorprendió, al comienzo, del inesperado discurso de Serafín pero luego, observando perplejo la vehemencia de éste, olvidó su triste recuerdo y se vio captado por el apasionado alegato de la mujer soñada que aquel vagabundo, compañero accidental de banco, acababa de largarle.
- Muy alto apuntas, Serafín, compañero. Creo que buscas al unicornio. Me parece que has fraguado en tu mente una quimera.
- Todo lo contrario, don Macario, la mujer que yo imagino existe.
- ¿Cómo puede existir un ser humano que en sí reúna ese sinnúmero de perfecciones?
- Porque la naturaleza es más sabia de lo que creemos y, para toda necesitad, pone un remedio sencillo y, para colmar los anhelos de todo ser, produce, de modo natural, su complemento. Lo tengo comprobado.
- Y, si existe, ¿tendrías la bondad de decirme quién es el objeto de tu inspiración?
- Si promete usted discreción y respeto, le confiaré este secreto que guardo tan celosamente o más, si cabe, que el origen de mis votos de renunciador.
- Prometo –dijo MP con gesto solemne.
- Maleni Gracia.
- Pero, ¿cómo? ¡Maleni Gracia! Pero si es una…, una… bailarina, una chica del Play-Boy, una famosilla… -y ahí, don Macario se cortó a tiempo de decir una petarda, como en algunos círculos de acreditados tertulianos televisivos se calificaba a la aludida.
- Ya veo –dijo Serafín, ciego y sordo a todos los matices- que también usted, don Macario, conoce sus dotes de actriz, de show woman, de cantante, de presentadora, de intérprete, que recuerda sus actuaciones en el cine, en la televisión, su labor como reputada conductora de programas y hasta el lado sexy de esta luchadora innata e infatigable por la vida. Cómo me gusta, don Macario, que entienda usted lo discreto pero, a la vez, profundo de mis inclinaciones, que ahora comparte y, haciendo honor a su palabra, espero que jamás revele.
Y MP, persuadido por la calmada experiencia que en las lides del amor dan los años, renunció a razonar con aquel enamorado y rumió entre dientes lo escuchado y, exclusivamente y para sus adentros, dijo su frase favorita en estos casos: “¡Huy copón!” No obstante, añadió ya en voz alta y sin mucha esperanza:
- No dejará, amigo Serafín, de aprender usted de las mujeres pues, pese a unos criterios de tanto fundamento como los que usted manifiesta, no deja de ser el trato directo una fuente de conocimientos más útil, cercana, continua y aleccionadora.
- Ya daría yo una de mis manos por tenerlo con la mencionada. Ese trato, digo, don Macario.
- Guarde usted sus dos manos por si, dado el caso, pudieran hacerle falta y reflexione sobre lo que le digo.

Pero no hubo forma. Se hizo el silencio. Dejaron el banco, dirigieron un gesto de despedida al doctor Machado y, luego y en silencio, caminaron un rato. Serafín el Renuncia iba absorto en la ensoñada contemplación de su admirada dama, buscándole, si cabe, aún más perfecciones de cuantas, a su parecer, ya reunía la señora. Pero MP cavilaba sobre la distorsión que los sentimientos hacen sobre las cosas y como, de entre ellos, el amor es el más infeccioso y tóxico pues, además de provocar periódica o constante calentura, no es infrecuente que produzca delirios que, quien observa, sabe engañosos, pero que son tremendamente veraces y creíbles para el que los padece. Pero, ya  se guardaría él muy mucho de influir con palabra alguna de menosprecio en los hondos sentimientos que su compañero de paseo, aquel orate renunciador e incomprendido, le había confiado. Que no era él ningún amigo, por ponderadas razones que tuviera, de ejercer de cagaflanes.

04 marzo 2014

XIV.- El Renuncia: La dignidad

A MP, tras su conversación con el rumano, se le esfumaron las ganas de caminar. Olvidó también sus aviesas intenciones contra perros y perreros. Se dio la vuelta. Desistió de ir a La Gavina. Por ese día no quería ver más pobretería. Si la había encontrado donde no esperaba, ir a La Gavina era apostar sobre seguro. Le parecía que contemplar la miseria era como retrasar el reloj de la vida, pero no para volver a encontrar la juventud, sino para topar con fantasmas que creía desaparecidos y olvidados.
Era mediodía. Buscaba el lado sombrío de las calles porque el sol a esa hora ofendía. Los comercios cerrados y los pocos peatones caminando despacio y con aire despistado le confirman que era domingo. Los días laborables la gente caminaba rápido y él, sin darse cuenta, aunque fuera sin prisa ni rumbo, terminaba caminando como ellos. Era un placer, pensó, que fuera domingo y que los pocos que caminaban fueran despacio y con aire errático, deambulando como a la deriva.
Había algunas plazas soleadas y de ambiente agradable cuyas terrazas estaban llenas de gente. Algunos leían el periódico mientras tomaban el vermú, otros engullían aperitivos en los concurridos bares de tapas y algunos, negros o árabes en su mayoría, tenían sus mantas extendidas en el suelo con discos pirateados, o sus baratijas prendidas con imperdibles en paraguas abiertos. En las esquinas más discretas grupos de dos o tres prostitutas observaban el acercamiento, más o menos disimulado, de potenciales clientes. Algunos conversaban brevemente con ellas, les preguntaban el nombre y regateaban. Los más se iban, pero siempre se quedaba alguno  que, en llegando a un acuerdo, se marchaba con alguna de ellas pasándole confianzudamente a la mujer el brazo por los hombros.
Pasaba MP muy digno ante dos de ellas. Una, por lo bajo, le incitó:
-        Vente conmigo, grandullón, que lo vas a flipar.
-        No tenéis dignidad, ¡golfas!, más os valdría trabajar.
-        ¿Dignidad, abuelo? –chilló una de las aludidas, estirándose felinamente sobre sus zapatos de plataformas- ¿De dignidad me hablas a mí y me llamas golfa?, ¡cabrón de mierda!... Mira, llevo dos años en tu puto país, no tengo papeles, la administración sólo me pone trabas. Los empresarios no me contratan porque no los tengo. Los de la economía sumergida me explotan y cuando quieren desaparecen sin pagarme. Así que por eso me hice puta. Y, ¿sabes una cosa?: en la calle nadie pide papeles a nadie, en la calle todos volvemos a ser iguales, como cuando nacimos, y es duro decirlo y entenderlo, pero la calle me ha devuelto la sensación de ser libre, de ser normal. A veces la calle devuelve la dignidad a las personas. ¿Te enteras viejo asqueroso?
MP se dio cuenta, al instante, de que la había cagado. También de que el uso del idioma no era precisamente una muestra de la falta de integración de la ramera. Siguió apurado y presuroso calle adelante, deseando desaparecer, mientras la ofendida meretriz terminaba de lanzarle su airada diatriba.
Aunque se alejó rápido de su imprecadora, observó que había fulanas por doquier y ya de todos los tipos y pelajes. Esa mañana, al pasar, no vio ninguna. Se ve que en el oficio no se requería madrugar. También había bastantes policías. Los agentes estaban colocados estratégicamente por parejas y aun por tríos en las esquinas y los cruces, pero parecían relajados y charlaban entre ellos, sin poner, aparentemente, atención a nada. Los hombres anuncio surgían como setas según se acercó al centro. Los había por todas partes. Sobre todo proliferaban los que anunciaban pequeñas oficinas de compra-venta de oro y empeño de alhajas.
Siguió con su escapada por las callejuelas más vacías. Meretrices, ahora más orondas y maduras, con la carrocería bien pintada, ofertaban su cuerpo a los vejetes con tarifas adecuadas a la crisis e, incluso, grandes rebajas para los conocidos puteros habituales, que, en el negocio del puterío, también se primaba el consumo.
Esta vez, aunque le comprometieron, MP se ahorró comentarios y pasó de largo. Ya quedó escarmentado.
En los cruces concurridos hay más hombres anuncio y algunos transeúntes desaseados con mochilas sobadas y astrosas se mezclan con todo tipo de gentes que deambulan por la zona.
Enseguida dejó atrás los callejones y salió a una calle principal. En una esquina, sentado en un cartón puesto en el suelo, un hombre en calzoncillos muestra los muñones de las dos piernas con la mirada triste, pero ensayadamente digna, de un nazareno urbano. Tirada a su lado tiene una silla de ruedas plegable y delante un platillo con monedas. No muy lejos, hay una mujer que, tendida en un hule, muestra una pierna y un brazo extraña y horriblemente deformados. MP piensa que vaya día lleva y se encamina hacia el tramo final de calles, callejuelas y plazoletas que le lleva a su barrio. Sólo le queda atravesar la Plaza de los Jardinillos, frente a la magistral, y ya estará en su vecindario.
Esquiva a una mujer desgreñada con un saco de dormir azul celeste, orlado de brillante suciedad en cada uno de sus pliegues, que camina despistada oscilando de un lado para otro, como una náufraga perdida entre los viandantes. El saco es un reguño desordenado bajo uno de sus brazos y uno de los extremos casi arrastra por el suelo. Vuelve la cabeza y la ve alejarse errática, igual que venía. Nota que está cansado. Y, en el momento en que decide sentarse en uno de los bancos, es cuando se percata de que en la misma Plaza de los Jardinillos está sentado Serafín, mirando a un mendigo arrodillado que pide a la puerta de San Onofre. MP se alegra, por fin una cara amiga. Por un momento, se imaginó MP que se había colado, por una rendija del tiempo, en la España de la novela picaresca. Y, cuando vio al Renuncia, no acertó a decidir si acababa de escaparse de esa época o se metía definitiva y aún más profundamente en ella.
-        ¡Serafín!

-        ¡Hombre, don Macario! ¡Cómo me alegro de verle!