Hay historias que dan vergüenza a algunos. Incluso hay episodios de la Historia, esa que no paramos los humanos de escribir cada día, que también abochornan casi de continuo. Y de las pequeñas historias, locales o familiares, a la Historia de la Humanidad no hay tanta distancia, pues en realidad todas ellas las protagonizamos las personas.
Esta es la historia de
dos hermanos.
Los dos habían nacido
en el pueblo. El mayor se llamaba Pascual y el menor Urbano. Se llevaban casi
diez años de diferencia. Eso había hecho que sus vidas fuesen muy distintas.
Pascual, en cuanto
acabó los estudios primarios, dejó los libros y ayudó a su padre en las tareas
agrícolas y, con los años, fue relevándole paulatinamente de los quehaceres a
medida que éste envejecía. En los últimos años el viejo estaba enfermo y se
convirtió también en una carga para Pascual y para su anciana madre. Pascual,
afincado y casado en el pueblo, fue durante años el sostén de sus padres.
Cuando ambos murieron, Pascual, que andaba ya por los cincuenta años, se sentía
el dueño de todo, especialmente de la gran finca que fue de su padre y que él
había cuidado y mejorado con esmero a lo largo de tantos lustros.
Urbano, el pequeño,
tuvo otra suerte. Terminada la escuela, los padres, viendo ya con ocupación al
hermano mayor, le enviaron a un internado donde continuó sus estudios y,
después, a la universidad donde los concluyó. Luego consiguió una plaza por
oposición en la administración, se casó y se desvinculó cada vez más del pueblo.
La diferencia de edad
en un principio y, posteriormente, las distintas ocupaciones e intereses les
hicieron descubrir a los hermanos, justo tras la muerte de sus padres, un piélago
de frialdad y lejanía entre ellos. Sin embargo, esa indiferencia, a la que
contribuyó también la distancia y el trato cada vez menos frecuente, derivó en
un enconamiento entre ambos que se produjo al tener que compartir la herencia
de sus padres. Entonces un abismo de rencores se abrió entre ellos.
Poco valía la casa y
menos valor aún tenían los enseres de los padres. Pero el campo era una hermosa
finca casi rectangular, lindante con la carretera y con un nacedero de aguas,
de unas cien hectáreas de por junto. La propiedad de esa riqueza, lejos de
avenir a los hermanos, hizo aflorar en ellos la semilla del resentimiento. Pero
en la herencia quedaba claro que la mitad era de cada uno.
Pascual, en su fuero
interno, pensaba que aquella finca la había levantado él con su trabajo.
Consideraba que había sido con los dineros procedentes de su esfuerzo con lo
que su hermano había podido estudiar y vivir toda la vida como un señorito.
Pensaba que era él, y sólo él, el que había cuidado siempre de sus padres
mientras su hermano se dedicaba a vivir como un pisaverde pasando de todo. Y
ahora tenía que compartir la finca con él, con él, que tenía una carrera pagada
con su sudor y un buen puesto en el que, hiciera bueno o malo, le caía todos
los meses un buen sueldo. Parecía mentira que ahora reclamara la mitad de una
finca en la que jamás había dado un palo al agua. Urbano, se decía, ya tenía
una carrera, lo suyo es que renunciara a su parte de la finca. Era lo menos que
se podía esperar de él
Urbano, por su parte,
se consideró un perjudicado a lo largo de su vida. Qué fácil lo había tenido
Pascual, sólo había tenido que quedarse en el pueblo, aprovechándose de la
hacienda de sus padres, dejándose llevar, acoplándose simplemente a lo que ya
estaba hecho, sin tener que haber buscado nunca un trabajo, sin tener que
estudiar, ni opositar. Toda la vida disfrutando él solo de una hacienda que se
imaginaba que era toda suya. ¿Que cuidaba de sus padres? ¿No sería al revés?
¿No fue él el que vivió con ellos toda la vida y a costa de ellos? Él sí que
había tenido que despabilarse, salir del pueblo, estudiar años y años y vivir
míseramente con cuatro cuartos para sus gastos. En cambio su hermano, sin abrir
un libro, con dinero en el bolsillo desde siempre, y todo gracias a un futuro
que su padre le dio hecho sin ningún esfuerzo por parte de Pascual, excepto el
de seguir la huella ya marcada. Su hermano había nacido de pie y él, en cambio,
había tenido que buscarse la vida. Qué menos que ahora, al fin, le
correspondiera por justicia la mitad de la finca. Y es más, se decía, ya que
nunca había percibido un duro de lo que rindió la finca en aquellos años, bien
podría Pascual partir con él el capital que hubiese.
Con estos sentimientos
no fue difícil que discutieran. Pero la ley era la ley y, como no podía
discutirse que la mitad de la finca fuese de cada uno, la reyerta entre ellos
se centró en el modo de repartirla. El odio busca siempre resquicios por donde
hacer palanca.
Al agricultor todo se
le volvían pegas porque, como él decía, no eran todas las tierras iguales: unas
eran casi pedregales, otras ricas en agua, otras arenosas, otras eriales, otras
eran espléndidas hazas…
Al funcionario todo le
daba igual y sostenía que a él tenían que darle sus cincuenta hectáreas y,
preferentemente junto a la carretera por si llegado el momento se podía
construir.
Como no hubo manera de
que se entendieran se vieron finalmente ante una juez. Ambos expusieron ante
ella sus sentimientos y su manera de pensar. La magistrada les escuchó tranquila.
Cuando acabaron, la señora juez dictaminó:
-
Siendo
ustedes hermanos y conociendo ambos sus tierras, sería un atrevimiento por mi
parte hacerles a ustedes una partición de ellas. Además estoy segura de que no
estarían de acuerdo con mi partición y, seguramente, con razón. Por lo tanto lo
que dictamino es que se haga lo siguiente: Primeramente, que, cualquiera de
ustedes dos, divida la finca en dos partes, teniendo en cuenta todos los
extremos que aquí han citado. En segundo lugar, y una vez que las dos partes de
la finca estén fijadas por uno de ustedes, será el otro el que elija en primer
lugar la parte que desea, quedando la restante para el que hizo la partición.
Así tendrán un reparto justo, equitativo y hecho, con conocimiento de causa,
por ustedes. Ninguno de los dos podrá quejarse Y les ruego que no ocupen el
tiempo de los tribunales con inquinas personales que los jueces no podemos
resolver. Compartirán ustedes las costas del juicio a partes iguales, como la
finca.