04 febrero 2013

III.-El Renuncia: Macario Prosopón




Macario Prosopón era un hombre al que no le gustaban los otros hombres y menos las mujeres y, para no faltar al igualitarismo en sus desprecios, tampoco los niños. No escapaban a su desapego, por decirlo de una vez, entidades, corporaciones, sociedades, asociaciones, sindicatos, partidos, gobiernos, ni cualquier otra forma política o social conocida en el presente o en el pasado. Bueno, había llegado a tal punto, que despreciaba hasta a las Oenegés. Eso, ya daba una idea. Macario Prosopón aborrecía, por principio, todo aquello que pretendiera inspirar solidaridad, civismo y, en general, todos esos nobles y altruistas comportamientos a los que hoy el gentío pomposamente llama políticamente correctos. Tampoco era menor su desdén por todas esas delicadas cosas que enaltecen, promueven, potencian, dignifican, desarrollan, realzan y hasta se atreven a decir que ansían poner en valor, nuestros modernos ministros y gurús de las políticas culturales, sociales, medioambientales, etc. y a los que todo el mundo aprecia por, verbigracia, su capacidad de trabajo, su honradez, su talento y su acertada visión de futuro.
Qué poca consideración guardaba, aquel hombre, hacia las sutilezas de sus semejantes, por justas, oportunas y acertadas que aquéllas fueran.
Macario Prosopón, desde ahora MP, gastaba pocas bromas y menos palabras y, las que empleaba, no dejaban lugar a dudas sobre sus pensamientos.
- Don Macario, ¿ayudaría usted a aquella venerable anciana, que va en silla de ruedas, a cruzar la calle por el paso rebajado, anejo al de cebra, a salvo de todo vehículo motorizado inmerso en el proceloso tráfico rodado de la moderna urbe?
- No.
- Pero, don Macario, ¿y si la anciana, tullida por el paso de los años, ajada por haber traído al mundo una docena de hijos, estuviera perdida y no recordara siquiera quien era, por obra de ese mal que, con los años, a todos puede hurtarnos la memoria?
- No.
- Pero, perdone que insista. ¿Y si la anciana de escaso y níveo pelo, caquéctica, tiritando, con lágrimas en los ojos, posara éstos en los suyos y le confundiera con uno de aquellos vástagos que tuvo, y que ahora andarán, por mor de la competitividad, diseminados por esas comunidades históricas nuestras, y le dijera: “¡Hijo mío, ayúdame!”?
- No.
- ¿Ni siquiera en este caso mostraría usted su lado más eminentemente solidario y filial?
- No.
- ¿Y no cruzaría, llevándole amablemente del brazo a la otra acera, a ese pobre invidente, a ese discapacitado visual,  o  a ese cieguecito de nacimiento que va tropezando, el pobrecillo de Dios, torpemente con tanto obstáculo y mobiliario urbano de última generación como encuentra a su paso?
- No.
- Sr. Prosopón, ¿daría usted un donativo para la lucha contra esa enfermedad que a todos nos acecha, consistente en la propia rebelión celular anárquica e incontrolada, y que vuelve nuestro cuerpo contra nosotros mismos en forma de neoplasias tumorales, y que se llama cáncer por ese mal gusto que tenemos y ese afán tan nuestro por abreviar?
- No.
- ¿Ayudaría usted, don Macario, a una persona caída en la calle, con probables síntomas de hipotermia, desnutrición y dipsomanía, que estuviera en un estado de desvanecimiento y que, presumiblemente, pudiera llegar a presentar una o más lesiones realmente incompatibles con la vida?
- No.
- ¿Y a un discapacitado físico, a su vez desfavorecido económicamente y consiguientemente discriminado socialmente por ello, con problemas psíquicos sobrevenidos a causa de una incipiente disfunción eréctil y agravados por una desventaja capilar producida por la alopecia androide? ¿No le prestaría su ayuda de alguna manera puntual?
- No.
- Pero, ¿y si además estuviera el suelo cubierto por el albo sudario de un palmo de nieve y la temperatura, por debajo de cero, unida al helado céfiro del norte hicieran insoportable la sensación térmica ambiental?
- No.
- ¿Y si se tratara de un gatito perdido, famélico, excluido de la acción benéfica y social de las distintas protectoras de animales, a punto de ser aplastado por las ruedas de cualquier vehículo a motor, no lo socorrería usted? ¿No brotaría de usted, espontáneamente, su lado más humano? ¿No saltarían en su cerebro todas las alarmas que rigen la ternura más básica?
- No.
- Pero, ¿y si además fuera Navidad y estuvieran sonando, de música de fondo, esos villancicos de toda la vida con los que nos regala la megafonía parroquial o municipal, recordándonos nuestros orígenes cristianos mientras amablemente nos incitan a ese consumo generador de empleo? ¿No brotaría de usted su lado más espiritual y trascendente? ¿No se desbordaría ese torrente de calor humano que hasta el más insensible de los hombres alberga en sus entrañas?
- ¡Que no, coño!
- ¿Qué haría usted don Macario con esas personas que, ajenas a la condición de sus semejantes, bien disminuidos físicos o psíquicos, o con hándicaps de distinta índole, aparcan en las plazas reservadas para ellos o suben sus coches en las aceras haciéndolas inviables o los dejan tapando los pasos rebajados para sillas de ruedas o incluso en los mismísimos pasos de cebra?
- Condecorarles por su adaptación al tráfico urbano.
- Entonces todas las personas enfermas o discapacitadas, ¿no podrían salir a la calle?
- Exacto, lo mismo que los coches no entran en sus casas.
- ¿Y qué haría si topara con un cérvido herido en el bosque y éste, el cérvido, le mirara con esos ojos tan humanos, tan tiernos, tan brillantes, que dicen que hasta lágrimas echan, implorando su socorro y su solidaridad animal?
- Rematarle.
- No me diga que anda usted armado a todas horas a lo largo y ancho de este pacífico país. No me diga que no dudaría usted en mostrar su lado más violento.
- ¿Armado?, con un golpe de faca en el cuello bastaría para despenarlo.
- ¿Pero no me diga que sería capaz de comerse luego a un animal así, a una joya de la naturaleza, a una alhaja de nuestro ecosistema, a un ser que vio vivo y al que pudo ayudar en su propio biotopo? Repita conmigo que se lo comería, he de oírselo decir para creerlo. Dígalo.
- Pues claro, a fuerza de pan.
- Y, ¿qué me haría con esos automovilistas que no respetan a los peatones y que no paran en los pasos de cebra y que incluso llegan a atropellar viandantes en los citados pasos causándoles desde distintos traumatismos hasta lesiones de tal incompatibilidad con la vida que terminan real y literalmente muertos?
- Pagarles el chapista o, en su caso, coche nuevo. Y a los reincidentes, ¿cómo le dicen? Ah, sí, uno de alta gama, a elegir.
- ¡Oh, don Macario!, sin duda es usted un bromista,
- Si usted lo dice.
- Hoy en día, don Macario, está de moda el revival de las viejas tradiciones, de la recuperación de las cosas de antes, del recuerdo de cómo se vivió en tiempos pretéritos. ¿Sería usted tan amable de contarnos algún juego de cuando usted era niño? Por favor, muéstrenos su lado más infantil y desenfadado. Usted, tiene que tenerlo.
- Pues claro. Cazábamos una hurraca viva. La pelábamos por completo a excepción de las alas y luego la soltábamos. Había de verse cómo el resto de las aves la tomaban con ella. Debía ser porque no le perdonaban el ser distinta. Como la vida misma, no le digo.
- ¿Y no recuerda algún otro? No sé, algo, algo que mueva a la ternura, algo que nos hable del desamparo, de la inocencia, del candor de aquel niño que, sin duda, debió ser usted algún día.
- Sí, otras veces le sacábamos los ojos y luego la echábamos a volar. Había de verse como se daba de  porrazos contra todo, la muy handicapada.
- ¿Y a qué otras cosas se dedicaba usted de pequeño, don Macario?
- A tirar piedras a los otros, a matar pájaros a cantazos, a coger nidos, a ver capar los cochinos, a asfixiar pichones, a sangrar pollos, a cazar lagartijas y otros reptiles a chinazos, a coger murciélagos, a apedrear gatos, a cortarles el rabo a los perros, a ponerles lazos a los conejos, a hacerme panderetas y zambombas con los pellejos de distintos mamíferos y, también, a hacer de monaguillo.
- ¿Nos está usted diciendo que sólo disfrutaba produciendo esos graves desórdenes en el ecosistema medioambiental a la par que torturaba a los seres vivos del entorno? ¿Es ese, realmente, el alcance final de sus palabras, don Macario?
- Pues sí. Y a hacer de monaguillo. ¿Pasa algo?
- Y entonces, usted, cuando ve uno de esos autocares en los que realizan excursiones personas de avanzada edad o con distintas discapacidades, disfrutando así de los años de vida que les restan pese a sus muchas mermas, ¿qué es lo que usted siente? ¿Qué sentimientos afloran a su mente? Díganos don Macario.
- Pienso que no me extraña un pelo que tantos dictadores se liaran, en su día, la manta a la cabeza y cortaran por lo sano.
- Pero no me diga que comparte usted esas ideologías extremistas, que apoya sus ideas, que se atrevería usted a abogar por la implementación de tales comportamientos, amén de inhumanos, significativamente extremos.
- Yo ni comparto, ni apoyo, ni abogo. Sólo he dicho que no me extraña.
- Pero, ¿cómo puede usted decir eso? ¿No le preocupa que se malinterpreten sus palabras? ¿No le importa que le puedan tomar a usted por un, no sé cómo decirlo, un extremista, un loco, un fanático?
- No. Lo que yo tengo son las ideas claras y voy por la vida sin complejos. Eso es lo que molesta.
- Por favor, una última pregunta…
- No señor. Ya estoy harto de oír gilipolleces.

02 febrero 2013

II.-El Renuncia: De zapatos y espejos



Mientras caminaba miró sus zapatos. Habían sido unos zapatos suaves, flexibles, de un cuero finísimo parecido a la cabritilla, ese género que se solía emplear para guantes por su extremada blandura y flexibilidad. Fueron, y aún lo eran, unos zapatos confortables, elegantes y, sobre todo, cómodos. Pero habían pasado dos años y, en los contenedores, no había encontrado mejores sustitutos. Por el extremo cuidado de su curtido, el cuero, ya tan sobado y fino como una badana, no había llegado a romperse pero, sin embargo, aparecía ajado allá donde el pie doblaba y mostraba un sinnúmero de arrugas, casi simétricas que, llenas de mugre por la falta de limpieza, les daban una apariencia más desastrada y sucia que si acabara de cogerlos de un cubo de basura.
Mirando las arrugas de aquellos zapatos finos les encontró, o quiso imaginar en ellas, cierto paralelismo con las del pellejo rugoso de su cara. Era fino también y ya tiraba a viejo, y estaba resecado por la intemperie, amén de áspero, casi de continuo, por lo irregular de los ocasionales afeitados. Recordó entonces el espejo de casa, aquel espejo amigo que tantos años le acompañó día tras día en la agradable calidez del cuarto de baño. Supo entonces que, por el roce, aquél estaba compinchado con él y por eso le devolvía, al afeitarse, imágenes amables del inapreciable deterioro diario. Aquella hermosa luna, halagadora cotidiana, tenía la virtud de volver imperceptible el avance del tiempo. Era aquél un espejo afín a él, continuamente frecuentado, que le devolvía una imagen amorosamente distorsionada de sí mismo, así que, en él, se contempló siempre con benevolencia. Fue, sin duda, uno de los muebles de la casa a los que más cariño profesaba y a los que más tiempo dedicó. No se dio cuenta hasta ese día.
Ahora, a decir verdad, no eran muchas las ocasiones que tenía, viviendo en la calle, de mirarse detenidamente en un espejo. Además ya no era igual, eran espejos ajenos, desconocidos, comunes, espejos de urinarios públicos, de malolientes retretes de tabernas, de los servicios sucios de las estaciones, de letrinas hediondas y olvidadas, que incluso solían, además, estar empañados, mohosos, arpados, rotos o eran espejos enfermos que, con el azogue carcomido por los años, mostraban un cristal con aspecto de cancerosa podredumbre. A nadie podían gustarle aquellos espejos ordinarios, evidentemente sinceros, que, en su grosería, te devolvían una imagen no deseada, una imagen que no querías ver, como si te lanzaran un escupitajo descarado desde la otra parte del cristal. Así de soez era la realidad.
Parecía mentira que se hubiesen pasado un par de años. Él no lo había notado, pero los zapatos sí y no hacían sino recordárselo desde que, sentado en un banco del parque, había reparado en ellos y los miraba tan detenidamente como si fueran la cara familiar de un pariente estropeado por los años. Eran zapatos de tafilete, algo que ya no se hacía o, que si se hacía, se hacía para cuatro caprichosos dispuestos a pagar por un par una fortuna.
Fue lo último que compró antes de que muriera su mujer. Y el recuerdo le llenó de ensoñación. La muerte aquella fue una muerte mentirosa. Al menos, a él, le engañó. Fue repentina, como cuando a un niño se le revienta un globo. Tan asustado como sorprendido, tardó en entender.
Él era por entonces un hombre de fortuna. Su negocio marchaba. Hasta el punto de que, con unos cuantos becarios, gobernados por otros pocos contratados, con contratos basura, le bastaba para que aquello prosperara. Sólo pagaba un sueldo en condiciones: el de aquella gerente pelirroja, tan espabilada que era la única que percibía, en puridad, lo justo por llevar el peso del negocio. Él ya llevaba años dedicándose al ocio.
Pero, luego de entender la magnitud de aquel adiós inesperado, supo de sí mismo que ya no se necesitaba. La simpleza del asunto se le hizo evidente. Ya no quiso más aquel espacio que había sido su casa suntuosa. Abandonó el negocio en manos de la gerente jara. Dejó todo y se dio a la renunciación, que venía a ser igual que el ocio, sólo que sin dinero ni propiedades de consideración.