16 febrero 2012

El Jardín de Sigüenza


La maleza se ha comido El Jardín. Las bardas airosas yacen, a trechos desmoronadas. El estanque, con una costra de dos dedos de hielo, quiere ya reventarse por una esquina. Sólo queda en pie una de las dos casas. La coqueta y diminuta piscina en forma de riñón está rellena de lodo helado. Al mirador se le han movido las piedras. Han reventado las terrazas. El camino, comido por tierras de labor, es una sendilla poblada por cardos borriqueros y un hilillo de agua. La puerta principal está atascada. Los gruesos llavones de tubo han olvidado su misión y, oxidados, hace ya muchos años que no copulan con unas cerraduras hoy amortajadas por el hielo y con las tripas, antes suavemente aceitosas, atascadas de orín. El venero del agua se ha secado, o seguramente cegado, y da pie a que el agua que almacena salga al albur por ojillos que ella misma horada donde puede. Hay trochas entre la broza hechas por animales, tal vez corzos, jabalíes, cabras u ovejas. Entre los árboles salvajes, que hieren con sus ramas más bajas, aparecen tocones de árboles tronchados por el viento, tumbados por él y, sus cadáveres podridos, descansan en los terreros llenos de maleza. Y todos los frutales han muerto.
Aún se ve un viejo velador, junto a un nogal hermoso, con sus bancos de piedra alrededor y uno de ellos, partido, le sirve de almohada a un tronco enorme. Los balates de los bancales y de las terracillas que escalan la ladera se han reventado o yacen aquí y allá, tripudos, a punto de parir, el día menos pensado, la tierra que llevan sujetando en sus entrañas tantos años. El invernadero ha perdido todos sus cristales y quedan sólo las estanterías de los tiestos y el casco de alguno con un geranio muerto. El tinao de los conejos, de las ocas, las gallinas y los pavos reales está destartalado, agrietado y con las vigas del techo carcomidas, y varias, ya partidas, han dejado caer las tejas y dejan ver el cielo.
Rezuman agua, en la parte alta, los mechinales del muro de contención. De la casa ya hundida, nada hay que decir, porque hay palabras que son definitivas. De la que hay aún en pie, sólo la parte baja induce a engaño. Cuelgan aún algunos candiles de las paredes llenas de telarañas. En la cocina queda una trébede torcida y herrumbrosa en el lar con restos de los últimos tizones. Las vigas que sujetan la planta de arriba se han combado y otras, descarnadas al caerse el yeso, están podridas y apuntaladas torpemente por cuatro gatos de albañil y un tablón blanquecino. Las alcobas de la planta de arriba son yacimientos de polvo, de manchas de goteras, de hundimientos en el suelo y en el techo, de ventanas partidas, de excrementos de palomas, de nidos viejos y hasta el cadáver podrido de un gato, en una posición extraña y convulsa, remueve el cuerpo al que lo ve. Por una escalera que se sostiene de milagro se puede ver la cámara, el armazón que sujeta el tejado con las tejas partidas, movidas por el viento, medio desordenadas, y una claraboya sin ventana que bosteza al viento solano desde arriba.
Delante de la casa, la mesa de piedra que presidió tantas jornadas de verano se ha desprendido de una de sus esquinas.
Dicen que esta finca novencentista era de una empresa del textil y que, en los años cuarenta del pasado siglo, hubo de pagar con ella a unos prósperos comerciantes del ramo. Conoció entonces años de pujanza. Cuentan que todos sus parterres estaban cultivados y que la hiedra hacía túneles de sombra guiada en los caminos por arcos de metal con hileras ensartadas de alambre entre unos y otros. Dicen que en la explanadilla, delante de la casa que aún se mantiene en pie, se celebraban fiestas y cenas estivales en torno a la mesa de piedra que hoy está mutilada de una de sus esquinas. Dicen que en el mirador cuadrado  se sentaban los dueños a ver ponerse en sol en las inacabables tardes de verano mientras iban apurando apaciblemente un vaso de vino espeso, dulce y abocado.
Hablan de risas, de gritos excitados de niños jugando al escondite ente los setos, entre las enredaderas, entre las matas esbeltas de las judías verdes de la huerta, divertidos por los saltos de nivel de las terrazas, ausentes de miedos y llenos del jolgorio salvaje de la infancia. Hablan del ruido de chapoteos en la alberca de piedra, de gritos de madres asustadas por la profundidad del agua fría, recién salida del venero, que llenaba de risa los chapuzones infantiles y de ahogos el alma siempre atenta de las madres. Hablan de jardineros y hortelanos, asiduos del cuidado de la espléndida huerta a la solana. Hablan de criadas presurosas, de bajadas y subidas al pueblo a por las compras.
Los niños se hicieron hombres y mujeres. Los padres, viejos. El dueño, raro. Porque no hay como el tiempo para hacer que a la gente le salga una piel dura y amarga. Al cabo de los años sólo quedó un hortelano que criaba conejos como asiduo usuario del jardín. Ese fue el último que dio el aviso al dueño.
-        Don Bruno, que una de las casas, si no repara usted el tejado, pronto amenazará ruina y puede hundirse.
El viejo, desde Barcelona, al otro lado del teléfono, quién sabe por qué miserias afectado, por qué rencores vencido y armado, por qué iras ocultas hacia lo que era suyo, por qué malas bilis o por qué sinrazones tan inhumanas o por qué desesperanzas tan humanas, tras unos segundos contestó lacónico.
-        Que se hunda.
Y la secuencia de tonos del teléfono colgado dejó en suspenso la existencia de aquella finca: El Jardín. Y todos los recuerdos de sus moradores volaron espantados en todas direcciones como un bando denso de jilgueros ante un escopetazo.

12 febrero 2012

Medicina privada: los mejores en lo suyo


Acosado por los dolores, no sabía qué hacer. Buscó, tras dudar de la eficiencia y la atención del equipo del hospital de la Seguridad Social, un especialista de renombre, una clínica avanzada, lo último en cirugía láser y en otras técnicas de las que, como de esta última, no sabía nada en puridad, excepto lo rimbombante del nombre.
Le pidieron, sólo por una consulta, un dineral, pero le dijeron que iba a verle el número uno en España. Vamos, uno de esos médicos a cuyos pacientes se les llena la boca con palabras  como: eminencia, genio, talento, mago.
Viajó a Madrid. La moderna clínica estaba montada en el barrio de Salamanca y ocupaba los bajos de un gran edificio. En el luminoso y espacioso recibidor, y tras un mostrador ondulado, dos recepcionistas guapas, con una cuidada simpatía que nunca llegaba al interés, le tomaron amable, pero concienzudamente, sus datos.
Le indicaron después que pasara a una elegante sala de espera alfombrada y llena de sillones grandes y mullidos. Tras poco más de una hora, una de las doctoras, de la media docena de discretos y eficientes profesionales que, callada y diligentemente, auxiliaban al Doctor, se presentó en la sala y pronunció su nombre mirando amablemente a todos los pacientes. Se levantó, con la sumisión que genera la esperanza, y la siguió.
En una pequeña sala de consulta, llena de aparatos, la callada doctora le fue haciendo pasar de unos a otros y, tras las comprobaciones, los tintados, las dilataciones de pupila, etc. iba tomando notas metódicamente en unas detalladas fichas dedicadas a parámetros médicos. La cara de la doctora al escribir los datos no indicaba nada, ninguna emoción, ni un gesto. Sólo de vez en cuando, como si lo tuviera pautado, sonreía al paciente y le decía: “no se apure, ha venido al lugar adecuado, el Doctor es el número uno en lo suyo”. En lo suyo seguro que sí, a la vista está –ironizó para sus adentros el paciente-, pero, ¿y en lo mío?
Y, las palabras de la doctora, no hacían sino acrecentar la incertidumbre sobre la importancia y el pronóstico de su dolencia. Casi le daba apuro, ante aquel rito silencioso, preguntar a la doctora lo que ella opinaba. Al fin, no pudo contenerse y le preguntó. Ella se detuvo un momento en sus anotaciones, miró fijamente los papeles, se bajó un dedo las gafas sobre el caballete de la nariz, le miró y, luego de un par de segundos, optó por decir mecánicamente: “Es mejor que espere a que el Doctor evalúe su caso pero, no se preocupe, está usted en las mejores manos.” Y, ante la respuesta, se arrepintió de haber preguntado.
De nuevo en la sala de espera, se deshacía en conjeturas sobre su mal. Así estuvo otro rato, cociéndose en su propio jugo de pensamientos, molestias, sensaciones y miedos. Al cabo de una hora, otra impoluta enfermera pronunció su nombre y le pidió que le acompañara a la consulta del Doctor. Siguió mansamente los pasos de aquella mujer con bata blanca y ésta le introdujo a la ansiada consulta: el corazón de la clínica, La Meca de su viaje.
Estaba vacía. Era un gran espacio rectangular, algo apabullante por las dimensiones, sin la aglomeración de aparatos que tenía la anterior. Pegada a una de las paredes había una silla grande de las que se usan para los reconocimientos oftalmológicos, subida en alto, sobre una gran tarima iluminada frente a una pantalla sin iluminar. En ella le pidió que se sentara y le dijo que el Doctor vendría enseguida. Dejó el informe sobre la amplia mesa del Doctor, que estaba enfrente, pero a un lado, con un ordenador sobre ella, y salió.
Desde su asiento elevado pudo observar la pared de su derecha llena de diplomas y titulaciones cuidadosamente enmarcadas, avales mudos de la competencia del hombre que, de un momento a otro, iba a hacerse cargo de su dolor, que iba a aplicar a su caso la ciencia con que aquel muro lleno de reconocimientos le avalaba y, seguramente, todo lo haría con la eficiencia que correspondía a la seriedad y reputación de aquella clínica. El Doctor iba a trasformar sus cuitas en un asunto propio. Ese era el trato.
Tras cinco minutos, una enfermera abrió la puerta y cedió el paso al Doctor. Sintió, desde lo alto de su sillón, que el juez de su causa había llegado. El oftalmólogo despidió con un gesto a la enfermera, saludó de soslayo al paciente y se sentó de inmediato a su mesa sin mirarle. Leyó el informe pausadamente sin levantar de él la cabeza durante diez minutos. Luego estuvo mirando otros cinco en la pantalla del ordenador. Era una mente concentrada.
Desde que el doctor entró tuvo tiempo de sobra para observarle. Era un hombre alto, que rebasaba los cuarenta, de tez blanca, pelo rubio, escaso y ondulado, peinado hacia atrás, ojos azules, atlético tirando a corpulento y con gafas de montura de oro. Llevaba la bata blanca descuidadamente desabrochada de modo que permitía ver un traje oscuro, elegante, cruzado, con botones dorados algo ostentosos, camisa de seda y corbata gris perla de grueso nudo Wilson. Su sólido empaque era la imagen misma de la solvencia, de la seguridad. Y, pese a sus molestias, el paciente esbozó una sonrisa ante la cuidada apariencia y puesta en escena del galeno: era, verdaderamente, la imagen de un redentor. Elegante, sí, pero un redentor.
Observó, interesado, la concentración que puso en la lectura de su informe y en los datos y figuras que sobre su caso aparecían en el ordenador. Y la imagen primera se afianzó en el enfermo. Todo parecía preparado para influirle confianza ante la aplastante  omnipotencia del Doctor que había llegado, tras hacerse esperar, precedido por todo aquel protocolo.
Finalmente, el Doctor levantó la cabeza hacia aquella especie de trono iluminado donde el paciente se encontraba. Sus deliberaciones habían terminado. Se quitó las gafas y se lamió ligeramente el labio inferior. Por fin, el Doctor, iba a hablar:
-        Creo tiene usted una lesión irreversible.
Dejó que sus palabras fueran asimiladas por el del trono. Tras unos segundos, el paciente dijo:
-        ¿Está usted seguro?
-        En mi opinión, sí.
El galeno esperó a que su confirmación produjera su efecto. Y como viera que el otro no contestaba, tal vez amilanado por su diagnóstico, añadió con un tono rotundo y triunfalmente esperanzador:
-        Sin embargo, escúcheme bien: yo tengo la solución.
Como el otro siguiera sin contestar,  para rendir su mutismo, dijo:
-        Todo depende de usted, claro.
-        ¿De mí?
-        Sí, como le digo –enfatizó-, yo tengo la solución, pero –bajó el tono- la decisión ha de ser suya. Se trataría de una punción láser que, al producir una micro hemorragia, facilitaría la fijación que su córnea necesita. Pero eso lo tiene que decidir usted.
-        ¿Tiene usted total seguridad en que no se fijará de modo natural?
-        En mi opinión, y sepa usted que mi mayor especialización es en córneas, no.
-        Y, ¿qué pasará si decido esperar y darle una oportunidad a la naturaleza?
El oftalmólogo hizo un gesto ampuloso con las manos –seguramente no esperaba encontrar esa resistencia en el paciente- y añadió en tono indiferente:
-        Su lesión se abrirá una y otra vez, usted ya conoce los dolores, y estoy seguro de que antes de dos meses nos veremos y será usted quien venga a mí y me pida la operación.
-        ¿Lo dice usted con un cien por cien de seguridad?
-        No, con esa seguridad no puedo decirlo desde un punto de vista médico pero, la opinión que usted me pide, acorde con mi experiencia, es que usted volverá en el caso de que no decida operarse inmediatamente – y concluyó vaticinando-.  Los dolores le traerán de nuevo.
El paciente, para su desgracia y las de otros, había visitado muchas consultas de médicos. Por eso toda aquella puesta en escena, lejos de impresionarle, le había hecho desconfiar. Había aprendido que aquellos despliegues tenían algo de teatral y que, la medicina privada, además de ser un servicio, al igual que la pública, no dejaba de ser un modo de ganar dinero. Además aquellas exageraciones nunca le habían gustado, le parecían un modo de amilanar a los pacientes, de quebrar las disminuidas defensas del que sufre. Sí, eso fue lo que le quitó la fe en el Doctor. Así que, venciendo el miedo, dijo:
-        Muchas gracias, doctor, pero ya veremos.
Al salir dijo a las recepcionistas que, mientras le preparaban la factura, iba a la máquina a tomarse un café.
-        No es necesario. Ya se la tenemos preparada.

08 febrero 2012

Fin de temporada


-        ¡Coño, cuánto echo de menos al Colás!
Sí, es cierto. Pero, sin embargo, me resisto a ir a verle. No quiero contarle que me he hecho cazador de nuevo. Y, menos aún, contarle mis cuitas.
El Colás, al contrario que yo, no ha dejado nunca de ser cazador en su cabeza.
-        ¡Papo, Sarvi!, si yo encontrara un compañero, aún me hacía con una escopeta y seguro que no quedaba mal. No como antes, o sea, pero mi papel lo cumpliría. Porque yo, antes muerto que rajarme. ¡Me cago en diole!
Y miro al Colás y veo a un anciano. Está entre los ochenta y los noventa. Tiene la espalda torcida. El pelo hirsuto, blanco. Camina de lado. Cojea, y se desplaza a golpe de meneo de cadera. Otea, más que ve, por un punto pequeño del centro de sus gafas.
-        Sí, es verdad –me digo- , pero, ¿y su cabeza?, ¿qué tendrá en su cabeza?
Hace poco me dijo que todavía creía que podía educarse la voz, o sea, por la cosa del cante. A punto estuve de decirle que él no necesitaba educación alguna, que, lo que había sido, bueno o malo, no tenía remedo ni cambio, pero que no pretendiera resucitar ni en el cante ni en la caza. Que lo escrito, escrito estaba. Me callé, ¿quién era yo para desengañarle? A los hombres, los demás, debieran dejarnos vivir. ¿Qué más les da nuestra quimera?
-        A las perdices no te digo, Sarvi, pero, ¿a la liebre? Me cago en diole, a pocos ibas a encontrar más finos que yo. Sí.
Y me daban ganas de decirle: “Pero Colás, adónde vas”, pero él, antes de que pudiera abrir el pico me decía:
-        A las liebres, talmente igual que antes, Sarvi, que las veo a cincuenta metros. ¡Papo, si las veo! Sí
Y yo miraba a mi entrañable Colás, con su cabeza blanca, con sus gafotas, con su obstinado porte de tornillo torcido y roto empeñado en erguirse ante de mí. Y, la verdad, es que me daban ganas de abrazarle. Como si fuera una criatura. Como a un niño.
-        Colás, Colás. Si mi afecto te devolviera la pujanza, aquella pujanza salvaje que un día tuviste, no dudes que te la devolvería. Es más, para mí la quisiera, pues no he conocido a nadie con tu fuerza salvaje, con tu conocimiento instintivo del campo abierto, del terreno agreste y puro. Colás, Colás, ¡cómo te echo de menos! Pero, ni mi afecto tremendo, ni nada, puede parar el tiempo. ¡Cómo podría convencerte! –pero esto, naturalmente, eran sólo mis pensamientos callados. De decirle a él, ni por pienso.
Y yo sabía que no era cuestión de palabras, que la caza es una cuestión de pensamientos, que el Colás se sentía por dentro tan joven como entonces, como si los años no hubieran pasado, como si la escoliosis no existiera, como si la artrosis no fuera con él, como si la vista no la tuviera taponada por unos culos concéntricos de vaso, como si las fuerzas vinieran sólo de dentro, del espíritu, y no las trasmitiera la máquina del cuerpo, cómo si los pulmones hincharan las velas de unas piernas que nos permitieran navegar al infinito, como entonces, sin acordarnos de toses, asfixias ni bronquios atascados. Como si olvidáramos que podemos caernos en lo más limpio y pretendiéramos, con el pensamiento, navegar surcando oblicuamente las laderas más accidentadas. Amigo Colás, cómo decirte que entonces era entonces. Cómo decirte algo tan sencillo.
-        Aunque, no te creas –me dijo, haciendo una generosa concesión a sus mermas-, ya no soy el de antes que, antes de que se muriera la andaluza, un día que se fue a su pueblo, yo me dije que, sin control como estaba, iba a cenar lo que más me gustaba: y me compré medio de castañas pilongas y un bote de kilo de callos. Me lo comí de una sentá, Sarvi, a fuerza de pan y vino, claro. Tú qué sabes cómo disfruté. Papo, Sarvi, las castañas pilongas y los callos, lo que más me gusta en el mundo. Pero, si no llega a venir un vecino y avisa, me muero esa misma noche. Me subieron a la residencia y me hicieron un lavao de estómago. Si no llega a ser por eso, casco. Sí.

El último día de caza de esta temporada salí de amanecida, como de costumbre. En el resguardo de la casa del pueblo hacía tres grados bajo cero. Pero venía un zarzagán que helaba la cabeza. El viento multiplica el frío. La jodida sensación térmica, que dicen por la tele.
Dimos, a la luz del amanecer, la mano de La Solana.  Unos dos kilómetros de ladera pelada, con altibajos en su falda, con matas hirsutas y peñascos calvos y erosionados. El viento soplaba con violencia y, sólo en los bajos, parecía posible que alguna vida se ocultara. Los animales son como las personas que, del viento helado, se resguardan como del fuego ardiente. Que, en puridad, al cabo de un rato, tanto quema el uno como el otro.
Llevé una mano llena de zarzales y aliagas. Al cabo de una hora tropecé y me di cuenta de que me había metido un pie en la pernera de la pierna contraria, desgarrada por la matas. Buen trompazo me dí. Pese a mis cuidados, con aquellos pantalones desastrados, ya no podía andar por las laderas irregulares y empinadas. Al terminar la mano se lo dije a mis compañeros.
Volvimos al pueblo. A la vista del tiempo, ellos se fueron a tomar café al Pelos y después a almorzar al Pesebre. Eran las diez y media.
Por mi parte, me cambié de pantalones y, tras cavilar, me largué de nuevo al paraje que me pareció más protegido de los vientos. Entré por bajo a los barranquetes de debajo de La Muela. La fui bordeando, despacio, por la falda que limita con baldíos y rastrojos. Llegué a una zona amparada del viento por la mole del cerro. Me detuve. Parecía un milagro encontrar un lugar calmado en medio de la cellisca que comenzaba a caer. Aquello era un abrigo natural. Casi estuve a punto de sentarme a descansar del vendaval, del frío y de los anisillos helados que caían y que zaherían cara, manos y ojos como puntas de alfileres. Pero no lo hice porque me pareció oír el canto ronquillo y quedo de la perdiz, reclamando a sus congéneres. Así era. Acosadas por los rigores del día, se habían refugiado al pie de aquella ladera orientada a contraviento: cazador y caza hermanados, me dije. Sesgué a la derecha en dirección al canto. Enseguida volaron. No eran más de media docena.
-        Si tiro cerro arriba tras ellas, volarán y no las vuelvo a ver. A favor del viento igual llegan a Cuenca –pensé.
Entonces me acordé del Isidro: “Si topas, yendo solo, con un bando, no las sigas de frente. Tírate más abajo de donde creas que se hayan echado y luego tuerce y ve subiendo en zig-zag. Irás tirando a las que se rezaguen y no las desperdigarás”- y, como en este oficio se aprende si tienes la humildad de aprender y la voluntad de andar, hice caso al maestro y empecé zurcir, en largas diagonales ascendentes, la falda tremenda de La Muela.
Al segundo zig-zag, me saltó una desperdigada, como mandan los cánones de Isidro. Salió larga y fallé el primer tiro y el segundo se lo tiré moviendo la mano a la desesperada. Para mi sorpresa cayó, a yo qué sé la distancia, en la cerrada de una chopera, que hay en los bajos del cerro, recién talada. En estos casos, siempre me quedo paralizado un momento al constatar lo que puede alargar una escopeta. ¡Vaya tiro! –me felicité.
Bajé a la carrera. Que si quieres. Media hora de búsqueda. Alocada al principio pero, luego, metódica. Ni rastro. La Tiqui se picaba siempre en el mismo sitio pero yo, como es nueva, no tenía fe en ella.
-        Lástima – me dije- no haberme traído a la Fary aunque, por otro lado – reconocí –, si me traigo a la fiera de la Fary igual me la habría levantado en las Chimbambas. Y, con esta idea, quise consolarme.
Cuando volví a la diagonal abandonada, me dije que las perdices ya debían de andar en lo alto. Así que tomé el sesgo más ventajoso para subir al empinado cerro con el menor esfuerzo. Al llegar arriba el viento me levantaba el macuto de la espalda y me daba con él en la cabeza. Con el viento a mi espalda intuía que esa era la dirección correcta, a salvo de él, en el que se resguardarían las perdices, cubiertas en la ladera que estaba a cobijo del aire.
Hasta la joven Tiqui se picó. Al avistar la ladera, en cuanto me asomé, saltó un perdigacho a veinte metros con la fuerza del viento en su cola. Tanto le quise ver caer, pues lo consideré muerto, que no lo cubrí: ¡Pun, pun! –y se escapó y se perdió en la distancia como un diminuto reactor. No me lo quería creer, pero era evidente. Por mi precipitación, me dejé los tiros bajos. No te reportas, me dije, pero en esta temporada, la primera después de tantos años, ha sido tu tónica tirando a la perdiz.
-        ¡Cojones, parezco nuevo! Y no me quiero dar cuenta de que al fin y al cabo, en estas emociones, nuevo soy, aunque me cueste creerlo.
Cabreado por una impericia que creía tener superada, sigo avanzando con cautela. Queda ladera a cubierta del viento. Alguna más tiene que haber. Y, efectivamente, quedan las otras que saltan, fuera de tiro, a más de setenta metros ladera abajo. Desanimado, ni hago intención.
Bajo de La Muela y recorro baldíos, regueras, rastrojos, pequeños surcos, y asciendo a los medianos tesos circundantes, pero mi imaginación no adivina dónde pueden estar las fugitivas. No doy con ellas.
Picado, subo de nuevo a La Muela. Ni en su cima ni en las laderas peinadas por el viento, que silba con fiereza, salta ninguna. Vuelvo a bajar y, cabreado, me dirijo al coche, pero no para marcharme, sino para ir al pueblo, dejar a la Tiqui, y traerme a la Fary y ver si, la fogosa braca, es capaz de cobrarme la perdiz perdida. Sé que es harto improbable que lo logre porque hace dos horas de ello pero, aún así, voy al pueblo a por ella.
Todo es inútil, la braca no da con rastro alguno. Así que decido dar una vuelta por la mano contraria y me voy a los bajos del Altillo Redondo. Nuevas subidas y bajadas animado por la fogosidad de la braca incansable. Me es difícil sujetarla. El día va venciendo y el viento viene cada vez más cargado de nieve. Reparo en que voy con la nieve adherida a cada centímetro de mi ropa, parezco un espantapájaros blanco. Y, al tiempo que lo pienso, me digo que no he podido dar con una expresión más acertada: me he pasado el día espantando pájaros.
La Fary, pese a sus excepcionales vientos y al terreno que mueve, no levanta una perdiz. Bajamos a lo más bajo del valle y, en cuanto se acerca a los surcones por donde evacuan el agua los cerros, comienza a picarse. Se tira en picado a un surcón de unos quince metros de profundidad. Está ciega y su rabo se mueve como un molinillo. Es indudable, la perdiz está cerca. De sobra conozco a la perra. Una vez más las perdices, como haría cualquiera, se refugian de las temibles condiciones atmosféricas en el fondo de los resguardos. Temo que saque larga a la o las perdices y corro tras ella siguiendo el hilo de la quebrada. Se para de repente, se vuelve, y marca en mi dirección. Deduzco que la perra ha rebasado a la perdiz y que la debo de tener casi a mi altura. Pero la fogueada patirroja no me da ni un segundo para pensar. La veo tomar carrera cuesta arriba a no más de quince metros. En mi ansiedad, a punto estoy de tirarle según toma carrera. Pero no, la dejo levantar: ¡pun, pun!, nuevamente me precipito y no la cubro. Es tal la fuerza del viento que se ve obligada a girar, rodeándome. Me doy cuenta de que la podría haber disparado a placer, en su giro, pero mi precipitación había vaciado nuevamente mi escopeta.
La tarde cae y la nieve arrecia. No por ir hacia el coche olvido que alguna más puede saltar pero, desanimado, casi prefiero que no sea así. Derribé una en el tiro más insospechado y las dos, cantadas, se me fueron como a un nuevo.
Definitivamente, no le diré al Colás que he vuelto a la caza.