23 diciembre 2015

¡No hay manera!

Uno de los modos con los que indicamos nuestra impotencia y frustración al intentar algo, que deseamos y no logramos, es esta expresión: ¡No hay manera!
Y suele ser una expresión en la que, coloquialmente o por escrito, hacemos elipsis de la cosa que tratábamos de conseguir y que ya hemos citado. Así decimos: ¡No hay manera!
Y se sobreentiende que no hay manera de conseguir esto o lo otro, cosa o asunto que ya hemos mencionado.
Sin embargo, si buscamos un uso distinto de esta expresión, tal vez nos sorprendamos del uso de la misma que en algún momento de la historia existió en nuestra lengua.
Esta curiosa anécdota ocurrió en Granada en el siglo XVI. La protagonizó un hombre cultivado, un humanista, ejemplo de la élite más representativa de su época. Se llamaba Juan Latino y dicen que nació en Baena. Era persona estudiosa, un gran conocedor tanto  de las lenguas clásicas como de su literatura, un poeta capaz de escribir en latín y en castellano, traductor de Horacio y Terencio y, resumiendo, un digno representante del Renacimiento. Por añadidura, Juan Latino sentía una gran vocación por la docencia, cosa que, como veremos, tuvo gran importancia en el devenir de su vida.
Y es en este punto donde entra en la historia doña Ana de Carlobal, dama de la aristocracia granadina, a la sazón de diecinueve años y, tan aficionada a las letras, que sólo eran hermosas para ella las personas que destacaban por su cultura literaria, según ella misma aseguraba.
El padre de la dama, ante las sinceras  y vehementes aspiraciones culturales de su hija y la imposibilidad de darle oportunidad de estudio como si de un varón se tratara, decidió, ya que como mujer no tenía otra posibilidad para instruirse, que recibiera clases particulares.
El señor Carlobal eligió por su reputación intelectual a Juan Latino, por entonces con veinticinco años, como gramático y preceptor de su hija para que ésta ensanchase sus horizontes culturales.
Pero, deslumbrado por la buena fama del señor Latino, olvidó el padre de doña Ana los avisos a este respecto de otro gran humanista, Juan Luis Vives, cuyos consejos, sobre las enseñanzas particulares a las damas, eran los que siguen:
Primero, que fueran impartidas por otras mujeres doctas y buenas.
Segundo, que, si lo primero no fuera posible, y hubieran de ser necesariamente impartidas las tales enseñanzas por un varón, habría de ser éste bien de mucha edad, o bien de virtud muy probada y, en cualquier caso, casado con mujer no fea y a la que amase, para evitar en lo posible la tentación por las demás.
Ignoradas, o tal vez desconocidas, las recomendaciones de Vives por el padre de la dama, inició don Juan Latino sus lecciones.
Enseguida la notoria belleza de doña Ana despertó la pasión del gramático. Y los ardores que sufrió el preceptor desembocaron en escenas más propias de la desequilibrada fogosidad de su edad que del juicioso criterio que se le suponía por su grande conocimiento de las letras. Y promovió el gramático, cada vez con más frecuencia, tórridas escenas entre ambos. Enseguida pasó de mirarle deslumbrado a los ojos a tomarle las manos y de ahí a besarla y, al no notar en ella rechazo suficiente o contundentes y muy airadas quejas, dio el gramático en meterle la mano por la manera de la saya. Y ella, llegados a este punto y consciente del riesgo que semejante avance conllevaba, tras reprender al maestro duramente, decidió, para el día siguiente, coserse la manera de la larga falda.
Y es que las sayas que vestían en aquel tiempo las mujeres tenían una abertura por uno de los lados, de modo que por ésta, cuando lo precisaban, pudieran meter la mano y ceñirse o desceñirse las ropas interiores, o refajos, sin tener que desprenderse de la falda. Y a tal abertura se le llamaba “manera”, por estar hecha para meter la mano.
El día que don Juan Latino, buscando la manera, no la halló, se dijo, consternado y sorprendido: ¡No hay manera!
Y, al verse frustrado e impotente en su empeño, dejó Juan de acudir al domicilio de doña Ana para continuar sus enseñanzas.
Extrañado el padre, pidió explicaciones de su ausencia al gramático. Y éste le dijo que no se trataba de ninguna deserción de sus obligaciones sino, por el contrario, de falta de interés de la alumna por profundizar en la materia. Y dejó al padre bien patente la ausencia de inclinación por el aprendizaje que la dama mostraba y le dejó asimismo bien claro que, en tales circunstancias: “No había manera.”
El padre, sorprendido, reprendió a doña Ana y le rogó mayor interés por las lecciones y, de este modo, consiguió Juan Latino volver sobre sus pasos con redoblado afán e interés didáctico, en la seguridad de encontrar más dispuesta a doña Ana para el aprendizaje.
Pero algunos encantos debía de poseer don Juan Latino, amén de su cultura, que ya de por sí le hermoseaba ante la dama pues, según luego se supo, doña Ana se descosió la manera y, desde el primer día, don Juan Latino le metió la mano por dicha abertura y, cada vez con menos vergüenza por ambas partes, terminó aquello por hacerse costumbre Y, tantas veces encontró el gramático la manera que, perdida la resistencia de la dama, no tardó en desvirgarla y en preñarla. Y a los nueve meses nació la criatura que enseguida se supo de quién era, al ser mulata.
Y es que Juan Latino era negro y esclavo. Pero, como ya se ha dicho, encontró la manera. Y, gracias a ello, pasó de esclavo a hombre libre, de inculto a catedrático y de soltero a casado. Y dicen que siempre sonreía cuando alguno, llevado por el desánimo, exclamaba en su presencia: “¡No hay manera!”.
Y hasta tengo mis dudas de que la manida expresión, esa de “meter mano”, no venga de aquellos nombres, usos y costumbres.


Si alguno que este cuento haya leído desea comprobar la base cierta de esta historia puede recurrir, entre otros, al libro “Juan Latino. El esclavo catedrático” de Eduardo Soler Fiérrez. En dicho libro podrá profundizar en el entorno histórico de la Granada y la España del siglo XVI y abordar la vida y la obra del humanista Juan Latino.

17 diciembre 2015

Crónicas del Tango.- (Cap. 10 y Fin)


17 de Diciembre.- (El pobre Lázaro) "...y hasta los perros, acercándose, lamían sus úlceras..." (Ev. de San Lucas, 16, 21)


Aquel jueves, tras pensarlo, eligió otro lugar poblado de recuerdos. Su memoria quiso pasearse por aquel año de 1973. Un amigo con coche le llevó a Sigüenza con sus pocos trastos y su pequeña maleta. Se alojó, como único pupilo, en una vieja casa de la Calle de la Cruz Dorada. Su patrona era una anciana enferma, la señora Alejandra.
Enseguida se enteró de que Peregrina estaba libre. Una isla entre un mar creciente de cotos. Era cierto que había otros términos libres, aún bastantes, pero no estaban cerca y él no tenía coche ni, por entonces, posibilidad de tenerlo.
Enseguida se hizo con un mapa de la zona. Se levantaba un par de horas antes de que amaneciera. Tenía por entonces una vieja escopeta de perrillos del calibre 16 que le había costado 950 pesetas. En aquellas madrugadas, los jueves que trabajaba por la tarde, salía de Sigüenza con el macuto a la espalda y en la mano la escopeta enfundada. Entre las escarchas, cortaba por la senda que lleva al Rebollar y, siguiendo la carretera, se presentaba en las ruinas de la mina de Peregrina con las primeras luces. Cazaba las horas que podía y regresaba de nuevo a Sigüenza, a tiempo de llegar por la tarde a su trabajo.
Un buen amigo, Pepe Izquierdo, que por entonces hizo en Sigüenza, se enteró de sus andanzas para poder cazar. No supo con certeza si le hicieron gracia, le causaron admiración o, en el fondo, le dieron pena. Pepe era pescadero y, desde entonces, algunos domingos, con el modesto 4L de Pepe, se iban los dos a cazar a lo de Peregrina y La Cabrera. Y, el viejo, recordaba que su amigo Pepe, cada vez que sacaban, a primera hora, un bando de perdices, le decía siempre: “Vamos donde han salido que, donde duerme la perdiz, suele encamar la liebre”. Y mientras conducía iba recordando a Pepe por ese dicho y por otras muchas cosas. Todas agradables.

Aquella mañana, con el Tango, dejó el coche un poco más arriba del viejo puente romano, en un recodo de la Cañada Real Soriana que recorre el alto entre el Rebollar y el barranco del río Dulce. Eran los mismos parajes que cazó en aquellos años con el desaparecido Pepe Izquierdo y, también, los mismos a los que accedía, en aquellos madrugones, caminando desde Sigüenza por la parte contraria: las ruinas de la mina “El Acierto”.
Estaba muy cambiada la zona tras tantos años. Las encinas, sabinas, pinos y robles habían crecido y los marojos se habían espesado. Y algunas laderas estaban tan tupidas, que le parecían casi impenetrables. La ausencia de ganados, que mermaran el auge de la vegetación, había poblado de maleza aquellas alturas pedregosas.
Entre la abundante leña y los lejanos recuerdos, caminaba el viejo con el Tango. Hacían grandes eses y quiebros por aquellos parajes desiertos, buscando los supuestos bandos de perdices que, cuando entonces, merodeaban con seguridad por aquellos altos.
Tras una hora, entre el alto del Sabinazo y los Llanos, sintió el vuelo de unas. Eran cinco o seis. Volaron hacia abajo, hacia el Navazuelo, una zona bajera que linda con el bosque del Rebollar.
El cazador dejó que el Tango llegara al lugar donde saltaron las perdices sin seguirle, mientras giraba y se aprestaba a enfilar hacia donde habían volado, pensando en la manera de envolverlas.
Al punto sintió ladrar al Tango mientras le vio correr a unos ochenta metros tras de la rabona. El espíritu de su amigo Pepe le mandó un aviso. Y se arrepintió de no haberse anticipado. Y se dijo que, algo del buen Pepe, aún quedaba vagando entre aquellas soledades. Y, os juro, que el viejo se conmovió. Y, en aquellos momentos, habría jurado que aquello fue un último guiño de su añorado amigo.
De nada sirvieron las vueltas que cazador y perro dieron por los bajos. Y aunque, en cada asomada, le latiera con fuerza el corazón al veterano, las perdices no saltaron en ninguna.
Así que volvieron a los altos y se desplazaron a la derecha para dar vista al barranco sobre el río Dulce.
En los llanos más pelados habían cercado un buen trozo de terreno para hacer un cebadero de buitres. Y allí pudieron ver a los torpes abantos corriendo por el llano, como un pequeño hatajo de ovejas verticales, antes de saltar y tomar altura con el aire caldeado que ascendía del valle.
Deambularon entre las numerosas cerradas, vestigios de riquezas ganaderas de otros tiempos, pero no vieron caza. Y sólo en las inmediaciones del Rebollar saltó con estrépito una torcaz que, dejando plumón en el aire tras la perdigonada, se resistió a caer y se perdió monte adentro.
Tal vez por añoranza, el viejo quiso ir de carretera a carretera. Y atravesó las altas tierras que aún se labran frente a Peregrina. Y recorrió las lindes, repletas de aliagas, de estas hazas en la esperanza de dar con las perdices. Pero no hubo nada.
Cuando dio vista a las ruinas de la mina “El Acierto”, junto a la carretera de Peregrina, se acercó a ellas. Desde el viejo horno, que parece un torreón medieval algo agrietado, bajó, buscando entre las ruinas, una balsa de agua, que solía haber, para que bebiera el perro. Pero hasta la balsa había desaparecido.
Subieron de nuevo a la linde con el Rebollar. El cazador, sentado en un mojón, rajó longitudinalmente una botella de plástico vacía y vertió en ella el agua que le quedaba. El Tango la bebió ansioso, en un suspiro.
Emprendieron el camino de vuelta. Y no les fue difícil pisar por donde no habían pisado, pues aquella cimera, accidentada y pedregosa, es demasiado ancha para un solo cazador.
Tras una hora, el Tango comenzó a picarse en los altibajos del engañoso llano poblado de vegetación. El viejo le seguía sin perder detalle. Y el perro, de vez en cuando, paraba y oteaba muy atento. Pasaron unos diez minutos en esa tensión, que el Tango provocaba y luego deshacía, mientras seguían avanzando.
Finalmente, hizo muestra el Tango. Salieron dos perdices a más de cuarenta metros. Aunque al tirar se le hizo larga la distancia, vio que una de las perdices, pese a volar, se colgaba de riñones y a unos doscientos metros aterrizó entre la broza tras perder lentamente altura y capacidad para el vuelo.
El Tango no la vio y andaba corriendo presuroso por donde arrancaron las perdices. Mientras, el veterano, llegó a la carrera donde la perdiz aterrizó y se plantó en el punto de referencia llamando al perro.
Apenas llegó el Tango cogió rastro. Pero se internó tanto y tan rápido en la vegetación, que el cazador no quiso moverse de la referencia, dudando de que el perro acertara esta vez. Más aún desconfió cuando le vio, cuatrocientos metros delante, atravesar un claro y seguir internándose a buen paso entre las espesuras. Y es que al cazador, por más que lo viera, no le cabía en la cabeza que perdices heridas pudieran recorrer, tan rápidamente, semejantes distancias.
No se movió del sitio, pero aquellos minutos se le hicieron interminables. A punto estaba de ponerse a vocear llamando al Tango, cuando le pareció verle asomar muy lejos entre la abundante vegetación del accidentado llano. Le observó sin llamarle. Notó que el perro se había desorientado y le buscaba desconcertado y ansioso. La distancia no le permitía distinguir si traía algo en la boca o era el palmo de lengua que le asomaba.
El Tango no le localizaba y miraba azorado a todas partes corriendo en zigzag nerviosamente. A unos doscientos metros supo con certeza que traía la perdiz. La emoción se apoderó del viejo. Y, entonces, llamó a voces al Tango.
Mucha debía ser también la desazón del perro al no encontrarle, pues hizo algo que al cazador le pareció insólito. Al oírle y localizarle, dejó la perdiz en el suelo y, fue tanta su alegría, que se vino por derecho a él, feliz de haberle encontrado.
Traía la boca embozada de plumas por lo que el cazador no tuvo dudas de haber visto visiones. Y tras acariciar al alborozado Tango, le dijo:
-        Pero, Tango, ¿qué has hecho con la perdiz? ¿Dónde la has dejado?
Y el perro, seguido por el viejo, volvió sobre sus pasos, entró sin dudar entre las brozas, recobró la perdiz y se la dio.
Poco antes de las tres llegaron al coche y dio el cazador por finalizada aquella jornada poblada de recuerdos. Lo hizo ilusionado y, casi convencido, de que el Tango era un animal sorprendente.

En jornadas sucesivas, el perro siguió realizando hazañas similares que el cazador, acostumbrado, dio por normales o, sin querer darme más explicaciones, dejó simplemente de contarme.
El viejo decidió que el aprendizaje del perro había terminado o, si no lo decidió, al menos cesó, voluntariamente, de narrar más jornadas.
Me dijo, en mi última conversación con él, que rogaba a la fortuna poder seguir disfrutando de la compañía del Tango y, también, que pedía al destino que le diera algunos años más para poder seguir cazando de aquel modo, única manera de cazar que le gustaba. Pero, añadió, que el destino de los hombres y los perros es siempre incierto como lo es la caza.
Finalmente, ante mi insistencia por nuevos relatos, me espetó, de modo algo cortante, que no quería aburrirme con nuevas narraciones, seguramente reiterativas, y que, con lo ya descrito, tendría suficiente para escribir, si esa era mi voluntad, una secuencia de aquel aprendizaje.
Terminó su conversación añadiendo que de nada en la vida es bueno presumir, que las cosas mejores se disfrutaban en su momento y que el pasado puede acompañarte, pero nunca regresa. Me aseguró que los cazadores y, en general, los solitarios que vagan por los campos abandonados, ven cosas portentosas en tales desiertos pero que, lo mejor para ellos, es callarlas.
Finalizó diciendo que, algunos perros, terminan mandando en ti más que tú en ellos y que, cuando te sientes mayor, mermado de fuerzas y, acaso, desdichado, son ellos quienes te sacan al campo y te devuelven a la vida. Nunca al revés. Como si el azar los mandase, de no se sabe dónde, para prolongarte la existencia.


-FIN-

16 diciembre 2015

Crónicas del Tango (Cap. 9)

Ese domingo cazó un rato en mano con los dos compañeros de siempre. Dieron una mano por los Alcobanes, principalmente por lo del Altillo Redondo y la Muela.
Hicieron lo difícil, que fue desalojar a las perdices de los altos. El veterano sabía que, tras más de dos horas de persecución, las tenían cansadas y desparramadas por los bajos. Había que vencer el cansancio proporcionado por las cuestas. Sería bueno recobrar los pulsos y recuperarse de los sudores. Pero, también, era el momento de perseverar, de recorrer las irregularidades onduladas de los sotos tupidas de maleza, de registrar arroyos y chorreras y de mirar, en general, los escondrijos que se encierran entre las zonas de labor y sus aledaños. Pero sus compañeros de mano se conformaron con haber tirado cuatro tiros al recorrer las laderas y finalizaron la caza precipitadamente, con la clara intención de irse a almorzar al bar El Pesebre.
Sin poderlo remediar, en la vuelta al coche, recorrió despacio una vaguadilla poblada longitudinalmente de aliagas que pillaba de camino. El Tango, que no se separaba de él, se picó de inmediato. Y daba gusto verle cazar entre aquella espesura, zigzagueando y, de vez en cuando, sacando la cabeza entre las brozas para localizar al cazador. El veterano sabía que no era vano el interés del perro. Y, entre dos arroyuelos, en lo más espeso del macizo de aliagas, fue a saltar la perdiz sin dar lugar al perro a ponerse de muestra. Salió hacia arriba, pero no lejos, y el viejo no tiró hasta cubrirla bien, pues la precipitación hubiera dejado bajo el tiro. La perdigonada elevó un punto más al pájaro en su impulso y la perdiz cayó desmadejada. En cuatro brincos el Tango la cobró.
-Lo estáis viendo. Ahora es el momento de hacerse con ellas- voceó a sus compañeros, esperando que el hecho tuviera alguna influencia sobre ellos.
Pero no la tuvo, porque le contestaron:
-Quita, quita. Que tú tiene mucho vicio. Nos vamos a almorzar, que ya hemos andado bastante.
Regresaron al pueblo y el veterano, sin entrar en la casa, metió al Tango en su coche y volvió, en solitario, a continuar la jornada de caza. Cada día de campo era para él un don precioso que nunca quería malrotar.
Como solía, buscó un paraje tranquilo. Dejó el coche en la orilla de un camino y comenzó a cazar, deambulando despacio, fijándose en el perro.
Apenas traspuso unas cerradas recién labradas, con el viento de cara, el Tango pilló rastro en lo más limpio. Pero esa vez las llamadas y las voces no hicieron que se detuviera. El cazador, por vez primera, se mosqueó seriamente con el Tango. Pero viendo que el perro avanzaba, cada vez con más seguridad, siguiendo un rastro reciente que el viento le servía de cara, decidió hacer de la necesidad virtud y, sin dejar de observar al perro en la lejanía, se escondió tras un tupido espino. Detrás, a veinte metros, quedaban las cerradas recién labradas mostrando los terrones de tierra roja.
Efectivamente, era lo que había imaginado: la perdiz. La sacó a unos cuatrocientos metros de entre unas retamas. Y, como supuso, tomó el pájaro el viento de cola y voló en dirección a él. La perdiz no podía verle, amagado como estaba tras el ancho espino.
Venía la perdiz volada a veinte metros de altura sobre el suelo y, a su velocidad, había que añadirle el empuje del viento. Se le iba a cruzar a unos cuarenta metros a su derecha, pero, a aquel cisco endiablado que el pájaro traía, casi seguro que se le escaparía. El cazador, que nunca había sido tirador de ojeo, sabía que tenía muy pocas probabilidades de acertarla. No obstante, se concentró en la trayectoria y velocidad del pájaro y, sin dejar de mover el brazo, adelantó el tiro lo que su cabeza, guiada por el ojo, le mandó.
Notó que la había tocado. Pero en su descenso, por la gran inercia que traía, pasó las bardas de la cerrada y fue a pegar un impresionante pelotazo, a cincuenta metros, en el centro de los terrones. Pero, inmediatamente, se enderezó y apeonó velozmente hacia la barda opuesta, cubierta de espinos y maleza. El viejo no podía acortar los casi cien metros que le separaban de ella pues, al correr, se clavaba en la tierra blanda recién roturada. Al tiro, enseguida vino el Tango. Fueron a la barda donde vio desaparecer a la perdiz. A los pocos segundos el Tango estaba de muestra. Pero los espinos de la barda eran impenetrables. El perro sabía que allí estaba pero, entre los recios troncos de espino, ni la cabeza le cabía. Cazador y perro saltaban de un lado a otro de la barda, ambos nerviosos, pero sin resultados.
Hay veces en que una pieza es incobrable, se dijo el cazador. Pero, pasando otra vez al otro lado de aquella barda, de piedra envuelta en maleza, el Tango cogió rastro. Tal vez, despavorida, la perdiz se hubiera salido de aquella fronda cuando no la veían y trataba de huir por el otro lado.
El Tango avanzaba despacio, con la nariz pegada al suelo pero cada vez más seguro y más picado. Habían bajado unos cien metros siguiendo las paredes de aquellas cerradas. El Tango se quedó de muestra. Como quiera que el perro no se lanzaba, se fue aproximando lentamente el viejo. En un tramo roto de la pared había una gran losa de arenisca de dos metros de larga, casi uno de ancha y con un grosor de un palmo. El cazador animó al perro y éste se lanzó hacia la roca y metió la cabeza por un agujero bajo ella. De allí no había quien le quitara.  El cazador se tumbó en el suelo y empujó a un lado al Tango. Conseguía vislumbrar a la perdiz. Tumbado, metió el brazo lentamente y consiguió agarrarla de la cola pero el pájaro se zafó y quedó el cazador con las plumas caudales en la mano. A tentón, y con un gran esfuerzo, profundizó cuanto pudo con la mano y sintió que la tenía asida de una pata. Cuando la sacó, comprobó que el tiró solamente le había roto la punta de un ala. Y, en lugar de regañar al Tango, tuvo que felicitarle pues, la faena de la cobranza, bien le valía el perdón a su terca desobediencia.
Al viejo le encantó la faena del perro. Pero apenas tuvo tiempo de disfrutar pues vio que dos cazadores venían en la línea que el llevaba. Pero, ¿es que no le habían visto? ¿Es que tampoco habían visto el coche? ¿Qué coño hacían metiéndose encima?
Pero como cazar de mala leche le parecía aún peor que discutir, cambió de dirección y  cruzó unos prados, en dirección al monte, tras los que había una maleza tan tupida que solía disuadir a perdiceros impacientes como aquéllos.
Con tal de cazar en paz, dejó que aquellos dos siguieran su camino, y comenzó a registrar aquella maleza con el Tango. Eran estepas grandes y tupidas que apenas le dejaban avanzar y, a veces, le superaban en altura. A la salida de las estepas dio con un tremendo macizo de biércoles, tan espesos que hacían que el Tango tuviera que cazar tan lentamente que perro y cazador, trabados por la maleza, parecían moverse a cámara lenta.
El viejo no solía cazar en zonas tan espesas pero le daba la impresión de que al Tango le gustaban. El perro parecía serenarse en ellas y registrarlas con más lentitud de la habitual.
Y pisando aquellas brozas, casi debió pisar a la rabona porque ésta le salió de los pies quebrando entre las matas. Con el sobresalto fue incapaz de reportarse y se le fue el primer tiro y, naturalmente, lo marró. Pero se serenó y afinó con el segundo cuando la rabona salía de los biércoles y entraba en las estepas. Tenía fe en haberle pegado pero enseguida se la confirmó el Tango cuando, al medio minuto, salió de las zarzas con la liebre en la boca.
Dos perdices y una liebre. Casi le dieron ganas de volverse a casa.
En lugar de eso decidió irse al coche y aligerar el peso. En su camino hacia el vehículo, cortó por un prado y, al saltar su tapia, notó que el perro se lanzaba. Tenía un zarzón delante. Eligió la parte izquierda, ganándola de un salto, para tener visibilidad. Se equivocó. La liebre salió tapada por la parte derecha y sólo la vio trasponer a cien metros seguida por el perro con codicia. Mala suerte. A veces las oportunidades son a cara o cruz.
Dejó la caza en el coche y, sabiendo que aún tenía la tarde por delante, se animó a subir hasta una vieja taina en cuyas inmediaciones, a esas horas, solía refugiarse alguna perdiz volada, acosada por la zona baja durante la mañana.
Para llegar a la taina tuvo que recorrer espacios limpios y notó que al Tango, en tales zonas, le daba por adelantarse demasiado.
Pero, cuando llegó a la zona deseada, se puso a la cola del perro y decidió seguirle simplemente, sin mandarle. El paraje no era muy grande pero sí alargado. Estaba rodeado de aliagas y algunas estepas aunque, en su centro, pugnaban los biércoles por cubrir el suelo entre cuatro o cinco encinas salteadas.
Al entrar en la maleza, el Tango se picó de inmediato. Al llegar a la zona central se quedó de muestra. Y, aunque el viejo se metió casi encima, no la deshacía. Por el extremo inferior de aquella matojera alargada arrancó una perdiz fuera de tiro. Supuso que había sido su rastro lo que tenía tan fijo al Tango. Pero el perro no rompía la muestra. El cazador se metía encima. Pero nada. El Tango dio un gran brinco y otra vez se puso de muestra. Estaba tan espeso de matas que el cazador pensó que podría ser un perdiz alicortada. Animó al perro. Éste cambió de posición con otro brinco poderoso pero volvió a quedarse de muestra.
¡Saltó! Y claro que tuvo que saltar. Pero literalmente, porque, para poder salir de allí, la liebre dio tal par de saltos que, en uno de ellos, el cazador no se contuvo y la tiró en el aire. Pero la marró y sólo cuando salió de la maleza y cogió carrera la apuntó con serenidad y la revolcó. El Tango la cobró enseguida y el cazador celebró que no se le hubiera escapado una pieza en la que el perro puso tanto empeño.
Con otra liebre pensó en volver al coche. Sin embargo decidió bajar antes a un pilón de las ovejas para que el Tango bebiera y se refrescara. Ambos bebieron y descansaron unos minutos, porque el cansancio ya había empezado a comerle al viejo las fuerzas.
Cuando salían del la zona del aguazal donde refrescaron, iba el cazador tan cansado que la mínima cuesta le pesaba. Pero tenían que salir de aquella hoya para volver al coche por el camino más corto.
No sé en qué iría pensando el viejo, pero fue visto y no visto. Una liebre se le cruzó un instante entre dos zarzas y, saltando a un camino, giró y se perdió de vista. El tenazón que soltó se lo tragó la tierra del camino. De nada sirvió el carrerón del Tango. La había marrado. Y se dijo que, sobre lo inesperado de su aparición, a ésta la había fallado por cansancio. La fatiga, a veces, interfiere en la rapidez y en los reflejos. Pero así fueron las cosas.
Luego pensó el veterano en su gran fortuna en aquella jornada pero, al tiempo, se dijo que si fuera contando por ahí que había visto cuatro liebres, le llamarían embustero. Para qué dar tres cuartos al pregonero.
Comenzaba a caer la tarde. Tomó la línea más recta para volver al coche, acuciado por las ganas de llegar a él y dar fin a la larga jornada.
Al acercarse a la zona de donde salió la liebre de los saltos, el Tango se picó de nuevo. Supuso el cazador que aún eran los efluvios en el aire del pelo de la liebre saltarina. Pero el Tango, terco como un mureco, no paraba de picarse y brincar ansioso entre las brozas. Estaban unos cien metros más arriba de donde salió la liebre de los brincos. El viejo, tirando del cuerpo y a desgana, se metió por los biércoles de arriba por contentar al perro, que parecía que quería tirar de él a toda costa. En mitad de las matas se paró y, como si el Tango hubiera llegado al punto de entenderle, le habló en voz alta:
-Ves como no hay nada, cabezón. Lo estás viendo, pedazo de mastuerz…
Y la liebre le sorprendió arrancando casi de sus pies hacia atrás. Salió como una exhalación a campo abierto y el viejo, limpiamente, le dio la trompiquilla al primer tiro.
Regresó a casa con las tres liebres y las dos perdices y, sobre todo, con la convicción de que no volvería a dudar del Tango. El perro no sólo había culminado su aprendizaje, sino que empezaba a enseñarle a él. Y eso, a los ojos del veterano, era lo mejor que podía decirse de un perro.
Por otro lado, pensó que, o bien el año era bueno de liebres o era que el Tango era un especialista en espesuras. Y es que otros años, con otros perros, y por los mismos lugares, jamás vio cinco liebres en un día.

15 diciembre 2015

Crónicas del Tango (Cap. 8)

Aquel primer jueves de noviembre se sintió recuperado. Antes de decidirse lo pensó. Hacía muchos años, demasiados años, que había cazado allí. Eran otros tiempos. Por entonces tenía un compañero de caza de su mismo temple, con la misma afición.
El viejo no lo era entonces, todo lo contrario. Acababa de terminar la mili. En su trabajo le destinaron a Sigüenza. Aún era soltero y estaba por cumplir los veintitrés. Así que, de aquello, hacía más de cuarenta años.
El amigo se llamaba Rafa. Era otro apasionado de la caza. Coincidieron en Sigüenza y, enseguida, la afición les juntó y, en el campo, les hizo inseparables. La misma pujanza, la misma juventud, la misma devoción por la caza y el campo. En cierto modo, la misma locura.
Fue Rafa quien le habló de la cuesta de Paredes. Por entonces era terreno libre. Rafa sabía que había perdices, pero el terreno tenía uñas.
Con Rafa cazó aquella cuesta varias veces. Alguna de ellas en no muy buenas condiciones. Después de trasnochar y haber dormido apenas unas horas. Todavía bajo los últimos efluvios de las copas. Pero, pese a todo y en el peor de los casos, cada vez que iban, salían, al menos, a dos o tres perdices por cabeza.
Sí, todo eso era verdad, pero habían pasado los años. Rafa había muerto hacía veinticuatro. Y, aquella pujanza de ambos que recordaba, era sólo eso: un recuerdo.
El viejo, aquel jueves, ante la perspectiva de poder cazar aquella cuesta nuevamente, se imaginó que la cazaría, como siempre, con el Rafa. Pero la realidad le dijo que ya no era posible y que, en todo caso, y si se atrevía a desafiar a los recuerdos, la cazaría solo. Que ya no podría derrochar las fuerzas como entonces, que, en todo caso, le bastaría con aguantar la mañana despacio, con cabeza y sin rajarse.
Se sentía incapaz a sus años de enfrentarse con aquella mole. Pero, aquel jueves, aunque nada más fuera por recordar, se decidió a hacerlo. No importaba que no diera pique a las perdices, si es que aún las había. Quería recordar de nuevo aquellos tiempos, pisando con su paralela en las manos los parajes por los que tantos años antes trotó con el Rafa, ambos con aquella juventud que despreciaba el cansancio. Y, tras vencer el miedo a la nostalgia, decidió cazar la cuesta de Paredes.
Por lo que recordaba de entonces, dejó el coche arriba, en lo más alto. Subió con él la cuesta de la carretera que lleva a Baraona y lo dejó en el páramo. El término de Paredes ocupa una parte de la planicie que, en la llanura, linda con Alpanseque, primer pueblo de Soria por ese lado. Las perdices solían quedarse en lo más alto y, si las acosabas entrándoles por la linde soriana, se tiraban a la cuesta de Paredes. Entonces ya se podía meter uno en la pendiente e intentar sorprenderlas. De no entrar de esa manera, se internarían en los llanos, rehuyendo la cuesta, y era mejor abandonar, porque en los llanos de Alpanseque el viejo no tenía autorización para cazar.
Dejó el coche en la misma senda Galiana, testigo secular de trashumancias procedentes de los Cameros sorianos y logroñeses. Se internó con el Tango en el llano. Y, de la carretera de Baraona a la derecha, siguió las tablillas de Alpanseque.
Habían pasado muchos años pero no se equivocó. El Tango seguía con él la linde pero, al cuarto de hora, cogió rastro. El perro se desplazó a la derecha por el llano, llegó a unas cerradas y el cazador vio apeonar al bando de perdices. No sujetó al perro porque las perdices,  de ningún modo, se hubieran dejado acercar en aquel llano. El Tango las voló a la cuesta de Paredes, según lo previsto. La primera fase estaba conseguida. Ahora tenía sentido meterse por la gran cuesta.
Desde el alto Conchá, donde el Tango había volado las perdices, siguió el cazador la linde hasta el barranco Valhondo. Allí giró a la derecha y comenzó, sin bajarse demasiado, a coger la cuesta.
Ni diez minutos habían pasado cuando le salieron tres. Marró el primer tiro pero, al segundo, descolgó una que, a causa de la pronunciada pendiente, cayó cien metros abajo. El Tango no la vio y el viejo bajó con cuidado sin perder la referencia del punto de caída. El Tango cogió rastro, dio con el pelotazo y al medio minuto tenía la perdiz en la boca. Definitivamente el perro estaba saliendo con muy buenas trazas.
Siguió por la parte alta pero, aunque volaron más perdices, no dio pique a ninguna y, por más que tiró a un par de ellas fiándose del plomeo largo de la paralela del veinte, las marró. No sabía si las tiraba tan lejos por la eficacia del veinte en la distancia o porque su vista, engolosinada por los tiros largos, le engañaba en el cálculo.
Poco a poco fue bajando casi hasta la carretera que discurre frente a Paredes y Rienda. Las perdices que vio, avisadas ya, salían siempre largas.
Siguiendo por la parte de abajo, casi por las labores, recordó, de cuando sus correrías con el Rafa, que había dos oteros, dos pequeños cerretes, dos tesos casi cónicos, donde tenían las patirrojas querencia por quedarse.
Llegó al primero y lo subió despacio, cruzándolo en diagonal, con el perro delante. Y, al dar cara a la salida del teso, cuatro o cinco saltaron de la parte de abajo, pero nuevamente marró. Y, esa vez, estaba seguro de que salieron a tiro. De nada le valió mosquearse consigo mismo.
Ahora sólo quedaba llegar hasta el otro otero, ya pegando a la linde con lo de Valdelcubo.
Al cruzar un conjunto de tainas abandonadas y diseminadas entre los dos cerros, varias perdices se le volvieron por arriba. Y volvió a acordarse del Rafa que, cuando entonces, solía apretarles por la parte alta y chistarle las que bajaban. Estaba bien recordar al Rafa pero, ese día, sólo quedaba echarle de menos.
El Tango comenzó a adelantarse, pero el viejo se dio cuenta de que el animal buscaba en las junqueras. Buscaba agua porque en toda la ladera no había gota de ella. El manantial de siempre, entre las tainas, estaba también seco.
Llegaron, a pesar de todo, al otro otero, al de la linde de Valdelcubo. Y, de acuerdo, es cierto que el Tango se adelantó un poco pero, las perdices, salieron por detrás de una ancha encina que hay en su ladera y el viejo no pudo tirarles, porque no acostumbraba a disparar a los sonidos. Mala suerte.
Subió a lo alto del teso. Agotado, se sentó en una piedra. Miró al Tango jadear, con un palmo de lengua fuera, tan largo como una gran loncha de jamón. Y el cazador se apiadó del perro y vertió en una oquedad de la roca el medio litro de agua que llevaba y dejó que el Tango, ansioso, la apurara.
Eran más de la una. Sabía que sus fuerzas estaban ya semiacabadas. Sabía también que las perdices voladas, a esas alturas, habrían subido ya nuevamente ladera arriba.
Fatigosamente subió la cuesta describiendo ángulos para que se le hiciera llevadera la ascensión. Una vez arriba emprendió el regreso hacia el coche intentando sorprender a los pájaros en cada asomada que le pareció propicia.
En muy pocas botó alguna perdiz, pero, cuando botó, siempre lo hizo por abajo a gran distancia. No tiró. No tenía sentido.
En una de las últimas asomadas, estando ya relativamente cerca del coche y dando vista nuevamente a la senda Galiana, el Tango marcó antes de asomarse. Miró al viejo y le esperó, como con deferencia. Y, cuando éste se asomó, saltaron dos perdices a unos cuarenta metros. Afinó el veterano y cayó una.
Inmediatamente llevó al perro al sitio de caída. Pero el Tango parecía loco por alejarse de aquel punto. Hubo de llamarle varias veces y obligarle a rastrear. Pero la perdiz no aparecía. El viejo tuvo al perro de aquí para allá un cuarto de hora por la zona, pero nada lograron. ¡Qué decepción más grande, con las patadas que costaba abatir una!
Bajaron más abajo en la ladera. Pero sin éxito. Sólo entonces reparó el cazador en que el Tango miraba continuamente hacia abajo y emitía una especie de gemidos muy quedos. Animó al perro. El Tango enfiló entonces cuesta abajo cada vez más picado. Su velocidad era creciente y el viejo se quedó observándole, sin voluntad por seguirle, sin fuerzas. Desapareció el Tango ladera abajo perdiéndose por las hondonadas. El cazador no sabía dónde estaba, lo había perdido de vista, pero tampoco lo llamó. Le esperaría y, cuando el perro se cansara, ya regresaría en su busca al punto de partida.
Habían pasado más de cinco minutos. El cazador ya estaba nervioso por la ausencia del perro. Temía que se hubiese bajado hasta la carretera. Fue entonces cuando lo vio emerger de una hondonada medio kilómetro cuesta abajo. El viejo afinó su vista y, a medida que el perro trepaba por la cuesta y se acercaba, no se podía creer lo que veía. El Tango subía con la perdiz en la boca.
No daba crédito a sus ojos. Cuando el Tango le dio la perdiz no sabía qué halagos hacerle. Pero también comprendió que contar esas cosas, a quien no fuera un gran aficionado o un amigo, sería acrecentar la fama que de mentirosos tienen los cazadores.
Y el día, para el viejo, no pudo acabar con más felicidad. Y se dio cuenta que esas alegrías eran, en él, una amnesia para el cansancio. Al menos momentáneamente. 

14 diciembre 2015

Crónicas del Tango (Cap. 7)

El vigoroso Tango salió brioso del corral, bufando por la emoción, jadeando por las ansias, brincando en torno al cazador, como si quisiera abrazarle. Pero al viejo le pesaban las piernas, le dolían los riñones y los tendones le tiraban como cuerdas resecas. Las caminatas del jueves y de la víspera le tenían agarrotado.
Los cazadores locales sabían que, para ese domingo, estaría cosechada la gran zona de girasoles donde todos creían que anduvieron refugiadas las perdices el domingo anterior, el del desvede.
Así que el veterano, enemigo de las aglomeraciones, buscó un paraje solitario. Dejó el coche junto a las paredes de un prado grande y perdido. Se dijo que quizás no viera una pieza pero, al menos, cazaría con la calma y la concentración que le gustaba y que, a su juicio, era la idónea para continuar con la enseñanza de un perro nuevo.
Por otro lado, estaba tan cansado de las caminatas de los días anteriores, que deseaba una caza lenta, casi de paseo, de un vagar barzoneando por el campo, sin tener otra esperanza que disfrutar de la lasitud de su propia desgana. El cuerpo le imponía lentitud. Se daba cuenta de que su físico ya no daba, al menos ese día, para la rápida persecución de las perdices y, en el fondo, casi agradecía lo remota que era la posibilidad de que éstas aparecieran por aquellos solitarios páramos.
Además, no se veía a nadie en kilómetro y medio a la redonda. Eso le encantó. Y, con todos los razonamientos anteriores, comenzó a cazar.
Pero quiso el azar que todos sus pensamientos se trastocaran y que aquella jornada, que se prometía a sí mismo tranquila, no lo fuera.
Cuando bordeaba perezosamente el largo prado, con la lentitud y la distracción propia del que nada espera encontrar, todo empezó. De la esquina más alejada, voló inopinadamente el bando de perdices. Iban aproximadamente una docena. Le salieron por la espalda, detrás de una pared de piedra envuelta en zarzamoras, cuando ya las había rebasado. Se volvió sobresaltado por el aleteo brusco e inesperado. Tiró mecánicamente, atontolinado, sin recuperarse de la sorpresa, como en un sueño, y así marró ambos tiros y, decepcionado por haber perdido la ocasión, las vio desaparecer planeando con el viento a favor. ¿Dónde habrán ido a parar?, se dijo.
Tan cansado estaba que estuvo en un tris de no seguirlas, de ignorar su repentina irrupción y de buscar muy despacio la liebre, como si aquello de las perdices hubiera sido un espejismo que nada tuviera que ver con él.
Pero, al pronto, reaccionó y se dijo: “¿Tú que pintas aquí? ¿No querías cazar? Pues ahí las tienes. Te jodes y tiras como puedas tras de ellas.” Y así se impuso en él ese sentido, algo espartano, que la caza tiene.
Dio la vuelta y las siguió. Lo hizo con harto dolor de su cuerpo, muy remiso a plegarse a su voluntad, pues sabía que, de momento, había de caminar ligero, coger un ritmo rápido y, a la vez, estar atento y listo para dar pronto con ellas y no perderlas.
Impuesta la diligencia, llegó en pos del bando a la primera ladera y pensó, por la dirección del viento, que las perdices, al echarse, se habrían escorado a la derecha donde había un roquedo muy propicio para que, desde él, los pájaros le otearan y, saltando desde su alto, le burlaran en cuanto se diera a ver.
Para evitar eso, en lo posible, entró al roquedo por su parte baja, tapándose con el propio terreno todo cuanto pudo. Pese a sus esfuerzos por ocultarse, enseguida saltaron algunas, pero no todas. No pudo tirar a las primeras. Al dar la vuelta por completo al roquedo, en el último instante, le saltaron tres por encima de la cabeza y aunque puso su mejor intención en echar dos al suelo, sólo una cayó en lo limpio y quedó inmóvil a unos cuarenta metros.
Ya no volvía de bolo, se dijo. Y la idea le alegró. Y aquella perdiz le encandiló el rescoldo de la caza, el mismo que el cansancio tenía casi sofocado. El Tango no la vio caer y andaba como loco con el rastro de las otras por el roquedal. Pero el cazador, lejos de cobrarla, le llamó con el tono y las palabras de pieza abatida: “Tango, muerta está, muerta está”. Rápidamente vino el perro y buscó la perdiz de nariz, localizó el pelotazo y enseguida la cobró y se la trajo. Buena nota para el perro.
Las perdices se habían desperdigado, que para eso se inventó este verbo partiendo de su nombre. La mayor parte de ellas a favor del viento. Eso no era bueno para el viejo. Así que dio un gran rodeo para, después de  subir por el páramo un kilómetro, bajar luego con el aire dándole en la cara.
Siempre que hacía esta maniobra, de cogerles el aire en contra, se acordaba de su amigo Vicente: “Únicamente los gilipollas cogen las perdices con el viento en la espalda y voceando al perro, sólo les falta ir cantando.”
Apenas inició la maniobra de bajada, el perro recibió los efluvios de cara y comenzó a picarse fuertemente pasando de unos estepares a otros y cazando, no por derecho, sino en zigzag, como mandan los cánones y tanto le gustaba al cazador. Era un placer ver al Tango tan encelado, tan centrado. Y eso hizo que el veterano, disfrutando de ver cazar al perro, se olvidara del cansancio con que empezó la mañana.
Muy concentrado y atento, bajaba tras el perro. Enseguida, de uno de los estepares que el perro movía, saltó una perdiz. La perdigonada la alcanzó a unos cincuenta pasos y aunque, tras caer, intentó correr, el Tango la cobró a treinta metros de donde dio en el suelo. Esta vez la vio y no hubo que avisarle de que la cobrara. Se la trajo y recibió las felicitaciones de rigor.
Con dos perdices estaba feliz. Pero teniendo más pájaros sueltos por allí no podía irse a casa y perder la oportunidad de que el perro siguiera aprendiendo o, según se mire, enseñándose. Así que pudo de nuevo más su ilusión que el plomo de sus piernas.
Siguiendo con el derrotero que llevaba, vio saltar otra. No le tiró pero notó que llevaba una pata colgando. Al ver lo de la pata, siguió la dirección de la perdiz. Pensó que quizás la hubiera herido cuando salió el bando o que también podía estar así de otra jornada. Pero, en cualquier caso, no apeonaría mucho y, si daba con ella, tenía posibilidades de cobrarla.
Fue con mucha paciencia batiendo todos los macizos de broza donde podría haberse quedado la coja. Anduvo muy concentrado en su búsqueda. Miró cada grupo de aligas, cada puñado de estepas, cada mancha de biércoles. Pero la coja no apareció. Y, cuando más concentrado estaba en su tarea, fue una media liebre, una farnaca, la que le saltó, cuando menos lo imaginaba, del borde de unos biércoles. La sintió muerta antes del tiro. Un error que se comete algunas veces. Apuntó sin precipitarse pero, justo al disparar, quebró la liebre junto a un matojón, como si hubiera intuido el roce de su dedo en el gatillo. La tapó la broza y, cuando ya la daba por muerta, la vio aparecer lejos. De nada sirvió ya el segundo tiro, de nada la carrera del Tango tras de ella. El exceso de confianza le privó al viejo de una pieza que sintió colgada antes de disparar. Sólo le consoló de su torpeza el pensar que llevaba dos perdices y eso ni lo había imaginado al salir aquella mañana. También lo sintió por el perro, que comenzaba a acostumbrase a cobrar después de oír un tiro. Y pensó que esos fallos clamorosos debían desanimar también a los canes.
Pero volvió sobre sus pasos y recorrió otro kilómetro hacia arriba en su búsqueda con el viento de cara y en silencio, según los cánones del recordado Vicente.
Gozó viendo cómo las perdices, ya avisadas, saltaban a distancia. El terreno, excesivamente llano, no era propicio para que se aguantaran. Pero no cejaba el perro, pese a todo, y se esmeraba y seguía los rastros sin parar. Esto hacía que el corazón del cazador palpitara de continuo al ritmo de la emoción. Y, sobre todo, que no dejara de admirarse de las buenas maneras del Tango. Sus horas de trabajo con él estaban dando fruto y notaba que se entendía con el perro. Y, lo bueno de los perros, tan distintos a los humanos, era que lo que aprendían ya jamás lo olvidaban.
En línea recta estaba a unos dos kilómetros del coche. Entre aquellas idas y venidas, vueltas, búsquedas, desviaciones para mirar rincones y registrar todas las pequeñas asomadas del terreno, el tiempo había volado y eran casi las dos de la tarde. Sin duda tenía que tomar el camino de vuelta. Sus fuerzas estaban al límite. Se preguntaba por dónde regresar para que, en la vuelta, tuviera, ya que tenía que volver de todos modos, alguna posibilidad de dar con caza.
Un lejano canto orientó su brújula mental. Emprendió el camino sorteando pequeñas vaguadas con manchas, aquí y allá, de estepas. El perro iba siempre animado por algún rastro, de modo que no le dejaba relajarse.
Hizo un extraño el Tango en un apretado grupo de estepas que al cazador le llegaban a los hombros. Pero era tan tupido, que si alguna caza había allí sólo saldría pisándola.
Hizo un esfuerzo y se metió a machote entre las matas. Al poco sintió algo a sus pies. Al pronto pensó que, en semejante espesura, tenía que ser el desencame de un corcino. Sentía su mota, sin distinguirla, correr apresuradamente bajo la maleza.
El viejo no recuerda si lo dijo o sólo lo pensó: “¡Qué coño el corcino. Es una liebre como un perro!”
Pero no podía disparar a algo que no veía y cuyo bulto, a gran velocidad, apenas vislumbraba bajo la espesa fusca. Dudó mucho de que se hiciera con aquella liebre. Era de las que ves que se van sin remisión. No podía disparar a ciegas. Pero, por fortuna, se reportó y siguió su sonido entre la espesura con los cañones de la escopeta. Al fin salió por un extremo. En apenas dos metros con visibilidad la revolcó y a los pocos segundos el Tango se lanzó a por ella y la levantó orgulloso en la boca, caminó con ella ocho o diez metros y la dejó en el suelo. Entonces reparó en que el Tango estaba tan cansado como él. Aquel liebrasco pesaba lo suyo.
Llegó a casa reventado, pero contento por el día que, sin esperarlo, había pasado. Y sobre todo, cada vez más ilusionado por la actitud del nuevo perro.

13 diciembre 2015

Crónicas del Tango (Cap. 6)

El cazador, si quiere, tiene ocasión de cazar en Rienda. Pero ha de ir el sábado. Si no, la perderá.
Sopesa lo cansado que está. Recuerda que, de joven, cuando le sobraban ansias y energías, solían faltarle oportunidades, medios o lugares de caza. Ahora, con las fuerzas mermadas, le sobran posibilidades. Quizás sea por aquello de que Dios da dientes al que no tiene pan y pan al que no tiene dientes. Que también son ganas de tocar las narices.
Y pasa el viernes descansando del jueves y, sin embargo, no deja de pensar en el sábado. Y sabe que tiene que decidir. Y recuerda los consejos del Quijote: “Quien bien tiene y mal escoge, por mal que le venga, no se enoje.”
Pero como, en el fondo, la ilusión del cazador suele vencer a su prudencia, se sorprende dándose consejos a sí mismo. Se dice que irá muy despacio, que buscará la liebre, que andará paseando, que evitará las cuestas, que lo hace porque el perro no pierda… Pero el viejo sabe que se engaña, que la caza es caprichosa, que nunca sabes a qué paso te llevará ni a qué lugares. Ni tampoco sabes la distancia que, al final, terminarás recorriendo.
Pero, al amanecer del sábado, la ilusión ha triunfado una vez más. Por eso, al tiempo que amanece, las primeras luces del alba le sorprenden dejando el coche junto a las antiguas salinas de Rienda.
Se da cuenta de que comienza a cazar cansado. Pero confía en que el cuerpo se le caliente y que el ejercicio le disipe la vagancia muscular del mismo modo que el calor del sol desvanece las neblinas matinales. Y, en cualquier caso, apenca con la nueva caminata: “A pecado nuevo, penitencia nueva”.
Comienzan cazador y perro rodeando el Morro de las Rivillas y la zona aledaña. El morro es un altozano que domina la secular laguna salinera que, entre su maraña de espadañas, conserva humedad pero no agua. El terreno es bonito y prometedor pero, luego de un rato, resulta engañoso. Al cazador le llama la atención la resecura. La tierra parece haberse vuelto arenosa y la vegetación está encogida, polvorienta y, casi tan enteca, como los restos amojamados de una momia.
Cruzan los Pradejones y el camino de Valdelcubo. La fuente de las praderas está seca y su estrecho cauce es polvo o barro seco y cuarteado. Y nada ven por más que el Tango se mueva con soltura y el viejo, que se prometió un paseo, comience a acelerar el paso.
Casi por la cima de las Lomas de la Sierra va la linde con Valdelcubo y las consiguientes tablillas. Es la ladera más empinada de Rienda, dejando aparte la quebrada que da al monte. Y espera ver en ella el cazador algún bando de perdices. Pero sólo ve un zorro lejano y los omnipresentes corzos.
Arriba, a más de mil metros de cota, está el paso del Portillo. A él llegan sin ver nada. Empieza allí una zona de monte espeso y quebrado que hace una hoya cuyo fondo es La Riba de Santiuste. El cazador decide tirar a la derecha y bordear por la cota más alta, que le lleva a tener a su diestra la ladera suave de las Lastras y, a su izquierda, el gran barranco donde se abre el monte. Un monte que, desde arriba, parece un edén para los amantes de la caza mayor. Así lo atestiguan algunos árboles que los jabalíes usan de restregaderos tras frecuentar algunas bañas.
Desde la altura, se recrea en el paisaje: abajo, el castillo de La Riba de Santiuste,  a lo largo, el monte con la buitrera de La Muela en su punto más alto y los abruptos roquedales desde los que, de vez en cuando, vuela algún bando lejano de palomas zuritas.
Hizo, sin poderlo remediar, algún vano intento por sorprender a las palomas, pero el movimiento del perro le delató y las zuritas se tiraron el barranco abajo, siempre fuera de tiro.
Decidió el viejo bajarse por la suave ladera de las Lastras y, cruzándolas, descender muy lentamente, en diagonal, hacía las lejanas tierras de labor de Rienda. Tenía la esperanza de que en zona tan propicia, o eso le parecía a él, saltara la liebre. Pero no fueron liebres, sino corzos, los que no pararon de llamar la atención del perro.
Llegaron a la ermita de San Marcos, en un pequeño promontorio sobre las labores, y, desde ella, continuaron por una pequeña ladera, que va sobre las hazas, en dirección a Tordelrábano. Pero aquello parecía un desierto donde sólo habitaban corzos y más corzos.
Descorazonado el cazador, decide regresar por las labores a las antiguas salinas, donde ha dejado el coche. Se dice que en alguna parte tienen que parar las perdices o que, quizás, le salte alguna liebre de la espuenda de alguna de las acequias. Pero el aspecto de las labores no le inspira confianza.
El Tango, por lo despejado de las terroneras, barbechos y rastrojos, se impacienta, se aburre y va deprisa. A veces, sediento, busca un agua, que no encuentra, en cualquier asomo o conato de junquera. El cazador comprende al perro, pero le tiene que llamar constantemente.
Cruzan los campos de labor dejando Paredes a la izquierda y Rienda a la derecha. Pero las esperadas perdices no aparecen y ninguna liebre se desencama en el trayecto.
Sortean como pueden la zona del Calzaízo, poblada de maleza de espadañas, que rodea las salinas abandonadas. Cruzan a machote las pobladas junqueras y las caceras secas que daban agua a las albercas. Pero ni en las viejas salinas hay agua ese día. Los cocederos y calentadores en ruinas y las dos norias hundidas son los únicos testigos de su paso.
Son más de las dos de la tarde y han zurcido pacientemente el término durante seis horas largas. Otro día echado a perros. Nunca mejor dicho. Y el viejo se pregunta si, en esos días tediosos, se aprende alguna cosa que no tenga que ver con la resignación, la paciencia y el cansancio. Y, finalmente, se dice que, las tres cosas, son inherentes a la caza. Sobre todo a esa caza que él se empeña en practicar en solitario. Bueno, con el Tango.

12 diciembre 2015

Crónicas del Tango (Cap. 5)

Al viejo aún le chirriaban las articulaciones por causa de la soba del domingo. Pero aquel jueves podía cazar en lo de Imón. Y, como solía ocurrirle, la vana ilusión le inundó el ánimo igual que la niebla abraza los cerros. Y la imaginación se impuso, una vez más, al realismo del cansancio con que el cuerpo pretendía disuadirle.
A las seis de la mañana estaba desayunando en una churrería y, más o menos al amanecer,  tras hora y cuarto de viaje, estaba en el pueblo recogiendo al Tango.
En Imón, por un camino que deja a su izquierda las viejas salinas que un día abastecieron a Madrid, se sube a las Miruacas, un val entre dos cerros: La Viña Redonda a la derecha y, a la izquierda, Castilviejo. Ambos con cotas que superan los mil metros.
En el val dejó el coche y,  enseguida, comenzó a subir, en diagonal y lentamente, la ladera de Castilviejo llevando al Tango, gozoso de impaciencia, en vanguardia.
Se ilusionó porque a los diez minutos volaron tres perdices y, tirando tras ellas, subió arriba del cerro, hasta donde éste linda con lo de La Olmeda. Esto le calentó el cuerpo, aunque no consiguiera dar pique a las perdices.
Pero su impresión inicial fue engañosa. Las pocas patirrojas, en aquel cerro de vegetación baja, salían siempre en los demonios, aunque a él le daba gusto ver al Tango volviéndose loco con los rastros.
El cerro de Castilviejo tiene más de un kilómetro de largo y sus laderas son pronunciados cotarros con una vegetación rala, plantas espinosas y escasos majuelos, donde las perdices aguantaban difícilmente la caza al salto y el cazador se veía permanentemente mecido por la difidencia y el desánimo, por más sigiloso que fuese su rececho.
En su extremo norte, Castilviejo, linda con otro cerro de parecidas dimensiones y altura, que se llama el Montecillo y que está a la derecha de Castilviejo comunicado por una vaguada que llaman el Portillo. En ambos cerros se cansó el cazador de subir y bajar, de escudriñar macizos de aliagas y de mirar con atención todas las asomadas que el irregular y pedregoso terreno le proporcionaba. Los dos cerros resultaron dos moles rocosas muy fatigosas de andar, donde las cuestas no daban reposo y la escopeta era un adorno, pues las perdices no se dejaban acercar y la probabilidad de sorprenderlas era muy remota.
Rodeó las lindes con Bujalcayado y La Olmeda, pero no hubo manera. Dio con los restos de una liebre, apenas cuatro pellejos, que el zorro había devorado. Pero, por más patadas que dio, ni vio liebre alguna ni perdiz que le saliera a tiro. Todas, las pocas que volaron, salían, como poco, a cien metros, zumbando como obuses.
El terreno era un pedregal y los pocos eriales estaban secos y duros y por ninguna parte había gota de agua. Solamente en el oquedal de una roca pudo beber el Tango algo de agua de lluvia.
No tiró un tiro y a las dos de la tarde estaba derrengado y se sentía incapaz de salvar el gran cerro que le separaba del coche. Cerró los ojos e imaginó que un par de ángeles le trasportaban en volandas y le dejaban junto al vehículo, pero no aparecieron los seres celestiales. Y es que el descreimiento, algunas veces, no está reñido con la ilusión que nace de haber tenido una educación cristiana, amenizada en la infancia por los bonitos relatos de la Historia Sagrada.
Así que, con toda la humildad que da el estar extenuado y derrotado, comenzó el viejo a subir la tremenda y accidentada ladera. Lo hizo en zigzag salvando como pudo las masas de rocas y pedruscos y temiendo, por las pocas fuerzas que le restaban, dar de bruces entre los guijarrales.
El Tango iba mohíno y casi tan cansado como él, y se miraron, y no supo decidir el veterano cuál de los dos sentía más pena del otro.
Al final llegaron al alto. Ya en la larga ladera de bajada al coche, aún tuvo fuerzas para acercarse a un gran macizo de aliagas, aquél donde en la mañana salieron las tres perdices tempraneras. Tenía la nimia esperanza de que, si allí habían dormido las perdices, bien pudiera haberlo hecho la liebre y quedar encamada, sin saltar, por su paso presuroso de horas atrás. Y es que al viejo siempre se le iban ocurriendo posibilidades, por más remotas que éstas fueran.
Apenas iniciada la entrada en las aliagas, el Tango fue y se puso de muestra. El cazador se sobresaltó por la emoción, por vez primera, en aquella monótona mañana. Ya está: la liebre. Lo pensó al tiempo que se preparaba y alargaba el pescuezo, mirando con codicia cualquiera de las posibles salidas de las matas. Pero quia,  contra lo que esperaba, saltó una perdiz que, esa vez, en lugar de tirar hacia adelante, voló en semicircunferencia a su izquierda y bastante por debajo. Fue un tiro velocísimo, pero la vio caer allá abajo tras unos pirliteros y el perro también se percató. El Tango bajó en menos que se persigna un cura loco e, inmediatamente, se volvió a quedar de muestra frente a los zarzales. Pero esta vez se lanzó al segundo y a los pocos instantes venía ya hacia el viejo con la perdiz en la boca.
¡Qué halagos le hizo al Tango, sólo le faltó besarle!
Y ese pequeño éxito fue el que le salvó el día pues, la postura y el cobro, fueron más propios de un perro viejo y resabiado que de un cachorro de once meses.
El cansancio, ante aquella descarga de emoción, se le pasó al cazador de repente, como por milagro. Al final, fueron siete horas de cuestas y más cuestas jugando al “que te cojo” con la decena de perdices que le burlaron de continuo a lo largo de la mañana. Y, la escopeta, fue un peso inoperante que sólo le sirvió en aquel último instante de fortuna. Pero así es la caza.
La emoción fue efímera, el cansancio fue más duradero. El cuerpo, que no olvida, le mostró al viejo sus rencores los días siguientes.

Crónicas del Tango (Cap. 4)

La media veda había terminado. El cazador tenía por costumbre hacer balance, pues era un permanente anotador de recuerdos y detalles. Así supo que había cobrado veintiocho codornices y dos torcaces. Ningún motivo de orgullo, porque esa percha, hace unos cuantos años, se solía colgar en la primera mañana de la media veda. Y, aún menos satisfacción, porque, para tan exiguo balance, había empleado quince jornadas que, a una media de seis horas, daban un tiempo aproximado de noventa horas de búsquedas y  caminatas zurciendo el campo.
Sin embargo, creía que ese tiempo campeando había producido un gran cambio en el Tango. Al menos, eso le había parecido el último día. Pero tal suposición, sólo cuando la general se abriera, podría constatarse.

El último domingo de octubre se abrió la general en el pueblo. Los cazadores ese día estaban nerviosos y muchos salían al campo con desasosiego. Eso hacía que, los más, cazaran desordenadamente, poseídos por una vehemencia que les hacía, a veces, vagar sin mucho tino. Las cuadrillas se cruzaban unas con otras estorbándose, en su afán por buscar la caza en los parajes más querenciosos, especialmente, para las perdices. En resumen, aquel primer día de caza fue, como lo eran todos los de los desvedes, un día anárquico, desordenado, con tiros por doquier, los más, sin fundamento, carreras e incluso imprudencias de todo tipo.
El viejo, al verse a solas con el Tango, decidió eludir aquel maremágnum. Y, en lugar de meterse en las zonas mejores, donde reinaba aquella confusión de cazadores, perros, prisas, voces y escopetazos, buscó tranquilidad para intentar que el perro continuara con su aprendizaje. Así que abandonó las zonas más querenciosas y propicias y buscó un paraje que no estuviera concurrido.
Sabía que, para la caza, sobraban las prisas y, aún más, la competencia. Era para él, por el contrario, un ejercicio personal, concentrado, lento y de estrategia y, solamente, cuando tenía las perdices delante, con total seguridad, solía dar un apretón. La anarquía que reinaba en el campo, aquellos primeros días de los desvedes, le descomponía y, su primer objetivo, consistía siempre en eludirla.
Quería que el perro anduviera concentrado y no se despistara. Y, si era posible, cobrara alguna perdiz. Así que se alejó de aquel tumulto buscando la suerte en lugares que la mayoría de los cazadores descartaban.
Tomó el antiguo camino de Cardeñosa, dejó el coche junto a las Cerradas del Abogado y, congraciándose de que la zona estuviera desierta, se encaminó hacia la Viñuela.
Entre la Viñuela y el Barranco de la Franciscona había una amplia zona que, por la parte baja, estaba poblada de aliagas y espinos y, por la alta, abigarrada de macizos de biércoles y estepas con algún que otro pino intercalado. Se formaba así una ladera, no muy inclinada, en la que la erosión había trazado pronunciados surcos en la tierra roja. Esas torrenteras, de vegetación rala y no demasiado profundas, se intercalaban sucesivamente entre las espesuras de biércoles y estepas y, tras atravesarlas, se terminaba dando en el barranco, más profundo, de la Franciscona, cuya ladera, mucho más grande y empinada, daba sobre las viejas huertas, perdidas y llenas de maleza.
Apenas cruzadas un par de torrenteras y metidos cazador y perro de lleno entre los biércoles, saltó de entre la fusca, a unos cien metros por delante, un pequeño bando de perdices. El cazador notó que las seis o siete que salieron no estaban fogueadas, porque dieron un vuelo corto. Apretó el paso y sintió latir su corazón como si fuera joven. Mientras avanzaba a buen paso, iba rogando que la Naturaleza y el ojo le permitieran hacerse con alguna. Y, más que en su ilusión de veterano, pensaba en el aprendizaje del perro que, esta vez, podría finalmente cobrar alguno de aquellos animales cuyos efluvios tanto le excitaban.
El Tango las barruntó, pues, inmediatamente, bajó el hocico al suelo y empezó a caracolear entre los espesos biércoles. Enseguida volaron de nuevo y el viejo tiró a una un poco larga, pero la marró. El Tango iba muy picado y el cazador gozaba viéndole con aquella especie de desasosegado nerviosismo.
No tuvo dudas, el segundo vuelo había llevado a las perdices a la más inclinada y profunda ladera del barranco de la Franciscona. Dio un pequeño rodeo por arriba para anticiparse a la huida de las perdices y, además, aparecer por donde éstas no le esperaban. En cuanto asomó empezaron a salir desperdigadas. Pero esta vez no quiso arriesgar y sólo tiró a una rezagada que se quiso cruzar barranco abajo. La perdigonada alcanzó a la perdiz cuando rebasaba como un cohete la copa de unos pinos y el viejo, aunque no vio el punto de caída, supo que, muerta o herida, la tenía en el fondo del barranco. Quizás, por la inercia alcanzada en su vuelo, a más de treinta metros por debajo de donde la vio desplomarse en el aire.
Llamó al perro a la voz de “Muerta está” y sin dejar de animarle bajaron los dos la empinada ladera. El perro, excitado, descendía como loco y el cazador, atento, con cuidado de no perder pie y romperse la crisma. Al trasponer los pinos, una maraña de maleza le hizo comprender que el debut del Tango no iba a ser precisamente pan comido.
Siguió animándole a la voz de “Muerta está”, en un tono que al perro debía darle certeza para que en adelante, cuando lo oyera, supiera con seguridad que había pieza que cobrar.
Para su sorpresa el Tango localizó enseguida el pelotazo de plumas donde la perdiz dio contra el suelo y, describiendo olas en zigzag, siguió el rastro entre la maleza y, al cabo de medio minuto, dio con ella. La cogió palpitante de entre las zarzas para satisfacción del cazador que, entonces, cambió el tono de voz y, sin ir hacia el perro, sino sesgando sin perderle de vista, comenzó sus alabanzas “Bien, bonito”, “Bien, Tango”. A medida que el viejo sesgaba alejándose en diagonal, el perro emprendió otra diagonal convergente con la suya, con la perdiz en la boca, hasta que coincidieron y delicadamente, mientras le acariciaba la cabeza, se agachó, le sopló en el hocico y el Tango dejó caer la perdiz en su mano. Las caricias y los halagos al perro siguieron a tan sorprendente primer cobro. Y el viejo no cabía de satisfacción en el chaleco.
Las demás perdices habían volado hacia la parte más alta del Barranco de la Franciscona, casi hasta los Picachuelos. El viejo se pegó una jupa tras de ellas sin obtener, pese a su esfuerzo, ningún resultado. Pero notó cómo el Tango seguía con mucha más seguridad sus rastros antes de que aquéllas saltaran, fuera de tiro, a más de cien metros.
Como las perdices, tras subir a lo más alto, habían vuelto a descolgarse hacia los bajos, terminó el viejo regresando casi al mismo punto donde las sacó. No había más remedio que seguirlas, “el que no cazurrea, no coscurrea”.
Iba por un macizo de biércoles que le llegaba hasta los muslos cuando, al llegar a una de las escorrentías, saltó la liebre. No le dio tiempo a tirarle, como no hubiera sido a tenazón, pues la rabona se metió a lo profundo del surco y sólo se dio a ver cuando traspuso por el otro lado. Pero el veterano, que la estaba esperando aparecer, la alcanzó, pese a todo, de chiripa. Y no sólo por lo distante del tiro, sino por la velocidad con que entró en la fusca la rabona al dejar la escorrentía. Pero, como tenía casi la certeza de que el tiro la había pillado, entonó de nuevo el “Muerta está”, cruzó el barranquillo y el Tango, apenas llegó a la trayectoria seguida por la liebre, se picó de inmediato con el rastro. No se equivocó, herida, la liebre se había amagado pero, ante la presencia del Tango, saltó de nuevo. En diez metros el Tango la agarró y, ya cantaba el cazador victoria, cuando la liebre se puso a chillar, con tal fuerza, que parecía un gato furioso y el perro la soltó, pues en su vida se había visto el can en semejante trance ni sabía lo que era una liebre. Pero, apenas corrió otros pocos metros, la volvió a agarrar y la soltó de nuevo entre sus chillidos y así jugó con ella tres o cuatro veces. Cuando se acercó el cazador ya estaba muerta y con el perro encima, ciego con ella, sin dejarla.
Recapituló que, para ser el primer día, no podía haber pedido más: el Tango mordió perdiz y liebre y cobró su primera perdiz y la trajo a la mano como es debido. Eso sí, de las siete de la mañana a las cuatro de la tarde, ambos habían pasado nueve horas zarceando por el campo.
El lunes, cuando cazador se despertó, se levantó de la cama en varios tiempos.