21 marzo 2016

La infancia, germen de la persona

De niño pronto me acostumbré al imperio de los mayores. Reconozco que, en un principio, me costó. Pronto me corrigieron una primera y perniciosa tendencia: el vicio de preguntar.
A los adultos les gustaba más que los niños aceptásemos las cosas porque sí. Era mucho más cómodo para ellos y, bien mirado, también para nosotros que, aparte de las ganas de incordiar, bien poco nos importaban por entonces ciertas cosas. Las preguntas solían tomarlas como un atentado a su autoridad, una especie de incipiente violencia infantil, un conato de insolencia, que debía ser sofocada lo antes posible, por aquello de que el árbol que se torcía de pequeño no había luego quien lo enderezara.
Lo hacían por nuestro propio bien y decían que, de mayores, lo entenderíamos y, si se veían en la obligación de persuadirnos mediante el castigo, sostenían que éste les dolía a ellos más que a nosotros. Así se nos preparaba para ser críticos con nosotros mismos practicando el autocontrol, para ser comprensivos con los mayores, que bastante tenían con aguantarnos, y para hacernos futuros masoquistas que sufrirían, cuando les llegase el turno, castigando a sus hijos como a sí mismos. La educación era, sin embargo, tal y como los adultos sostenían, el factor decisivo para cambiar el mundo.
Fingiendo no dudar de mis mayores, pues entrar en diatribas con ellos era tedioso, amén de arriesgado, construí mi mundo al margen de ellos. Así que, de la noche a la mañana, me convertí en un niño obediente y sensato y, de díscolo, pasé a ser un ejemplo para amigos, primos y hermanos. Y para no llegar a ser un árbol torcido, me convertí en un artero vástago bastante retorcido pero, eso sí, subido al pedestal en el que los mayores me pusieron. Esto, si bien me alejó de la desventura, atrajo hacia mí el odio de los otros muchachos que, con gran clarividencia, me consideraban un alevoso chivato traidor.
La resistencia pasiva, término que desconocía por entonces, fue el eje de mi vida infantil. Sin embargo, contra lo que yo creía, no fui en esto un adelantado, pues la idea ya la había tenido un tal Gandhi que amargó la vida a la autoridad colonial inglesa de La India mucho antes de que yo burlara la de mis padres y maestros. Pero, siguiendo con los otros principios de Gandhi: el espíritu de verdad y la no violencia, ambos muy sobrevalorados, no fueron mi fuerte ninguno de ellos.
El espíritu de verdad, con el que algunos sostienen que venimos al mundo, me pareció enseguida, y paradójicamente, una fuente segura de dolor, en particular físico, sobre uno mismo. Y enseguida comprendí que más valía ser sospechoso o, incluso, acusado, que declararse culpable, por muy verdad que esto fuere. Y que si eras tan tonto como para confesar tus faltas, por ese prurito de decir la verdad que, además, era mandato divino, luego, del castigo, no te libraba ni Dios. Por tanto, si a la verdad le seguía el castigo, era que la virtud, en este mundo, estaba irremediablemente perseguida. También era posible que la verdad no fuese aconsejable ni prudente pues, seguramente y no en vano, toda mi vida he oído a la gente referirse a ella, cuando se decidían a decirla, con estas reveladoras palabras: ”…y esa es la puta verdad”.  Yo, ya, si ustedes no entienden esto…
Las películas, que eran una fuente de ciencia y experiencia, demostraban que, tanto por decir la verdad, como por negarse a decirla, la gente se veía en serios problemas. Y viendo las películas de esclavos, a los que los romanos les administraban una hacienda de latigazos por mentir o por decir la verdad, dudé mucho de la veracidad de esa frase que tanto agradaba a los mayores:”La verdad os hará libres”. Y, en particular, el día que, como un hombre, confesé a mi padre que me había pasado la tarde haciendo novillos con mi primo y él, en justa recompensa, me dio de correazos, lo tuve meridianamente claro: “La verdad os hará esclavos”. Y a la verdad le cogí cierta manía, era algo que sólo traía desgracias. La verdad os hará libres… vamos, hombre, quita pallá. Lo mejor que se puede hacer con la verdad es ocultarla e incluso, si se puede, olvidarla. Menudo incordio.
Con respecto a la no violencia, tan inculcada por los mayores, enseguida entendí que era un precepto vano del que ellos mismos prescindían en cualquier momento para, a la más mínima, soltarte un soplamocos  o un buen bofetón. Si la violencia no conducía a nada ni nada arreglaba, no alcanzaba mi razón a comprender por qué a mí me la aplicaban por sistema. Y, dándole vueltas al asunto con mi cerebro pensador, deduje que la violencia era útil, conveniente y efectiva si la aplicaba la autoridad, en mi caso paterna, pero no lo era si la utilizaban los últimos del escalafón, que éramos los niños, en mi caso, o la gente de a pie, en general, frente a las autoridades. Esto último lo fui deduciendo por la praxis a lo largo de mi venturosa vida. Pero la violencia era buena, muy buena, al menos para algunos. No hay más que echar un vistazo al mundo.
En la escuela los profesores nos enseñaban, pero no les gustaba que nosotros nos saliéramos del guión y pretendiéramos aprender por nosotros mismos cosas que, o bien eran ajenas a sus enseñanzas o bien respondían a interrogantes propios. Así que, cuando preguntaban si alguno queríamos saber algo más sobre alguna cuestión, lo mejor era callarse. Si el maestro se veía en apuros recurriría inevitablemente a la violencia de palabra y de obra y, lejos de enterarte de la verdad, te verías en problemas por no haberte resistido a preguntar.
La última vez que olvidé estos cautos principios fue en clase de religión. El cura preguntó que cómo se peca. El interpelado contestó que con los sentidos. El cura dijo que muy bien y yo, en lugar de callar mi torturante duda, levanté la mano:
-¿Don Saturnino, cómo se puede pecar con el olfato?
El cura me miró como un basilisco y, ante mi cándida mirada esperanzada, se abalanzó sobre mí rojo de ira, me dio dos bofetadas y me echó una semana de clase. Mi padre me dio la propina.
Pero si es que ya te lo decían: “La letra con sangre entra” y “Quien bien te quiere te hará llorar”, si es que no podían ser más claros.
Así que comprendí que la resistencia, la falsedad y la violencia, objetivos transversales de la educación, eran los dones que, al que no fuera tonto de capirote, proporcionaba una enseñanza seria y responsable para, así, dotar al discente del necesario bagaje para la vida.
¡Ah! Y que, para evitar los pecados del olfato, lo mejor era no meter las narices donde a uno no le llamaban. Enseguida me di cuenta.

20 marzo 2016

Elogio de la política

Nadie está a salvo de lo imprevisto. A ninguno nos garantizaron al nacer que la vida nos iba a tratar de una manera o de otra. Jamás se le dijo a nadie que el mundo debía ser justo y que todos, en él, tuviésemos derecho a las mismas prerrogativas y posibilidades. El deseo, pues no deja de ser una aspiración, de encontrar justicia y equidad es sólo una idea que nos inculcaron artificialmente y que, el contraste con las vivencias diarias, demuestra que sólo es un afán, una apariencia, una quimera. Resumiendo: una falacia.
Es cierto que algunas sociedades, unas más que otras, se esfuerzan en promulgar leyes que, cándidamente, buscan garantizar lo imposible: justicia, igualdad, solidaridad, libertad, fraternidad, bien común, etc. Muchos creen en estas normas y se desviven en velar por su cumplimiento. Y, en su utópico delirio, hasta piensan que el planeta que habitamos no tiene dueño e, incluso, llegan a argumentar que es una propiedad común de todos los que lo habitamos por el mero hecho de haber nacido. Y, con estas ideas peregrinas, pasan la vida sin darse cuenta de lo profundo de su engaño. Y sostienen que forman una especie de comunión con el género humano que, aunque muchos creen intuir, a nadie consta su existencia. Pero ellos gozan soñando despiertos. No acierto a comprender cómo confunden lo que imaginan con la realidad.
Como a todos, a mí también intentaron educarme en conceptos más o menos parecidos a éstos, mas, apenas iniciado mi aprendizaje, comprobé que carecían de cualquier indicio de racionalidad.
Sí, admito que estas ideas en su conjunto son una manera de querer ordenar el funcionamiento de la sociedad pero, sin duda, no es el modo correcto de hacerlo. Y, además, me parece un acto de despotismo el pretender que todos aceptemos estos preceptos. Vamos, un atentado clarísimo a nuestra libertad. Y por eso nunca he acatado esas normas que te dan desde que naces y en las que se empeñan en educarte sin permitir tu libre pensamiento y tu propia evolución.
Debo reconocer, sin embargo, que el hecho de que una gran mayoría de personas acepte estos principios sin cuestionárselos y, además, intente seguirlos mansamente, ha supuesto una ventaja para mí. Pues siempre he sabido, salvo excepciones, con qué cartas jugaban mis semejantes, mientras que ellos, presumiendo que mi criterio coincidía con el suyo, jamás supieron mis deseos, mis pensamientos y, mucho menos, mis intenciones.
Pero, no es bueno ir contra corriente y, por eso, desde muy joven, aprendí a fingir. De no haberlo hecho me habría convertido en un rebelde. Y, a mi juicio, un verdadero rebelde ha de ser un desconocido, un personaje anónimo contra el que nunca se pueda ir abiertamente, pues jamás se manifiesta. Y, cuando un rebelde anónimo, pasa a ser conocido por algunos de sus actos, inmediatamente se le tilda de delincuente e intenta aplicársele esa tiránica ley que pretenden imponernos. Cuando un rebelde deja de ser anónimo ha fracasado.
El conjunto de la sociedad cree, les han hecho creer, que las mayorías, con su criterio adocenado, llevan siempre razón. Ya ven ustedes qué poco lógico es este supuesto y, sin embargo, muchos lo mantienen y creen ciegamente en él. No seré yo quien les desengañe si ellos, prescindiendo de la cordura, se empeñan en mantenerlo.
Lo cierto es que errores como éste facilitan la existencia a las personas que, como yo, tenemos criterios más racionales y recelamos, por sistema, de las opiniones que, por extendidas, se suelen dar por ciertas. De los errores comunes pueden vivir muy bien los seres singulares.
Algunos dirían que soy un ser sin conciencia. Estoy de acuerdo, pues la conciencia no es algo que venga con nosotros al nacer, sino que, por el contrario, son todo este conjunto de preceptos que nos inculcan, sin razón ni respeto a nuestro albedrío ni al vuelo libre de nuestra inteligencia, los que la constituyen. Con este atentado educativo, cruel pero incruento, nos construyen, desde niños, una especie de dique interior que nos incapacita para la libertad y el uso de la razón. Es, si me lo permiten, inhumano y atroz que las personas se constituyan en censoras de sí mismas. Pero a eso nos quieren llevar. Y sólo unos pocos hemos tenido la suficiente lucidez para fingir creerlo pero, a la vez, mantener un recio fuero interior que nunca lo aceptó ni fió en ello. Es difícil, lo sé, se necesita una gran reciedumbre moral para lograrlo. Empero, es posible conseguirlo.
Con leyes, religiones, costumbres e instituciones, en general, es mucho más práctico guardar las apariencias que empeñarse en batallar con ellas, pues no están hechas para respetar al individuo, sino para doblegarlo. He aquí una razón más para lo que yo llamo el anonimato socio-cultural.
Es cierto que son los hechos los que dan a conocer a las personas, pero quién conoce los hechos cuando pueden disfrazarse con mil palabras, quién puede juzgarlos cuando pueden esgrimirse inteligentes y creativos argumentos para respaldarlos y cuando, si preciso es, pueden aducirse las mejores intenciones para justificar los más deleznables de ellos.
Un ser libre, sin ataduras, sin ideas preconcebidas, un individuo que haya sabido preservar su individualidad, podrá lidiar fácilmente con cualquier aparente contradicción, pues su inteligencia le dotará siempre de instrumentos para salir airoso.
Que no nos construyan la realidad, que seamos nosotros los que la construyamos a nuestro antojo: esa es la grandeza del ser humano.
Y no, por más que muchos quieran pretenderlo, no soy un delincuente, no soy un criminal, ni siquiera soy un desalmado. Estoy mucho más allá de la delincuencia y del crimen, allende las anímicas creencias infundadas: soy un político. Me consta, pero, en caso necesario, puedo desmentirlo contundentemente.

19 marzo 2016

La churrería, sábado a primera hora

La lluvia lava las calles vacías sin cargo al presupuesto municipal. Ha caído toda la noche. La luz del cielo pasa lentamente del negro al gris oscuro, sin ninguna abertura, sin matices. Brilla contra el asfalto mojado la claridad de alguna farola, el destello intermitente de los semáforos. Es un alba sin trasnochadores ni madrugadores en la calle. Clarea un sábado.
A las cinco y media abre la churrería. Pero, a esas horas, sólo entran los últimos supervivientes de la noche. Parece un puerto para náufragos que acabaron la juerga a la deriva.  Es el refugio de los que se resisten a abandonar la partida, de los que le piden una prórroga al juego, de los que aún no distinguen la aurora que viene de la noche que se va. Casi todos son jóvenes. Algunos, aturdidos, con las caras desvaídas, como púgiles sonados al borde del fuera de combate, sostienen, apoyados en la barra, el último cubata con desgana; otros, excitados por el alcohol, con la tez colorada, toman café y chupitos de licores mientras brindan ostentosamente, entre unas risas cuya causa sólo ellos conocen. Hay quien ávidamente repara, con la masa churrera o las tostadas, los agujeros que las horas de ayuno y el alcohol hacen en los adentros. Algunas muchachas les acompañan, mientras otras han optado por sentarse a las mesas y posan en el suelo sus pies descalzos, desertores de los zapatos de tacón que se han quitado. Casi todas tienen la cara un poco demacrada, perdido hace horas el falso lustre del maquillaje, y las piernas cansadas. Algunas lucen carreras en las medias y el pelo lacio por la humedad o mojado por la lluvia.
El agua cae fuera por cortinas. Los que hacen intento de salir vuelven a entrar apresuradamente, resoplando y quejándose del aguacero. El único valiente que sale, y aguanta un rato fuera, es para vomitar apoyado en la pared.
Cuatro madrugadores entran bufando y renegando del día. Han salido de un todo terreno verde que aparcó bruscamente junto a la entrada. Van abrigados. Por su vestimenta, en la que predominan los ocres y los verdes, e incluso el camuflaje, son cazadores que salen hacia alguna de las monterías finales de la temporada. Se quejan del temporal y se preguntan si el gancho no se suspenderá.
A los cinco minutos llega otra cuadrilla que sólo por las caras, que no por los atuendos y las quejas, se diferencia de la primera. Se saludan, todos son conocidos. Piden tostadas con jamón y tomate, café con leche casi todos, aunque, algunos, despachan la suya con cerveza. Discuten sobre si subir o no subir al coto, hacen llamadas, gesticulan y, mientras se deciden y cambian opiniones, dan tiempo al tiempo tomando, en hermandad improvisada, unas copas de orujo.
Termina de amanecer. Cesa el jarreo de agua. El día queda neblinoso, con un chirimiri tan fino que parece no mojar pero que, a la larga, empapa.
En un instante, con la ilusión recuperada, pagan los cazadores y salen enseguida esperanzados por la tregua que el día parece dar. Se dirigen diligentes a sus coches y con brillantes arrancadas salen hacia sus cazaderos en una especie de maniobra rápida y disciplinada, casi militar.
Los trasnochadores, sin embargo, van saliendo, más lentamente, con desgana, como si la luz del día, ya definitiva, les ofendiera, por más gris que sea la mañana. Y se despiden del mate de la noche oscura, donde cualquier brillo destaca, y se pierden perezosamente en varias direcciones camino de sus casas, seguramente en busca de la ansiada cama. El día disipa los deseos, los sofoca, y acaba, como siempre, con los efímeros sueños de una noche más.


10 marzo 2016

La Gran Biblioteca de los Lectores Muertos

La Gran Biblioteca de los Lectores Muertos, dotada desinteresadamente por los lectores del mundo que legaran sus tomos a su muerte, fue, en su origen, algo similar a esos Testamentos Vitales en los que, voluntariamente, cada cual puede decidir su final, evitando el dolor, y lo que será de sus restos mortales.
Por abreviar, lo mismo que una persona podía donar sus restos corporales a la ciencia, podía regalar sus restos intelectuales, en forma de libros, a dicha gran biblioteca con vocación universal. El proyecto no pretendía ser modesto, ni mucho menos.
Sin embargo, la idea, que surgió de muchos y de ninguno, generó enseguida apasionadas controversias.
En primer lugar surgieron intereses económicos. A las editoriales no les pareció una idea acertada, pues estas empresas veían en la iniciativa un reciclaje de textos que, oculto en el propósito, mermaría sus ediciones y, sobre todo, sus reediciones. Consecuentemente, disminuiría el negocio y se producirían despidos brutales en el sector. A todas luces representaba una competencia desleal y, además, habría de destinársele un emplazamiento gigantesco, un gran número de cuidadores y administrativos y, todo ello, supondría un gasto enorme para el erario público. Evidentemente era una idea alarmante, por antieconómica y destructora del tejido vital y creador de empleo. Un proyecto, concluyeron los directivos de las grandes editoriales, cercano al comunismo más salvaje y anacrónico. Los libros patrimonio de todos. Era inaudito.
Por otro lado, y al menos en España, todas las Comunidades Autónomas, sin despreciar la iniciativa, alzaron su voz unánimemente contra el intento, a todas luces desaforado, de una centralización cultural y, de inmediato, propusieron la creación de dicha biblioteca a nivel autonómico, de modo que pasase a llamarse Gran Biblioteca de los Lectores Muertos Castellano-Manchegos, Murcianos, Cántabros, etc. Pues, siendo cada día más conscientes de que España es un país de naciones, no convenía destrozar tan burdamente sus singularidades más sutiles.
También las confesiones religiosas, tradicionales defensoras de la cultura y la ciencia, dijeron que la idea les parecía tendenciosa y homogeneizadora pues, bajo el común nombre de lectores, se amalgamarían personas de muy distintas ideologías, y por ende de muy distintas lecturas, y que eso daría lugar a que estas bibliotecas fuesen un tótum revolútum en el que nadie supiera qué terreno pisaba, ideológicamente hablando. Así que propusieron que esa biblioteca, sobre estar descentralizada, no fuese una, sino varias o, mejor, muchas. Y puntualizaron que los lugares idóneos para dichas bibliotecas fuesen edificios anejos a los cementerios, de modo que los libros de los finados tuvieran asiento físico cerca de los restos de éstos y reposasen cerca de sus huesos. Así serían conocidas como, verbigracia: Gran Biblioteca de los Lectores Muertos Egabrenses Católicos, Tolosarras Musulmanes, Pacenses Protestantes, etc.
Hubo, con respecto a este último comunicado, enérgicas protestas de colectivos de ateos que se consideraban discriminados por no contar con cementerios propios y ser enterrados de modo que ellos llamaban “transversal”, por dar con sus restos habitualmente en el lugar más cercano a su defunción. No menores fueron las críticas de los que pensaban incinerarse, por temer que sus libros siguieran su camino.
Los ayuntamientos, al avizorar el incipiente fenómeno cultural, también levantaron su voz. No veían con buenos ojos que el patrimonio bibliográfico que, tras su deceso, dejaran sus empadronados se les enajenara por las distintas confesiones y, menos, por la comunidad histórica en la que estaban enclavados y, aún mucho menos, por el avasallador Estado. Pues era bien sabido, no sólo que cada comunidad tuviera su propia diferenciación cultural inalienable, sino que cada municipio presentaba una idiosincrasia genuina y exclusiva e, incluso, los diferentes barrios, dentro de ellos, eran abismalmente distintos, culturalmente hablando. Y, así, proponían que fuesen las asociaciones de vecinos de la localidad las que administrasen dichas bibliotecas por barrios. De modo que pasarían a llamarse, por ejemplo: Gran Biblioteca de los Lectores Muertos del Barrio de Pintahuevos de Guarromán, del Barrio de Salsipuedes de Cercadillo, del Barrio de la Cuesta Rompeculos de Sigüenza, etc. Que si ya era difícil salvaguardar las diferencias abismales e insondables entre comunidades, mucho más lo era el tener una clara delimitación entre las que diferenciaban a los barrios entre sí. Qué lejos estaban los gobernantes de lo que constituía la sutil esencia de cada villa. Era inconcebible su insensibilidad, su falta de finura intelectual.
Distintas ONGs, previa subvención estatal, intentaron adueñarse de la idea y reivindicaron, para llevarla a cabo, la concesión de mastodónticos edificios e incluso de aeropuertos que durante los últimos años se habían edificado y carecían de uso.
Aquella idea, que en mala hora presentara el ministro, se convirtió para él en una fuente de problemas. Y, viendo que ni a los muertos se les podía permitir hacer su voluntad, creó un impuesto sobre las transmisiones y donaciones de libros post mórtem. Esta tasa había de pagarla el testador en vida. Y con este nuevo impuesto, llamado Impuesto de Transmisión Bibliográfica, zanjó el asunto. La transmisión de libros redundaría en beneficio del Tesoro. Todo seguiría igual que estaba pero, a la vista de las controversias, se había creado un nuevo impuesto. A ver si escarmentaban. Esto era lo único bueno que el señor ministro pudo sacar de la primitiva idea. En ninguna parte del mundo prosperó el proyecto, pero, en España, se hizo de la necesidad virtud y el problema que se generó se convirtió en una fuente inesperada para Hacienda.
Las almas más románticas, altruistas y nobles quedaron anonadadas y desalentadas. Pero, qué difícil es aceptar las decisiones de los que nos gobiernan. Por justas y acertadas que éstas sean. Siempre lo he sostenido.