31 diciembre 2008

Adiós 2008

Despido el año 2008 con dos trabajos gratos: Abam y la otra historia de Matías.
Abam, una historia de posesiones y milagros, de frailes y nobles, de ventas y caminos, de poderosos y desharrapados moviéndose entre el poder, la religión y el miedo, tejida en torno al Desierto de Bolarque recién desvanecido el siglo XVII.
La vida monótona y gris de Matías, arqueólogo profesional, profesor accidental, obeso, calvo y piquituerto crónico, se ve engullida, a raíz de visitar a un dietista por la espiral de una intriga extraña que amenaza su vida.
¿Me premiará el 2009 con otros trabajos tan agradables como estos?

25 octubre 2008

Adiós, señora Basilia (paréntesis obligado por el cariño)


En el barrio de San Gil
se ha cerrado la taberna
pues por falta de parroquia
se marchó la cantinera.

Ayer, sin un ruido, del mismo modo discreto que gastó para pasar su vida, la señora Basilia, última tabernera de la calle Real, dejó su barrio definitivamente desatendido. Sus antiguos parroquianos: Eugenio el Cocina, Prudencio el Romero, Tomás el Galgo, Paco el Cartero, Pedro el Piquique y todos los demás, la hubieran acompañado, con sentimiento y cariño verdadero, en su última subida por la cuesta del cementerio, si no se hubiera dado la triste coincidencia de que todos la esperaban allí.

15 mayo 2008

Caligrafía (juego)

(Si lo quieres ver con detalle pincha sobre la foto.)
Sobre una idea original de Lucía, si quieres publicar tu caligrafía sigue estas instrucciones: 1. Tomar una nota escrita de su puño y letra y hacer una fotografía o escanearla.
2. Hacer un post con ella titulado Caligrafía (juego).
3. Indicar las bases del juego para que puedan participar más blogueros. Y enlazar al post original (o sea, esta casa de ustedes).

El blog de Lucía es La calavera bajo la piel

05 mayo 2008

De unos días para otros

Sé que hay lugares en los que estuvimos por otros. Cuando ya han desaparecido, nuestra presencia allí sólo sirve para el dolor y debe ser excusada. Siempre los recordaré con cariño, pero ahora sé que, aunque creí que lo fueron, no son mis lugares. Los dejo adrede para irme a ningún sitio. Y, si lo pienso honestamente, no creo que tenga ningún lugar propio donde ir mas que el hueco, si acaso, del corazón de quien me ama.

31 marzo 2008

Consideración



Agustina, la tutora, tenía enfrente, al fin, a los padres de Vanesa. A los dos, sí, por increíble que a ella misma le pareciera. Eran gente bien, acomodada.
La muchacha era una adolescente que no había completado su educación secundaria en ninguno de los tres institutos por los que había repartido su presencia desde los doce años, edad a la que abandonó la escuela. A los 17 había dejado el último centro, contribuyendo así al descanso de su tutor, en particular, y al de la totalidad de su panel educativo, en general. En el curso, durante el cual cumpliría los 18 años, accedió a un centro de educación para personas adultas. El último puerto, éste permanentemente abierto, que el sistema educativo le ofrecía para terminar la educación secundaria.
Aparte de los problemas de afirmación personal que le llevaban a enfrentarse con el profesorado y los padres, de los de disciplina que le impulsaban a no acatar las normas, de los de afectividad que le incitaban a ser líder sin serlo y foco de atención constante, de los de drogodependencia inducida por la socialización del fin de semana, de los de conducta agresiva y provocadora por la acumulación de las circunstancias antes dichas, se sumaba el redomado desapego de sus padres hacia ella, la pseudo independencia a la que le habían acostumbrado desde pequeña, el furor por distintas “play stations” sustitutivas del control parental de su tiempo y aborrecidas tras cada temporada, por pasadas de moda, y la afición a todos cuantos distractores la sociedad facilita a los padres para que se desentiendan de sus funciones sin que parezcan incumplirlas.
Sin embargo eso no era todo, Vanesa tenía dislexia, era incapaz de concentrarse más de un minuto en una cosa, no había aprendido a interpretar un texto, no alcanzaba a entender ninguna insinuación con sentido del humor, tenía graves problemas, no ya para abordar cualquier razonamiento abstracto, sino incluso concreto, su planicie ante la búsqueda de solución a un problema simple era sorprendente, no era capaz de imaginar y, a veces, ni de retener historias sencillas… toda prueba, test o batería clasificaba a Vanesa por debajo del umbral o del límite o del baremo o del borde que los orientadores y psicólogos consideraban mínimo.
Así que Agustina, con todos los puntos tomados para hablar de modo que los padres no se dieran por ofendidos, les dio un exhaustivo, amable y tranquilo informe oral de todas estas cosas y, con prudencia, les pidió que procurasen que Vanesa continuase asistiendo al centro un par de años más hasta que pudiese completar, a su ritmo, la educación secundaria y fuese madurando personalmente para poderse enfrentar a la vida y al trabajo.
- Lo que usted nos dice es no es posible – dijo resuelta la madre, si bien con cara de disgusto y mohín de gran resignación- porque, mire usted, nosotros tenemos muy, pero que muy claras, las limitaciones de nuestra hija, pero lo que no vamos a hacer de ninguna manera es dejarla sin una carrera. Así que, visto lo visto, y si no hay otra solución, se hará maestra.

23 febrero 2008

¡Se sienten, coño!

- ¡Se sienten, coño!
- Siéntese, Sr Fraga. Le repito que se siente, Sr. Fraga. ¡¡¡Sr. Fraga!!!
- ¡Por favor! ¡¡¡Sr. Fraga, por favor!!!
- Osientomuchoperonohagofavoresanadie... hedichoquenoyesqueno... soyunpoliticoaforadorepresentantedelpuebloespañolyno...
Nunca pensé ver al tío Fraga dispararse como un torpedo ciego contra los números de la Guardia Civil, mientras ellos, como si se tratara del Lute, amartillaban los subfusiles ante la inesperada arrancada de aquel paquipolíticodermo macho de cabeza de martillo acostumbrado a que la calle fuera suya. En un solo día la Benemérita le había hecho dar, al gran políticopótamo, con sus huesos en el suelo, luego sentadito me quedé en el escaño que ocupé, luego calladito, calladito y por último, aserrín aserrán, ninguneado el galán, porque los golpistas se llevaron a todos los líderes políticos excepto a él, para aislarles. El desprecio había llegado demasiado lejos, ya no pudo aguantar más y con la máquina de decir y tragar y dejar vislumbrar palabras semipronunciadas encendida y a tope se lanzó don Manuel Fraga en feroz acometida contra el Instituto Armado. ¿Cómo se atrevían a no considerarle a él, nada menos que a todo un fragairibarne con los años precisos, un potiticoceronte demócrata con peligro letal? Nunca volveré a disfrutar de un espectáculo así. Ni creo que los siglos venideros lo vean. Era el 23 de febrero de 1981. La España cateta del ridículo mocho one more time, dándole al mundo un espectáculo cojonudo.

19 febrero 2008

Comprensión


"Los sistemas de creencias del pasado eran técnicamente falsos y moralmente consoladores. La ciencia es lo contrario". (ERNEST GELLNER)


Hemos de ser comprensivos con la Iglesia Católica. La iglesia necesita tiempo para aceptar las cosas y pasar a incluir entre sus valores aquellos que previamente combatió. Leyendo un libro de Fernando Savater que se titula “La Vida Eterna” y que, por ser este señor un filósofo educado, está escrito de forma razonada y respetuosa, me he enterado de algunas cosas. Por ejemplo:
Que ya, a raíz de la Revolución Francesa, hubo respuesta de la iglesia para aquellos deseos tan populares de Liberté, Egalité et Fraternité. El papa Pío VI respondía en una encíclica llamada Quod aliquantum, en el 1791, a la Declaración de Derechos del Hombre hecha por los revolucionarios franceses, y lo hacía con estas prudentes palabras: “No puede imaginarse tontería mayor que tener a todos los hombres por iguales y libres”.
Otro papa, Gregorio XVI, en 1832, y en una encíclica que se llama Mirari vos considera, con tacto especial, la libertad de conciencia como un error venenosísimo. También se pronuncia contra la libertad de conciencia promovida por la modernidad democrática el pontífice Pío IX, en el Syllabus de 1864.
León XIII en su encíclica Libertas de 1888 anuncia los males del Liberalismo y del Socialismo y escribe: “No es absolutamente lícito invocar, defender, conceder una híbrida libertad de pensamiento, de prensa, de palabra, de enseñanza o de culto, como si fuesen otros tantos derechos que la naturaleza ha concedido al hombre. De hecho, si verdaderamente la naturaleza los hubiera otorgado, sería lícito recusar el dominio de Dios y la libertad humana no podría ser limitada por ley alguna”.
Pío X, siendo papa en 1906, y en su encíclica Vehementer escribe sobre la separación iglesia estado lo siguiente: “Que sea necesario separar la razón del Estado de la de la Iglesia es una opinión seguramente falsa y más peligrosa que nunca. Porque limita la acción del Estado a la sola felicidad terrena, la cual se coloca como meta principal de la sociedad civil y descuida abiertamente, como cosa ajena al Estado, la meta última de los ciudadanos, que es la beatitud eterna preestablecida para los hombres más allá de los fines de esta breve vida”.
Sólo en el Concilio Vaticano II, a instancias del papa Pablo VI se reconoce la libertad de conciencia como una dimensión de la persona ante la sorpresa de algunos sectores de la iglesia que consideran el pronunciamiento como una auténtica revolución.
A la vista de estos hechos me consuelo y veo que las diatribas actuales entre la iglesia y el gobierno no son cosa nueva. También me anima el hecho de ver cómo, pese al celo de los papas por limitar los derechos de las personas a su conveniencia, la humanidad ha progresado. Bien es cierto que no lo rápido que algunos quisieran pero, nadie por muy obispo de Roma que sea, ha conseguido detener esta evolución.

17 febrero 2008

Costumbres

A mí me parecía que las costumbres de los españoles son cosas como, por ejemplo, los saludos afectivos, los besos, los abrazos, los apretones efusivos de manos, los golpecitos en la espalda, discutir para pagar las rondas, comer pan en todas las comidas, tener la tele encendida en casa a todas horas aunque nadie le haga caso, hacer vida de calle, ir arreglados pero informales, no llamar por teléfono a horas intempestivas, que los hijos se vayan de casa después de los 30 años, no tener un hijo hasta los treinta y tantos, el vivir juntos sin casarse, el mirar a los desconocidos directamente a los ojos, que los bares sean los epicentros de nuestra socialización, el ruido excesivo, tirar las colillas, y más cosas, al suelo, saludar y despedirse de los camareros como si fueran de la familia, hablar y opinar de todo a voces, las discusiones acaloradas para dar a entender la solidez de nuestras opiniones, el creer que sabemos de todo, las interrupciones, los gestos, las descalificaciones, la vehemencia, el mucho apego al tú y el poco al usted, el gusto por lo informal, la impuntualidad, las prisas, el hablar de fútbol, de la falta de dinero, de las enfermedades, el cotilleo, el salir a tomar café durante el trabajo, el no pisar la iglesia más que para bodas, bautizos, comuniones y entierros, hablar bien de los muertos, el lucirse ante los amigos y familiares, el desayunar poco y fuera de casa, los churros, el comer a las tantas, el cenar a las mil y quinientas, el tapeo, el pincho de media mañana, la siesta, el flamenco, los toros, el ir de cañas, las procesiones de Semana Santa, las comidas de Navidad, los Reyes Magos, el roscón de reyes, las doce uvas, tener pajaritos enjaulados en la casa, andar por ésta con zapatos, que el pescado se sirva incluyendo la cabeza y, a veces, las carnes también, comer cerdo crudo, ponernos ciegos a la mínima ocasión de bacalao al pil pil, de cocido madrileño, cordero asado, gazpacho, paella valenciana, pan con tomate, pulpo a la gallega, tortilla de patatas…
En esas andaba yo con respecto a nuestras costumbres cuando vinieron los próceres políticos de la patria y me desengañaron. Pues no, mi menda estaba equivocado. Oigo a mis mayores, a esa gente de respeto y de fundamento que tanto bien hace, decir que los inmigrantes han de adaptarse a las costumbres españolas y cuando se les pide que especifiquen, dicen:
“Que se den cuenta de que aquí no se puede robar pero que tampoco se le puede cortar la mano al que lo haga” ¿? ¡!
"Que se tienen que integrar en la bandera, en el código de valores compartidos, que es lo que todo el mundo entendemos como lo que hay que hacer en un país" ¿? ¡!
“El objetivo de prevenir costumbres vejatorias, humillantes y discriminatorias contra la mujer, como la mutilación sexual o la poligamia, y que son frecuentes en algunos de los países emisores de inmigración o como los matrimonios concertados, la imposibilidad de abrir una cuenta corriente o poner su apellido a los hijos o que las niñas puedan practicar gimnasia con normalidad en los colegios" ¿? ¡!
¿Son esas cosas costumbres españolas? ¿Cómo no sea que piensen acabar con los asesinatos de mujeres en España, para dar ejemplo, y con la secular institución de las queridas y los amantes, por lo de la poligamia digo, de lo demás no entiendo nada? ¿Qué tiene que ver todo eso con nuestras sagradas costumbres patrias?

15 febrero 2008

Viaje al mar

Se acercaban a los 70 años y no habían visto el mar. Nos enteramos, por casualidad, en una sobremesa. Hay cosas que se dan por sentadas, sin ningún fundamento, pero se dan. ¿Quién no ha visto hoy el mar?
- Me ha dicho la Mari Carmen que el mar es precioso y sobre todo en las puestas de sol.
- ¿Pero es que usted no ha visto el mar?
- Uy, hijo, de qué parte, si nosotros no hemos salido del pueblo nunca. Bueno, el padre fue una vez a Barcelona a la boda de su hermana Maruja, y dice que lo vio, y también salió cuando la mili pero a Calatayud y a Jaca que tampoco tienen mar. Y luego, ya sabes, a Madrid cuando la enfermedad y por aquí por los alrededores.
Nos resultaba extraño que alguien no hubiera visto el mar. Pensamos qué lugar sería el idóneo para que alguien lo descubriera de mayor. Cavilamos un buen rato entre los recuerdos de nuestros paisajes marinos. Al cabo de un rato dijimos, casi al unísono:
- ¡Nazaré! ¡O Sitio de Nazaré! ¡Tiene que ser allí!
Les propusimos hacer el viaje. Todo fueron problemas, inconvenientes y dilaciones. Que si quién se iba a ocupar de los animales, que si ellos no podían moverse de allí, que a ver si les pasaba algo… Pero nada, nosotros firmes, que nos vamos y nos vamos.
Era finales de agosto cuando salimos del pueblo. Los cuatro en un flamante coche camino de Portugal a punta de mañana.
- A ver si nos vamos a marear, tómate esta pastilla, Tomás, que me la dio ayer la médica.
La primera parada fue Segovia.
- Y cómo hicieron estos arcos aquí, en mitad del pueblo.
- Fue hace muchos años y era para traer el agua.
- ¡Ah, claro, entonces tiene su explicación!
La segunda parada fue Salamanca.
- ¡Vaya Plaza Mayor! ¡Pero si yo creo que ni la de Madrid es tan hermosa como ésta!
Después les explicamos que ya estábamos en Portugal y que allí hablaban otro idioma y ya no les servían sus pesetas, que también tenían otra moneda, pero que no se preocuparan que nosotros llevábamos escudos.
- Pero, me entenderán, ¿no?
- Eso sí, usted a ellos puede que no, pero ellos seguro que le entienden.
La primera parada en Portugal fue en Guarda, frente a la Seo. Inmediatamente nos dirigimos a tomar algo a uno de los bares bajo los soportales de la plaza.
- Un vaso de vino - pidió Tomás directamente.
El camarero sin titubear, y con esa prodigalidad que suelen tener los portugueses a la hora de dar de comer o de beber, le puso un buen vaso de vino lleno hasta arriba.
- Oye, que me parece que me va a gustar este país.
Dormimos en un hotel de Aveiro. Al día siguiente antes de marchar, Carmen y Tomás no salieron de su habitación sin dejar la cama hecha y todo en orden.
- Pero, mujer, si en los hoteles no hay que dejar hechas las camas.
- Sí, hombre, y qué piensen que somos unos guarros, una gentuza o qué sé yo.
Paramos en Batalha y, cómo no, en Fátima.
- Bueno, ya está bien, que nosotros tenemos nuestra virgen de la Estrella. ¿A ver si nos vamos a cambiar ahora? – dijo Tomás, cuando se cansó de ver el santuario.
Faltaba una hora para que se pusiera el sol cuando llegamos a Nazaré. Había que verles a los dos cuando, desde lo alto de O Sitio, se asomaron al mirador y vieron el inmenso océano con la bola del sol al fondo bajando hacia él. Se quedaron callados y sobrecogidos y casi sin quererlo, en un gesto de mutuo amparo, se cogieron de la mano. El silencio de su ensimismamiento duró un rato.
- ¿Quién nos iba a decir a nosotros, Tomás, que íbamos a venir a estos sitios tan bonitos?- dijo Carmen, olvidándose de nosotros, porque, en ese momento, estaban ellos dos solos.
Naturalmente bajamos en el elevador y, después de dar una vuelta por el pueblo, cenamos en el Beira Mar. Las almejas y el pescado les encantaron.
- Mañana venimos a comer aquí. Pero de todas todas. No me habléis de otro sitio, ¿eh?
Dormimos en un hotel de esos en los que las habitaciones tienen todas una terracita que da al mar. Carmen y Tomás, tan pronto como se levantaron, se sentaron en la terracita y como dos niños se pasaron el tiempo mirando al mar sin más. Sólo cuando les llamamos se rompió su recogimiento.
Pasamos la mañana en el pueblo. Las mujeres se fueron hasta la orilla del mar y Carmen dijo:
- Ahora comprendo cómo la gente se desnuda y se baña, si es que me dan ganas de hacerlo a mí- y se descalzó y se pasó un buen rato chapoteando entre las olas que venían y se iban tras mojar sus pantorrillas, dichosa, como si fuera una niña.
Yo creo que Tomás pasó algo de envidia pero, por vergüenza, claro, no se atrevió a hacer lo mismo. Luego estuvimos comiendo gambas y vino blanco Gatao por las tabernas del pueblo. Después a comer al Beira Mar de nuevo. Oye, ni una queja. Por la tarde a ver el mar. No se cansaban nunca de mar aquellas dos almas mesetarias.
Al día siguiente tocó Lisboa.
- Lo que yo no entiendo es cómo, en mitad de esta barahúnda de calles y coches, vosotros sabéis donde vais – decía Tomás desconcertado, mirando a todas partes.
El castillo de Belem y los Jerónimos fueron parada obligada, claro. Carmen y Tomás estaban excitados por la emoción. Como si fueran niños, caminaban embelesados y, como si hubieran vuelto a sus mocedades, no cesaba la ternura de sus manos entrelazadas. Sí, es verdad, daba ternura verles.
Luego el centro, el Rossío, el Castelo, el Barrio Alto, el Chiado, la plaza del Comercio, la avenida da Liberdade…
- ¿Y por ese puente tan alto tenemos que pasar mañana? ¿No podríamos ir por otro lado?
Al día siguiente, era inevitable, nos despedimos del mar o, mejor dicho, de la desembocadura del Tejo que allí casi es lo mismo. Fuimos a Évora para despedirnos también del Portugal de toda la vida y, ya, regresamos a España. Dormimos en Cáceres.
Al día siguiente, cuando estábamos a punto de llegar a su pueblo, en el último cruce que llaman de Cantaperdiz, les preguntamos en plan de guasa:
- ¿Están contentos de que lleguemos al pueblo? ¿O igual les apetecía seguir?
- Pues por mi parte no habría ningún inconveniente- dijo Tomás con toda decisión.
Estaba todo dicho.

14 febrero 2008

Marino


- Evidentemente Dios existe y habita en Grecia, no olvide que nosotros somos los ortodoxos, tal como ustedes mismos nos llaman. Somos los que hemos permanecido en la recta idea, en el dogma genuino. Sí, por eso Dios tiene una especial predilección por Grecia, ¿comprende?
- ¿Cómo puede estar tan seguro?
- Es muy fácil, donde más está Dios también está muy presente el Diablo y aquí el Diablo está detrás de cada peña.
- ¿Lo ha visto alguna vez?
- No una, muchas veces. Si duda de mi palabra hable con el pope Ioanni de los Meteora, el que habita en el monasterio de Ayia Triadha, cerca de Kalambaka. Si lo hace, pregúntele por Marino. Es mi nombre y viví varios años en el monasterio.
- Y, ¿qué hacía allí?
- Hoy parezco un hombre bueno o, al menos, un hombre normal. Sin embargo si usted me hubiera conocido hace 20 años no pensaría que se trataba de la misma persona.
- Bueno, todos cambiamos con los años. Es lo normal.
- No, no me refiero a ese tipo de cambio. Yo entonces era una fiera, era una persona sin corazón, sin piedad, sin entrañas… yo fui un violador, asesiné, robé, comercié con todo, me vendí como mercenario… usted no puede hacerse idea. Fui allí a encontrar al que soy ahora y a dejar al que era antes.
- Y, ¿qué le hizo cambiar?
- Llegó un momento que no me aguantaba a mí mismo, no sabía salir de mi propia furia, de mi violencia ardiente, tenía una turbulencia dentro que me corroía, que me mataba. Era un gato rabioso lo que habitaba dentro de mí. No podía vivir así y no sabía qué hacer. Entonces me vine a las Meteora y hablé con los monjes, les conté todo. Ellos decidieron que debía aislarme del mundo si quería volver a encontrarme conmigo o, quizás, con otro. Escogieron al pope Ioanni y me mandaron con él al monasterio. Pasé allí cuatro años.
- Y, ¿qué hacía allí durante tanto tiempo?
- Cavar y pensar. Sólo eso.
- Bueno y todo esto, ¿qué tiene que ver con lo de Dios y el Diablo que me decía antes?
- Entre los monjes hay exorcistas, cosa normal por lo que le dije de Grecia. A partir de los dos años de mi estancia en el monasterio, y cuando ya mi alma se había serenado mucho, me pidieron que acompañara a los exorcistas en sus visitas. Eran mis únicas salidas del monasterio.
- No me diga que ha visto endemoniados.
- Endemoniados y endemoniadas. Y viéndoles me di cuenta de lo cerca que yo había estado de estarlo.
- No me tome el pelo. ¿De veras cree en esas cosas?
- No me queda más remedio, después de haberlas visto. Sí, no se ría, yo también fui como usted. Jamás creí en esas cosas y hasta me burlaba.
- Bien, pero, ¿cómo puede usted saber que aquellas personas estaban endemoniadas? ¿No serían enfermedades mentales lo que padecían?
- No. Lo sé porque cuando iba a visitar a aquellos pobres seres que jamás me habían visto, ni sabían nada de mí, ellos al instante me reconocían. Me llamaban por mi nombre y me decían pero Marino, pedazo de cabrón, si tú eres la escoria de la humanidad, ¿cómo te atreves a venir a echarme de este cuerpo, como tienes valor a venir aquí, tú que eres mierda de serpiente? ¿Es que prefieres que me aloje en el tuyo, maldito hipócrita, farsante de mierda? A mí no me engañas como al gilipollas ese de pope pajillero, que es tan farsante como tú... y otros muchos insultos y palabras que me siento incapaz de reproducir, ni de hacerlo con la vehemencia con que ellos y ellas se pronunciaban. Y además me decían a la cara todos mis pecados. Era increíble.
- Bueno pero eso no es extraño, al fin y al cabo, todos tenemos los mismos pecados.
- No se confunda, amigo. Me daban todos los detalles…

13 febrero 2008

El ciclista


Le había costado mucho a sus cuarenta y tantos años hacerse con la bici. No hacerse con ella para dar un paseo, sino para andar con soltura unos 50 ó 60 kilómetros. Bien es verdad que se trataba de una buena bici de montaña que, si lo necesitaba, tenía unos desarrollos muy cortos que, cómo dicen los castizos, casi le permitían subirse por las paredes. Pero desengáñense de los dichos, hay que hacer piernas. Así que entrenó y entrenó moviendo desarrollos cortos una hora, dos horas… hasta que se sintió con fuerzas y preparación para marcharse en solitario a dar vueltas por los pueblos de la provincia, a veces saliendo de la capital, a veces desde otros pueblos a los que previamente llegaba con la bici dentro del coche.
Ciertamente era un placer, incluso en los días calmos de invierno, salir con la bici sintiendo que la máquina obedecía y las piernas no acusaban el cansancio ni llegaban al agotamiento. Era una sensación estupenda el subir las pendientes con la regularidad rítmica que dan unas piernas preparadas para aguantar el esfuerzo y dosificarlo. El entrenamiento de los tres o cuatro primeros meses había valido la pena pues, intentar distancias en bici sin entrenamiento, es una garantía segura para aborrecer al artefacto.
Por el contrario, estando preparado, debe de producirse quizás lo que algunos consideran como una producción de endorfinas a las que el ciclista o el deportista en general se vuelve adicto. Algunos sostienen que la práctica controlada y regulada de ejercicio físico produce una estimulación en la producción de neurotransmisores cerebrales que generan en los deportistas analgesia y una sensación de placer y bienestar. El ciclista pensaba que algo de esto tenía que haber pues él sentía una sensación estupenda de plenitud cada vez que se daba sus mañanas o tardes de bicicleta. ¿Sería un adicto al que, por dedicarse al deporte, no llamaban abiertamente drogadicto? Casi tenía sus dudas.
Un día calmo y soleado de invierno, después de haber subido un pequeño puerto, hizo un descenso bastante excitante por el acicate de la velocidad. En aquella estrecha carreterilla secundaria, llena de curvas sin visibilidad, era un reto bajar a una velocidad tan desproporcionada. Un inquietante cosquilleo del estómago para abajo le acompañó todo el descenso. ¿Sería la droga del deporte?, pensó según descendía, menospreciando el peligro.
Lentamente concluyó la bajada y llegó a Sedeín, el pueblo al pie del puerto. Dejó que la inercia le llevara a la fuente del pueblo, situada en una espaciosa plaza junto a la carretera por la que descendió. Allí tomó agua y rellenó la cantimplora. Al reanudar la marcha iba distraído mirando las bonitas fachadas… cuando sin saber ni cómo ni de qué manera fue a dar con sus huesos en el duro suelo de cemento liso de la plaza. El casco recibió un buen impacto pero no fue menor el que recibió el hombro derecho. ¿Cómo se había caído? No se lo explicaba pero, en cuanto se puso en pie, se dio cuenta que algo en el hombro no andaba bien. Miró a su alrededor y la media docena de personas que estaban en la plaza se estaban descojonando de risa ostentosamente.
- ¿Pero dónde vas con tanta bici, gilipollas?
- Pues anda que si te caes aquí, en lo más llano…
- No me jodas, caerse aquí, tiene cojones la cosa…¿Estás tonto o qué?
- Anda lárgate, modorro, no vayan a venir los de tráfico a hacerte la prueba de la alcolemia…
- Eso digo yo, ni que hubieras desayunao con aguardiente.
El ciclista enseguida comprendió que poca ayuda podía esperar de aquella gente. Hizo de tripas corazón y aprovechando que aún estaba caliente se montó de nuevo en la bici. A las dos pedaladas se dio cuenta que tenía que mantener el cuerpo rígido e inmóvil de cintura para arriba pues, si no, el dolor en el hombro era insoportable. Gracias a su buena forma pudo llegar al pueblo donde, a 30 kilómetros del de la caída, había dejado el coche.
En el centro médico local, el ciclista tuvo suerte, había un médico joven que le tiró al suelo como si fuera una res y le colocó el hombro con soltura, a despecho de sus bramidos de dolor. Luego le dijo que le llevaran a urgencias porque tenía también fracturado el acromio.
Uno de los viejos que estaban esperando en el centro médico le preguntó que dónde se había caído. El ciclista le refirió que había sido en Sedeín y que la gente en vez de ayudarle se había reído de él. El viejo con mucha calma le dijo:
- Si ha sido en Sedeín no le extrañe a usted nada, bastante es que no le remataran a garrotazos.
Y así fue como el ciclista abandonó su adición a las endorfinas.

10 febrero 2008

La fábrica


El periódico local, de costumbrista, oloroso y melífero nombre, como la provincia pretendía ser en el fondo, o sea, un remanso de paz y concordia, publicó el día 25 de abril de 1920, en su número 1336 la noticia: “Horroroso incendio. Fábrica de harinas destruida”.
La noticia ocupaba la portada a varias columnas, pues en la capital de provincia pocas cosas destacables solían suceder. En el pomposo y afectado artículo se citaba la ubicación del molino de Mora a tres kilómetros de la capital río abajo y su pertenencia a las señoras viuda e hija de Vicente Sánchez. Luego se hacía un pormenorizado homenaje a todos los que, imbuidos de fervor solidario y cívico, intentaron con su presencia, valor y entrega evitar la consumación del desgraciado y luctuoso suceso. O sea, el incendio.
No creo que el periódico olvidara a nadie pues se citaron muy prolijamente, en un alarde de diplomacia local y provinciana, la colaboración y el concurso de todas las fuerzas vivas: Gobierno, Ayuntamiento, Policía, los distintos talleres del Ejército acantonados en la capital, la Guardia Civil, la Academia Militar, industriales, periodistas, numerosos obreros voluntarios… Y no olvidaba el periódico hacer una exhaustiva relación de personal, con más de 40 nombres de los más notables y destacados jefes, oficiales, concejales, responsables, etc. que en el lugar del siniestro se personaron. Nadie fue olvidado, en sus méritos, por el redactor. Pero no debía ser muy concienzuda la preparación de ese ingente número de personal para sucesos de este tipo cuando, a pesar de conocerse el incendio a los veinte minutos de iniciarse, el molino ardió sin quedar nada. Y, aunque no lo digo por alabarles, compañía selecta y personal de rango no se puede decir que faltara en el incendio.
Los pocos objetos que se salvaron lo fueron gracias al maestro de harinas y a los cuatro obreros que estaban en la fábrica y de cuyos nombres, casual e incomprensiblemente para un hombre con tanto tacto, el redactor no guardó memoria. Lástima.
Una caja metálica donde se guardaba el dinero para el funcionamiento corriente del molino y la documentación y los libros de contabilidad del mismo fue cuanto pudieron poner a salvo los obreros. Por el contrario, todos los enseres del maestro de harinas y de los trabajadores que vivían en las dependencias del molino ardieron con él. Además el maestro de harinas perdió todos sus ahorros, unas 5000 pesetas, que guardaba en el fondo de un baúl, usanza muy frecuente entonces.
El Gobierno Civil abrió una suscripción para paliar en lo posible las pérdidas de estos trabajadores. María y Salvador fueron los primeros en contribuir con una cantidad que mantuvieron secreta.
Las lenguas se pusieron de nuevo en acción y enseguida se oyó elucubrar sobre si el incendio habría sido intencionado por rencores, venganzas o envidias, que para todo hubo versiones muy bien fundadas. Pero parece que la buena fama que los dueños del molino tenían hasta entonces y el empeño de los propios trabajadores en salvar lo que pudieron de los dueños, hizo que la idea no prosperase pero, por hablar, no quedó quieta baldosa alguna ni teja por remover. Así que, a falta de cosa más fundada, se concluyó que el molino estaba maldito y que el fantasma de los difuntos Vicente y Felipe lo habitaban y, más aún, que el de Felipe fue el que propició el incendio haciendo que la correa de la polea que lo mató produjera el incendio al rozar con el entarimado y hacerlo arder.
Salvador y María, pasado el susto inicial, hacen recuento de sus caudales, de lo que sus clientes les deben, de lo poco que se salvó, de lo que les paga el seguro, que no cubría el género almacenado, y de lo que pueden conseguir poniendo en prenda sus pertenencias, labran una parte de las cuatro fanegas de tierra que rodean el molino y otra parte la ponen de huerta y Salvador pierde su rango de jefe, hasta que lleguen mejores tiempos si es que llegan, y trabaja en lo que haga falta. Los parientes de Fontanar echan una mano y otro primo de Salvador, Eduardo, que tiene un molino en Anguita también les ayuda. Así, reunidos todos sus recursos, presentan, el 19 de julio de 1920, proyecto al Ayuntamiento de la capital para la edificación de una fábrica de harinas sobre el solar del molino destruido. También piden, a la Jefatura de Obras Públicas, mantener el acceso necesario a la carretera Madrid-Francia. No han tardado mucho en organizarse ni en reunir los recursos necesarios.
Con tantas inquietudes, gestiones y preocupaciones casi se les echa encima sin notarlo la llegada del hijo que esperaban pero, éste, inexorablemente llega. Y lo hace para bien, porque María da a luz el 30 de julio una bonita niña a la que deciden llamar Carmen.
El 16 de agosto del mismo año reciben la licencia de construcción del Ayuntamiento, poco después de la renovación del permiso de acceso de Obras Públicas. Dos años dura la construcción de la fábrica. Finalmente la equipan con la maquinaria más moderna de la época, que fue instalada por la casa "Buhler Hermanos" de Madrid. El viejo maestro de harinas tuvo trabajo en la fábrica hasta que se jubiló y los obreros mientras lo desearon.
Pero no está terminada la fábrica cuando, el 25 de julio de 1921, nace un nuevo hijo, Manuel. Y terminada ésta y produciendo ya desde un año atrás, nace el tercer hijo que resulta ser otra niña, Pilar. Es el 31 de octubre de 1923.
Afortunadamente la ya fábrica de Mora, pues heredó el nombre del viejo molino es un negocio muy productivo y bien administrado. Ya no funciona con el agua del caz sino con electricidad y en el caso de que ésta falle puede recurrir a un gran motor de barco para mover la maquinaria. Así que la presa del río, el largo caz, las caceras y el desagüe al río han dejado de preocupar a los molineros y sus dos funciones más duras: La de limpiar cauces con el agua hasta el pecho y la de amolar las piedras de moler han quedado para el olvido. Harto lo hicieron los antiguos, que a viejos no llegó casi ninguno. Vicente y Felipe y Braulio y Eleuterio y Venancio y Bautista y… todos aquellos Sánchez que se fueron a la tumba con los bronquios atascados por el polvo del cereal, con algún que otro dedo, mano, brazo o hueso de menos por el abrazo de las poleas y con el esqueleto doblado por los años de humedad en los caces. Eso sí, sin dejar nunca de oír el refrán popular, tan viejo como cruel pero, según las lenguas de siempre, muy cierto: “De molinero cambiarás pero de ladrón no”. Sempiterno sambenito de los del gremio.
Y no digo mentira pues ya va para quinientos años que Lázaro de Tormes hizo también de ello mención bien conocida pues, siendo su padre molinero de aceña en el Tormes, dejó el buen Lázaro escrito en carta bien famosa lo que sigue: “…Pues siendo yo niño de ocho años achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó, y padeció persecución por la justicia…” Así que, como molineros, tampoco andaban ellos libres de sospechas ni eran menos merecedores de ser bienaventurados…

08 febrero 2008

Perfiles


Anne Igartiburu, la sacerdotisa cotidiana de los misterios gozosos del corazón, ha explicado hoy por televisión, con mucha propiedad y simpatía, que los perfiles de las mujeres españolas son cilindro, diábolo y campana. Lo dice la ciencia como cosa probada. El mundo de la moda lo ha descubierto porque, señoras y señores, hay que unificar las tallas. Que no sea el poder adquisitivo quien decida quien tiene una 42, que se haga justicia en este mundo tan desigual y que todas disfruten de igual trato. No necesariamente quien compra en tiendas caras ha de tener menos talla. Acabemos con esta injusticia lacerante. Cosas como ésta no pueden perdurar.
Pero, ¿cuáles serán los perfiles de los hombres? No he oído nada. ¡Qué discriminación! ¿No habrá, por ventura, hombres barriletes, pechasquillos o yoyobazos que te mueres? Nunca lo sabremos. No hay estudios. Un vacío.
Estas finuras y eufemismos de la moda para la mujer discriminada, chuleada como siempre, aunque ahora lo sea cada vez más sutilmente, que para eso somos un país cada vez más culto, me recuerdan los conceptos antiguamente consagrados de mujeres, clasificadas de espaldas, claro, como mujeres culo pipa, culo pera y esbragao, sólo que actualizados por la ciencia estadística moderna. Conceptos éstos muy similares a los citados en el ideario machista de siempre pero menos sublimes y delicados, menos ladylike digamos, menos igartiburuanos y actuales. Pero en el fondo… No te digo que te vistas pero ahí tienes la faldita, monada.

07 febrero 2008

1920


El año comienza bien para María y Salvador. El trabajo no falta en el molino y, en ese aspecto, todo va bien. El cariño y la armonía tampoco falta en su casa, así que mejor aún. Todas las iniciativas tomadas por Salvador han redundado en beneficio del negocio y las ganancias son continuas y crecientes. Por otro lado apenas iniciado el año han sabido que María está embarazada de nuevo y ambos esperan al nuevo hijo con una ilusión renovada que les llena de alegría. Francisca, la madre de María, aguarda contenta al nuevo nieto harta también, la pobre, de tantas despedidas. A ver si esta vez todo va bien.
Llega la primavera y el mes de abril a María le pone triste pues recuerda cómo con la venida de ésta va a hacer un año que se fue su niño Felipe. El mismo día 23 le dice a Salvador si lo recuerda y Salvador le dice que no importa y que sean bienvenidos los que lleguen que con los que se fueron ya no hay cuenta. Los hombres todo lo simplifican. Pero María va ese día al cementerio a ver la tumba de su hijo que tiene una cruz pequeña con un ángel blanco. Pasa un mal día lleno de tristes recuerdos y se encuentra inquieta sin saber porqué.
Al día siguiente, 24 de abril, hacia las nueve de la tarde avisan a Salvador, a su casa, de que hay un incendio en el molino. Le recoge un coche de los que se dirigen hacia el fuego. Cuando Salvador llega al molino todos los edificios son una hoguera enorme que se levanta muchos metros por encima de los árboles. Al contemplar aquel cuadro de horror intenta con los ojos bañados en lágrimas y presa de una gran excitación meterse entre el fuego a salvar lo que pueda. Pero no hay nada que hacer, todo es ya en vano. Le detienen a tiempo y le sujetan mientras le dejan llorar desesperado y desahogarse. El maestro de harinas, lleno de jorguines hasta los ojos, intenta consolarle, los cuatro obreros que están, de los siete que trabajan en el molino, también.
Ni la gente del Gobierno Civil, ni los militares del taller de Ingenieros de la Academia, ni los del cuartel de Aeronáutica, ni los del Ayuntamiento, ni cuantos espontáneos llegan para ayudar a extinguir el incendio pueden hacer nada. A las doce de la noche no quedan en pie más que los dos muros maestros de la sala de máquinas. Lo que fue el Molino de Mora es un montón de cenizas y ascuas que todavía crepitan entre el espesor del humo y el olor acre de la harina y la madera quemada. A Salvador no pueden apartarlo de allí pues parece enajenado y va de un lado para otro con los ojos saliéndosele de las órbitas como si no fuera capaz de creerse lo que está viendo o como si pensara que en algún lado, quizás bajo la tierra, hubiera algo por salvar. Finalmente el señor Solano, el alcalde, y el señor Isidro Taberné logran calmarle en lo posible y, en un coche de éste último, llevarle a su casa.
Una vez solos, lo primero que hizo María, con una entereza que Salvador desconocía, fue preguntar por los obreros y el maestro de harinas y las familias de éstos. Cuando supo que todos estaban ilesos y bajo techo respiró y le dijo a su marido, bien serena, que ella estaba bien, que aún tenían dinero, que el seguro de La Catalana, si no cubría todo, pagaría una parte y que ella estaba dispuesta a seguir adelante y levantar aquello de nuevo pese a las pérdidas que suponía enormes. Estaba claro que aquella mujer callada sabía estar en su puesto, como una roca, cuando hacía falta. Salvador la abrazó y, tras dar los dos las buenas noches a su suegra, fueron a descansar porque agotados, tras aquel triste 24, llegaba ya la aurora del 25 de abril y ese sería otro día nuevo y… como todos, cada día trae su afán. Entonces y ahora.

31 enero 2008

1917


Manuel, el tío Pelagalgos, no vio con agrado que su segundo hijo, Salvador, se fuera del molino para casarse. Las cosas como son. Las fuerzas que no empleara el hijo en el molino habrían de emplearlas él y el primogénito, Félix, para sacar el negocio adelante so pena de tener que pagar un jornal a un extraño. Pero claro, a Salvador le parecía lo contrario, que echar trabajos en un molino, que terminaría siendo para su hermano Félix, era cosa en balde, o al menos, de no ser muy espabilado. O sea, que a Salvador, aparte de su aprecio por su prima segunda, María, le importaba su futuro y éste bien podía labrarse en el molino de Mora que había quedado sin patrón que lo gobernara convenientemente.
Por otra parte María y la tía Francisca, su madre, vivían la llegada de Salvador con regocijo por un lado, por la seguridad que les ofrecía tener un hombre en la casa, como marido de María, que se hiciera cargo del molino con conocimiento y experiencia demostrada, pero también con cierta inquietud, por cómo fuera el carácter y el comportamiento del joven marido en ciernes. Porque, una vez que te casas con un hombre, empiezas de descubrimiento en descubrimiento y, algunas veces, las sorpresas que encuentras en las ollas que destapas no lo son para bien. Y digo lo mismo de las mujeres que ni unos ni otras, puestos a sorprender, tenemos desperdicio.
Lo cierto es que al decir de la gente, Salvador vino de Fontanar con tantísimas propiedades como le cupieron cargadas en una bicicleta. Esa fue su aportación al matrimonio, que el capital, bien por ser secreto o por ser inexistente, no se menciona. Y, por supuesto, ha de añadirse al todo su persona, como contrayente del vínculo, claro está. María y su madre, sin embargo, tenían la casa de Cacharrerías, una finca saneada de más de 12.200 metros cuadrados rodeando a un molino de aceña en pleno rendimiento y muy mejorado por su padre y, además, todo el capital ahorrado, que el difunto Vicente, ayudado por su hijo Felipe también difunto, había reunido sin prisa, titubeo ni pausa en los últimos años, después de dejar saldadas las cuentas con su tío Alejo.
Bueno pues el caso, resumiendo, es que María y Salvador tras un corto cortejo, para no dar que hablar, se casaron el 30 de Junio de 1917, casualmente el mismo día, justo diez años después, en que el difunto Vicente pagara el último plazo del molino de Mora a su tío Alejo, y comenzó así, con nuevos protagonistas, una nueva etapa en la historia del molino.
Eso sí, quedó siempre pendiente la duda malsana de si María se habría casado con Salvador de no mediar las circunstancias dadas, o de si Salvador se hubiese casado con María de no mediar lo que mediaba en propiedades. Quizás, pese a todo, fue un matrimonio por amor puro y la gente, que puestos a largar ya se sabe como somos, todo lo contaminó con sus sucios pensamientos y asquerosos vaticinios, para enturbiar la boda de dos jóvenes de 23 años que, simplemente, se amaban. Pero esta última posibilidad nadie la defendía porque carecía de interés especulativo y no daba para hablar ni para nada, pues todo el mundo sabe que la bondad de las cosas es de lo más sosa y aburrida.
Así que, claro, no se pudo evitar: Que si yo oí esto, que si a mí me contaron lo otro, que me consta de muy buena tinta… que patatín, que patatán. Pero el caso es que ellos, Salvador y María, se casaron tan contentos como se les ve en la foto y después, a lo suyo. Las lenguas quedaron encerradas en boca de cada cual en espera de mejor ocasión.
Pasado un tiempo en el que ambos se adaptan a la nueva vida, Salvador resulta ser listo, resuelto, hombre de carácter y efectivo. Se hace cargo del molino, lo mejora, lo amplia, le dota de maquinaria para producir electricidad con el consentimiento de su suegra y de su esposa, propone a su mujer y a su suegra la compra algunas máquinas nuevas para moler en plantas contiguas. Amplia los locales con viviendas para un molinero y para un par de familias de trabajadores y llega a tener en plantilla a 7 obreros más el molinero y un contable y él mismo que ejerce de patrón y, en un principio, lo mismo sirve para una cosa que para otra aunque, con el paso del tiempo y el progreso del molino, se consolida de jefe. Salvador tiene dotes de mando de sobra para gobernar aquello, le sobra carácter y energías, y a veces, demasiado de ambas cosas. En un par de años el molino de Mora está modernizado y rindiendo más que nunca.
María, desde el primer día de su matrimonio, es toda felicidad y ternura y, si se pudiera hablar de alguna de las cosas que fueron imperecederas en su vida, hay que citar la bondad. Y la bondad era mucho en una mujer prudente, como ella, pero a la que nada se le escapaba, aunque fuera poco habladora y callara por norma si algo no le gustaba.
En abril de 1918 nace su primer hijo y María dice que se llame Felipe, como el hermano destrozado por el molino. María lo cría con mimo, Francisca su madre, y ahora abuela, también se vuelca con el primer nieto, pero el pájaro negro viene de nuevo a la casa de Cacharrerías y se lo arrebata y el 23 de abril de 1919, el niño muere tras unas fiebres. Salvador y María se consuelan con su mutuo cariño, su juventud y su vida por delante, pero María pierde el primer hijo con más dolor, si cabe, que cuando el padre y el hermano. Piensa Salvador, viendo la desilusión y la tristeza de María, que enseguida han de tener otro hijo, si quiere venir. No hay que dejar que lo más importante, molino y matrimonio, dejen de funcionar bien por falta de uso. Y en esas quedaron esperando sin hijo los años venideros que, como a todos nos pasa, no sabían lo que les traerían.

29 enero 2008

Bien traído


- Y, a ese, ¿por qué le dicen el Tío Pequeño?
- Pues ya lo ves, majete, por lo mismo que a vosotros, en tu pueblo, os llaman los Talentos, de grande que es, ¿no lo estás viendo?
- ¡Aaah!, y al de la Lucía la Mondonguera, ¿por qué le dicen el Sata?
- Pues porque no es nada bueno, pero llamarle Satanás a un cristiano queda muy feo. ¿Comprendes, hijo?
- ¡Aaah!, y al Gregorio, ¿por qué le llaman el Mientefuerte?
- Pues porque te las zampa bien gordas y encima las sostiene y las razona y, si te descuidas, te pone hasta por testigo.
- ¿Y al Tío Galgo?
- Pues mira, a ese no le hace falta mote, que ya se llama así, de apellido.
- ¿Sííí? ¿Y alguien sabe por qué le llaman así al Gregorio el Pichasanta?
- ¿Cómo que si lo sabe alguien? Lo sabe todo dios. ¡Ese está muy bien traído! Pues porque tuvo siete hijos, cuatro chicas y tres chicos y ellas se metieron todas monjas y ellos curas… Y niño, ¡vale ya de tocar las narices, que no voy yo por tu pueblo preguntando tanto! ¡Coño, con el chico del Talento!
- Pues aunque fuera, no nos ofenderíamos, que en mi pueblo somos bien educados y atendemos a quien nos pregunta.
- Pues sigue tú con la lista de los motes de tu pueblo y nos das una explicación convenientemente razonada de cada uno, Talentín.
- Pues si no lo hago yo, que no alcanzo a ello por mi corta edad, bien debiera de hacerlo alguno que lo sepa y cada cual con los de su pueblo, y aun dejarlo escrito, porque sepa usted que estas historias deleitan a la vez que entretienen y, como dice mi padre, dan lugar a un sano esparcimiento.
- Tú y tu padre y tu padre y tú… ¡Me paece a mí que…!

28 enero 2008

¿Crómlech?


Motivado por algunos comentarios que he leído sobre círculos de piedras en el blog “De la parte Berlanga”, recordé uno que he observado algunas veces en los paseos a los que tanta afición tengo.
El círculo de piedras en cuestión está enclavado en la ladera de un gran cerro que se llama la Serrezuela, en la solana, es decir, en la parte que da al sur y que por tanto tiene sol casi desde que éste sale hasta que se pone. Es un lugar muy agradable desde el que se tiene una bella vista de la vega, al pie del cerro pasa un riachuelo de un par de metros de ancho que corre hacía Cinco Villas y Alcolea de las Peñas y cuyas aguas en tiempos se encauzaban por un largo caz a la represa del molino Blanco, del que hoy sólo quedan dos paredes que van saliéndose lentamente de la ley de la plomada.
Hay un gran repechón para llegar al círculo de piedras pero, cuando llegas te das cuenta por el tamaño de las mismas que eso no es obra de un pastor, ni mucho menos. También es curioso que no esté en llano sino en cuesta y también lo es su tamaño, más de 25 metros de diámetro. ¿Tendré delante de mí un crómlech?, pensé. Desde luego, si como dicen, los crómlechs eran monumentos funerarios a cuyo seno traían las cenizas en pequeñas vasijas y cuya forma circular rememora el eterno ciclo que se sucede indefinidamente y en el cual los seres humanos damos un número muy limitado de vueltas, el lugar reune las condiciones idóneas. A mí no me importaría que arrojaran allí las mías. Pero bueno, en vez de ir por ahí dejando recados, echad un vistazo a las fotos, a ver que os parece a vosotros.
Para los más metódicos o por si alguien está interesado las coordenadas del lugar son: 41º 12’ 30.47’’ Norte y 2º 50’ 25.16’’ Oeste


27 enero 2008

El indio


El niño no sabía de necesidades y nada comprendía de economías y pensaba que a los mayores, en los bancos, les daban dinero cuando lo necesitaban, porque era de lógica, y, si los bancos no tenían el suficiente, podían hacer más. Porque, donde se hacía el dinero, el Banco de España por ejemplo, qué tanto les daba hacer un poco más o menos, pues en cuanto más hicieran mejor para todos, ¿no?. Y, a su padre, qué más le daba pedir en el banco mil o dos mil pesetas, pues siendo donde se almacenaban esos papeles, daba lo mismo pedir 10 ó 20 billetes, ¿o no? ¡Pero si los mayores lo tenían todo, si en todas partes les hacían caso, cómo no se les ocurría lo más elemental!
El caso es que cuando vio la figurita del jefe indio, montado en su caballo bayo, sus ojos de niño ya no pudieron mirar otra cosa. ¡Qué colores, qué penacho de plumas alrededor de la cabeza, qué petos y qué pantalones sobre su cuerpo desnudo de guerrero, qué caballo blanco con manchas marrones y jaspeadas! Con mirarlo se podían oír hasta los tambores de guerra de los Sioux y el cornetín de la caballería y hasta el corazón del niño pin pan, pin pan… que casi le botaba en el pecho. Su vecino, el Manolín, dos años mayor, lo tenía. Se lo acababan de regalar y él, por la timidez de su padre para pedir dinero al banco, nada, que no tenía nada. El niño se preguntaba cómo su padre podía ser tan tonto.
No durmió por la noche o, si lo hizo, fue después de muchas horas imaginando que el indio, bajo su mandato, o mejor, él metido en su piel corría las más salvajes aventuras y escapaba siempre a sus despiadados perseguidores, fuesen éstos cuatreros o cowboys o comanches enemigos, que en el oeste ni entre los indios había solidaridad y cada uno tenía que ser un ser heroico, independiente y supremo. Pin pan, pin pan… se oía su corazón a un metro de distancia.
A la mañana siguiente, no se pudo resistir. Temprano saltó como pudo la tapia de casa de su vecino. El Manolín tenía colocados en una caja de zapatos todos los indios y americanos, debajo de la pila de lavar que usaba su madre. El niño abrió la caja. Encima de todos, resplandeciente, estaba el jefe indio montado en su caballo, con todos los colores nuevos, puros aún e iluminados de regalo reciente. El niño lo cogió, se lo metió por la cintura, bajo los pantalones, y volvió a saltar la barda con el pulso a cien por su osadía y más aún por tener al jefe indio consigo. Estallaba su corazón por la fuerza de un hurto que su cabeza no admitía como tal. El jefe indio era suyo porque sólo él podía entender sus aventuras locas y salvajes, sus retos permanentes a los vaqueros ventajistas de sombrero tejano o a los otros indios zarrapastrosos y traidores. Pero el jefe indio, siempre sólo en sus batallas, perseguido, sin aliados, sin amigos, era la personificación del niño pobre sin regalos, ni cumpleaños floridos, ni ropa nueva, ni cuentos, ni atenciones mimosas de rico o de pudiente...
Luego vino el problema pues, decidido a quedarse con el indio, sería inevitablemente descubierto. ¿Qué hacer? Ya lo sabía, con lejía y estropajo, le quitaría todos los colores y dejaría la goma desnuda. Así se parecería a los viejos y ajados indios que tenía de goma color carne y nadie, absolutamente nadie, notaría que era nuevo. Los bonitos y brillantes colores los almacenaría en su imaginación y los vería siempre que jugara con él. Así lo hizo, no sin esfuerzo, frotando y frotando con el estropajo.
Prudentemente la madre del Manolín habló tranquila con la madre del niño. Le contó la desaparición del indio apenas regalado y la madre del niño se dio por aludida. Apareció a los pocos minutos con la caja de zapatos del crío, qué bonitas utilidades tenían entonces las cajas de zapatos, para que comprobara que el indio de su hijo no estaba allí. Pero la madre del vecino localizó al indio despellejado de pintura en la cabeza, con las plumas color goma, el peto borrado, los pantalones decolorados y el caballo bayo en tono rosa palo desvaído. Después de mirarlo un buen rato y reconocer al espléndido jefe indio del día anterior, dijo:
- Perdóneme, vecina, el chico lo habrá perdido por la calle. Los indios que tiene su niño son de él, no hay más que verlos. Sólo pueden ser los suyos y cualquiera sabe dónde estará el de mi Manolín, qué menuda cabeza tiene.
Y se marchó cruzando la terraza, muy pesarosa, de haber despertado, sin quererlo, una envidia tan grande en un ser tan chiquito.

25 enero 2008

Indecisión


Llega un momento en que la cantidad de personajes que habitan en tu cabeza es bastante mayor que la de aquellos con los que habitualmente te relacionas. Tienes un cierto desequilibrio entre los unos y los otros y no sabes, al menos yo no lo sé, si eso es bueno. Tampoco sé si es bueno guardar memoria de tanta gente y saber sus venturas y desventuras porque, al final, se sufre por casi todo y las cosas te marcan quieras o no y, claro está, por eso las recuerdas. Quizás los viejos que se conservan cuerdos pese a los años, de sufrir por lo que a lo largo de su vida conocieron, terminan ya como vacunados y casi nada les afecta, al menos visiblemente. Viven, la vida que les queda, sólo para ellos. Casi como vegetales, pero hablando de vez en cuando.
- ¿Si? Pues no lo dirá usted por mi madre que tiene 87 y es que no para, hijo mío, que raja por catorce, ¡qué manera de hablar, Dios santo!
- Pero, señora, no se da cuenta que nadie le da vela en este entierro. Con lo bien enhebrado que llevaba yo mi pensamiento y ya me ha hecho usted perder el hilo. ¿Es que no tiene usted otra cosa que hacer que interrumpir a los demás?
- ¡Uy, usted perdone y mil disculpas! ¿Interrumpir yo, no era esa mi intención? ¡No señor, de ninguna manera y menos a un tío tan trascendente y tan profundo! ¡Menudas incumbencias! ¡Dios me libre! ¡No señor, no faltaría mas…! ¡Hasta ahí podíamos llegar!
Digo yo que, a veces, los viejos deben pensar que hablar es tontería porque la mayoría de la gente no escucha y, los que lo hacen, no terminan de creerse lo que cuentan o piensan que están chochos o vaya usted a saber... A lo mejor, por eso, es mejor dejar cosas escritas y así no se le fuerza a nadie a escuchar y, al que lo lea, si le pillas sensible y receptivo, se queda con la copla y si no, ni lo termina.
Puede que lo de escribir sea cosa de buena educación, pues no se le fuerza a nadie a escuchar por las bravas, al no invadir su espacio auditivo sin su consentimiento y con opiniones no solicitadas; y, por otro lado, ninguno ha de hacer, si no es voluntariamente, el esfuerzo meritorio y angustioso de leer. Y mirándolo de otra manera, el escribir es también útil porque puede darse el caso, y se guarda memoria de que así ha sido algunas pocas veces, que lo que hoy no interesa mañana puede parecer importante para algunos y van y ahí se lo vuelven a encontrar, escrito donde estaba.
- Pues, a mí déjeme usted de gaitas, que lo primero es la limpieza, que no voy yo a tener mi casa llena de papelotes y cuadernos y librotes que no sólo no hacen más que estorbar sino que además son un nidal de porquería, porque mire a una amiga mía las polillas…
- ¡Pero, señora, no se puede usted callar!
- ¡Porque usted lo diga, callarme yo! ¡Y si quiero canto otra!
- ¡Ay madre, qué cabeza! ¿Por dónde tiro ahora?

24 enero 2008

Salida


Llevaba casi dos años en la Brigada Paracaidista. Su contrato estaba a punto de expirar. El cabo primero Canosa tenía su alojamiento especial, no compartía el pabellón de la tropa, tenía un sueldo decente y un régimen y un horario distinto del común de los compañeros que habían ido con él, dos años antes, a hacer el curso de instrucción paracaidista a Alcantarilla, en la provincia de Murcia.
Sus padres habían muerto, siendo él niño, y se había criado con una tía, única familia que tenía, en un piso antiguo de la calle de San Onofre, que sale a la de Fuencarral, en pleno centro de Madrid. A los 14 años ya no había fuerza humana que le hiciera ir al colegio, y su tía bastante hacía con tenerle un plato de comida caliente a la mesa con la pensión que cobraba de su marido y de la que ambos malvivían en aquel piso de renta antigua.
Se curtió en la vida del barrio, sobre todo en la del vecino barrio chino de Madrid, constituido entonces, principalmente, por la calle de la Ballesta, Valverde, El Barco, Desengaño y alrededores, con su cúmulo de bares, garitos, pensiones, farmacias y consultas de venéreas. Canosa a los 18 años era ya un hombre fornido y vigoroso que sabía defenderse en la calle mejor que nadie y que tenía bajo su cuidado a cuatro pupilas que hacían la calle bajo su protección y de las que disponía en todos los sentidos, cuando le daba la gana, a su voluntad. Se había curtido antes de los 19 años en peleas sañudas con borrachos, con mozos pendencieros que, puestos de copas hasta los ojos, se iban de putas y con todo tipo de patosos que molestaran a sus chicas, sin dejar de lado, por supuesto y éstos eran los peores, a algún que otro colega al que había tenido que enseñar sus límites. No dudaba en golpear, dar botellazos, rajar la cara con azucarillos o sacar la navaja si el contrincante sacaba la suya y todo sin titubear, con una celeridad pasmosa como si la agresividad formara parte de su naturaleza más espontánea. Dicho sin ambages, era un chulo de putas y un experto en la lucha caracolera. El amigo Canosa era bien conocido en las comisarías del distrito centro.
Cuando vio que se le venía encima el reclutamiento forzoso para el servicio militar, pensó que sería mejor hacer la mili de forma voluntaria en una unidad donde le pagasen, total, por estar un poco más tiempo, valdría la pena. Así fue como a los 20 años se alistó como aspirante en la Brigada Paracaidista.
En el curso de formación ya llamó la atención por su fuerza, su agresividad y su avasallador desparpajo callejero. Enseguida demostró tener ascendencia sobre sus compañeros que, la gran mayoría, no eran muy intelectuales ni con vidas muy dedicadas a la lectura, la investigación y el estudio precisamente. Canosa demostró tener dotes de mando entre la tropa, todo le venía de su vida de barrio bajo y de un físico imponente y una violencia de macarra que le emanaba por todos los poros. Literalmente el cabo primero Canosa acojonaba al personal. Su promoción a cabo fue casi inmediata y lo mismo ocurrió para salir de cabo primero a los dos meses. Los oficiales querían gente resuelta que supiera manejar a la tropa sin titubeos y que no les crease problemas. Con Canosa no lo dudaron un segundo.
Sin embargo, Canosa, llevaba muy preocupado los últimos meses. Su tía había muerto hacía seis meses y el modesto piso había pasado a otra familia que lo tomó en alquiler. La muerte de su tía supuso el vacío en su ya casi desierta geografía sentimental, no le quedaba nadie. Las noticias que tenía del barrio y de sus pupilas es que, como era de esperar, ya estaban bajo la tutela de otros, presumiblemente tan agresivos y jaques como él. Dos años fuera del barrio eran demasiado, casi una eternidad para los de su gremio, nadie le conocía ni se acordaba de él. Su vuelta no tenía derechos adquiridos, si intentaba hacerse de nuevo con lo que tuvo, le supondría una serie de enfrentamientos salvajes de los que era casi imposible que saliera adelante y tal vez ni siquiera que saliera vivo. Canosa comenzó a darse cuenta de que, fuera del ambiente cuartelero, al que se había acostumbrado pero que tenía que abandonar en breve, no tenía a nadie que le esperara ni sitio a donde ir ni trabajo para el que estuviera preparado. Empezar en el barrio con lo de antes era jugarse la vida. Por otro lado, las pruebas para la admisión al grado de sargento no las había superado pues apenas tenía cultura, ni su fuerte ni su hábito era el estudio, así que no podía quedarse en el ejército. Los puramente reenganchados, antiguamente conocidos como chusqueros, ya no le interesaban al ejército.
Incomprensiblemente para todos y especialmente para los de su promoción, pues todos ansiaban a esas alturas licenciarse, una tarde, cuando apenas le faltaba una semana para abandonar el cuartel, Canosa salió con un todoterreno a un recado rutinario. A la vuelta, con gran retraso, a altas horas de la madrugada el vehículo paró chocando contra la puerta del acuartelamiento que, lógicamente, estaba ya cerrada. El oficial de guardia, acompañado por dos paracaidistas armados, abrió la puerta y se encontró con Canosa que, con un cogorzón de muerte, en lugar de cuadrarse y saludar, le soltó una hostia que de haberle alcanzado de lleno en la cabeza le hubiera dejado grogui o en el sitio. Afortunadamente para él, la falta de reflejos del cabo, hizo que pudiera retirarse a tiempo y ser alcanzado sólo en el hombro. Tuvieron que reducir a Canosa a culatazos y esa noche durmió en el cuerpo de guardia. Al día siguiente le cayeron tres meses de pelotón de castigo por borrachera y agresión a un superior. A pesar del duro correctivo, como le llaman los militares al castigo, Canosa parecía calmado. La razón era que su estancia en el cuartel se había prolongado tres meses más. Algo se le ocurriría.
Pasaron los tres meses y el oficial de servicio, encargado del pelote o maco, le dijo aquella noche:
- Voy a conocer a pocos tíos como tú, Canosa, que salgan del maco para licenciarse. Da por concluido tu arresto y pásate por el cuerpo de guardia a tomar una copa de despedida, al fin y al cabo llevamos más de dos años juntos y mañana te largas.
- Sí, mi teniente. Y gracias por el detalle, procuraré corresponderle con otro que no olvidará – contestó Canosa muy serio, en respetuosa posición de firme y mostrando docilidad.
- No hace falta, Canosa, pero gracias en cualquier caso- dijo el teniente, creyendo haber entendido a Canosa.
Cuando el forense militar, de muy mala leche por cierto, tuvo que ir al acuartelamiento a las tres de la madrugada, encontró a un cabo primero con la cabeza destrozada y a un oficial de guardia fuera de sí, que no pudo explicar qué hacía un soldado arrestado tomando copas con él. Canosa en una salida del oficial a orinar, a consecuencia de las libaciones de la despedida, se había pegado un tiro con la pistola reglamentaria de éste. Abandonó así la vida militar a la que tan bien se había adaptado y la civil, a la que tanto miedo le había tomado. La última palabra del parte del forense lo definía bien: Exitus.

23 enero 2008

El secreto


En su pueblo, su oficio más estable fue el de pastor. Lo ejerció muchos años en ese, su pueblo castellano, que está por allá, más o menos donde se junta el Arlanzón al Pisuerga. Frecuentó con el rebaño, bueno con el rebaño del amo, que quede claro, pues era cada año por San Pedro cuando se ajustaba de pastor, los parajes al norte de su pueblo, de recuerdos tan queridos: Los Labajos, el valle del Infierno, la cuesta la Madre, la ermita de Valdesalce con sus chozos cercanos y sus bosquecillos y las yeseras abandonadas, el canal de Villalaco, el páramo Quiñones, el Bonete, la Pedrera, el pico de Tres Castros… y, sobre todo, el monte de su pueblo donde, más de una vez hubo de resguardarse, en alguno de los chozos, de las fieras tormentas del verano, de los aguaceros tenaces del otoño o de las mansas nieves del invierno largo de Castilla. También, y según las épocas que bien es sabido rigen las vidas de los pastores, iba a la parte sur del término, de más terrenos de labor, la que está al otro lado del río o de los ríos pues ya se dijo que eran dos unidos allí cerca. Cuando los ganados salían para el sur habían de cruzar el hermoso puente de 25 ojos que les ponía al otro lado y que un día fue paso ineludible entre Valladolid y Burgos. Entonces podía dirigirse a la Requijada, al Sotillo, al Canto, al cotarro del Otero, o a Valdeguindas, o seguir el camino de Valdecañas, o ir a lo de la parte de la estación, o a las otras yeseras, también abandonadas, o seguir por lo del camino de Hornillos… parajes todos que acariciaba con los ojos, como si los estuviera viendo, en la geografía tan sobada y suave del recuerdo.
Habían acabado las vendimias y como era tradicional los pastores quedaban autorizados a meter los ganados en las viñas y que éstos aprovechasen lo que pudieran. Eran en esas ocasiones cuando los pastores solían hacer acopio de uvas, rebuscando pacientemente entre las innumerables cepas aquéllas en las que algunos racimos pequeños o algunas garpas habían quedado olvidados u ocultos para los vendimiadores. La operación se llamaba rebusco y estaba muy extendida entre los más pobres que eran, por otro lado y sin llegar al hambre, el común de la población.
Madrugó mucho el día que el rebusco comenzaba y, antes de que las ovejas pudieran comerlos, recogió en varias horas de observación concienzuda y de agacharse decenas y decenas de veces, lo que cupo en las alforjas medianas, tirando a grandes, que ese día se había echado al hombro. Acabada la operación al mediodía buscó un chozo sin techo que conocía bien y dejó allí con cuidado su abundante cargamento de uvas hasta que por la noche, al irse a casa, pasara a recogerlo. Cerró muy bien con unas zarzas y unos palos la entrada del chozo, tapó con zarzas su contenido y se marchó, ufano por su trabajo, pensando en la buena cantidad de fruta que iba a llevar a casa a su regreso.
A la vuelta, ya de noche, se encaminó al chozo sin techo y, para su sorpresa, no encontró una sola uva. Alguien se las había llevado todas. Pensó de inmediato en quién podía haber sido y sólo recordó que, mientras rebuscaba, pasó por el camino un labrador de cierto peso, al que apodaban el Cogote, que con una pareja de mulas iba a lo suyo. Calculó que por fuerza había de haber sido él quien le observara y viera dónde dejó las uvas y a la vuelta, llevando las mulas, cargó en ellas sus uvas y le dejó el sitio.
Según volvía de airado al pueblo ganas le dieron de buscar al Cogote, que estaría en la taberna, y ajustar cuentas, llegando a las manos si hacía falta, pero pensó que el otro negaría el hecho y él tampoco podía demostrarlo, así que decidió calmarse y consultar con la almohada su respuesta.
Dejó pasar los días y observó como el Cogote tenía un arado de ruedas para labrar, de esos que facilitaban la labor al amo y a las bestias. Normalmente lo dejaba en la próxima parcela que iba a roturar. Pues bien, aprovechando la caída de la noche y tras cerrar el hatajo, fue donde estaba y le quitó una de las ruedas al arado sin dejar ninguna huella, con lo cual el instrumento quedó inútil. Luego se tomó la molestia de marchar con ella, bien lo sudó, hasta un majano muy alejado de la parcela, donde ya ni se cultivaba. Casi levantó el majano entero, tal era su rabia, y puso en su centro la rueda y luego lo volvió a cubrir con las muchísimas piedras que antes había retirado. Puso en las horas que duró su acción toda la inquina que le guardaba al agricultor por la faena rastrera que le hizo. Cuando terminó, todo su odio se había liberado.
Al otro día el Cogote, naturalmente sin pruebas, le denunció inmediatamente a la Guardia Civil. Por el hecho supo en el acto que no se había equivocado, que el Cogote le había robado sus racimos. Bien entendió el Cogote, sin palabras, de dónde le vino el golpe. Naturalmente se alegró de no haber tenido con él una palabra sobre las uvas, llevado por la pronta ira. Por supuesto negó todo a los guardias, y nunca mencionó lo de las uvas tampoco. La rueda jamás apareció y a él terminaron dejándole en paz.
Fue pasando el tiempo y llevado por la ausencia de futuro y por la ola contagiosa de los que se marchaban, él también lo hizo en los años 60 y buscó en Cataluña mejores horizontes.
Encontró allí una mujer de su misma extracción, Brígida, castellana también de la meseta sur, que compartió con él destino, trabajos, hijas y la felicidad medida siempre, si es que la felicidad se puede medir, de los que se habían buscado la vida fuera de sus tierras y de sus raíces.
Brígida murió antes que él. Quedó en el piso, que siempre ocuparon, con las dos hijas que tenía. Diagnosticado de una de esas enfermedades de difícil nombre pero claro desenlace, pasó unos meses luchando tenazmente contra ella.
Poco tiempo antes de morir, quizás, en esa catarsis que hacen los que se saben próximos a la última despedida y no queriendo dejar atrás cuenta ninguna, por pequeña y vieja que fuera, desveló a sus hijas su secreto, el que había guardado sólo para él toda su vida, el de la rueda del arado que le escondió al Cogote para toda la eternidad.

22 enero 2008

Valfrío

- ¡A ver, tanta igualdad y tanta solidaridad y tanto socorro rojo de los cojones y no hacéis más que pasar por aquí con ganao y nosotros sin gota de leche y muertos de hambre, joder en dios! –dijo la Juana puesta en jarras y echándole más güevos que un torero.
- ¡Menos voces, señora, que lo que conducimos es sagrado, que es para dar de comer a nuestras gloriosas tropas! –respondió ásperamente el chulángano de Torres, el comisario, con desdén.
- ¡Pues mis gloriosas tripas y las de mis hijos lo único que hacen es darnos unos conciertos de órdago! ¡Qué llevamos meses comiendo cabecitas de hostias salteadas con humo de vela, so desgraciao! ¡Cómo que yo creo que las criaturas tienen aún más de alguna tripa sin estrenar, que me da pena verlos! ¡Así que ya nos estáis dando una cabra, so maricones!- La Juana, por la virgen, que tenía cuajo.
- Mire señora no me toque más la breva y coja aquella que se queda atrás y espero que sea la última vez que, si me cruzo en su camino, se le ocurra pedirme nada. ¡Salud!
- ¡Salud y gracias, hombre, que nosotros también tenemos derecho a la vida! ¡Tanta salud y salud y todos muertos de hambre siempre! ¡Rehostias con el sacrosanto requisamiento!
El diálogo se desarrolló entre el comisario Torres de la intendencia del 4º Ejército Republicano y la Juana, la guardesa del cuartel de Valfrío, antigua propiedad del Marqués de Casa Valdés y en esos momentos colectivizado por la República. Y no se sabría decir cuál de los dos, la Juana o el comisario, tenían más redaños. El comisario tenía una fama truculenta en la zona pero la Juana era de las que se quitaban las medias a coces y era capaz de cortarle a un toro los cojones con un serrucho.
- ¿Pero cómo se atreve usted, Juana, a hablarle así al Torres, no ve que va con la pistola al cinto y se sabe que por menos de eso la ha dao dos tiros a alguno!
- ¡A esos maricones me los conozco yo bien! ¡Menuda hambre pasan ellos y la colección de guarras que tienen en Alcohete! Además ya has visto cómo al final el ser un poco descará ha dado resultado, con estos tíos hay que ser así, echás pa lante. ¡Mira qué cabra me ha ido a dar el maricón de chulo ese!, ¿no la había más tiñosa en el rebaño?
La cabra fue una cuidada propiedad que dio su mucho juego. Primeramente, la lavaron con zotal para quitarle la miseria que traía y se peló totalmente, que por partes ya lo estaba. Después, pensaron que se moriría por la barbaridad del zotal, sin embargo, sabido es lo que la naturaleza da de sí y el baño de zotal le supo a chocolate y el animal echó luz. A partir de ese momento la cabra, bautizada como “La Miliciana”, dio leche para que las dos familias se fueran medio apañando y un día de fiesta y contento cuando, forzados a marcharse del monte, se la comieron como buenos hermanos.
En el cuartel de Valfrío había dos casas adosadas de una planta y por detrás de ellas pasaba la Galiana, camino de Mendieta y La Rueda, otros dos cuarteles o divisiones del monte. En la casa de la izquierda vivían los guardas, o sea, la Juana y Patricio con sus hijos Luis y Esperanza; en la de la derecha, la Narcisa y Tomás, su marido, con sus hijas Pilar y Dolores y el tío Antonio, hermano de su marido. Los guardas estaban en Valfrío porque allí vivían de ordinario y la Narcisa y su familia porque se habían subido huyendo de los bombardeos de la ciudad, aprovechando que antes de que empezara la contienda el tío Antonio era socio del coto de Valfrío y tenía derecho a utilizar la vivienda que no utilizaban los guardas.
Enfrente de las casas adosadas había un gallinero y una corte para algún cochino (ambas especies cuando las hubo, que en guerra no abundaron). La parte trasera del gallinero era la zona destinada a las evacuaciones, se conocía fácilmente por las tomateras que allí salían espontáneamente. Siguiendo el camino del gallinero y rebasando éste se llegaba, cuesta abajo, a un pozo cubierto por una choza de piedra y ladrillo con bóveda. El pozo tenía un extractor de agua de palanca. Allí Patricio tenía un huertecillo que, junto con los lazos que ponía a los conejos, servía para tapar los agujeros de la escasez y que el hambre no terminara de entrar por ellos. En ese mismo sitio les hicieron construir un pequeño estanque para que las mujeres, que los milicianos tenían en el cuartel general de Alcohete, se bañasen a su placer. Aparte de la construcción del estanque y su mantenimiento, aquellos civiles tenían que sacar agua del pozo a brazo para llenarlo de vez en cuando y tenerlo en condiciones para los baños de las mujeres.
- ¡Y que haya que estar aquí cavando, sacando tierra, acarreando materiales y dejando la obra de postín y luego llenando esto de agua a fuerza de brazo, pa que cuatro guarras vengan a refrescarse el chochazo que lo tienen pelao de no parar de darle con to el cuerpo del glorioso ejército ese…!¡Ay… Qué dios más bueno!
- Calla Juana, que más vale que nos dejen en paz.- decía Patricio con calma.
- Claro hombre y luego, cuando venga ese hatajo de putones con pintas por el lomo, que te digan encima que si el agua no está limpia, que le ha caído broza, que tiene hojas, que en el fondo hay un poco de tierra…¡La madre que las parió! ¡Punta de zorras! ¡En el frente con un fusil tenían que estar ellas y estos güevones que las tienen aquí de mantenidas!
- Ten paciencia, Juana, que la guerra no durará siempre.
Al poco tiempo Patricio fue movilizado y ese sí que conoció el frente. Al mismo tiempo, al localizar la aviación rebelde el Cuartel General del 4º Cuerpo de Ejército de la República en Alcohete, los bombardeos llegaron también al monte y a sus cuarteles por lo que la Juana se bajó a vivir a Chiloeches y la Narcisa con su familia regresó a su casa de la ciudad, pues bombardeo por bombardeo igual le daba vivir en un sitio que en otro. Todos los civiles sobrevivieron a la guerra, excepto la cabra miliciana que sucumbió patrióticamente dando su vida por ellos, claro.
Por el sitio donde estaba el estanquito donde se bañaban las mujeres de los milicianos, contra cuya salud tanto despotricó la Juana, hoy pasa el AVE Madrid-Barcelona y a mí, me queda este recuerdo. Lo heredé pro indiviso en uno de los varios testamentos que, para mi desgracia, llevo ya escuchados desde niño.

21 enero 2008

Sino


Destetar, detectar, detestar.
El potro destetado se volvía loco al ser separado de su madre y la llamaba con chillidos agudos, entre coces, carreras, pánico y temblores atroces. La yegua detectaba, por instinto, que había llegado el paso final del parto y la crianza, la separación, y reclamaba a su potro constante, triste y cadenciosamente con un relincho lúgubre que duraba días. El arriero detestaba al mundo cada vez que tenía que separar un potro de su madre y lo hacía jurando y maldiciendo con la conciencia negra, para seguir viviendo. Así que todos hicieron cosas que ninguno quería, pero las hicieron y las padecieron, arrastrados cada uno por su sino.

20 enero 2008

El molino del Pelagalgos


Félix, el tío Pelagalgos, era molinero. Su hermano Braulio también lo era y Pablo y Santiago y José y Alejo y Eleuterio y Venancio y Bautista. Habían sido nueve hermanos varones, ni una hermana, y todos molineros en la misma provincia. Para que hablen luego del sabio equilibrio de la Naturaleza y de la diversa disposición de cada hombre para los oficios.
Un hijo de Braulio, Vicente, compró a su tío Alejo
el molino de Mora, cerca de la capital. Braulio tuvo dos hijos con la madre de Vicente y al morir ésta se casó con otra y tuvo otros 16. Eran tiempos en los que no se escatimaba en hijos. Tesón en hacerlos no faltaba, voluntad de criarlos tampoco. Eso sí, que salieran adelante era cosa de la selección natural de las especies, porque no olvidemos que somos una más, y como la Naturaleza en el ejercicio de sus funciones no tiene miramientos ni se compadece de nadie, la mayoría no terminaban la infancia y algunos apenas la comenzaban. No obstante, Vicente, viendo el aumento demográfico en la casa familiar decidió en su momento, prudentemente, independizarse, al no fiar en los medios de vida que de su padre y su madrastra recibir pudiera. Así un buen día, Vicente, que tenía alguna inclinación por el flamenco, dicho sea de paso, se fue de la casa paterna canturreando por lo bajinis y recordando con tristeza a su madre muerta:
“¡Ay madre no quiero pensar,
ay, lo triste que esta vida!,
¡qué somos dos mil gorriones
ay… pa cuatro espigas!”
Félix, que tenía cuatro hijos, Manuel, Eduardo, Pilar y José, era dueño desde el último tercio del siglo XIX del molino del Pelagalgos, en Fontanar, otro pueblo ribereño del Henares. El molino terminó pasando a manos de su hijo mayor Manuel antes de que el siglo cambiara y éste, con Álvara su mujer, a su vez tuvo tres hijos, Félix, Salvador y Pura. Así que toda la familia era conocida como los Pelagalgos desde siempre.
Del nombre cristiano del primer tío Pelagalgos o no se guarda memoria o no se quiso guardar, aunque sí del origen de su apodo. El caso es que el molino tenía una vivienda aneja en la que vivía el molinero con su familia. Se tenía por costumbre dejar los cocidos haciéndose a su amor sobre la lumbre mientras la familia trabajaba en el molino. Fue en tiempos de aquel primer tío Pelagalgos, del que nunca, repito, se dijo el nombre, cuando un galgo tomó la costumbre de entrar furtivamente en la cocina de la casa y volcar la olla, que estaba sobre las trébedes, y luego comerse su contenido, entibiado al contacto con el piso. Tanta querencia cogió el animal que repitió varias veces la faena, hasta que el molinero le esperó un día. El galgo entró en la cocina y el molinero, entrando tras él, cerró la puerta. Luego le echó encima el caldero de agua hirviendo que aquel día tenía preparado, sobre las trébedes, en lugar del cocido. Después dejó marchar al maltrecho galgo que, escaldado, se peló casi por entero. De esta crueldad, para espíritus sensibles, o escarmiento, para quienes sostienen a ultranza que donde no hay castigo no hay enmienda, nació el mote que por extensión se aplicó a todos los propietarios del molino que sucedieron a aquél, de nombre nunca mencionado.
La familia de Manuel tuvo desde siempre relación con la de su primo Vicente por razón de parentesco, de profesión y de proximidad, pues Fontanar está a apenas a 10 kilómetros de la capital, los mismos más o menos que había, río abajo, al molino de Mora. Por otro lado, cuando se veían apurados de trabajo los hombres de ambas familias se ayudaban a salvar el apuro o intercambiaban artes de los molinos mientras los unos o los otros reparaban los averiados. Así la buena relación hizo que Los Pelagalgos vivieran con conmiseración el negro ciclo de acontecimientos que vivió la familia del primo y que comenzó en 1914 con el accidente de su hijo Felipe y su posterior muerte y terminó con la muerte del mismo Vicente a comienzos de 1916.
El segundo hijo del tío Pelagalgos, que se llamaba Salvador como se ha dicho, comenzó a frecuentar más de lo habitual la casa del primo de su padre más que para consolar a la tía Francisca, como la llamaba la familia, por ver a María, su prima segunda, que tenía su misma edad, 23 años. ¿Quién le quita a mayo sus flores?

18 enero 2008

La caja del corazón


Ayer por la mañana vi pasar a una pareja de rurales de la Guardia Civil, de esos que van en motos todoterreno y de verde hasta los ojos y muy serios y metidos en su papel. Recordé a un viejo amigo que con ellos solía tener involuntarios y desagradables encuentros en el campo cuando, hace años, todos íbamos a pie.
Al poco rato, dicen que las casualidades no existen, veo venir al Colás. Vaya, me dije, ahí lo tienes, ¿se imaginará este hombre lo que me acuerdo de él?. Bajaba andando a mi trabajo y le vi por la acera opuesta a la mía en una calle de uno de los barrios que atravieso. El Colás tiene ya más de 80 años con propina, con la columna vertebral deformada camina de lado y cojea todo lo que no quiere de una pierna y, también, usa garrota en contra de su voluntad. Conserva todavía el pelo rizado, aunque cano, y sus ojos negros y brillantes, como de zorro arisco, son ya como dos puñaladas en un tomate, pero aún se agitan expresivos abriéndose paso entre las arrugas de su cara de pícaro insolente. Él no me había visto, pues de la vista, para no desentonar, tampoco anda ya bien.
- ¡Colás, que la veo, que la veo! - le chisté, como cuando íbamos de caza y él me avisaba de que había visto una liebre encamada – acamada - decía él.
- ¡Papo, Sarvi! -ha dicho cuando, después de escrutarme un poco, me ha identificado.
- ¿Cómo estás Colás? - le he dicho, palmeándole el hombro amablemente.
- De maravilla, chico, ya ves que voy de paseo, sí. Todos los días, llueva o truene, un par de horas andando no me las quita nadie, sí.
- ¡Vaya garrota que te has echao! -le digo mirando la garrota más macarra que verse pueda, decorada con todos los colorines imaginables y los dibujos más inimaginables.
- Me la he hecho yo, sí –dice orgulloso y me la muestra con unción, como si fuera un Stradivarius.
- Lo creo -le digo contundente, y cambio de tercio- ¿No te acuerdas de la caza?
El Colás me mira sonriente, brillan un par de segundos sus ojos de raposo ladino, y enseguida veo que no pierde el tiempo el muy canalla:
- Todavía tengo cuatro cepos en el pueblo. Este verano aún cogí algún conejo, sí. Aquí ya no me atrevo a ponerlos porque como no tengo coche… - y deja sus últimas palabras en suspenso, como colgando, por si alguien, qué sé yo quién…, se ofreciera a ayudarle sólo lo imprescindible.
- Pues déjalo ya. No te busques problemas. ¿Te acuerdas de cuando me enseñabas?
- Calla, Sarvi, qué ratos tan buenos pasamos, sí. ¿Te acuerdas tú?
- ¿Cómo los voy a olvidar? -Y cambio de tema porque al Colás, con el frío de enero, los ojos de zorro le empiezan a brillar un poco más de lo habitual -¿Cómo está tu mujer?
- Pues mal, Sarvi, porque como tiene el corazón más grande que la caja del corazón, pues de ahí le viene todo, que en cuanto anda un poco se fatiga y se pone a morir del ahogo. Vale poco ya, la pobre, sí... Y eso de la caja del corazón dice la doctora que no tiene arreglo, sí… Así que…
- Bueno, pues cuídala y qué paséis un buen año.
- Lo mismo te digo, Sarvi.

17 enero 2008

Conciencia


El día que hice la primera comunión, mis padres hicieron una fiesta en la granja. La granja pertenecía a un tío abuelo adinerado y era una hermosa propiedad con cultivos, gallineros, cortes, cuadras y emparrados y un recinto ajardinado en uno de sus lados, donde se podían celebrar meriendas y otras fiestas al aire libre.
Mis padres convidaron a la fiesta a los primos, tíos, abuelos, vecinos y amigos. Cuando todos estaban comiendo al aire libre y charlando tranquilamente, yo pensé lo bonito que sería soltar a la cochina grande, que estaba en una de las cortes y que en su salvaje salida de “toriles” habría de atravesar el concurrido recinto de la fiesta. Sería un placer observar, escondido entre los rosales y las parras, el revuelo que se organizaría cuando aquel animal tozudo y medio salvaje irrumpiera gruñendo como una fiera en la fiesta. Sin embargo, había un problema: ese día había tomado la primera comunión y como había prometido ser bueno el resto de mi vida, no podía empezar a ser malo ese mismo día. Era la primera vez que el hombre de acción que había en mi interior se veía atrapado en el cepo de la conciencia, pero la luz del conocimiento vino, afortunadamente, en mi ayuda: mi amigo el Fito no había tomado la comunión y por lo tanto tenía libertad tanto de acción, como de conciencia. El Fito no tenía aún compromisos morales:
-Fito, ¿a que no sueltas a la cochina grande?
-Sí hombre, y me la gano.
-Fito, te doy cinco duros si la sueltas.
-¿De verdad?, trae la moneda. Verás.
Recuerdo, escondido con el Fito en nuestro observatorio, a las señoras salir despavoridas dando gritos y a los invitados correr tras de la cochina y a mi madre buscándome con la vista y a la cochina gruñendo como una fiera mitológica y a los niños chillando como locos de excitación y de miedo... Menudo alboroto, ¡la que se lió!, y sólo por una vil moneda, sin manchar mi conciencia para toda la vida.