27 febrero 2014

XIII.- El Renuncia: Avenida de la bicicleta

Tenía todo el día por delante. Bueno, en realidad, los tenía todos por delante. Pero, sin la distracción que en el fondo significa el trabajo, era plenamente consciente de ser un mero consumidor de tiempo sin que nada le despistara en ese gasto. Si el tiempo era dinero, él era un manirroto de un tiempo tan vacío que solamente podía ser moneda falsa.
MP iba atravesando la ciudad hasta que se le fraguó la intención, aprovechando el día soleado, de dar un largo paseo de esos que llaman desentumecedores, pero que él bien sabía lo tullido que le haría encontrarse al día siguiente. Puede que llegara hasta La Gavina de Polvoranca. Hacía años que no había ido. Durante el día no temía acercarse por aquellos andurriales, otra cosa era por la noche. Tal vez se topara con Serafín Tirado o, si no, mataría gran parte del día caminando. Un jubilado en un domingo era, por lo menos, un jubilado doble, gastando su tiempo, inexorablemente ocioso cada día, entre otros que lo gastaban voluntaria y gozosamente sólo los domingos.
Llegó a la circunvalación y, tras caminar un rato, se desvió a la derecha, por la Avenida de la Bicicleta. En la mañana templada de domingo bastante gente de la ciudad, sin madrugar demasiado, hacía deporte en la avenida. Bueno, ¿hacer deporte?, caminaban, corrían, pedaleaban. Recordó el viejo que, en su juventud, no existía eso de hacer deporte y que a nadie se le hubiera ocurrido decir: “Me voy a hacer deporte”. La gente, como mucho, se iba a hacer leña, a hacer la compra, a hacer la comida, a hacer, en definitiva, alguna tarea necesaria. Hacer concordaba con necesitar. Y, como los pensamientos se encadenan, recordó que tampoco se decía hacer el amor. ¿Qué era eso de hacer el amor? Y se le ocurrieron enseguida varios verbos mucho más exactos. Pero, al pronto, se le ocurrió que, bien mirado, ojalá que el amor pudiera hacerse. Habría sido muy bonito y todo un logro. De ser así, podría leerse en los anuncios: “Fábrica de amor La Desbordada, existencias inagotables, se sirve a grandes superficies y a particulares. Gobiernos, banca, empresas y otras entidades, con afanes de lucro, abstenerse.” Y, el jubilado, se reía solo.
Corría la avenida paralela a la Autovía del Norte. El deporte, pensaba MP, se había convertido en un fin en sí mismo, un descanso para los males del cansancio de la vida sedentaria que, por lo visto, se paliaban con el cansancio físico. Algo así como eso de que la mancha de una mora con otra verde se quita: quitarse el hastío, con el cansancio. Lo hacían utilizando los paseos, las aceras e incluso el asfalto, aprovechando que los domingos apenas había tráfico. Unos pasaban raudos en sus bicis en animados grupos que porfiaban, al tiempo de pedalear, en animosas charlas; otros, corrían muy concentrados y jadeando con ligeros bufidos; algunos llevaban rodilleras u otros aditamentos que les daban un aire de deportistas profesionales; los más andaban ligeros, con idea, moviendo los brazos enérgicamente y parándose, de tanto en tanto, a hacer ejercicios en las máquinas de gimnasia que, siguiendo la moda, había colocado la concejalía de deportes a cada trecho. Era gente de todas las edades. No faltaban las mujeres, jóvenes o maduras, que, embutidas en diseños deportivos más o menos afortunados y estilosos, y siempre en parejas o tríos, competían con los hombres en dedicación. El deporte, entronizado rey del mantenimiento físico, de la salud cardiovascular y del equilibrio psicológico, extendía su reino por doquier en los últimos tiempos.  
Muchas de estas personas iban sujetas o sujetando a un perro. En la mayoría de los casos a un gozquecillo peludo y pequeño, apto para vivir en un piso, y, en los otros, a todo lo contrario: un gran danés, un buldog, un rottweiler,  un dogo argentino, o alguna de esas razas de perros foráneos, peligrosos y grandes como ovejas, que tan de moda se habían puesto, a raíz de necesitarse un elitista permiso especial para tenerlos. Éstos, los de los perros, los llevaban cuidadosa o preventivamente atados, y peregrinaban con ellos de cacacán en cacacán para que los animalitos defecaran en los lugares adecuados y sus dueños no se vieran en la obligación de recoger cívicamente sus excrementos. Aunque, algunos pocos, que de todo había, se hacían los locos, dejando olvidados por aquí y por allá los pastelitos de sus queridos canes mientras emprendían una discreta retirada. Y eso que las autoridades municipales, para no ser directas y llamar guarros a los infractores, se habían esmerado literariamente con avisos colocados en paseos y parques y así, de cuando en cuando, podían leerse advertencias tan finas y delicadas como éstas: “No dejen que sus caninos contaminen calles, parques y caminos”, “Tú no puedes quedar mal por la culpa de tu can”, “Si tu can utiliza el cacacán tus vecinos te amarán”, “Ayuda a tu mejor amigo a no crearte enemigos”, “Si tienes un bello can, sé también buen edecán”. Aunque algunos ciudadanos, mosqueados con los olvidadizos, habían escrito algunas apostillas expeditivas, debajo de los letreros: “¿Me cago yo en tu césped, tío cabrón?”, “Llévate estos pastelitos a tu moqueta, hijo de puta” y otras cosas, aún peores, que no favorecían en modo alguno la convivencia ciudadana ni el diálogo constructivo sobre la sostenibilidad de la convivencia de los caninos con los humanos.
MP, que en su barrio, carente de cacacanes, estaba harto de pisar los moñigos de estos amigos del hombre, empezó a sulfurarse con tanto animalito. No aguantaba ver como los orgullosos amos observaban atentos, como si de un suceso prodigioso se tratase, las deyecciones de sus animales. Recordó haber leído que, en la capital, vivían más de un cuarto de millón de perros que dejaban anualmente en calles, plazas y jardines, dos mil toneladas de moñigos y que, el retirar cada kilo, costaba dos euros y medio. Y se dijo MP que, si se admitieran voluntarios, muchos jubilados podrían sacarse cada día una pasta gansa en sus ratos libres, que eran todos.
Repentinamente le acometieron ganas de orinar y pensó en imitar a los canes. A punto estaba, cuando recapacitó, y pensó que le podían tomar por un exhibicionista, cosa que cuando hacía públicamente sus necesidades mayores nunca había imaginado. Así que MP, ante el riesgo de salir en los medios de comunicación enseñando la gaita y ser tomado a sus años por un sátiro, se reportó. Encontró una senda que, de la avenida, bajaba a uno de los túneles que había debajo para el drenaje, y se dijo que allí orinaría con tranquilidad.
Un tanto acelerado bajó por la senda temiendo, con la premura, manchar los pantalones, cuando vio que los dos túneles, que cruzaban avenida y autovía, estaban ocupados. Se giró y buscó la intimidad de un recoveco, a salvo de los ojos de los túneles, pues no aguantaba más las ganas. Cuando terminó, bajó lentamente para cerciorarse de que sus ojos no le habían engañado.
Debajo, bajo los túneles, quienes quiera que fueran, seguramente inmigrantes o sin papeles o simples victimas de la crisis, tenían hacinadas sus pobres pertenencias. Había colchones, mantas, calzado, ropas, utensilios, comida y un par de rincones apestosos para los detritus que entre todos producían. Tenían también un sistema de improvisados conductos para recoger el agua de la lluvia en viejos cubos de pintura, en bidones oxidados y en otros baldes.
A MP le parecía irreal lo que veía, y miraba, una y otra vez, para cerciorarse de que era cierto y no imaginaciones suyas. La escena le devolvió a su infancia, en tiempos de postguerra, y le trajo el recuerdo de miserias que él creía olvidadas para siempre y que nunca pensó volver a ver. Sin embargo las tenía allí, cuatro metros por debajo de la calma opulenta, tranquila y feliz de aquella mañana de domingo, de aquella mañana de deportistas, paseantes y perritos.
Reparó en que todo estaba ordenado dentro de los túneles y todas las cosas colocadas guardando un orden que sólo sus ocupantes conocían. No vio a nadie, excepto a un viejo que ya le había localizado y le miraba fijamente, sentado en un butacón desvencijado y mugriento. El hombre le miraba inmóvil, sin un pestañeo.
Sin saber por qué,  MP se acercó al viejo, que le vio ir con gesto serio y desconfiado. Le tendió un billete de cinco euros. El viejo, bien porque no vio el billete hasta que no lo tuvo delante, bien porque temía algo de MP, no le quitaba la mirada de encima. Sólo al ver el dinero, que inequívocamente le ofrecían, se relajaron sus facciones.
- Gracias, siñor.
- Pero, ¿cómo viven aquí? No se dan cuenta de que, si llueve, el agua se llevará por delante todo esto y a ustedes también. Es muy peligroso.
- Para nosotros todos días son piligrosos por hambre y nochis también por frío. Cuando llueva iremos a otro sitio. Piro ahora bien aquí.
- No tenía ni idea de que viviera aquí nadie.
- Muchos ven, pero marchan. No gusta virnos. Sólo tú has dado dinero a Vadim. Muchas gracias, siñor. Todos se van rápido cuando ven miseria. No gusta.
- ¿Y los demás?
- Ellos van a tocar, a pidir… Sólo Vadim, el viejo, hace guardia en rifugio. Todo muy triste, siñor. Muchos mises sin trabajo. Mucha hambre, frío y también miedo.
MP estaba trastornado y conmovido por el espectáculo. Miraba atónito a todas partes sin terminar de creer aquello. Incapaz de soportarlo y, a la vez, superado por no poder hacer nada ni  tomar ninguna otra decisión, se despidió del viejo, casi huyendo.
- Bueno, amigo. Me voy. Me llamo Macario. Si vuelvo a pasar por aquí pasaré a verle.
- Muchas gracias, siñor. Yo, Vadim Varzari, de Romania. Gracias, siñor, muchas gracias.
Y MP salió de aquel agujero con el corazón encogido. En apenas cuatro pasos perdió de vista el espectáculo y se vio inmerso en el mundo de los perritos mascota y los felices caminantes, corredores y ciclistas que, alegremente, quemaban calorías o recogían aplicadamente truños de sus canes.

10 febrero 2014

Liebres de enero

El viejo sabía algo de la naturaleza de las liebres. Algunas cosas, como el resto de los cazadores, las había aprendido por la observación y la experiencia. Otras las aprendió en los libros. Pero, claro, éstas últimas eran cosas mitad mitológicas y literarias y mitad científicas que, por vergüenza, no se atrevía a compartir con otros del gremio.
Él intuía que le oirían con cierta burla y más los más rudos de entre ellos que, siendo gente avezada de campo, acostumbraban a burlarse callada o abiertamente de cualquier lechuguino de capital que les viniera con milongas.
Sin duda podía hablar con ellos de querencias, de clima, de días favorables, de lugares al abrigo del zarzagán, de refranes al uso y de otras cosas que, sobre las liebres, muchos de ellos compartían pero que, en el fondo, no pasaban de ser los comentarios usuales entre cazadores más o menos entregados o expertos.
Otra cosa muy distinta sería contar en la tasca del pueblo que, en la antigüedad, era la liebre un animal consagrado a Venus y, a veces, también a Baco, pues se tenía a la liebre por un animal muy voluptuoso y ardiente tanto en sus celos como en la duración de los mismos. De paso habría que ponerles al tanto de que Venus era la diosa del amor y Baco un dios proclive a las orgías y al desenfreno. Menudo papelón. El viejo, a sus años, se resistía a ir de listillo.
- Y ese Baco, qué pasa, ¿era amigo tuyo?
Tampoco se atrevía a hablarles de fenómenos más científicos, como los de la superfetación y la reabsorción, relacionados con la fama sexual de las liebres que, al parecer, del sexo lo aprovechaban todo. Eso habría dado para más de un cachondeo y, probablemente, hasta hubiera servido para que al viejo le regalaran alguno de los motes que, con tanta sorna como destreza, solían poner y de los que, hasta el momento, pensaba que se había librado.
Cómo iba a contarles que las liebres que se quedan fecundadas en la primera cópula siguen siendo receptivas y que no interrumpen la ovulación y siguen siendo fértiles y que, además, son capaces incluso de retener vivos los espermatozoides del primer apareamiento para que otros óvulos sean fecundados en su día por ellos. Esto quiere decir que pueden tener dos embarazos diferentes de una sola cópula, con partos diferidos en el tiempo o que, sin haber parido, pueden quedarse preñadas nuevamente de otro macho. Él sabía que eso se llama superfetación. Pero, anda y vete tú con esas historias y se las largas, si te atreves, al tío Toribio, al Matacorzas, al Sata o al Motopeto, por no citar a otros.
- Y dices que con partos diferidos en el tiempo. ¡Hostia, como los pagos de la Cospedal! ¡Huy copón!
Y ya, lo de la reabsorción, es decir, que no pueden abortar, porque si, por alguna razón, mueren los embriones implantados en su útero éstos son asimilados por el cuerpo de la liebre… Para qué hablar.
- Anda, no tomes más cañas que tú si que te las estás reabsorbiendo. ¡Menudo superfeto estás tú hecho, no te jode!
Nada, ni pensarlo. Menudo cachondeo se podía preparar. Y lo de “Superfeto” le podía quedar de por vida. Chitón.
Lo cierto es que el viejo sabía que, aunque las liebres están en celo de enero a octubre y, a veces, casi todo el año dependiendo de la abundancia de alimentación y del clima, es en los meses de febrero a abril y en los de junio y julio cuando más número de partos se producen. También sabía que suelen gestar entre 42 y 44 días.
A sabiendas de estos datos y teniendo en cuenta que la temporada de caza se cerraba a primeros de febrero, sabía que el mes idóneo para cazar liebres era enero. El resto de los meses de caza naturalmente que podía darse con alguna, pero era su entrada en celo en enero la que propiciaba que comenzasen a buscarse unas a otras y, por tanto, a concentrarse en las zonas más propicias. Sin embargo, al mismo tiempo, no valía cualquier día, ni cualquier enero. Había que tener en cuenta que hubiera anticiclón que, aunque las noches pudieran ser heladoras, los días fueran soleados, apacibles, casi cálidos. Si eso se daba, el celo de las liebres entraría en acción y éstas buscarían los lugares orientados a mediodía, en puntos abrigados y altos donde les diera el sol desde el amanecer. Su potente olfato les haría encamarse relativamente próximas unas a otras, para pasar el día abrigadas y comenzar sus escarceos a la caída de la noche incitadas por las hormonas y guiadas por sus dos sentidos más desarrollados: el olfato y el oído.
El penúltimo domingo de enero confluyeron todas las circunstancias y el viejo se alegró de haber sido discreto pues en el paraje que eligió, a lo largo de unas horas, vio cinco liebres. Y, donde él cazaba, eso no era frecuente. Ni mucho menos.

XII.- El Renuncia: Almuerzo con el doctor Machado

Sin premeditación, guiado por la inercia de un automatismo, llegó a la Rotonda de la Marina Mercante. Allí fue donde conoció a don Macario. Cansado por la caminata, se sentó en el banco donde comieron los bocadillos.
Estaba terminando el verano y, como los que viven en la calle siempre van abrigados por temor a la intemperie, que es siempre incierta, Serafín, entre la caminata y el abrigo, estaba sofocado.
No llevaba ni cinco minutos descansando, cuando una chica con aire de colgada atravesó la rotonda acompañada por un perro garabito y de mal pelo. Los coches, entre bocinazos, les esquivaron a ambos. Serafín la vio venir hacia su banco sin atender al tráfico ni  tomar precaución alguna, y pensó que era otra como don Macario, que cruzaba las glorietas al dictado de la lógica, o sea, en línea recta. Le admiró el desdén de la muchacha al amenazador tránsito rodado. Ella, al llegar, le miró con indiferencia, como quien apenas repara en un bulto. La joven titubeó un instante y, finalmente, se dejó caer cansinamente al otro extremo del banco. El perro se tendió a sus pies, atento, sin dejar de mirarla. Rebuscó en el bolso con nerviosismo y, tras revolver un poco, sacó un paquete de cigarrillos. Se puso uno en la boca y volvió a buscar ansiosamente. Por fin, encontró el mechero. Encendió y aspiró profundamente. Entonces reparó en él y le preguntó, de improviso, si sabía donde estaba la Casa Beneficio, que le habían dicho que estaba por allí, pero que llevaba más de una hora recorriendo las calles adyacentes sin dar con ella.  Y añadió que allí ayudan a los toxicómanos, por si el dato le servía.
El Renuncia se da cuenta de que tiene la voz hombruna y cascada, los dientes negros y descuidados, y alguno perdido y un par de ellos rotos. Se percata también de que la chica está muy flaca y que, de cerca, parece una vieja joven. Serafín no ha oído hablar de la tal casa. Ella, repentinamente, parece notar la condición de Serafín y hace un mohín extraño, dándose cuenta de que ha ido a preguntarle a uno que, sobre ser vagabundo, está fuera de su onda y, además, no es de su cuerda. Le ignora instantáneamente. En cuanto ve venir a unos jóvenes por la acera se acerca a ellos precipitadamente, les para y les pregunta gesticulando. Los otros le contestan:
- Sorry, we don’t understand.
Mala suerte. Eran guiris.
Ya no vuelve al banco. Y el Renuncia sigue con los ojos el recorrido de su figura vacilante y errática, que se mete por la primera bocacalle seguida por el perro triste, fiel e inseparable.
A Serafín le da pena la muchacha con su nerviosismo, su ansiedad y su atolondramiento desvalido. Al Renuncia le llaman la atención esos seres que van a la deriva. Al Renuncia le pareció una chica demasiado joven y, aunque ajada y lánguida, bastante guapa. Lástima, se dijo, teniéndose a sí mismo por un ejemplo de estabilidad, que esas cabezas, así perdidas y desorientadas, fuesen de tan difícil recuperación. Si en su mano hubiese estado, le habría ayudado y, como poco, hubiese parado algún taxi para que le acercara a la casa que buscaba pero, estando sus bolsillos tan vacíos como su estómago, de nada valían los buenos sentimientos. Seguramente don Macario, que parecía hombre de arranques, habría tomado alguna determinación.
Pensaba, con los ojos entornados, casi cerrados, en los buenos deseos que proporciona el no tener y cómo el tener, en lugar de reforzarlos y ponerlos en práctica, los aniquila. Porque todo es esplendidez en la pobreza pero, cuando se es rico, ésta se torna toda en desconfianza. Y cuando se quiere ayudar no hay medios y, cuando se tienen, no hay voluntad, de modo que el querer no es poder y el poder no es querer, y menos amar, sino temer. Y si el poder es temer, termina haciéndonos más desgraciados que el carecer de todo. Y en esas estaba cuando le sorprendió una voz conocida.
- Pero, ¿qué haces aquí Renuncia?
- ¡Hombre, doctor Machado!, ¿qué hace usted tan lejos del lar de su iglesia?
- Pues ya ves, que llevo toda la mañana en la puerta de San Onofre con lo mío y, en un descanso, voy a comprar algo para almorzar. Si quieres, te convido. Y no me eches ningún discurso, porque te invito porque me da la gana, consciente, como soy, de tu situación, de la vida a la deriva que llevas voluntariamente por ese voto de renuncia y todo lo demás. ¿Vale?
- Hombre, pues, siendo así, se agradece. Que me viene bien.
Se encaminaron los dos hombres a un pequeño colmado que además vendía pan, regentado por unos pakistaníes y que, por eso mismo, abría los domingos. Compró Machado una barra larga, cuarto y mitad de mortadela de aceitunas y una caja de cartón en la que se leía: “Luchador, vino tinto selecto”.
A los diez minutos estaban de nuevo en el banco, comiéndose cada uno su media barra rellena del rosado embutido y pegándole alternativos y callados sorbos a la caja de vino pardillo.
- No es bueno este aloque, pero en nuestra situación no podemos elegir, ni nos conviene aspirar a más, por lo modesto de nuestro presupuesto –dijo Machado con mucha propiedad dándole otro tiento al vino.
- Pues a mí me parece pasadero.
- ¿El presupuesto? –dijo incrédulo Machado.
- No, el vino.
- Bien se conoce que no estás hecho al vino de dos orejas y como mínimo de dos hojas que, si lo estuvieras, muy otra sería tu opinión.
- No sabía yo que los vinos tuvieran orejas y nunca había oído que tuvieran hojas.
- Amigo, los árboles tiran las hojas cada año. De dos hojas indica que es vino de dos años y, cuando además es de dos orejas, lo aprecia el gusto por dos motivos: por bueno y por fuerte. Y así, el mejor órgano, el que tenemos entre las dos orejas lo aprecia justamente y de este modo lo cataloga con sabiduría.
- Doctor Machado, es usted un pozo de conocimientos útiles e imprescindibles.
- ¿De conocimientos? Puede ser, pero inútiles en su mayor parte. Bueno, amigo, te dejo. Vuelvo a mi puesto, que enseguida me echan de menos. Especialmente los domingos. No puedo faltar más que lo estrictito. Esto mío es muy esclavo. Tú tienes más suerte pues, con eso de la renuncia, hasta de pedir te ves liberado y exento. Gran talento el tuyo, que no el mío: conseguir vivir sin forzar a caridad voluntades y, siendo pobre, rechazando el oficio de los pobres, que no es otro que pedir.  Porque se dijo: pedid y se os dará. Así que en ello no es mucho el mérito, pero que te den sin pedir requiere mucha ciencia. A veces pienso en ti y, me digo, si no serás doblemente pobre por ser un pobre que, salvo salvedades, vive casi exclusivamente de los pobres. Porque sólo a los pobres nos es dado conocer a los que son más pobres que nosotros y, conociéndoles, ser para ellos lo que otros son para nosotros. Bien, qué sea de provecho.
- Igualmente y, ya sabe doctor Machado, le quedo agradecido, que para los buenos sentimientos no he tenido ni tendré renuncia y sí calor en el corazón. Y de su talento y su forma de expresarse, ni le digo. Mi admiración, doctor Machado.
El doctor Machado, pues sostenía serlo en medicina, solía ponerse a pedir en la puerta de San Onofre. Lo hacía de rodillas e incluso, a veces, con los brazos en cruz y la mirada perdida, como en trance. Su exagerada o perfecta, según se mire, puesta en escena era más propia de épocas tan pretéritas como olvidadas de la actividad mendicante. Algunos sostenían que era un modelo actualizado de la época de la picaresca. Y lo decían, sobre todo, porque su imagen, casi mística, contrastaba con las figuras de plástico, de dinosaurios de varios tamaños, que el mendigo colocaba delicadamente delante de sus rodillas, sobre un pañito más medio limpio que sucio. Y también extrañaba el gesto de sonrisa perenne, como de éxtasis contemplativo, que mantenía cuando hablaba solo o cuando hacía que rezaba o, quién sabe, rezaba verdaderamente.
Los niños, invariablemente, se paraban ante él y, con ellos, los mayores que, a la amabilidad del pedigüeño con los pequeños, solían corresponder con la pieza de euro o de medio euro. Los niños, que ya se habían hecho a él, cuando llegaban a la Plaza de los Jardinillos corrían a la puerta de la iglesia con un trotecillo alegre y una cierta familiaridad. Machado, arrodillado entre aquellas fieras prehistóricas, dejaba entonces de mirar al frente o a los cielos y salía de su tránsito momentáneamente para dirigirles una afable sonrisa y hacerles enseguida carantoñas.
- ¿Cuántos dinosaurios tienes, Machado?
- Pues ahora tengo cinco, pero voy a quitar dos porque tengo mucho gasto. Aparte del peligro, claro.
Cuando algunas noches Machado iba cayéndose, borracho, por las calles oscuras, estrechas y menos transitadas, sus conocidos le decían con un punto de guasa y punto y medio de crueldad burlona:
- Pero, hombre, doctor Machado, ¿no le daría a usted vergüenza que sus clientitos buenos, esos del euro, le viesen así, en este estado?
- Pues no. Porque son ya mayores y ellos mismos, por pudientes, no deberían ser ajenos a la compasión y, por el contrario, su cultura y humanidad debiera hacerles empatizar con mi desgracia y comprender mejor que otros impíos lo triste que es el sino de mi vida -respondía Machado con la boca pastosa pero con mucha dignidad y tino.
- Pero, ¿qué me dice de los niños?
- Ahí sí. Eso es verdad. Por ellos me daría vergüenza. Pero como, a estas horas, están acostados. Pero sí, lleva usted razón, ahora mismo me recojo.
Y, como podía, Machado desaparecía con paso vacilante y apoyándose en las paredes, hasta que se perdía en la oscuridad del barrio viejo en busca de acomodo, con sus dinosaurios, en cualquier rincón oscuro o en alguna casa abandonada o en ruinas. Y es que la borrachera le daba a Machado un aire de sumisión respetuosa.
El Renuncia le había conocido cuando llegó a la ciudad, aproximadamente en la misma época que él. Se alojó bastante tiempo en La Gavina pero, desde que ocupaba puesto fijo en San Onofre, ya no subía por lo del Simancas. Seguramente era para no alejarse del puesto de trabajo, evitar el absentismo laboral y, sobre todo, no incurrir en abandono del servicio, falta muy grave hasta en los cargos oficiales.
Algunas veces el Renuncia se sentaba en los Jardinillos y pasaba el rato observando la teatral cuestación diaria de Machado. El doctor Machado, pobre pero desprendido, sólo se dirigía al Renuncia en los intervalos que hacía en su horario de mendicante y, en la tasca más cercana, le invitaba a café o a lo que tomara. En días afortunados, como había sucedido en ése, almorzaban juntos o algo parecido. Que la amistad desinteresada no se reserva sólo a los magnates, y la largueza es más propia de los espíritus de los seres nobles que de los bolsillos de los acaudalados.