20 diciembre 2009

Serena

Era una excelente profesional. Muy discreta, eficiente y querida. En la capital de provincia, donde vivía, dejaba solos a sus hijos, ya criados, y a su marido cuando, dos o tres veces al año, se pasaba tres o cuatro días en Madrid. Al marido, ajeno por completo a su vida, le decía que había de ir a un curso de algo, necesario para su trabajo, y él quedaba conforme, pastueño, como el buey suelto que bien se lamía desde siempre. Bueno, ella sabía que, siempre que no le importunara, su marido se quedaba conforme con cualquier cosa. Ella era, para él, terreno firme, tierra conquistada, un derecho viejo.
La relación con él era más un recuerdo de otros tiempos que algo que ocurriese a diario y estuviese vivo. Eso sí, la rutina, de comer y cenar en casa juntos, a veces con los chicos, hacía parecer que todo era como debía ser, una familia. Pero ella sabía que el tiempo, entre los dos, había llegado a estar vacío, como tierra de nadie, como una frontera montañosa a alturas heladas que estuviera dibujada en un mapa. Algo así.
Mientras viajaba en tren hacia Madrid, iba Serena recordando los momentos en que su marido, entonces un maduro pretendiente, se interesó por ella. Reconoció que él, con su solvencia, sus aires de poder, sus muestras de respeto, se fue haciendo poco a poco con su consideración. Deslumbró a la niña presumida que fue. Influyó, sobre todo, que el resto de sus pretendientes o amistades fuesen muchachos de su edad, casi todos sin un duro, y, casi todos también, con la única y vehemente pretensión de llevarla a la cama. Al principio le daba un poco de reparo que aquel hombre ajeno a su juventud, discordante con su lozanía, anduviera tras de ella. No se imaginaba siquiera con él en la cama, hasta en su imaginación algo raspaba. Fue su insistencia, la de él, su seguridad, sus deferencias y, ahora lo comprendía, su propia impericia, el cúmulo de causas que mermaron su resistencia ante aquel ser tan ajeno a ella. Al fin cedió y se casaron. Los primeros años fueron de atenciones, de detalles, sobre todo al quedarse embarazada de los dos hijos. Pero aquellos años pasaron fugazmente, como en un suspiro, y su vida se volvió monótona, como un bostezo. La rutina era la reina de sus días. Con los dos hijos, tuvo la sensación de haber hecho ya todo en la vida y, su marido, despreocupado, no consideraba, ni siquiera imaginaba, que Serena pudiera tener una vida propia que escapase al manto de su tutela acomodada y anodina. Ni por un momento pensó que le estuviera dando una vida inicua y ella, mansamente acostumbrada, no pensó que su vida pudiera ser de otra manera.
Era tanto su tedio que, en secreto, comenzó a escribir relatos pornográficos. Y no sólo eso: volvió Mauricio a su cabeza. Aquel adolescente tonto que la pretendió, obnubilado por su belleza juvenil, inflamada de lozanía inconsciente y altanera, y al que ella despreció siempre por insignificante, por pertinaz, por enajenado, por bobo, por altruista memo y juvenil y por alucinado. ¿Qué habría sido de él?

01 diciembre 2009

Diatriba anual contra la Navidad

Hoy ha sido el primer día en que los villancicos me han atormentado como suelen. ¿Será que es uno de diciembre, será que no los he oído antes, será que este año todavía no había yo caído? Pues bien, es empezar a oírlos y me descompongo. Lo siento, no es mi intención ofender a los que les gusta la Navidad, que deben ser miles de millones. Por mí, que se diviertan cuanto puedan.
Ya teníamos la nuestra de toda la vida, con la Noche Buena, la Pascua, el Belén, los Santos Inocentes, la Noche Vieja y los Reyes Magos, que no es moco de pavo, de pavo navideño, claro. Pues no. Ahora, y ya desde hace unos cuantos años, también Papá Noel con sus trineos, sus renos y su puto vicio de comprar regalos para todos, se ha incorporado. Porque, bajo el enternecedor y nostálgico espíritu de la Navidad, se esconde ese estímulo inmoderado de gastar como posesos, seguramente, para agradecer al Señor la prosperidad que nos avasalla y para mayor gloria de las grandes superficies, de las franquicias, de los outlets, de las ventas online, de las tarjetas de fidelización, de las de crédito y de otras muchas cosas inhumanas que poco tienen que ver con un niño recién nacido depositado humildemente sobre la paja de un pesebre. Vamos, digo yo. Y si no, nunca mejor dicho, que venga Dios y lo vea.
Puede que sea porque me educaron en la absurda idea de gastar el dinero en cosas necesarias; puede que sea porque, con los años, me estoy volviendo menos sociable, más raro, más viejo y más gruñón; puede que sea porque me he pasado las últimas muchas Navidades, y media vida, viviendo en función de los deseos de otros… pero, este ambiente mercantil acompañado de la musiquita navideña, de las luces y de toda la representación que se prepara, me desbarata; tanta reunión familiar tumultuosa, como si el cariño no existiera el resto del año, me repatea; tanto atasco de comilonas y libaciones sin tasa, que se te saltan los puntos de la culera, del cinturón y hasta de la última operación, si los tienes algo recientes, me estraga.
¡Qué tortura! Pero, menos mal. Este año tengo un consuelo, por fin no tengo obligaciones. Por desgracia ya se fueron todos mis mayores y, por primera vez en muchos años, no tengo compromisos de verdadero peso. Me voy de viaje durante estas fiestas huyendo de la quema, claro. Pero, nada de viajes organizados porque entonces no te libras, te atrapan de nuevo y, en cuanto te relajes, te ves en alguna fiesta multitudinaria, conduciendo una conga, medio pedo, con una rubia que te da de tetazos por detrás mientras mueves el culo al compás del propio pedalín y cantas cosas de tanto fundamento como La Piragua de Guillermo Cubillo. Y es que, en cuanto te descuides y por buenos propósitos que tengas, tienes que celebrar la Navidad por narices. No hay salida. Así que el viaje ha de ser un viaje verdadero, como siempre, sin rumbo, como si estos días fueran lo que son: sólo tiempo.