27 mayo 2011

La tribuna del bar de la esquina

 
-          De entrada, hay que cambiar el sistema electoral.
-          Sí, hombre, ahora que nos beneficia a nosotros lo vamos a cambiar. ¡Y un güevo!
-          Pero, hombre, si es por el bien de España. Si es cosa de justicia.
-          Pero tú, precisamente tú, que vives del paro, me vas a decir a mí cual es el bien de España,  ¿tú me vas a hablar a mí de justicia?, anda de ahí, quita pallá, ¡que te  meto, eh, que te meto!
-          Bueno pues, al menos, habrá que regularizar las relaciones con la banca. Las hipotecas nos asfixian individualmente y la financiación del sistema bancario nos empobrece. Y ten cuidado con la bandera que me vas a saltar un ojo.
-          Eso es tu problema, chaval. Que yo, mis relaciones con la banca, las tengo niquelás. ¿Quién pidió la hipoteca? Tú, ¿no?, pues ahora te jodes y la pagas y, si no, habértelo pensao.
-          Pero si me la metieron por los ojos, si no me pidieron ninguna garantía.
-          Pues, encima, no te metas con los bancos, que demasiado quisieron ayudarte, ingrato.
-          Pero no tengo trabajo y no puedo pagar y me voy a ver desahuciado, ¿qué ha sido de esos empresarios que parecían la sal de la tierra?
-          Aquí y en Pekín el que no trabaja es porque no quiere. Y a los empresarios no me los toques, que ellos, más que nadie, están padeciendo esta crisis. Pero, claro, a ti sólo te importa tu puesto de trabajo, jodío egoísta, ¿y lo que ellos están dejando de ganar? ¿Es que no te das cuenta que, como siempre, son los más perjudicados? ¡Tú qué sabes lo que están pasando!
-          ¿Trabajar? En Pekín puede, pero aquí te aseguro que no. Y, para los grandes empresarios, si te parece, podemos organizar una colecta.
-          ¿Qué no?, ¿qué no se puede trabajar? Y entonces que hace por aquí tanto puto inmigrante. Me lo quieres decir tú, ¿eh?
-          Porque vinieron cuando esto estaba mejor o porque en sus países aún están peor las cosas, pero eso no es razón para meterse con ellos. Se buscan la vida como cualquiera.
-          Pues que se vuelvan por donde han venido y ya estáis todos vosotros cuidando viejos, haciendo de camareros y de chachas y trabajando en residencias y lavanderías, joder.  Y espabilando de una puta vez, hatajo de gandules.
-          Pero los inmigrantes son personas igual que tú y que yo.
-          ¡Alto ahí! Igual que tú no sé, pero, igual que yo, no. Porque yo, no sé si tas fijao, soy español, chaval. ¡Español, español, español!
-          Pero si la crisis mundial no entiende de nacionalidades.
-          ¿Qué no entiende? Mira como les va a otros, a los alemanes, o a los chinos, sin ir más lejos.
-          No, lejos no te has ido. Pero, anda que no están cagaos los alemanes, y aún te parecerán bien los chinos, que viven en un régimen comunista y sin derechos individuales.
-          Eso es lo que nos sobra a nosotros, tanto derecho individual y tanta hostia. Que si hubiera aquí una democracia verdadera, como Dios manda, a esas garrapatas del 15M las hubiéramos disuelto en un plisplás. Que aquí lo que hay es un sindiós.
-          Pero si simplemente están en desacuerdo con cómo van las cosas.
-          Pero qué desacuerdo ni qué desacuerdo, lo que quieren es hacer cada uno lo que les pasa por los cojones y eso no hay gobierno que lo aguante. Ésos, manifestándose  por ahí y durmiendo en las plazas, son los culpables de que todo empeore. ¿Qué imagen estamos dando ante el mundo? Esos cabrones nos van a hundir en la miseria si antes no les ponemos coto. ¿Acaso han protestado estos años? No, verdad. ¡Bien contentos que estaban hasta que han dejao seca la teta de la vaca!
-          Yo creía que la crisis había venido por la banca y las altas finanzas.
-          ¿La Banca? Tanto subvencionado, tanto subsidio, tanto moroso, tanto nini, tanto gandul, tanto nacionalista, tantas comunidades, tanto puesto de confianza, tanto asesor, tanta atención social, tanto pensionista, tanta prejubilación, tanto estado del bienestar, tantas prestaciones y tanta mandanga es lo que nos ha llevado a la crisis. Ya lo dicen las agencias internacionales: los Moody’s, los Standard and Poor’s y todos ésos.
-          Y, ¿cómo toda esa peña no se enteró durante estos años de lo que estaba sucediendo, cómo no pararon los pies a los grandes bancos?
-          Porque no querían detener el progreso, el crecimiento de los países, la prosperidad de los ciudadanos, porque tenían fe en la Humanidad y hemos sido los países más cutres, poblados de mangantes, los que les hemos decepcionado. Ya ves, qué representación: Grecia, Portugal, Irlanda, España, Italia… que, si no fuera por los países serios de Europa, andaríamos ya en la bancarrota. Y, que te conste, que las agencias internacionales, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo y todos los demás, lo único que hacen es velar por nuestro futuro, que lo único que intentan es reducir la pobreza y mejorar la calidad de vida de los pueblos. ¡Ay, qué incultura! Que parece mentira que encima les critiques, ignorante, primo de la vida, desgraciao, máquina, gilipollas, perroflauta.
-          ¡Pues están triunfando!
-          Ponnos otras cañas, Vitín. Y que las pague, aquí, el decepcionao.
-          El indignado, querrás decir.
-          Vale, chaval. Se lo diré a mi padre. Y cállate ya, que va a empezar el fútbol.

26 mayo 2011

Apoyando al magisterio rural

La amistad con el matrimonio de maestros, don Luis y doña Covadonga, que regentaban las dos unitarias del pueblo, de niños y de niñas, se inició inesperadamente.
Una tarde se presentó con una carga de leña; otra, con una estufa de hierro.
-          Pero, Colás, qué poquitos en el pueblo demuestran su sensibilidad, cuántos debieran tomar ejemplo de conducta tan cívica y solidaria –dijo doña Cova, muy en su papel.
-          ¿Qué quiere usted, señorita? Uno anda por ahí mano sobre mano y, mejor que echar el tiempo a los demonios, digo yo, que será emplearlo para bien.
-          Lo dicho, Colás, levanta usted la moral del magisterio rural. En cuanto vea al alcalde se lo planto. Ejemplo deberían de tomar las fuerzas vivas.
-          No se moleste usted, doña Cova, que no lo hago yo por significarme, Dios me libre, sino por aprovechar un poco el tiempo, que de ordinario echo a perros, en algo de provecho para el pueblo que, al fin y al cabo, el mío es. Que un grano no hace granero, Doña Cova, pero ayuda al compañero. Pero a mí, en mi condición modesta, lo que no me gustaría sería verme en conversaciones y menos en boca de las autoridades. Me avergonzaría usted, doña Cova.
-          Bueno, no se lo diré al alcalde. Pero que conste que porque usted me lo pide que, si no, creo que no podría reportarme. Porque obras son amores y no buenas razones y tenga en cuenta que a bien obrar, bien pagar –contestó doña Cova que no quiso quedar por bajo en cosa de refranes.
De sobra sabía el Colás que la estufa venía de una granja ajena y que, visto el poco uso que hacían de ella, pensó que mejor avío haría en la escuela, dando calor a aquellas criaturitas, y así la hurtó, no por egoísmo, sino por un mejor empleo, que lo que poco se usa, poco se valora; y que la leña, acostumbrados como estaban a verle ir al monte al lote del Burraco, la había rebañado a deshoras de lotes ajenos, sin mala intención, tomada al azar, un poco de allí, un poco de allá, con cuidado de no perjudicar a nadie, que la propiedad es sagrada sólo cuando se la echa de menos. Pero, sobre todo, que era muy mala la caridad hecha esperando recompensa. Pues las buenas acciones suelen tenerla en sí mismas, como solía decir don Honorato, el cura.
Y ésta, la recompensa, no tardó en llegar pues, viendo la buena actitud de aquel hombre parado, que no ocioso, no tardaron los maestros en tenerle de recadero y en llamarle para los pequeños arreglos que surgían.
-          Oiga, don Luis, que si hay que arreglar alguna pizarra, en cuanto me lo diga.
-          Oiga, doña Cova, que si acaso provoca un pargülito, más que llamarme.
-          Oiga, don Luis, que si se pone malo un chico yo lo llevo a su casa.
-          Oiga, doña Cova, que ya les traigo yo la correspondencia y se la llevo.
-          Don Luis, usted me manda; doña Cova, a usted me entrego.
Y la familiaridad que engendró aquel roce fue productiva para el Colás, pues los ratos que no andaba ayudando al Jonasín los dedicaba a la maestra y al maestro. Y había que reconocer que le gustaba más atender los mandados de doña Cova y, de tanto como le gustaba, algunas veces se metía, sin mala intención, encimaza.
Sin embargo, las cosas comenzaron a torcerse un poco. El Colás, pasadas las primeras semanas, no parecía caerle ya tan bien a doña Cova.
-          Bueno, ¿y en que paró aquello, es que hubo motivos?
-          Quia. Anda que no le daba yo coba a doña Cova y, pese a todo, comencé a notar que no le caía bien. Y es que era una hembrota de bandera y, se conoce, que de vez en cuando se me iban los ojos, y juro que sólo los ojos, adonde más carne había. Y, claro, la que pasa, que por más cuidao que pongas, hay tías que te leen el pensamiento. Y ella, pues eso, que se lo debía columbrar. Así que doña Cova me rehuía y, lo que es más, me miraba asín como entre altanera y despreciativa y se escurría de mi vista con esos humos de hembra ofendida antes de la ofensa.
Otra cosa era don Luis. Éste no despreciaba ninguno de mis servicios y pronto se aficionó a ellos. Y anda que no era yo perseverativo.
Colás, da cal a las clases. Cal a las clases.
Colás, leña. Pues leña.
Colás, limpia los patios. Los patios como el copón bendito.
Colás, poda las parras. Sí señor, una y la muerta.
Asín que, poco a poco, le convencí de que lo mejor sería limpiar el casetón de los patios y dejarlo de leñera y para los trastos que andaban siempre por medio.
Me dijo que, si lo limpiaba, podría vender al trapero y al chatarrero cuanto de allí sacara y quedarme con lo que me dieran. Y, ¡papo!, qué más quería yo. Allí se acumulaban cacharros, trastos rotos y basura, desde tiempos terremotos, pero en dos semanas lo dejé como la mismísima patena. Y mis buenos duros que me saqué con el trapero y el chatarras y, más aún, con alguna cosa que arregle y limpié y luego le vendí al antigüario. Que lo que algunos no quieren ver, y menos tocar, lo convertía yo en campanitas de plata.
El día que llamé a don Luis para que lo viera, doña Cova no vino porque se iba a misa, es que no se lo creía. Dónde me pondría el tal don Luis, qué vaya casetón que había dejado, que qué persona tan trabajadora. Y tantas cosas buenas dijo de mí que algunos, al oírle, estaban convencidos de que hablaba de otra persona.
Mira que irse a misa y ni echarle un ojo siquiera, qué mujer tan despreciativa. ¡Buah, qué asperura! ¡Y qué sé yo por qué! ¡Figuraciones de ella!

24 mayo 2011

El instante de la libertad


Como se vota cada cierto tiempo,  casi siempre estamos desentrenados y nos acercamos a la urna con mucho cuidadito, con los votos, las gafas y el DNI en la mano. Eso de que te pidan el carnet, a algunos, nos trae malos recuerdos. Así que vamos a votar algo cohibidos porque ya nos han dicho en la campaña que es una invitación que no conviene rechazar. Es más, sostienen muchos, que el que no vota le hace un desprecio a la libertad, algo así como un corte de mangas o una pedorreta que, en algunos países como el nuestro, se tolera sólo de puro demócratas que somos.
He de reconocer que me he pasado la jornada de reflexión, y las previas, promocionando la abstención, el voto en blanco, y el voto nulo y panfletero. O sea, como  quien dice, he andado por ahí haciéndole feos a la libertad que, la tiorra, como estaba tan ocupada haciéndole cucamonas a Rajoy, ni me ha mirado ni ha notado nada. Pero reconozco que no he tenido mucho éxito porque, claro, está visto que eso de abstenerse no es natural para ninguna cosa y, como esto es cada cuatro años, cuando llega, la gente está que se les sale el voto, vamos, que lo tiran; el voto en blanco es negarse a entrar en la batalla, y eso no da ninguna marcha, si fuera siquiera una tarjeta roja como en el fútbol, aún, aún; y el voto nulo, que razona y expresa su propia nulidad, es un testimonio humano y sentido que raramente los miembros de la mesa se entretienen en leer, porque bastante tienen, los pobres, con contar los votos a destajo. Y, a la noche, con los votos escrutados, sólo son las cifras lo que queda de todo y nadie sabe tu cifra a qué parte se sumó y todo lo que sale es cosa de todos sin particularidades ni matices. Otros números, sólo números, y, hasta otra vez.

21 mayo 2011

La madre de los gitanos

-        Que sí, hombre, que sí. Que musotros, los gitanos, se lo juro a usté, no venimus de Adán y Eva. Y ahí está, por más vueltas que le den tos esos enciclupedistas, muestra difiriencia con el resto de los murtales, hombre, que se lo digo yo.
-        Pero, ¿qué me quiere decir usted, tío Aquilino?
-        Pues que muncho antes de que el Adán se arrimara a la Eva, estuvo juntao con una tal Lili y, de ésa, venimos tos los gitanos.
-        ¿Cómo?
-        Pues que el buen Dios castigó con el trabajo y el sudor, ése de la frente, a toda la discendencia del Adán y la Eva por el asunto aquel del arbulito de la fruta prohibida. Uséase por la ambición, ésa mala, que la Eva le metió al Adán: “que por qué no semos como Dios, que tatrevas gachó, que lo tenemus al alcance de la mano, que si tú eres tontolaba, que qué tendrá Dios que musotros no tengamus” y asina a to las horas, machácala Pedro, machácala Juan, y vuelta y dale. Que la Lili, la otra, la morena fetén, lo tenía al Adán engatusao con su grasia y su cuelpo rumboso hasta que llego la Eva y, claro, como era rubia la indina y el otro un pimpipimpó, pues al Adán le dio por cambialse y se la cameló y, la que pasa, la Lili, cuando el otro se las piró, le echó una maldisión que no tardó en cumplilse: “tas ido con la catira esa, pues pa ti serán las olivas, galán. Con tu pan te lo james, y, en que mil años vivas, no vas a tenel tiempo parrepentilte ni tú, ni los de tu simiente.”
-        Y qué me quiere usted decir con eso.
-        Pues que eso del trabajo es cosa de ustedes, los payos, que la estilpe de los gitanos no mereció nunca tal castigo, ni su madre, la Lili, dio motivos pa ello. Que su origen, de vusotros ustedes, empezó por la ambisión y al desastre sus lleva de punta cabeza. Que un calorro de ley piensa en el ahora, en la alegría y en la vida y que, un payo, como descendiente de la catira maldita, no más piensa que en el mañana, en la riquesa y en la codisia. ¡Pero si es vuestro sino, raza de malajes! En que, como sois tan malos y tan perros, encima mus echáis la maldisión vuestra a los gitanos:”que no queremus trabajal, que no queremus trabajal...! Pero si musotros no tenemus ningún publema, si sois vusotros los castigaos.

16 mayo 2011

Deportes de invierno

La vendimia pasó primero, la aceituna después. Y, tras ambas, estaba el Colás a la cuarta pregunta. Pero, como su mente no paraba de maquinar, se arrimó al Jonasín el Burraco porque no podía quitarse de la cabeza lo del bicho. Y también porque los días iban pasando en blanco y sin blanca, pero las ganas de comer perduraban tercas.
El Jonasín tenía tierras, mayormente viñas, y no vivía mal. El Colás, estando mano sobre mano, sólo tenía la escopeta y lo libre. Así que, cara la munición y esquilmada la caza en el término al final de la temporada, empezó a frecuentar al de las viñas.
Lo de la marquesa, visto lo visto, había que dejarlo quieto, al menos, de momento. Desde aquel episodio, el sargento no le miraba igual y el Toledano, sin decirle nada, le sonreía de lado, casi imperceptiblemente, sólo con la comisura de los labios, con un gesto, a la vez, de soberbia y de burla. Le descomponía el guarda cada vez que entraba en la taberna del Fabián con aquel retintín en la mirada.
-        ¡Qué cabrón, si supiera la dimutación que me se pone con esa sonrisilla! ¡Qué hostia le metía!
Pero hacía como si no se diera cuenta y su idea se le quedaba caliente en la sesera y no tuvo nunca una palabra con él.
Al Burraco, estando en antecedentes, le mosqueó al principio el acercamiento del Colás. Pero éste, que sabía muy bien que a fuerza de lamer se saca sangre, no perdía ocasión de hacerse el servicial y, de paso, buscarse alguna ayuda para su pobretura que, por entonces, ya había pasado de intermitente a crónica:
-        Mira, Jonás, que mañana te ayudo, que yo sin hacer na es que me atontolino.
-        Oye, Jonás, que en cuanto empieces la matanza te echo una mano.
-        Mira, Jonás, que estos días te ayudo a cortar el lote de leña en lo del monte.
-        Que mañana estoy en tu casa a descargarla, que pasado para tronzarla y meterla en la leñera.
-        Verás, Jonás, que cuando quieras te acompaño al campo, sin ningún compromiso, pa lo que surja.
-        Toma, Jonás, fúmate un pajandini conmigo. Anda, galán.
-        Jonás, que te ayudo a capar los cochinos, que a mí no ties que pagarme na.
-        Jonás, que si catas las colmenas te ayudo con las artes.
-        Venga, Fabián, ponte un tinto al Jonás. Bebe, galán. No te importe juntarte con los pobres.
-        Jonás, que si limpias los palomares te echo una mano, que es que no sé estarme quieto.
-        Que me llames si las tainas o los palomares o la casa o lo que sea necesitan obra, que, de siempre, tengo buena mano pa la albañilería.
-        Jonás, que si blanqueas la fachada dame un toque.
-        Jonás, como al Señor, a ti me ofrezco. Hágase en mí según tu palabra.
Y, como el Colás era un buen trabajador y de eso nadie tuvo nunca duda, los recelos de Jonasín el Burraco terminaron por desaparecer. Y, como el otro iba a él como el gato al ratón, pues, aparte de invitarle habitualmente en la taberna, unos días le convidaba a merendar, otro le daba unos pichones, otro una carga de leña, otro un plato con un somarro, otro unas criadillas, una frasca de miel y, cuando el trabajo había sobrepasado lo que se consideraba mera ayuda, le arrimaba también unos billetes. Y así, poco a poco, terminó el ratón por sentirse gato.
Un buen día, en cuanto se topó con el Burraco, le dijo con gesto preocupado:
-        ¿Hace mucho que no vas por donde la nogueralino?
-        Ya hace tiempo, ya.
-         Pues te están comiendo los conejos las yemas de las cepas en cuantito quieren asomar, pero sin dejar ni una. ¡Qué devoro te están preparando, la Virgen!
-        ¡No jodas! Y tú cómo lo sabes.
-        Porque casualmente pasé ayer, a ver si había salido alguna seta en los arenales, y en cuanto atravesé por lo tuyo y guipé los escarbaderos me lo colegí.
-        Mañana mismo voy con los bichos, ¿te vienes, Colás?
Se le iluminó la mente al bracero. Pero, taimado como la raposa, disimuló y, en lugar de poner ojos de avidez y de entusiasmo como el cuerpo le pedía, encaró al otro, como con desgana y cara de circunstancias, y sólo dijo:
-        ¿Con los bichos? ¿Es que tienes más de uno?
-        Sí, pero ya te contaré mañana. Al alba en el portón grande de mi casa.
-        Allí estaré.
-        ¡Ah! Y gracias por el aviso.
-        ¡Papo! Estaría bueno que me lo hubiera callado.
Y se fueron cada uno para su casa.
-        Bichos, había dicho bichos el Burraco –se decía el Colás
Y su cabeza urdidora no paraba de cavilar idea tras idea. Al día siguiente, el de las viñas le mostraría sus cartas, porque, de momento, las suyas estaban ocultas y el otro, sin percatarse de su jugada, no le cortó su revesino. Había valido la pena practicar con el Jonasín la corta de leña, las cargas y descargas, los arreglos, las limpiezas, la albañilería y demás deportes de invierno. Ya lo creo. Sí.

15 mayo 2011

Sin complejos

Soy feliz, a quién le cabe duda. Carezco de complejos. Tengo coches potentes, de alta gama, con nombre de mujer, reina de España, y utilitarios para la casa, y un Range Rover para cazar y, como es obligado, yate y velero en puerto de mar.
El trabajar es mi deleite, siempre lo he dicho, que yo al trabajo todo le debo y que, ante él, nunca me arredro. Soy muy humano, soy democrático y dicharachero y, como el rey, voy por ahí sin usar el dinero. ¡Qué ordinariez tocar el cash!
Vivo en palacios con servidumbre, mantenimiento y seguridad. Tengo adosados y pareados, y otros inmuebles desubicados. Y tengo pisos y apartamentos para que inviertan los allegados. Y mis acciones bajan y suben cuando es preciso, que viene a ser  a  mi voluntad.
Y en casa tengo, como mucamas, seis filipinas y dos rumanas y un jardinero que es marroquí. Para los coches tengo un buen chofer, en este caso, de Chamberí.
Y los partidos, sin distinción, siempre se ufanan de mi tutela y de mi tesón. Soy un ser mixto, un hombre entero, muy progresista y conservador. Un ser completo, alguien versátil, un buen amigo y gran asesor, un pilar siempre abierto e indispensable para la camarilla del vencedor.
Y de mis hijos vivo pendiente aunque sufriendo siempre su lejanía, porque los pobres estudian fuera, alternado la instrucción USA con la europea. Y venga másteres aquí y allá que, entre nosotros, no es nada fácil ni agradecido buscar el bien de la Humanidad.
Tengo piscina, gimnasio, pista de tenis, sala de padel y hasta aquaplash, monitor de defensa, asesor físico, dos asistentes y también masajista profesional.
Tener tanto dinero es repugnante, aunque en mi caso, yo no he dejado nunca de ser el de antes. ¡Faltaba más! Porque, en el fondo, soy un hombre sencillo, de gustos simples, un tipo campechano super normal.
Casi todos los días arriesgo por la comida creativa, vaya un tostón, y todo es de diseño y muy vanguardista en el mobiliario de mi mansión. Hay veces que me aburre tanta belleza y le pido a mi chofer que me de una vueltecita por algún barrio como Vallecas. Y es para mí fuente de envidia y de relax el ver cómo disfruta de la vida la gente normal.
Gracias a mi señora, que es liberal, me prodigo en más fiestas de lo normal. Y siendo, como soy, muy paternal, apadrino a más gente de lo habitual.
Y doy trabajo, y soy genial, y todo en mi vida es ideal. Gracias a ello mis pequeños deslices se me perdonan y se da por sentado que, a un hombre tal, no deben censurársele minucias de faldas u olvidos de impuestos o pequeñas querellas que vienen y van y, mucho menos, tocarle las narices por las cosillas de lo fiscal. Porque soy empresario empresarial.
Todos me invitan y me jalean y, a mis espaldas, al yo pasar, escucho con orgullo sus comentarios: "Ahí lo tenéis, no lo parece, pero es un redentor, es casi un mártir. No lo merece la sociedad."

Drifting

Como siempre, en los momentos más inesperados, me tropiezo con él. Esta vez fue hace un par de días, a las cuatro de la tarde, bajando por la Calle Mayor. Como de costumbre, a las horas más extrañas, con el asfalto caliente y el sol dando de pleno. Bajaba renqueante, con el balanceo que sus viejas articulaciones le han puesto a su andar. Le vi de espaldas, caminando delante de mí. Y, como siempre, desde detrás le dije:
-        Colás, que la veo, que la veo.
Se paró en seco pero, esta vez, tuve que quitarme las gafas de sol antes de que dijera lo de siempre al encararme:
-        Papo, Sarvi.
Inevitablemente pregunté:
-        ¿Qué tal estáis?
Pero, viéndole dolerse en el gesto, añadí enseguida:
-        Quiero decir las chicas y tú.
-        Pues bien, Sarvi. Sigo comiendo donde las chicas y luego ceno, duermo y lo demás en mi casa. Mientras el cuerpo aguante seguiremos asín.
Reparé en que llevaba gafas. Era la primera vez que le veía con ellas. Noté que les faltaban uno de los cristales. Y, me dije: “Colás, como siempre, a ramal y media manta por la vida”.
-        ¿Dónde vas?
Y, entonces, se quitó las gafas, me mostró uno de los aros partidos, y me dijo que se le habían roto y que uno de los cristales lo llevaba en el bolsillo y que iba a que le echaran un punto al metal de la montura, en un portal enfrente de lo del Ortiz.
Se ha redondeado un poco, el pelo lo tiene todo blanco y los ojos le irisan ese reflejo nacarado propio de los ancianos.
-        Colás, si vas enfrente de Ortiz, te has pasado de largo. Tienes que dar la vuelta y subir doscientos metros.
-        Papo, Sarvi, pues es verdad. ¿En qué iría yo pensando? Últimamente voy asín, medio a la deriva.
Y nos despedimos en un tris, como siempre. Él, sin embargo, me sonrió y me dio la mano y, con un afecto que en la vida dejó traslucir poco, me dijo:
-        Gracias, Sarvi. Dale saludos a la Paqui.
Y seguí mi camino preguntándome qué me habría llamado la atención del Colás toda mi vida. ¿Qué diría si leyera lo que escribo de él? Por qué se ha quedado en tantas de mis narraciones. Por qué un hombre insignificante ha llenado tantos de mis pliegos. Pero, por otro lado, quién de nosotros no es insignificante. Acaso tenemos historias más importantes que las del Colás. Y, mirando a cuanto me rodeaba, no supe qué contestarme.

09 mayo 2011

A qué carta quedarse


Hay veces, cuando uno contesta a ciertas cartas, que teme desvencijar con la acidez de sus palabras a quien amablemente te escribió. En esos casos, unas veces, se opta por la cortesía y se devuelven letras amables que, sin decir mentira, eluden el profundizar en los asuntos y, bajo una forma bella, nada dicen más que lo evidente; otras veces, uno se lanza a decir lo que piensa, como si hubiera perdido el pudor y no temiera mostrar sus vergüenzas. Es, en el segundo de los casos, cuando sobreviene ese miedo a perder los afectos que se consiguieron con los años o, quién sabe, si tal vez con todos aquellos comentarios morigerados, sensatos y discretos. Y se teme también, no sólo a desacreditarse, sino además a herir a quien uno dirige sus palabras, a hacerle daño, a desnudarle a la fuerza de sus vestiduras mentales al tiempo que tú te has desnudado desvergonzadamente de las tuyas, a demoler sus principios con el escepticismo de tus comentarios, olvidando que todos nos agarramos a algo para seguir viviendo y que, hay momentos, en que preferimos una estructura de mentiras a no tener ninguna en que apoyarnos.
Igual nos pasa cada día, cuando intentamos comentar los comentarios. Que no sabemos a qué carta quedarnos.

08 mayo 2011

El armador

No me digas cuándo fue, no quiero saberlo, pero recuerda que aquél fue tu contrato, tu nacimiento a otra vida. Decidiste, por tu cuenta, el lugar de tu nuevo alumbramiento. Y los hombres que deciden el lugar y el momento son dueños, por primera vez y en delante, de todos sus días.
Aún hoy hay hombres cuya palabra tiene más validez que la moneda. Hombres a la antigua que no alardean de creer en Dios, ni se molestan en renegar de él. Mamaron, desde niños, la falacia de la política y notaron que, al margen de ella, nada podía ocurrirles si pisaban siempre en los lugares adecuados.
Ahora es cuando puedo decirte que matar es sólo otro pecado. No es más grave, hijo, que la mentira o la traición, ni siquiera peor que esos nimios asuntos de faldas. Matar es una cosa tan rutinaria como todas las cosas que habitualmente hacemos. Para la Iglesia, por ejemplo, no es más que otro mandamiento, ni siquiera el primero. E incluso su perdón no requiere otro protocolo que el habitual.
Pero esto nadie lo dice, y el mundo oculta este pecado más que otros. No porque sea menos frecuente, sino porque a nadie interesa su divulgación. Y, curiosamente, descubrirás que quienes más lo practican son los que más dicen abominar de él.
¿Crees que ocurrirían tantos abusos si este pecado, como otros, fuera del dominio y uso público? No, verdad.
Sin embargo, no hace falta que un hombre sea un asesino, basta que los demás lo intuyan para que se guarden. Y, quienes traten con él, sabrán que, aparte de contratos y papeles, y de todas esas cosas que se hacen y deshacen ante los tribunales, los concejos y los gobiernos, tienen con él un acuerdo más profundo. Uno, cuyo incumplimiento, pagarán inexorablemente. Los mismos gobernantes lo pregonan sin pudor: “si quieres la paz prepara la guerra”. ¿No te suena? ¿Acaso es eso predicar la confianza?
Recuerda siempre que, para algunos negocios, la palabra es la única firma posible y ésta ha de atarte más que cualquier vinculación escrita, que cualquier formalidad. La palabra es el poder. El respeto a ella engendra el verdadero poder. Ese poder oculto que es, en verdad, el que gobierna el mundo.
Éste es el compromiso y fundamento de la gente de honor: el respeto a ultranza de la palabra, de los compromisos. Una virtud hoy olvidada, pero fundamental en los negocios y en la vida. Respétala y serás respetado. Ignora estos principios, fíate del pensar moderno, democrático y cívico, y, como mucho, serás un pringado más y, seguramente, un opositor a la ruina, a la desesperación y a la impotencia.
La bondad es admirable, pero no es buena para los negocios porque, sin fundamento, fía en la honradez de los demás y no intimida en caso de incumplimiento. En cierto modo, la bondad es el cáncer del honor, su peor corrosivo, en definitiva, una renuncia a él. Los demás lo intuyen y dejas de ser para ellos digno de respeto. La bondad en los negocios es una debilidad, una confianza estúpida e injustificada. Cultívala sólo para ti, olvídate de ella en los negocios.
Cultiva también tus otros sentimientos. Los sentimientos son buenos y, sin ellos, no serás verdaderamente un hombre. Pero los sentimientos han de ser voluntarios, no deben depender jamás de que los demás te los susciten. Los sentimientos son nuestra propiedad y no al contrario, somos sus administradores, no sus esclavos. Y, de las mujeres, te digo lo mismo.
Fíjate, hijo, que, en definitiva, sólo una cosa pretendo inculcarte: el respeto a ti mismo, sólo el respeto.

06 mayo 2011

El cementerio jardín

Mientras acudía a su última cita con la mamá grande, iba recordando las innumerables veces en que fue a visitarla sin hora y sin aviso. De un modo tranquilo iba repasando los episodios de calma que aquella mujer puso, como hitos, en su vida.
Visualizando interiormente todo aquello, conducía maquinalmente. Le interesaba más el viaje que estaba realizando en su interior que el del coche entre el tráfico de la ciudad.
Después de tres cuartos de hora entre aquella marea de la circulación, llegó a una enésima rotonda cuya última salida era la del cementerio jardín.
En cuanto entró dejó atrás el tumulto del tráfico. Aquel cementerio tenía más extensión que muchos pueblos. Su coche se deslizó por las calles asfaltadas de una urbanización hecha para muertos. Y, según avanzaba por ella, le pareció, en conjunto, mucho más razonable que aquéllas que se hacen para vivos.
No vio a nadie en el trayecto. Sólo había campo, árboles, arbustos, hierbas e hileras de aligustres y arizónicas, estas últimas cada vez más definidas y cuidadas a medida que avanzaba el vehículo hacia el pabellón principal. En la sombreada explanada, frente al único edificio de una planta, encontró cuatro o cinco coches aparcados. Éstos, entre los árboles y en ausencia de todo movimiento, daban la sensación de llevar allí, olvidados, un tiempo indefinido.
Tras apearse, caminó por la explanada sombreada por álamos y pinos y cuarteada por setos. Le llamó la atención el inusual silencio y pensó que aquella calma producía en las personas de ciudad desconfianza e invitaba al silencio, del mismo modo que lo hacía el entrar a una iglesia.
Al llegar a la entrada acristalada, dos hojas de cristal se deslizaron a los lados franqueando el paso. Entró en un recibidor diáfano al que un semicírculo dividía en dos anchos pasillos inundados por la luz de una tarde de bonanza. Ambos pasillos estaban también desiertos. Al azar tomó el de la izquierda y, con la vista, fue buscando un nombre a la entrada de las salas de los velatorios. Pero sólo encontró a las puertas de ellas unas tarjetas con  una publicidad que le pareció estática, pasiva, carente del agresivo colorido que suele tener ésta. Pensó que aquella entidad no tenía que molestarse en atraer clientes, que le bastaba con esperarlos.
Casi al final, en la penúltima sala, notó de lejos una estructura y una grafía diferente en la tarjeta blanca adosada a la entrada. A medida que se acercó adivinó primero y luego leyó cada vez con mayor nitidez, como si un oculista le fuera cambiando de lentes, el nombre de la mamá grande.
A medida que el nombre se iba definiendo se acercó con más rapidez, avivando inconscientemente el paso, hasta llegar a la puerta. Conocía perfectamente el nombre, pero al verlo escrito allí lo miró vacilante. Titubeó por unos instantes. Era la primera vez que la iba a ver muerta. Y se sorprendió de la cándida simplicidad de su pensamiento. Y reparó que a los muertos, en puridad, sólo se les puede ver una vez y, llamándose idiota en su interior, se preguntó si la muerte de los seres amados era capaz de enajenarle como a un tonto de baba.
Reparó, en ese instante, en que no había venido solo. Y, para concederse unos instantes y recobrar las riendas de sí mismo, abrió la puerta y cedió el paso a sus acompañantes. Entró tras ellas.
Dentro están dos hijas de la muerta. Las recién llegadas las besan y les dicen cosas con murmullos, porque el primer gesto de pésame ha de ser apenas murmurado para parecer creíble, luego ya vendrán otros tonos, otras palabras relativas al mundo y hasta imprevistas risas si se tercia. Él no sabe qué decir y, cuando le llega el turno, las abraza en silencio. Hace bien en no decir nada, porque una de ellas le musita, confidencialmene, con la voz quebrada:
-Todo lo que nos contaste no ha salido de nosotras, como te prometimos.
Y él, que no sabe a qué se refieren, ni identifica qué secretos contó, ni a quién, ni en qué momento de su vida, se calla. La última que le abraza, le coge de las manos. Él queda, por un instante, en suspenso y retira las manos lentamente volviendo la mirada. Se gira suavemente y se aproxima a la mampara de cristal, a la ventana de ese escaparate, que separa a los vivos de la muerta. Se queda fijo en ella unos instantes. Y ve que la mamá grande se parece también a los otros muertos, que ni siquiera ella ha podido evadirse del parecido final. Y piensa si lo que siempre ha pensado: que de viejos nos parecemos a nuestros viejos, no se sublima al morir y, en ese instante, damos un paso más y todos nos parecemos a todos los demás.
No aguanta mucho. Y, cuando se vuelve, las hijas quieren rememorar detalles intimistas, familiares, pero no puede ser porque, entonces, entran unos desconocidos y las besan, y les dan el pésame, y comienza la rigurosa y lúgubre letanía de las frases rituales:
-Ha terminado de sufrir.
Ora pro nobis.
-Parece que está dormida.
Ora pro nobis.
-Menos mal que tuvo una muerte dulce.
Ora pro nobis.
-Me han dicho que no sufrió.
Ora pro nobis.
-Más no habéis podido hacer por ella.
Ora pro nobis.
-Bien tranquilas podéis estar.
Ora pro nobis.
-Qué buena era.
Ora pro nobis.
-Parece que está dormida.
Ora pro nobis.
-Lo que habéis perdido.
Ora pro nobis.
-No os dejéis llevar por el dolor.
Ora pro nobis.
-Así es la vida.
Ora pro nobis, ora pro nobis y ora pro nobis.
Y una de las hijas, buscando un escape, se dirige a él:
-Los hombres se han salido fuera, para despejarse un poco.
Interpreta que quiere que vaya en busca de ellos por eso de que, en los ritos, se vuelve inconscientemente a lo ancestral, y, por sexos, han de hacerse de modos distintos. Y, si distintos somos en la vida, distinta debe ser nuestra forma de lamentar la muerte.
Pero no, él está equivocado, porque ella sale con él. Le halaga haberle servido de excusa para huir de aquel jardín monocorde de frases hechas. Cuando están fuera ella le dice:
-Ya estoy igual que tú.
Y por la evidencia de esta frase, que concuerda con las demás frases manidas, se da cuenta de que, en estos casos, nadie quiere que hables, sólo que escuches. Y ella narra cómo sucedió la muerte, como si la muerte fuera sólo el último instante de la vida. Y, haciéndolo, se echa a llorar. Él cree que su papel en ese momento es abrazarla, pero no lo hace. Y, justo entonces, ella ve que los hombres vuelven al edificio caminando lentamente por los jardines, como si fueran, por una vez, gente antigua, sin prisa.
- Mira, ahí están.
Son los maridos y los hermanos. Él sale a su encuentro y los abraza. Pero tampoco dice  nada. El hijo mayor le pregunta:
-¿Cómo estás?
-Mal.
Y siguen su camino hacia adentro, pues ven que la gente va llegando y hay que atenderla. Sólo el hijo menor remolonea y se queda con él, a las puertas del edificio y frente a los jardines. Contemplan en silencio una pradera de césped medio asilvestrado con un estanque artificial donde los patos nadan apaciblemente. Los grupos de chopos, como caídos por azar aquí y allá, rompen el horizonte ondulado de la hierba. Y, cuando iba a hablar, para decirle a su hijo cosas de la mamá grande, de lo que ella había sido para él, de lo importante que había sido en su vida, de las razones por las que adoraba a aquella mujer, el hijo dijo:
-¿Te das cuenta de lo apacible que es este lugar? ¿Has visto que está lleno de conejos? Fíjate que no hacen más que pasar cigüeñas con ramas en el pico. Mira, aquello son torcaces. En el estanque hay algunos patos cebados, pero también los hay silvestres. Y hasta he observado algunas pequeñas rapaces sobrevolando el lugar de cuando en cuando.
- Sí, es mucho mejor que los tanatorios de Madrid.
- Ni punto de comparación con el de la M-30.
Y, de nuevo en silencio, se ponen a pasear por la pradera. El hijo comenzó a hablarle de sus padres con palabras que le sorprendieron, con una versión que en poco coincidía con la suya. Pero, nuevamente, comprendió que lo que se esperaba de él era que escuchara. Y escuchó. Porque enseguida recordó que el protagonista de un velatorio no es el muerto.
Dejó que el hijo se explayara pero, en su empeño por hablar, iba a decir algo, cuando llegaron nuevos familiares. Y sus palabras, por educación, fueron sustituidas por el ritual de los saludos. Y el pequeño grupo que se había formado en la pradera regresó dentro.
Gentes desconocidas se le acercaron y le saludaron con familiaridad, llamándole por su nombre.
-¡Glub!
-Pero, ¿no me conoces? Soy Celina, la hija de Pepe y de Celia.
-Claro que sí. Disculpa, es que ni me había fijado.
-Pues tú eres igualito que tu padre.
-Bueno, pues gracias. Supongo que es lo suyo.
-¿Qué dices, Celina? Lo que es, es clavadito a su madre.
-En cualquier caso, parece cosa natural, ¿no?
-Pero, Celina, por favor, su padre era mucho más delgado, menudo tipazo.
-Anda que su madre, con lo proporcionadita que era de cara y lo chatica de nariz, no sé donde tienes tú lo ojos.
-Bueno, pues me alegro mucho de veros después de tantos años.
Y, deambulando por las amplias dependencias, se decía: y yo que había venido para despedirme de ella, para decirle a alguien que era la persona más buena que en mi vida he conocido, para decirle, al menos a alguno, que yo la quería.
Fue entonces cuando el hijo mayor, amablemente, le tomó del brazo. Y, creyendo que su oportunidad era llegada, comenzó a decirle:
- Hay algunas cosas que tú no sabes de tu madre…
-Una cosa quiero decirte, y parece mentira que haya escogido este momento en que mi madre está de cuerpo presente.
-Tú dirás.
-Durante mucho tiempo sentí hacia ti una envidia. Una envidia sana. He tardado mucho tiempo en digerir el que tuvieras aquella relación con mi padre que yo nunca alcancé y que tanto deseé.
Aterrado por el desasosiego que le producían las envidias sanas, escuchó una disertación sentimental, un discurso imparable, una confesión amable y afectuosa hacia él, que enmascaraba el más oscuro de los resentimientos hacia un padre impositivo y áspero, hacia un tirano. Y la escuchó impertérrito, con el alma sombría, y se calló. Porque otra vez comprendió que se le requería para escuchar, no para hablar. Pero, desafortunadamente para aquel hombre, lanzado y arrastrado ya en aquel torrente de sinceridades, hubo de interrumpirlas porque llegaron nuevos familiares y amigos. Y no pudo desprenderse totalmente de la angustia que en algún punto de su ser tenía retenida desde hacía muchos años.
-Te acompaño en el sentimiento.
-Es ley de vida, hijo.
-Todos sabemos que tiene que llegar, pero a nadie nos pilla bien.
-Una madre, tenga los años que tenga, siempre es una madre.
-Habéis hecho todo lo humanamente posible. Bien tranquilos podéis estar.
-Bien acompañada la habéis tenido.
-Dios, al final, se ha acordado de ella.
-¡Qué rica gloria!
-Pero, al fin y al cabo, ha vivido una vida. Por fortuna, su muerte no ha sido prematura.
-Ya firmaba yo por los noventa pasados de la tía.
-Sí, quién los pillara.
-Gracias, gracias –decía el hijo mansamente.
Para entonces ya se había despistado, se había escabullido de los corros, y salió de nuevo al césped, caminó entre los parterres, llegó al columbario y deambulaba entre nichos y jardines cuidados con esmero. Con ese silencio que no es voluntario, sino consecuencia del no saber qué decir, se le unieron las dos mujeres con que llegó, ambas huidas del crisol de exclamaciones acuñadas. Fue entonces cuando lo vieron. Era un hombre tumbado transversalmente sobre una tumba con sus flores y sus orlas. Dormía con los pies cruzados y las manos ligeramente en el aire, sobre el pecho pero sin tocarlo, como si levitaran.
-¿Estará llorando amarga y desesperadamente la muerte de un ser amado?
-¿Habrá sufrido un desmayo en sus oraciones ante la tumba?
-¿Querría dejarse llevar con el difunto hacia las fronteras inciertas del silencio?
-Sí, de ese silencio frío del que nunca se vuelve. Tal vez sea un ser desolado, un pozo de dolor.
-Parece que respira. Y también se rebulle.
-¿Y si le ocurre algo?
-Algo, ¿te parece poco?
-Quiero decir de salud, imbécil.
En aquéllas estaban cuando toparon con dos hombres mayores, desconocidos pero del mismo velatorio.
-Miren, hay aquí mismo un hombre tirado o, según se considere, postrado sobre una tumba.
-A ver, a ver. No nos pase la del samaritano. Puede que necesite ayuda.
Y, con mucha prevención, se acercaron los cinco al yacente.
-Oiga, oiga, qué hace ahí.
Como, pese a las reiteradas voces, no hubo respuesta, le tocaron:
-¿Le pasa a usted algo?
-Uh, ah, ag, no. Nada, nada. Estoy bien –contestó con los ojos de un náufrago de sueños.
-Bueno pues, entonces, usted perdone.
-Joder, menudo colocón. Ése va puesto hasta las cejas.
-O drogado, vete tú a saber. Menudo ciego lleva.
-Pues vaya sitio que ha venido a buscarse.
-Vivir para ver.
-Oye, fíjate qué sitio tan sombreado para una sepultura.
-Ya, pero en invierno tiene que ser muy frío.
-Sí, pero, ¿y en verano? Menudo fresquito.
Cuando los dos viejos se alejaron en una bifurcación, entre los cuidados parterres, los tres se encaminaron a la gerencia del cementerio jardín.
-Oiga que ahí arriba, siguiendo el camino que va a los columbarios hay un hombre tumbado en una tumba.
-¿En una tumba tumbado? ¿Tumbado? ¿Tumbado en una tumba?
-Pues sí.
Y volvieron al pasillo de los velatorios. En ese momento una mujer mayor, demacrada, vacilante, que parecía querer reclamar más atención que las cigüeñas, y que los conejos, y que las torcaces, y que los patos domésticos y salvajes, y que el entorno primaveral del cementerio jardín y que los mismos deudos, exclamó, avanzando pasillo adelante:
-¡Quiero besarla! ¡Quiero besarla por última vez! ¡No me voy sin besarla!
-Bésala, sí. Bésala que, hace un momento, aún estaba caliente.
Y, por un momento, temió que la concurrencia reaccionara solidariamente y gritaran al unísono: ¡Que la bese! ¡Que la bese! Pero todos guardaron la compostura.
Al rato apareció más tranquila.
-Lo he conseguido. Me han abierto la puerta. Han tenido que bajar el catafalco porque no llegaba, pero lo he conseguido: la he besado.
Lentamente comienzan las despedidas porque la tarde va cayendo y porque la gente se cansa.
-Mañana no podremos ir al entierro, ya sabes lo que son hoy en día los trabajos.
-Oye, lo que necesitéis. No tenéis más que llamarme. Ya lo sabéis.
-Mi hermana no ha podido venir, pero que sepáis que lo ha sentido enormemente.
-Si podemos, iremos a la iglesia, pero ya veremos.
-Gracielita no ha venido porque está en Cancún, pero ya sabéis lo mucho que la apreciaba.
-Haré lo que pueda para asistir mañana, al menos, a la inhumación.
-Iría mañana, pero ya sabéis como tengo a mi madre.
-Con buenas ganas se ha quedado de venir mi padre, pero ya sabes lo limitado de movimientos que está.
-El pobre Ginés se demenció, por eso no ha venido el pobrecillo. No sé si lo sabíais.
-Hijos, llevadlo con paciencia, que por ahí hemos pasado todos.
-Fue fácil quererla pero olvidarla va a ser imposible.
-¿A qué hora es el funeral?
-Un abrazo, en espíritu estaré con vosotros.
-Sufro mucho en estos casos pero, tratándose de vuestra madre, no he podido dejar de venir.
-Ya sabéis, pese a los años, seguimos siendo los de siempre.
-Ella ya ha terminado de sufrir, el dolor es ahora para vosotros, hijos.
-Afortunadamente vuestra madre había terminado su tarea, era una vida hecha.
-Sí, pero los viejos son garantes de la unión de las familias. Seguid como si ella estuviera viva.
-Ya sabéis, hijos, es ley de vida.
-Para esto hemos nacido.
-Todo en la vida tiene un ciclo que, fatalmente, hemos de recorrer.
-Todo tiene un principio y un fin. El fin es imprevisto pero, el de vuestra madre, ha sido un fin de ciclo, una consumación. Aceptadlo como ley de vida. No hay más remedio.
-Por fortuna vuestra madre ha recorrido la pendiente de una vejez, sintiéndose amada, querida y respetada. Y ha culminado su vida como muchos hubieran deseado. Bien alta podéis tener la cabeza.
-La muerte siempre es inoportuna, digamos lo que digamos. ¿Verdad hijo?
-Hoy ha muerto pero, hasta que no pasé un tiempo, no notaréis lo que habéis perdido.
-¿Qué quieres que te diga? Dame un abrazo.
-Descansad, hijos, que bien merecido lo tenéis.
-Que nos volvamos a ver pronto, pero en otras circunstancias.
-Amparito ya le ha encargado una misa en Barcelona.
-Estoy fatal de la ciática pero por tu madre hubiera venido a rastras.
- …
Y los aludidos sólo aciertan a decir gracias a unos y a otros, a poner las mejillas, a aceptar los abrazos, a dejarse palmear lomos y espaldas, a estrechar manos, a recibir cariñosos cogotazos en la nuca, cómplices apretones en los brazos, a devolver guiños, a responder a los adioses con la mano…
Cuando dejó, con las primeras sombras de la noche, el recinto calmo del cementerio jardín, se fue como vino, si acaso más triste. Pensó que el último homenaje a la mamá grande se había disuelto en las frases de siempre, en la cruel nimiedad que da la muerte a las vidas ejemplares. Y le dolió ver tapada de inmediato la memoria de aquella mujer, antes que por la tierra y el olvido, por aquella absurda sabiduría de lo evidente, por aquel vacío de la palabrería corrosiva y vana. Y sintió mucho no haber podido hablar con nadie de lo grande que fue aquella mujer y, sin embargo, haber tenido que escuchar tantas tonterías. Y le dio pena que la ley de la vida fuera aquella. Sí.