Eran los años de la transición. Aquellos años en que todo parecía posible. El país entero, no es que pareciese, es que estaba en ebullición. El progreso nos parecía irrefrenable y su velocidad de implantación uniformemente acelerada. No habíamos conocido tantos cambios en tan poco tiempo. Sólo una reacción salvaje del ejército o de la extrema derecha podía dar al traste con todo y devolvernos a la tristeza de los años en blanco y negro de la dictadura, a la monotonía del día a día sin cambios, a los mismos razonamientos impuestos de siempre, al mismo credo grabado en el granito del Valle de los Caídos, en los muros de la iglesias y en el de los cementerios.
Algunos creíamos de veras que el progreso, el cambio acelerado, no iba a terminar nunca y nos preguntábamos, si esto era así entonces, ¿cómo sería dentro de algunos años?
En los puestos de trabajo la gente sabía que hacía algo más que trabajar, que también cada uno estaba contribuyendo con su trabajo a los rápidos cambios. Parecía que España era un proyecto común y querido, por primera vez en muchos años, por una inmensa mayoría de ciudadanos, porque ya éramos ciudadanos y no súbditos.
Paulatinamente, en pocos años, las aguas se fueron remansando, enseguida los partidos políticos comenzaron a hacerse con el poder y a intentar controlar todo. Determinados proyectos se suprimieron o se hicieron fracasar bien porque no habían salido de las mentes que mandaban o bien porque no les interesaban. Otras veces simplemente se sustituía al promotor o coordinador de una idea nueva por otra persona de más confianza política, como si los proyectos innovadores pudieran salir adelante guiados por alguien que ni los conocía, ni le interesaban, ni creía en ellos. Así que ante la visita de uno de estos gerentes impuestos, recuerdo que alguien puso un cartel de gran tamaño, hecho primorosamente, como recepción al nuevo jefe. Estaba ostentosamente colocado en la pared más grande de las oficinas que el designado de confianza tenía que atravesar. Decía así, en plan lema, como si no se dirigiera a nadie: “Para hundir un buen proyecto no son suficientes mil enemigos, basta un solo incapaz dirigiéndolo.”
Así que, al menos, le quedó claro que todos sabíamos ya a qué venía. Habíamos comenzado a dejar de ser ingenuos.
Algunos creíamos de veras que el progreso, el cambio acelerado, no iba a terminar nunca y nos preguntábamos, si esto era así entonces, ¿cómo sería dentro de algunos años?
En los puestos de trabajo la gente sabía que hacía algo más que trabajar, que también cada uno estaba contribuyendo con su trabajo a los rápidos cambios. Parecía que España era un proyecto común y querido, por primera vez en muchos años, por una inmensa mayoría de ciudadanos, porque ya éramos ciudadanos y no súbditos.
Paulatinamente, en pocos años, las aguas se fueron remansando, enseguida los partidos políticos comenzaron a hacerse con el poder y a intentar controlar todo. Determinados proyectos se suprimieron o se hicieron fracasar bien porque no habían salido de las mentes que mandaban o bien porque no les interesaban. Otras veces simplemente se sustituía al promotor o coordinador de una idea nueva por otra persona de más confianza política, como si los proyectos innovadores pudieran salir adelante guiados por alguien que ni los conocía, ni le interesaban, ni creía en ellos. Así que ante la visita de uno de estos gerentes impuestos, recuerdo que alguien puso un cartel de gran tamaño, hecho primorosamente, como recepción al nuevo jefe. Estaba ostentosamente colocado en la pared más grande de las oficinas que el designado de confianza tenía que atravesar. Decía así, en plan lema, como si no se dirigiera a nadie: “Para hundir un buen proyecto no son suficientes mil enemigos, basta un solo incapaz dirigiéndolo.”
Así que, al menos, le quedó claro que todos sabíamos ya a qué venía. Habíamos comenzado a dejar de ser ingenuos.
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