31 diciembre 2014

Un rato por Madrid

Existen costumbres que se pegan a la piel como lentigos y se pronuncian como las arrugas, más cada año que pasa. De vez en cuando acomete el ansia por recorrer, una vez más, las viejas urdimbres de la propia memoria. Y, entonces,  a uno, como otras veces, le da por irse a deambular por Madrid.
La mirada, esa mirada individual capaz de ver el tiempo, empieza a bifurcarse apenas uno sube al tren de cercanías que ha de llevarle a la Estación de Atocha.
Mira, con un ojo extraviado, al recuerdo de la primera vez. Y le cae al viajero el manto dulce encima de la emoción simple de niño, cuando un pariente le llevó a Madrid en tren.
- No saques la cabeza por la ventanilla, que se te van a meter carbonillas en los ojos.
Y el viajero novel, obediente y dócilmente atrapado por la magia del monstruo de vapor, se sentaba en el banco de madera del vagón con la nariz pegada al cristal, y con el aliento contenido, para que la atención no se le disipase ni un segundo.
Ahora, mira con el otro ojo, el que tiene ya una lente graduada por los años, desfilar el paisaje viejuno, hoy tan desdibujado. Nuevas estaciones, incluso nuevos pueblos nacidos de centros comerciales, muchas urbanizaciones, pocos eriales, cientos de empresas, miles de obras y una sucesión interminable de pintadas que no dejan libre un palmo de hormigón en el camino. Signos voraces de otro tiempo que aturden y abruman al viajero.
Y, sin embargo, todos esos grises estímulos de hoy, repetitivos, planos, e incluso tan tecnológicos como útiles, no pueden con el recuerdo poderoso, sorprendente, claro, polícromo y vivaz de aquella virginal primera vez.
La Estación de Atocha era entonces la boca de entrada de Madrid. Para el viajero indolente, que abomina del coche y sólo va a Madrid por añoranza, lo sigue siendo. Y, nada más llegar, se apercibe desde ella del aliento de la ciudad, que no es puro, que es una mezcla intemporal, algo así como un tufo que se percibe muy bien en las grandes estaciones. El abigarramiento de cosas y personas da, bajo las grandes carpas metálicas y acristaladas de Atocha, un anticipo inquietante de lo que la ciudad puede ofrecerte. De lo que, quizás, todas las grandes ciudades, satinadas de historia, pueden ofrecer: el hálito del lobo joven y la quimera de la leyenda vieja. La mezcla del fedor de siempre, de los olores cotidianos, de los aromas más inesperados e, incluso, de los perfumes irrepetibles y fugaces, casi imaginados.
El hogaño es una fiera que persigue al antaño sin piedad y se apodera  de los jóvenes sobre los que, desprevenidos de pasado, siempre reina. Pero fenómeno contrario acontece en los viejos, en cuyas almas el antaño se atrinchera y se defiende con toda la venenosa saña del recuerdo. Antaño y hogaño, murgaños ponzoñosos que se odian y que, con desequilibrantes resultados, se devoran mutuamente sin parar, sin darse descanso, en las almas cándidas de los seres humanos, siempre desprevenidos ante el tiempo.
Pega el sol en la Glorieta de Atocha y los negros, desparramados en su semicírculo, ofrecen baratijas y discos en sus mantas. Alguien da el queo y, a grandes zancadas, cuando no corriendo, todos desaparecen veloces con sus hatillos a la espalda. Correr en África, correr en las fronteras, correr en Madrid, correr siempre… Efectiva debió ser la maldición con que Noé postergó a los camitas, que, por lo que se ve, aún no ha prescrito. Ni trazas lleva.
Los bares antiguos de la esquina de la calle de Atocha han desaparecido o cambiado de nombre y, ahora, pertenecen a cadenas que, como en el textil, tampoco faltan en la hostelería. Y hasta las churrerías pertenecen a cadenas y sus masas para churros y porras son ya masificadas. Las franquicias triunfan por doquier como modernas prelaturas de los anónimos pontífices de la economía. Amén.
¿Cuántos años hará? Siempre aparezco en el mismo lugar. Una pensión antigua de un asturiano que está en la calle Atocha, esquina con Santa Ana. Una reliquia de cuando toda la calle estaba llena de pensiones y restaurantes económicos para atender a la demanda de todos los que venían a Madrid a sus pequeños trapicheos o gestiones. Cuarto piso y escaleras estrechas y empinadas de madera.
-Ya podías poner ascensor.
-No jodas. Pero si por estas escaleras las manolas les tiraban agua hirviendo a los gabachos. Si toco la estructura de la casa se raja por los cuatro costaos.
Dejo el poco equipaje. Subo perezosamente por la calle Atocha. Llego a la pequeña plaza de Antón Martín y por la calle de la Madalena me voy a Tirso de Molina. La plaza triangular alberga a otra pequeña tribu de saltimbanquis, malabaristas y vagabundos de guitarra, caja de vino y perros. Piden, pero sin mucho interés. Están contentos y a lo suyo. Ríen y bromean y yo me hago la ilusión de que tal vez pertenezcan a una ONG subvencionada para el disfrute de transeúntes y desocupados.
Es hora de comer. Recuerdo que en la plaza, sobre un bar, hay un buen restaurante: el Asador El Frontón. Pero, al levantar la vista, veo que ahora se llama Aritmendi. Malo. Los cambios de dueño, en la hostelería acreditada, raramente son para mejor.
Las chistorras, bien; las anchoas, bien; el rape, de primera, pero una ensalada que llaman, creativamente, de la selva, con adición de inciertos despojos rebozados, caramelizados y crujientes, es para decretar prisión sin fianza al cocinero.
Me llama la atención la carta, como me la va a llamar en los demás restaurantes que visitaré. Está en castellano, debajo subtitulada en ruso y, más abajo, vuelta a subtitular en inglés. No cabe duda, está volviendo a España el oro de Moscú.
Tras comer, doy un paseo. Subo a la plaza de Jacinto Benavente. Las viejas prostitutas ajadas que, no sé la razón, suelan guardar las esquinas de esta plaza, siguen en sus puestos como veteranas centinelas prestas al servicio. Siempre fieles.
Sigo por la calle de la Bolsa y me percato de que El Viejo Madrid, una taberna castiza con organillero vestido de chulapo, ha desaparecido y, ahora, es una tasca más, que se llama Olé. Son pequeños detalles que uno va echando en falta.
Llego a la plaza de la Santa Cruz y a la de la Provincia. Siempre me agrada el aspecto vetusto, pesado del Ministerio de Asuntos Exteriores y el dintel de su puerta principal con alguna dovela descentrada. Fue cárcel y del Palacio de Santa Cruz, hoy ministerio, algunos salieron para ser ejecutados públicamente en la plaza Mayor. Hoy, toda esta zona centro de Madrid, es lugar de turismo y jolgorio, pero imagino que en siglo XVII debía imponer lo suyo la severidad del paraje, desde el que se dirigía en gran parte el destino del mundo. Y es que, a veces, cuando uno camina despreocupadamente por ciertos lugares, no puede evitar contagiarse del miedo que esas piedras inspiraron en su día. Y hablo, en conjunto, de esa zona que galanamente mostramos al turismo como el Madrid de los Austrias.
No entro a la plaza Mayor pues está atiborrada de gente, de puestos navideños, de mimos disfrazados de estatuas, de estridencias. Y huyo, de tanto bullicio, hacia la plaza del Ángel y la de Santa Ana.
Pese al frío, hay terraza. En cada silla uno tiene una pequeña manta y, sobre ellas, reflectores eléctricos de calor. Sé que sentarse en cualquier terraza de la zona centro es amonarse para que los pedigüeños le tengan a uno a tiro fijo. Pero lo entiendo porque hasta los pájaros tienen que vivir.
No me equivoco y enseguida van viniendo. Ya se dirigen a los de la terraza directamente en inglés. El nivel cultural de este personal, entre artesano, vendedor, fingidor, mendicante y sempiternamente buscavidas, ha mejorado mucho. Parece que la vida de calle es más efectiva para el aprendizaje de otras lenguas que las denostadas leyes educativas del gobierno. Pero claro, tampoco es cuestión de que se incluyan, en el currículum de la enseñanza primaria, varias horas a la semana de mendicidad, venta de baratijas o de flores. Aunque es mejor no dar ideas.
De vuelta a la pensión, bajé la calle de las Huertas, testigo de bonitas juergas trasnochadoras de años más mozos. Y por la calle del León regresé a la de Atocha. Subí los tramos de escaleras, deleitándome en el crujir de la madera. El asturiano me abrió la habitación y, tras echarme en la cama, pensé en Madrid de mil maneras:
Madrid morada muda, mansión mínima, mojarrilla menuda, manceba mentirosa, mansa monjita mística, maciza mantenida, madama manejable, morita misteriosa, mulata miracielos, melosa morenita, modelo mondacimas, meretriz madurita, muchacha mimosa, multirracial, mestiza, madrastra mustia, memita marchosilla, mendiga macilenta, mendaz mosquita muerta, matrona, morosa, mímica, maliciosa, mariposa maligna, maja mohína, magma malévolo. Mantienes mil malhadadas musas. Madrid, madre molestadora, mezquina muela mezcladora, mafiosa mascarada, monumental majada, ministerial mejunje, moldura metropolitana, madriguera manchega, mondo marjal, museo marchito, mera mensajería marginal, momio municipal, metálico madroño, matonería mermada, morbosos monises, manicomio móvil, monederillo mercantil, mecenas misantrópico, murga macarra. Mantienes, Madrid, mil malos modos. Me mareas. Me machacas. Madrid, mala madrastra.
Y, al despertarme, pensé: tal vez vine sólo a Madrid a echarme una siesta en la vieja pensión del asturiano.

26 diciembre 2014

Mi regalo de Navidad fue un petirrojo

Oí una vez que en los países del norte de Europa, de donde emigran los petirrojos que en invierno vemos en España, estos pájaros suelen entrar en las casas. También mi interlocutor, al que tengo totalmente olvidado, me dijo que incluso juegan con los niños, los perros y  los gatos y hasta se dejan alimentar en la mano. Pero esto era sólo una idea que andaba tan perdida en mi cabeza como lo está el autor de aquel curioso comentario. Además, siendo sincero, ni siquiera le creí, aunque tampoco me molesté en contradecirle.
El día de Navidad, pese a la trasnochada y los excesos de la cena de Nochebuena, salí de caza. Al menos, quemaría parcialmente el aluvión calórico de guisos, vinos, cavas y turrones.
Había cuatro grados bajo cero al amanecer pero no hacía viento y el anticiclón de invierno entibió enseguida el día claro y luminoso. Las perras gozaban con el día y yo también. Hasta tal punto que, ellas correteando como locas, y yo caminando relajado, íbamos los tres por el monte tan alegres. El placer del sol de invierno inundando la fría, quieta y seca atmósfera llegó un momento que, yo creo, que nos hizo olvidar hasta que el día era de caza.
No quise sujetar ese mañana a la braca. Así que la poderosa y atlética perra iba muy por encima, adelantada y nerviosa como siempre, en aquella gran ladera solana. El edredón amigo del tibio sol de invierno, bajo el inmenso azul sin una nube, nos arropaba a animales y tierras como si lo manejara la mano de una madre.
Al buscar con la vista a la menuda Tiqui, la vi quieta, inmóvil, con el hocico pegado al suelo unos metros arriba. Me previne, pero la perra no variaba de posición. Subí, sin quitarle el ojo, y me acerqué lentamente a ella. Llegué a su lado con el aliento contenido y los sentidos alertas ante el inminente salto del conejo o la liebre. Pero no hubo nada, ni la perrilla cambió de posición. La azucé, pero no se movió.
Reparé entonces en que justo a un dedo de su hocico había un pajarillo inmóvil. Estaba en pie con todas sus plumillas esponjadas, absorbiendo el radiante calor del sol en la ladera. Era un petirrojo. La primera impresión, ante la actitud de los dos animales, ambos quietos, fue pensar que el pájaro estaba mantudo, enfermo, quizás muriéndose y que, la perra, tan pronto como hiciera un movimiento lo cogería por instinto.
Seguramente estaba asistiendo al fin de un animal que moría de muerte natural, como tantos mueren en el anonimato de la Naturaleza. Pensé qué extraña casualidad me estaba haciendo testigo de aquello.
Me alejé unos metros y llamé a la Tiqui.  Si el pajarillo se estaba muriendo, sería mejor dejarle que acabara en paz. Obediente, vino la perra a mi lado sin tocar al pájaro, como si hubiese entendido mis pensamientos. El petirrojo siguió tomando el último sol que le quedaba. Me agaché y le hice un par de fotos, deduciendo que sólo la proximidad de la muerte me permitía tanta cercanía a un pájaro salvaje.
La perra volvió a mi lado y, al verme interesado con el pajarillo, lo cogió sin más. Al instante, temí que lo hubiera matado, acostumbrada, como está, a morder sañudamente la caza. Pero, para mi sorpresa, la Tiqui lo había tomado del suelo con tanta rapidez como delicadeza y me lo ofrecía vivo en su hociquillo, como si fuera un obsequio cariñoso. Esto es que el pajarillo está tan débil ya, que no puede volar, me dije. O, tal vez, esté llegando a su final porque se ha roto un ala.
-        Déjalo, Tiqui –dije.
La perrilla me miró un instante y luego lo soltó.
Para mi nueva sorpresa el petirrojo salió volando. La Tiqui lo siguió. Perrilla y petirrojo pasaron un rato jugando de un espino a otro, hasta que el pelirrojo se cansó, dio un vuelo largo y cruzó a otra ladera. Al petirrojo no le pasaba nada.
La razón por la que perra y pájaro actuaron así, no la comprendo. O, tal vez, sea algo tan portentoso que no me atrevo a intentar comprenderlo.
Por primera vez he recibido un verdadero e insólito regalo de Navidad.

12 diciembre 2014

Cazador de caminos

Me separé de la carretera. Conduje los más de cinco kilómetros, de camino de tierra, que me llevaban a la zona designada de la finca. Los tres últimos fueron ya dentro del coto.
El bonito camino invitaba a cazar nada más entrar en sus límites. Reprimí las ganas de dejar el coche, en algún erial, y ponerme a seguir a pie, a la aventura, escopeta en mano. Pero no lo hice, porque antaño era una burla, siempre denigrante, que a uno le llamaran cazador de caminos. Y también porque, quien me invitó, me dijo que cazara en el Morengo, sólo en el Morengo. Lo dejó muy claro.
Como ya había estado alguna vez en el lugar, decidí seguir la pista, por el buen firme de cascajo con pocas señales de sonruedos, hasta acercarme cuanto pude al paraje indicado.
Este lugar toma el nombre de su monte dominante. El Morengo es un cerro grande que desde abajo impresiona por su belleza. Los terrenos de cultivo, hasta su ápice, se alternan con repisas de monte bajo y cabezos. Y, visto en conjunto, es una mole ovoide y escalonada con grandes bancales alternativos y superpuestos: los unos, ocres de cultivos; algunos pocos, amarillentos de barbechera en rastrojos y, otros más, verdes de monte bajo. Cualquier cazador de perdices se relamería ante una expectativa como la que esta orografía proporciona.
Pero no quería engañarme. Cuando te invitan a un sitio como éste, te demuestran aprecio y es de agradecer. Sin embargo, me constaba que lo habían machacado en los dos meses que lleva abierta la temporada. Pero a ningún convite se le deben poner pegas, mal que sea de gachas.
El terreno forma un gran rombo. El vértice oeste es un cortado, una terrera, casi un despeñadero, unos cien metros por encima del río. Los lados, que del vértice oeste van al vértice norte y de éste al este, hacen linde con La Zarzosa y, los otros dos lados, dan con la parte de la finca donde no estaba invitado a cazar. En la esquina sur dejé el coche.
Al poco de amanecer, había un grado bajo cero. Pero no se movía el aire. Me abrigué, pero sabía que, sin viento, pronto tendría que aligerarme de ropa.
Como me daba igual, decidí ir hasta el punto donde la zona del Morengo da con el río. Lo fui haciendo siguiendo las ondulaciones del terreno y desviándome ligeramente para ir recorriendo todos los ribazos que encontré a mi paso. Pero nada vi.
Con tranquilidad, decidí subir al Llano Quebrado, meseta que termina en el farallón que cae al río. En su solana descubrí una hermosa cama de liebre. Eso me animó. Recorrí sus cuatrocientos metros de llano, almohadillado de atochas alternadas con aliagas y, cuando estaba a cien metros del borde, dos perdices remontaron apenas un segundo, antes de dejarse caer por la quebrada. Con ese acicate, llegué a la misma en un suspiro y me asomé a ella precavido, con la esperanza de que en su borde, poblado de carrascas pequeñas, alguna remolona se hubiese achantado. Pero sólo pude ver el bonito espectáculo del río caudaloso, al fondo, cien metros abajo. Las perdices, casi con seguridad, lo habrían cruzado. Y, cómo no, también divisé cinco corzos que bajaron la empinada ladera inferior espantados, dando grandes saltos y alejándose por la ribera.
Como ya estaba sudando, me quité la camiseta y me quedé solo con la sudadera y el chaleco. Ya eran las diez y media y el día era espléndido.
En mi vuelta hacia las alturas del Morengo, se cruzaba en mi camino un montículo ovalado de unos trescientos metros de largo, que era como la quilla de un barco boca abajo. Primero recorrí la parte umbría que era la primera con la que topé. Estaba totalmente cubierta de aliagas. Sabía que era difícil que alguna perdiz, si la había, saltara de allí. A estas alturas de la temporada, las que quedan, saben muy bien que les resulta más rentable burlar al cazador apeonando, que delatándose inmediatamente al volar. Y sólo saltarían si se veían obligadas. Pero imaginaba que apeonarían, entre toda la abundante vegetación del montículo, sin que las viera por la espesa maleza y se pasarían por la suave cresta a la parte solana. Acabé mi pasada y subí a la cimera, más aplanada que aguda, coronada por carrascas bastante espesas. Tampoco tuve éxito y me bajé a la solana del cerro-barco para cruzarla a media altura, depositando, ahora sí, todas mis esperanzas en que saltara alguna. La intuición no me falló y saltaron cinco, fuera de tiro, al sentirse acorraladas en los últimos zarzones y espinos de la solana. Se lanzaron como flechas a la ladera de las tablillas con lo de La Zarzosa.
Lo más rápido que pude descendí a las terroneras, las crucé a grandes zancadas y subí rápidamente a media ladera y, enseguida, estaba siguiendo las tablillas de La Zarzosa que, ¡maldita sea!, van justo por mitad de la ladera.
Llevaba ya muy buena marcha, linde adelante, cuando saltó una de las mismas tablillas, pero lejos. Aún la apunté, pero la distancia me pareció tan excesiva que no tiré. Intuí que las otras no andarían lejos pero, seguramente, metidas ya, por encima de la linde, en lo de La Zarzosa. No pude reprimirme y me metí cien metros más arriba en coto ajeno. Pensé que iba a ser cosa de tres minutos como mucho. Y, a punto estaba de asomarme a la siguiente hondonada, donde las tenía por seguras, cuando sentí el ruido de un tractor en el camino que pasa por debajo. Al instante me amoné, ocultándome tras una carrasca tupida. El tractorista iba todo el camino adelante  por debajo de la ladera. ¿Y si era uno de La Zarzosa? Si me veía, podía dar el lío por asegurado.
En términos distintos siempre hay enclaves de labores de uno en otro y nunca se sabe quién es el que los labra.
Inmóvil tras la carrasca, veía pasar el tractor con su lento traqueteo a lo largo del camino. Tenía la esperanza de que se largase de allí lo antes posible. Pero un tractor no es un Ferrari y su avance se me hacía interminable.
Al moverme un poco, tapándome con la carrasca, me saltó a la izquierda, apenas cuatro pasos por delante. Aún la apunté unos metros, en un acto reflejo, antes de retraerme y evitar el estampido delator, y la liebre se perdió cuesta arriba y traspuso como una exhalación. Buenas tripas se me pusieron.
Al minuto, el del tractor, se metió a la derecha del camino a labrar un pedazo y, en cuanto tuve de culo máquina y maquinista, me bajé en un abrir y cerrar de ojos a mi linde.
¡Qué oportuno el tractorista: ni liebre, ni perdices! ¡Para una vez que se me ocurre pasarme de linde! ¡Hay que joderse, ni que lo estuviera haciendo a diario!
Me acordé del Colás: “Esto te pasa por inlegal, Sarvi. ¡Castigo divino!”. Frase que me habría soltado, con todo su gracejo, habiendo sido él un escopeta negra, visitante asiduo, contumaz e impenitente de los cotos que algunos de la nobleza conservan en La Alcarria.
Dejé la linde, con el recuerdo del Colás en mi cabeza. Él, con toda seguridad, habría despachado a la liebre sin ambages, habría pasado a tirar a las perdices y luego, muerto por una, muerto por veinte, habría seguido, ya de paso, cazando toda la ladera de La Zarzosa. Bueno era el Colás. Pero, enseguida, me di cuenta de que mis recuerdos eran muy antiguos. Si vivía aún, debía andar por los noventa tacos. Y, el Colás, cazó casi toda su vida por necesidad, cosa que prestó siempre alas a su descaro y, yo, que nunca me vi en sus circunstancias, había sido siempre mucho más escrupuloso y pacato en esos asuntos. Y aquellos títeres, en los que solía verse inmerso, a él le motivaban, mientras que a mí me hubieran amargado el día. Y es que, para mí, la caza pasó siempre por la premisa de no dar con problemas y, al Colás, lo que le estimulaba, era todo lo contrario.
Crucé el arroyo y el camino por el que había pasado el dichoso tractor y empecé a subir en un amplio zigzag la alargada ladera norte del Morengo. El accidentado paraje me hizo soñar en cada asomada con el familiar aleteo, que siempre sobresalta. Anduve unas dos horas soñando, pero sólo soñando. Porque, aparte de empaparme en sudor y zurriagarme el cuerpo, cruzando entre aliagares, carrascas, estepas y retamas, y mirar ansiosamente cada claro y cada terracilla a medida que ascendía, sólo di, al final,  con la hermosa vista que, desde lo alto del Morengo, se ofrece. Ese fue mi único regalo, no me quejo. Bajé de allí siguiendo el mismo proceso por la ladera sur y, también, con idéntico resultado.
Eran las dos y media cuando, después de haber repasado el Morengo por delante y por detrás, enfilé hacia el coche. No descuidé en mi retirada ninguno de los morretes que encontré, ni dejé vaguadilla por mirar en el trayecto, pero se ve que, las perdices del Morengo, estaban ya más claras que los arzobispos.
Subí al coche y saliendo de la finca, apenas a cuatrocientos metros de donde lo dejé, me topé con un bando de perdices en mitad del camino. Me recreé mirándolas. A pocos metros del coche, saltaron a la izquierda, con un corto vuelo salvaron un arroyo y se posaron todas juntas al pie de un cerrillo. ¡Qué elegantes son estos animales! ¡Siempre me producen admiración y sorpresa!, me dije por enésima vez en mi vida, según las veía apeonar ágilmente, poderosas, elásticas y erguidas.
¡Con razón me dijeron que cazara sólo en el Morengo!
¡Más me hubiera valido, aunque sólo hubiera sido por ese día, haberme hecho cazador de caminos!

08 diciembre 2014

La conformidad

La noche de antes el Tomasín me dijo que no saldría y el Choti, sin ser tan claro, prácticamente me dijo lo mismo. La primera helada estaba ya cayendo y nevusqueaba. En eso ambos coincidieron.
Llegué pasadas las ocho. Apenas el sol había inaugurado su reparto de sombras y solanas. Dejé el coche donde las alpacas, la costumbre. Había dos grados bajo cero pero, al dejar el caliente cubículo, el zarzagán te helaba las tripas.
En los contornos lejanos de la Sierra de Pela y los Altos de Barahona se veían boinas de nieve brillando al sol. La rosada teñía de blanco las matas y hacía que el suelo crujiera a cada paso. Enseguida vinieron los dolores, los familiares dolores del frío: las manos se vuelven de madera y lloran los ojos sin mediar sentimiento.
En esa soledad inhóspita uno se encuentra desvalido, como si perdiera la fe y se preguntara a qué ha ido allí. Y, aterido, añora la fuerza que tuvo de joven y que le habría hecho irrumpir por aquel páramo a zancadas y romper a sudar en diez minutos. Pero las fuerzas de hoy requieren ser administradas porque, gastadas con torpeza, se acabarían pronto y el día acababa de estrenarse.
Y busqué una idea que me calentara por dentro, cosa que a muchos les parecerá una tontería. Pero es necesario que algo te contente y te anime cuando estás solo y el frío te quema y el aire helado te tortura sin pausa. Porque no se puede encarar un esfuerzo sin una ilusión. Y lo único que encontré, que me sirviera de combustible interno, fue la conformidad. Y, siendo todos tan poco propensos a aceptarla, yo me abracé a ella. Y, poco a poco, fui equilibrando mi temperatura con aquella intemperie que tanto me hostigaba y, al cabo de una hora, las manos volvieron a tener tacto y calor, las articulaciones su punto de rodaje y, sólo los ojos, parecían no aceptar de ningún modo el gélido viento frontal, el despiadado Norte.
Los Azules, el alto del Repetidor, la ladera de la Mimbrera, la taina del Ballenero y los otros parajes parecían distintos aquella mañana. Como si el hielo todo lo hubiese trastocado. Busqué por todos los sitios pero la respuesta sólo fue el eco crujiente de mis pasos y los remolinos del aire en los recodos de los pequeños neveros.
¿Habría congelado aquel frío a las perdices? Jugué con aquella idea inocente. Pero teniendo la respuesta, sabía que me iba a ser casi imposible encontrarlas. Los animales conocen bien el campo y están adaptados a él y siempre encuentran solución a su supervivencia. Seguramente los bandos de perdices estarían, como había observado en tantas ocasiones, en el fondo de una acequia, a salvo del viento. Pero, ¿cuántos kilómetros de acequias, de reguerones, de junqueras, de hundidos había en el contorno? Sería como buscar oro en el barranco Agualobos.
Tras dos horas de búsqueda, decidí dejar a las perdices y perseguirlas sólo en el caso de que la casualidad me hiciera dar con ellas. Así que cambié el paso y comencé a barzonear lenta y erráticamente. Para entonces estaba en la linde de Cinco Villas. Ahora iba más orientado, al menos teóricamente, hacia mi objetivo. La liebre estaría encamada mirando a mediodía, en laderas de solana que, al mismo tiempo, estuvieran protegidas del viento dominante, aquel rabiazorras del norte, por el propio terreno.
Así, siguiendo estas intuiciones, se llega a lugares mucho más protegidos y entibiados por el sol. Y, justo ahí, es donde puede estar la liebre en los días de frío. Pero no había ido a por la perra, así que iba despacio mirando entre las jaras, bajo los biércoles, alrededor de las encinas, en los troncos de las carrascas más pequeñas, en las aulagas, en las hiniestas y hasta en cualquier otra mata o broza anónima… y enseguida di con alguna cama. Y siempre anima el ver confirmado lo que uno supone.
Pero, para mis adentros, me iba riendo de mi fe. Porque, cazando de este modo, parece que uno va moneando por el campo o como si hubiera perdido las llaves del coche y anduviera buscándolas. Y, cualquier profano, que te viera se diría: “Ese cazador o está tonto o va borracho, pues anda que no va dando vueltas, giros y quiebros. Y mírale, el muy idiota, ahora se para y se gira y da palmadas en la culata de la escopeta.”
Afortunadamente, el campo suele estar vacío de testigos y, así, las tonterías que hacemos los que tenemos confianza en dar con la liebre, quedan en el anonimato. Pero sí, para que la liebre se levante, hay que hacer el oso muchas veces aunque, por suerte, sin estar expuesto a comentarios.
Era la tercera vez que llegaba en zigzag hasta las tablillas de Cinco Villas, en ese deambular incierto que me había impuesto. A diez metros de las tablillas se desencamó la rabona y salió con ese rebufo, con ese ímpetu que las hace perderse entre la fusca en dos segundos. Pero la vi salir de la cama y, al no verse acosada por perros, no quebró, y cruzó sesgada del modo más vulnerable a la escopeta. Ningún mérito tuvo el tiro pero, enseguida, me sentí reconfortado por llevar una hermosa liebre en la trasera del chaleco. Al menos, no había echado el día en balde.
La vuelta que di después, dejó por abajo la linde de la liebre, atrás el puntal de Cantaperdiz y su solana y también el extenso llano que me devolvería al coche. Nada, ni pelo ni pluma, sólo viento helado.
Colgué la liebre en casa del clavo de una viga de la cámara. Me hice un café y me comí dos molletes de pan con chocolate.
A las doce y media estaba de nuevo en el campo con la Tiqui. Enfilé hacia la linde del Marojal pasando por el prao Juanarrón, en puridad prado de Juan Herrón, pero los del pueblo lo llaman así.
Me alegré de la elección de aquel terreno porque se hallaba, a retazos, bastante protegido del viento. Además, ya estábamos a dos grados sobre cero y, sobre todo, caminaba con la tranquilidad del que ya ha echado el día.
La Tiqui zarceaba incansable delante de mí, con esa extraordinaria vitalidad de que gozan los perrillos pequeños y nerviosos. Y, acompañado por la vivaz perrilla, no tenía yo que moverme ya tanto de un lado para otro. No tenía muchas esperanzas de hacer caza pero, de cualquier modo, quería aprovechar aquella jornada fría. Mi cuerpo, tras el brusco choque de la amanecida, ya se había hecho al hielo del ambiente.
En el prao Juanarrón tampoco estaban las perdices. Rodeé un cerro mocho y suave, coronado por una paridera, y, al llegar a la zona protegida del viento, acosada por la Tiqui, saltó la liebre del bajo de un roblisco. Son cosas que duran muy poco, pero di tiempo a que la liebre se distanciara de la perra. Lo hizo quebrando a mi derecha y cruzándose, embalándose por la suave ladera cuesta arriba. Y, como nada me estorbaba, bastó el tiro derecho. Al mismo tiempo de dar el revolcón ya tenía encima a la nerviosa Tiqui que, incapaz de levantarla, la mordía contra el suelo. No había manera de que la soltara. Debe creer que es ella quien las coge y que, si las suelta, echarán de nuevo a correr. Los brincos que la perra daba me impedían meter la liebre en el chaleco. Cuando lo conseguí, le hice a la perrilla sus halagos y ella, con la majestuosidad de un gran danés, se puso de nuevo a cazar delante de mí meneando el rabo enhiesto como un molinillo.
Bueno, dos tiros, dos liebres. Se ve que la conformidad que me di a mi mismo, a falta de otra cosa de más sustancia, estaba funcionándome. Porque, pese a la poca caza que veía, estaba tirando con total calma. Y teniendo mucha suerte, por la limpia salida de ambas liebres.
Durante varias horas recorrí todos los prados. Y llegando al Nacedero recordé cómo el domingo anterior me ataranté con las perdices en el riachuelo que baja del manantial. Dejé atrás la Cueva y bajé, por el bajo de la ladera, el kilómetro largo que me separaba del sitio de marras. Llevaba el viento de cara, lo que me hizo lloriquear de nuevo. Llegué al riachuelo y lo bajé despacio, recordando como la última vez estaba refugiado el bando entre su fronda.
Encontré el agujero donde me atollé. Y, apenas había recorrido ocho o diez metros, sentí el vuelo vibrante. Pero no era el bando, era una sola. Y no salió del arroyo, sino del pie de un majano, a mi derecha, que estaba en medio de un rastrojo. Larga, sí. Pero como ese día llevaba conmigo al ángel sedante de la confianza, cayó al primer tiro. La vi apeonar veloz por el rastrojo. Pero el rastrojo era grande y en él no tenía escapatoria. Se amagó entre los rispiones, pero la Tiqui no tardó en dar con ella y, tras otra carrera, se hizo con ella con tanto estrépito como plumerío preparó en su cobro codicioso.
Tampoco quería soltarla, para eso la había cogido ella. Pero tras las contemplaciones a la perra, un enérgico soplido en el hocico le hizo abrir la boca y dejarme la perdiz en la mano. No recuerdo quién me lo enseñó, pero es muy efectivo.
Eran más de las cuatro y me quedaba un largo trecho hasta el coche. Bajé al río y crucé las hazas que hay bajo el Cerro de la Horca y, atravesando por derecho, llegué al coche a las cinco.
En casa me puse a aviar las liebres para luego dejarlas una noche al oreo. Pero supongo que el olor a tripas y la sangría que se prepara, no es cosa memorable en una jornada de tanta fortuna.

06 diciembre 2014

XXXVIII.- El Renuncia: El santuario

De la carretera secundaria salía un camino a la izquierda. Era un camino viejo de firme irregular y pedregoso, a trozos, arcilloso, a trozos, comido por las erosiones del agua o invadido por los desprendimientos. No tenía apariencia de que se transitase por él regularmente y, por supuesto, en nada se parecía a esas pistas de tierra prensada que, de años a esta parte, recorren los domingueros ansiosos de buscar en ellas la libertad, prometida por la publicidad de su todo terreno.
MP y el Renuncia caminaban incómodos sobre la grava suelta y sus pies, mortificados por ella, pisaban inseguros, haciendo que su paso fuese vacilante y doliente. Tenía trazas el camino de haber sido importante alguna vez, pero ahora estaba descuidado y lleno de piedras y cascajo suelto. Iba entre dos laderas. Enseguida, al aproximarse éstas, el camino subía por la de la izquierda hasta que llegaba a un paso angosto con un barranco estrecho y profundo a la derecha. Arriba, en el punto más estrecho del congosto, donde la cuesta culminaba, había restos de una pequeña fortificación, en su día suficiente, para controlar o impedir el acceso.
Serafín encontró un trozo de herradura rojizo de óxido y pulido por el desgaste. En él se apreciaban los orificios destinados a los clavos que alguna vez la sujetaron al casco. Y, mientras miraba su intrascendente hallazgo, recordó las que tenía encastradas el Modacimas en la pared de la taina. Y se acordó de la burra que éste le vendió al gitano Maquila, y de cómo la miró alejarse con la desolación en el rostro, y también de su estampa desvaída con el mísero dinero que recibió por ella, los dos billetes, que le quedaron colgados de la mano como dos hojas lacias y ajadas de su propio otoño.
MP se paró bruscamente, sobresaltado por un aleteo repentino. A Serafín, a sus espaldas, le asustó también la inesperada vibración. Y los dos observaron el batir de alas, algo torpe al principio, y después el planear majestuoso de un búho real buscando con urgencia, laderas abajo, el refugio sereno de la umbría arbolada.
- El búho es el príncipe de la noche y, en ella, no hay ave que compita con él –dijo MP- sin embargo, durante el día, todas las otras aves carroñeras y rapaces le hostigan y le atacan sin piedad apenas le descubren. Hay quien usa como señuelo un búho disecado para atraer a éstas. Y da muy buen resultado. Al búho nadie le quiere de vecino.
El Renuncia escuchó extrañado la observación del viejo y se dijo que, entre los humanos, tampoco suelen ser aceptados de buen grado los que, de un modo u otro, son amigos de la luna. Pero calló.
El camino, tras las ruinas, se hizo descendente. El barranco se desplegaba de modo creciente en abanico. Se divisaba abajo una pradera acogedora y, a su derecha, el edificio antiguo del santuario como un cadáver incorrupto al sol.
Se les alegró el ánimo y el paso al descender por la solana. A medida que lo hacían vieron que el edificio era más grande de lo que de lejos parecía y que, además, se apoyaba contra una pared natural de piedra en la que destacaban, salpicadas, bocas de cuevas a distintas alturas. Tuvieron la sencilla y contradictoria sensación de regresar a un lugar en el que nunca habían estado.
Caldeados sus cuerpos por el sol tibio y sus ánimos por aquella peregrina idea, siguieron descendiendo. Apenas llegados a la planicie de la pradera, se sentaron sobre la hierba templada y mullida. Se desprendieron de los macutos y, tendidos, con un codo apoyado en el suelo, disfrutaron de la vista que el conjunto ofrecía.
Contemplaron la magnifica obra del santuario. Una edificación artística, pero maciza, que había soportado bien el paso de los siglos. Fumaron un cigarro y se recrearon viendo como las volutas caprichosas del humo se desdibujaban instantáneamente en el aire frente a aquellas formas pétreas, pesadas y recias que parecían querer representar la permanencia.
- Fíjate, Serafín, qué culto tenían los de antes por lo firme, por lo inmutable. Su esperanza de vida era mucho menor que la nuestra y, sin embargo, hacían construcciones con vocación perenne.
- Tampoco todas serían así. Esto es un santuario. De las viviendas humildes no creo yo que queden muchos restos.
- Llevas razón pero, hoy en día, ni siquiera se construyen obras excepcionales, como éstas, que den una idea de lo que pensamos.
- Creo que se equivoca. Las grandes obras, que hoy se construyen, son funcionales, interactivas, originales, buscan la racionalidad, el aprovechamiento del calor y del frío, son obras inteligentes, cambiantes, y más acordes con la forma de pensar de la gente de hoy. Con el diseño.
- Quizás lleves razón porque la gente de hoy, de creer en algo, cree en lo cambiante, lo que viene a ser parecido a no tener creencias ni seguridad en nada, porque vivimos en un mundo dominado por los medios de comunicación y quienes los rigen, y éstos, mientras nos atontan con la publicidad y nos entretienen con los espectáculos, nos muestran también una realidad cambiante, la que conviene, a capricho de los que controlan todo y que todo lo consideran diseñable y moldeable a su antojo y conveniencia. Y así somos, cada día más, la arcilla que el alcarrero pone en su torno y luego moldea a voluntad. Como si el primer alfarero que, según la Biblia, nos hizo del polvo de la tierra a su imagen y semejanza para que dominásemos sobre lo creado, nos hubiera convertido también en sus imitadores. Y así, parecemos empeñados cada cual en hacerlo todo a medida de nuestros deseos y, si es necesario, manipulando y torciendo las cosas para que a ellos se plieguen. Y somos capaces de hacer lo que convenga, sin hacer asco al manejo de nuestros semejantes, para que las cosas sean como deseamos.
Y Serafín calló porque no se le ocurrieron razones que pudieran descomponer las dichas por el viejo, y pensó que podía ser una forma de encontrar la libertad eso que el viejo y él hacían de ir por su cuenta, como dos gusanos perdidos pero fuera de toda influencia. Viviendo así podían ser considerados como dos excluidos sociales que era, por otro lado, lo que querían ser. Al menos de momento.
La Consejería de Cultura de Castilla-La Mancha había puesto un rótulo polícromo y acristalado sustentado por una estructura de madera cruda, como las de antaño, pero que ahora llamaban ecológicas. En el panel informativo, situado junto a la puerta principal del santuario, podía leerse:
“Santuario del Beato Montago (s. XV-XVI)
El Barón de Montago, señor de los Airheads de Northumberland, según dice la leyenda y sostienen algunos historiadores, sin pruebas contrastadas hasta ahora, se estableció en este acogedor paraje en la segunda mitad del siglo XV, acompañado por sus más fieles adláteres que viajaron con él desde su Inglaterra natal. Vinieron, en un destierro voluntario, en pos del sosiego para sus mentes atormentadas por las guerras y en busca de alivio para unas conciencias escrupulosas.
Después de recorrer media Europa, el Barón se sintió subyugado por este enclave de la Serrezuela del Muedo y en él decidió establecer su definitiva y postrera morada.
Por la vida ejemplar que llevó, dedicada al estudio, el retiro y la oración, y por los portentos que se narran de las sus muchas e inexplicables curaciones de enfermos, fue este lugar centro de peregrinación durante años y vértice espiritual de la comarca. Por todo lo anterior, además de por el legado que hizo de sus posesiones, tierras y riquezas al obispado de Nogüenza, decidió la Iglesia, por edicto papal, concederle la beatitud y abrirle así el camino hacia la santidad en el año de 1671 por intercesión del obispo nogüentino Don Delicado Caifás Deogracias Forfree, a la sazón obispo titular.”
Continuaba el cartel informativo con explicaciones artísticas y unos planos de la planta gótica, con influencias evidentes del gótico de Lancaster, casi inéditas en la península, y con alguna nota más en la que mencionaba las distintas órdenes religiosas que habían habitado y mantenido el santuario hasta la Desamortización de Mendizábal. La tutela actual del sagrado lugar quedaba actualmente coparticipada entre las parroquias de Bloqueona y Tarudo, bajo la tutela natural del obispado de Nogüenza, titular de la herencia del Barón y albacea de todas las otras disposiciones que éste dejó en su testamento.
No tardaron en comprobar que el edificio estaba cerrado. En un cartel plastificado, pegado a la puerta, se anunciaba que el edificio se había vaciado de enseres, imágenes, cuadros y cualquier otro elemento de valor y que podía visitarse dirigiéndose al santero de Tarudo. Daba un teléfono fijo y otro móvil y dejaba constancia de que el donativo por la visita era de 2€ por persona.
Descubrieron que, adosada a un lateral del santuario y apoyada en la misma roca que éste, había una casa pequeña, de una planta, con una chimenea para la única habitación que contenía. Las cuatro paredes de la casa, excepto el espacio para la entrada y el hogar, estaban recorridas por un banco de obra de cuatro palmos de ancho sobre el que se podía dormir o descansar. La sólida puerta de metal no tenía cerradura, pero sí un cerrojo que permitía candarla por dentro. Sobre el hogar había cenizas y algún tarugo a medio consumir y, a su derecha, sobre la bancada, la madera apilada que a los últimos visitantes les había sobrado. Tenía sólo una ventana pequeña y con barrotes y la sólida puerta de metal. La ventana estaba a la derecha de la puerta y sólo se podía tener vista por ella subiéndose al banco. En el lado izquierdo del hogar una gran grieta, por la que cabía una persona, había sido dejada, sin duda ex profeso, para que quien lo deseara pudiera visitar la cueva a la que daba paso. Sin embargo, su ojo negro no invitaba mucho a exploraciones.
Con un escobón de mimbres que había en una esquina limpiaron el hogar y después la habitación. Reunieron algo más de leña en los alrededores. Localizaron, ayudados por la abundante junquera, un manantial que nacía en mitad de la pradera y que surtía, en un rebaje junto al camino, a una fuente con dos caños medianos. Vaciaron los macutos e hicieron recuento de viandas. Agua tenían y vino no faltaba. Con un recuerdo a Fortunato y María Luisa, inauguraron las hogazas y comieron con gusto. Luego salieron a fumar un cigarro sentados en el poyo de piedra que la casa tenía en su fachada. Vieron que la tarde estaba ya avanzada. Se deleitaron con aquella quietud y se dijeron que para qué se necesitaba de tanto ajetreo pudiendo disfrutar de aquello. Pero la respuesta iba con ellos por la inusual vida que llevaban, del mismo modo que la llevan puesta los que viven en el ajetreo urbano, solo que éstos no suelen planteársela.
Fue entonces cuando oyeron un ruido lejano. Parecía un motor. Enseguida vieron bajar una moto por el altozano donde ellos espantaron al búho y habían comenzado su descenso unas horas antes.

01 diciembre 2014

Las perdices, la farnaca y el indino

-        ¿Qué pasa, Tomasín? ¿A qué hora mañana?
-        Haz lo que quieras, pero yo no salgo. Han caído más de 70 litros y el campo está anegado. Y, además, mañana dan más agua.
-        Y el Choti, qué dice.
-        Que ni hostias.
Cuando colgué el teléfono no sabía qué hacer al otro día.
La duda me despertó a las seis y, con ropa normal, me fui a desayunar a una churrería. No llovía, pero el pueblo estaba en la sierra a más de 80 kms. Mientras me tomaba el café con leche y la crujiente porra, observé como la churrería estaba muy concurrida a esa hora por gente joven que, tras la juerga de la noche del sábado, mataba el gusanillo, la mayoría un pelín pestuzos, con chocolate y churros. E imaginé que, hace muchos años, yo también sería como ellos: joven, alegre, vocinglero y despreocupado. Enseguida me sentí fuera de lugar y decidí marcharme a casa, cambiarme y marcharme a lo mío. Albergaba la ilusión de que en el término no diluviara.
A las ocho y media estaba en el camino de los Azules, junto a la gran pila de alpacas. El día estaba encapotado y ventoso, pero sólo chispeaba. No quise ir a casa a por los perros. Aquella zona la conocía bien y, tal como estaba el día, pensé que si daba con alguna perdiz, tal vez, se dejara sorprender si iba sin perro.
Recorrí el medio kilómetro de aliagares y retamas, en forma de media luna inclinada, que bordeaban las labores encharcadas de los Azules. Tres perdices, chorreadas y lejos, saltaron al final. No tenía fundamento el tirar a aquella distancia pero, al menos, las había visto.
Por una estrecha franja de erial, de terreno firme, crucé al cerro del Repetidor. Era mucho cerro para uno solo. En la tercera pasada que le di, por los bajos, sentí volar una cercana pero tapada por los espinos. Cuando se descubrió, la vi perderse a lo lejos, cruzar la carretera y trasponer hacia los lejanos prados de los llanos. Vaya vuelos que pegan las perdices con el viento de culo.
Pero, en los últimos aliagares bajos del cerro, saltó el bando. Eran ocho. Como las cogí contraviento, tiraron, con buen remo de alas, hacia el descumbre de la ladera de la Mimbrera.
Retrocedí para coger la ladera desde atrás. El terreno me llevaba a lo alto de la ladera. Sabía, casi con seguridad, que tendría que bajarla si echaba las perdices abajo. Pero, desde donde yo estaba, tenía que cazar esa ladera así, por arriba, porque arriba solían quedarse.
Abajo se veían las huertas, la pobeda amarillenta y clara ya de hojas, y las hazas de terrones encharcados que quedaban entre la mole del Calvario y las lejanas tablillas de lo de Cinco Villas. Más que llover, el viento arrastraba briznas de agua que casi pinchaban en la cara.
Cuatrocientos metros más adelante, el bando volvió a saltar de lo alto. Disparé precipitadamente, pues me sorprendieron saliendo con estrépito de entre los chantos apretados de unas lajas espesas. Pude quedarme con alguna, pero fallé. Mal empezamos, me dije. Y es que así, en plural, parece que la cosa restaba menos mérito.
Pero no se deshizo el bando y tiraron ladera adelante hacia la taina del Ballenero. Llegué a la taina concentrado, asomé a la curva que hace la ladera con todos los sentidos alerta. Pero saltaron cien metros por debajo de la paridera y se bajaron, dejándose caer, a un aliagar semicircular y poblado que es el último que hay antes de meterte en las labores, doscientos metros más abajo.
Como el aliagar tiene sobre él una meseta de cien metros, podía, en mi bajada, acercarme por encima sin que me vieran e intentar sorprenderlas.
Bajé el terreno serpenteando sin ruido y aprovechando todos los desniveles del suelo inclinado para taparme. Según me aproximaba, sentí cantar a un par de picarazas en el lugar donde suponía a las perdices. Eso era buena señal pues, no en vano, tienen fama de delatoras las maricas.
Asomé en el sitio justo, como si una brújula, oculta en mi cabeza, me hubiera llevado al punto exacto. Y, en el campo, raramente se acierta con tanta precisión. Salió el bando revuelto y estrepitoso a unos cuarenta metros por debajo y los ojos se me llenaron de perdices como cuando era joven. Y tantas debí ver, que mis tiros salieron descentrados y locos y las marré de nuevo estrepitosamente.
Mientras me regañaba por mi error de principiante y por haber perdido la serenidad que se supone que regalan los años, las veía descender en abanico pero juntas, mansamente, hacia las praderas bordeadas de arroyos  y  junqueras que coronan, apenas un metro por encima, las últimas hazas del término antes de las tablillas de lo de Cinco Villas.
Al menos se habían echado juntas en el mismo lugar y en un terreno favorable y que, sobre todo, tenía muy claro cómo coger.
Hice una gran semicircunferencia hacia la derecha para irme, muy por arriba de donde ellas se dieron, y pegarme a las tablillas de Cinco Villas. Era un terreno, el que recorrí en mi rodeo, verdaderamente agradable. El paraje, salteado de encinas chicas, estepas, pequeñas praderas y manchas salteadas de biércoles y aliagas, terminaba descendiendo entre un pico de carrascas que me taparían al llegar a los bajos.
Cuando llegué, siguiendo las tablillas, a ese último vértice frondoso, lo fui bajando tan lenta, suavemente y tan sin ruido, como si estuviera fundido con la tierra. Pero, al asomar, me quedé inmóvil al instante, atenazado. A él le ocurrió lo mismo. Ambos nos sorprendimos a la vez e instantáneamente nos amonamos. Los dos nos mirábamos, pero, como si pensáramos que el otro no nos veía, ninguno quería delatarse por el menor guiño. A treinta metros por debajo, en la asomada, tenía al indino. No fueron muchos los segundos que permanecimos como estatuas. Saltó velocísimo el raposo, con furia por internase en la maleza, con rabia por sentirse descubierto, y el primer tiro le hizo retorcerse en el aire dando una voltereta. A rastras y con unos gruñidos tan agudos y amenazadores que asustaban, se revolvía y parecía querer morder la maleza y hasta las piedras. Aún intentó desesperadamente buscar la fusca más cercana. Pero el segundo tiro, mucho más certero, acabó con él y trajo el silencio. Me acerqué con prudencia. Era un macho grande, gordo y bien cebado de pelo lustroso. Lo arrastré por el hopo hasta el pie de una tablilla, sintiendo su olor acre y hediondo, y con cuidado de que, a título póstumo, no me regalara alguna ladilla, lo dejé allí tendido. Y, mientras lo observaba, sopesé que, con seguridad, aquel bicho habría cazado más piezas en el último mes que yo en un par de temporadas. Y tuve la seguridad de que, de haber llevado los perros, jamás me habría metido encima de aquella alimaña tan esquiva y astuta.
Pasado este episodio, volví a lo urdido. Pero de las perdices nunca más se supo. Di otras dos vueltas subiendo más arriba y mirando cada recodo, cada reguerón, cada arroyo  y cada recoveco del terreno, pero nada. ¿Volarían, sin que las viera, espantadas por los tiros al zorro o, tal vez, se esfumaron mientras me entretuve con él?
Cambié de idea y decidí meterme por la breña y seguir la linde de Cinco Villas, en sentido inverso al que había traído, para llegar a la punta de Cantaperdiz y coger allí la solana. Era dudoso que las perdices hubieran ido a perderse por allí pero, al menos, a la solana de Cantaperdiz le tenía querencia la liebre. Aunque, en tales días de agua, no sé yo si las querencias no se ven trastocadas
Apenas me puse en camino, y no muy lejos de donde estaba, vi huir a una farnaca a más de cien metros y perderse en la espesura. Qué mala suerte, ni siquiera aquella media liebre se aguantó sin perros y en un día tan malo.
Di la vuelta a lo de Cantaperdiz, pero que si quieres arroz Catalina. No vi nada y, sólo al final, cuatro perdices, que no tenían nada que ver con las anteriores, salieron del fondo de la solana, remontaron, tomaron el viento de culo y traspusieron hacia la izquierda, seguramente para aterrizar allá lejos, pasada la carretera, por lo del Prao Juanarrón.
A las doce y media fui a casa, tomé un café y un bocado y con la Tiqui, la perrilla pequeña, me fui a buscar la liebre a los llanos del Monte. Ciertamente había llovido mucho pues, hasta esos llanos de lascas, estaban encharcados, las camas de liebre que encontré deslavadas por la lluvia y la Tiqui se desainó corriendo tras los corzos. Que ésos sí, los hay por todas partes
Sin ver pelo ni pluma, llegué al barranco de la Franciscona. Decidí mirar la ladera del Nacedero que queda a su derecha. Hacía mucho que no la recorría. Y tanto debía de hacer, porque los biércoles me llegaban al pecho y la espesura era tal, que había de buscar las trochas de jabalíes y corzos para poder atravesar aquella fusca. Llegué a la linde del Serrallo y la rebañé un poquito, con intención, pero sin exagerar. Nada, ni una, sólo un aire cada vez más frío. Di la vuelta y retrocedí hacia el arroyo grande que baja de la fuente más alta pues, intentar atravesar por los pedazos, era clavarse en la tierra hasta las rodillas.
El arroyo que ceba el manantial, y que es un hilo de agua en verano, bajaba con un metro de ancho. La vegetación era densa en las orillas. Así que, para atravesarlo, hube de bajar más de trescientos metros hasta que, en su parte más baja, encontré un agujero pequeño que lo pasaba de parte a parte y que, seguramente, habrían hecho las ovejas o la caza mayor.
Eché el seguro a la escopeta y, con los cañones, agrandé cuanto pude el hueco, tronchando ramas espinosas y apartando la broza que se dejó apartar. Luego, agachándome cuanto pude, intenté salvar aquel atolladero sin arañarme las manos y la cara y sin meterme de patas en el agua del arroyo.
Pero la saltimbanqui de la Tiqui quiso pasar primero, cómo no. Total, que la pisé. Ella empezó a chillar como si la mataran, yo me enredé con ella y caí al suelo en mitad del túnel de maleza, me arañé bien las manos y metí un pie de plano en el agua. Y según decía: “¡Hay que joderse Tiqui, la madre que te parió!”, sentí volar a las perdices a pocos metros. Rápidamente me enderecé y salí de la maleza trastabilleando hasta casi perder el equilibrio. Y, al ruido de semejante zaragata, salieron más perdices y, con el corazón en la garganta, me dio tiempo a encarar a una a placer y ya la veía en el suelo y ya estaba, y, luego, tiraría a otra. Al fin iba a apiolar una perdiz o dos. Pero, ¡zas!, no sale el tiro. Tenía el seguro puesto. Maldita sea, quité el seguro y aún salieron otras dos perdices pero, mi azoramiento era ya de tal grado que, aunque la verdad no debe avergonzar a nadie, a mi me encocora, porque fallé los dos tiros para mi desconcierto y ellas tomaron ansiosamente el viento y seguramente aún están planeando.
Metidas en el fondo de un arroyo. Ahí estaba el hermoso bando de perdices del Nacedero. Debía llevar más de quince. Y se aguantaron hasta que la Tiqui y yo montamos aquel cirio. ¡Hay que joderse!
No me resigné y emprendí la persecución de las que volaron a mi lado del arroyo. Pero, dónde habrían ido con el viento a favor. Subí más de un kilómetro bordeando la parte baja de la ladera del Nacedero que antes había cruzado por arriba, pero ni una voló. Mi maniobra no era buena pues las estaba siguiendo a favor del viento. Sólo me faltaba ir cantando.
Arreció la lluvia y el viento, con la suerte de que estaba a la altura de la Cueva. En ella me metí. Era un buen refugio de pastor que se conocía bien que había estado habitado. Allí me refugié del aguacero, me comí una chocolatina y eché un trago.
Apenas pasó el aluvión de agua, crucé al río que baja del barranco de la Franciscona y recorrí su espuenda con la esperanza de que en ella alguna se hubiera refugiado. Pero, quia.
Era ya hora de volverse, la luz del día se iba, el tiempo empeoraba y el viento ya no paraba de hostigar con agua.
Pero oye, que no podía remediarlo, iba despacio, mirando los sitios más propicios y esperando el salto de una liebre en mi vuelta. Pero, qué se yo dónde estarían las liebres aquel día. Por otro lado, ya había fallado unas cuantas perdices, sólo me hubiera faltado rematar fallando una liebre. Cuando llegué al coche eran casi las cinco.
-        Al Tomasín y al Choti, quitando lo del zorro, de lo hoy, ni palabra –me dije.

29 noviembre 2014

Embarrado

Hubo lluvias durante varios días y, para aquel, también se anunciaban. Pero como uno raramente tiene ocasiones especiales de cazar, no quise desaprovechar aquélla. Tenía muchas probabilidades de terminar calado y tener que volverme y, también, la certeza de caminar por mal terreno. Así que la noche anterior llamé al encargado de la finca:
-        Luis, intentaré cazar mañana.
-        ¿Mañana? Tú verás, pero el campo está como un aguazal.
-        Lo intentaré. Subiré a los sardones de Morente.
-        Ni se te ocurra, que el jefe lo caza el sábado y el domingo. Si quieres, vete al Acebuchal.
-        Vale.
Los sardones es una zona de monte bajo que, aún mojada, da base firme a los pies. El Acebuchal son tierras de labor salteadas con olivares y sabía que el suelo estaría como una esponja. Así que, en vez de malo, el terreno sería pésimo. Pero, quien caza comprometiendo a otros, no debe exigir. Bastante tiene con poder ir.
Dejé el coche donde pude. Sobre todo no quería atascarlo en el barro.
Con mi revesino cambiado y el ánimo bajo y difidente, salí camino de las vaguadas pequeñas. Éstas se alternaban con sus respectivos caballones atravesando el Acebuchal de norte a sur. Haría lo posible por no tener que embozarme en las hazas de terrones, de tierra blanda como el requesón. Éstas se alternaban con los cuadros de oliveras, abajo y arriba, formando una jarapa irregular de ocres y verdes bajo un cielo escupidor y encapotado.
Llovía suavemente. Una lluvia menuda que se pegaba a la ropa sin calarla. Eché la capa de agua a sabiendas de que, para cazar, es una prenda que sólo contribuye a la torpeza. Pero sólo me la pondría en caso de aguacero.
Caminaba sin interés bajo la monótona llovizna. Al cabo de media hora me paré. Me sentía en mitad de un sinsentido. Era uno de esos días en que uno se pregunta: ¿Qué coño hago aquí?
Sin embargo, bien por la afición a lo inesperado, bien por ese extraño sentimiento de unión con uno mismo que da la soledad, seguí caminando. Iba  como un majagranzas, esquivando las escorrentías que jalonaban de surcos el poco suelo que se podía pisar sin clavarse hasta el tobillo. Me reconcilié con la torpeza que el barro ponía a mis pasos y, al fin, me dije con modestia: “Mataré la mañana, si un aguacero no me echa antes, y les daré un lento picadero a mis fuerzas en este lodazal”.
Y seguí caminando, casi contento con mi suerte, porque no se podía decir que, en esas condiciones, la experiencia de caza fuera frecuente. Pero, como la caza, tiene mucho de imprevisto, decidí disfrutar de las condiciones adversas y encararlas con ánimo tranquilo. Porque, de no hacerlo así, lo mejor hubiera sido volverme al coche y dejarlo.
Llevaría una hora cuando, al asomarme a una de las vaguadas que casi era barranco, saltaron cinco perdices de un abrigaño, un yeco poblado de maleza que había en su fondo. Vi que volaron a una costanilla bordeada, arriba y abajo, por olivares.
Rodeé, describiendo una semicircunferencia, para, entrando por el olivar de la parte superior, asomar justamente a la laderilla en que se echaron. Muy atento me bajé unos metros del borde y caminé muy despacio, con todos mis sentidos alerta, para no resbalar. Pero sólo una saltó casi fuera de tiro. Tras soltarle el cañón izquierdo, me quedé fijo en su extraña trayectoria, porque enseguida noté como empezaba a remontar. Su vuelo derivó hacia el olivar que tenía por encima y, de repente, comenzó a subir perpendicularmente al suelo hasta una altura que la distancia no me permitía calcular. Estaba haciendo la torre. Todos los cazadores saben que ese vuelo es un vuelo de estertor. En su agonía la perdiz asciende verticalmente, muere en el punto más alto de su ascenso y luego cae, ya sin vida, quedando yerta donde da con el suelo.
Inmóvil desde donde disparé, estaba observando su caída, cuando la liebre me arrancó a cuatro metros. La mota móvil de la liebre, en su carrera, me distrajo de la caída de la perdiz y, curiosamente, quedé paralizado. Al segundo la liebre traspuso el lomo superior de la cuesta y se perdió en el olivar. Ni siquiera tiré, me quedé alotado. Entre las dos atenciones: la de la lejana perdiz cayendo y el abrupto y cercano desencame de la liebre, ni acerté a tirar a la segunda ni me quedó referencia exacta de la primera. Y cuando volví a mirar al cielo, todo había desaparecido. A veces, tanta buena suerte es contraproducente y todo aparece y desaparece en un segundo, como si no fuera real, como si hubiese sido un sueño.
Quedé desconcertado y aturdido.  Luego pensé: “Lo que acaba de pasarme. Y luego dicen que los cazadores contamos mentiras”.
Sabía que la perdiz había caído y, más o menos, tenía la dirección pero, tapada por la fronda de olivos, a qué distancia estaría.
Fui a buscarla. Me interné entre la olivera. Zurcí el olivar con mis pasos, en la zona donde presumía su caída, a lo largo y a lo ancho. Estuve allí más de media hora deambulando como un dundo entre olivos, exasperándome al cruzarme una y otra vez con mis profundas huellas bien marcadas en lo blando del terreno. Pero no me sirvió de nada la búsqueda. Me dije que la caza era así: difícil de encontrar hasta muerta.
Cuando me cansé, subí hasta la linde del olivar con el camino del Perdedero. Allí comenzaba una vasta extensión de terrones y se divisaban las tablillas de la Madre Niña, la finca de al lado.
Volví adonde tiré a la perdiz. En mi bajada, volví a mirar obcecadamente el mismo olivar. Pero llegué al sitio y lo único que encontré fue la cama de la liebre.
Continué, desesperanzado, la laderilla que traje y seguí mirando cada vaguada y su caballón contiguo, pero nada.
Cercano ya al último pedazo de olivar, ya pegando a las tablillas, sentí cantar. Seguramente había un bando en él. Me interné hacia arriba, me pegué a las tablillas para que, si volaban, lo hicieran hacia mi terreno. Bajé despacio, clavando mis botas en el blando suelo y con la vista y el oído atentos. Pero, contra mi creencia, en el último olivar no saltó ninguna. Sólo me quedaba una asomada, donde los olivos acababan y comenzaba un aliagar en la terrera. Allí saltó, pero una sola. La vi caer retorciéndose en el aire, tras los tiros, en los terrones que había setenta metros más abajo. Bajé corriendo pero, al llegar, no encontré nada. Sólo al volverme, la vi fugazmente apeonar entre los terrones y meterse en una broza enorme que había cien metros abajo, llenando el terreno de un olivar viejo, abandonado y perdido. Corrí por aquellas gachas de tierra, trabándome en el barro hasta los tobillos. Sin perro sabía que, a no ser que mediara mucha suerte, la había perdido. Y la suerte no medió. Y, tras otra media hora de dejarme pinchar por las aliagas y los espinos, comprendí que la había perdido en la maleza. Había veces en que hasta a los perros les costaba cobrarlas, con que no sé qué esperaba yo dando vueltas como un payaso que no se resignaba a perder la segunda perdiz del día. Pero, bien perdida estaba.
Como no había cobrado sino más desánimo y fatiga, decidí mirar aquellos bajos, más bajos aún que el sitio donde había perdido la segunda perdiz.
Me iba diciendo que era lo que tenía el tirar a las perdices largas pero, por otro lado, si no tiras a las largas, hay días que no tiras a ninguna. Y según lo pensaba, iba metiéndome por aquellos olivares viejos, abandonados los más y llenos de maleza. Y, así, sin albergar esperanzas, iba llegando al otro camino que atravesaba los sembrados y conducía al caserío.
Allí, cuando menos lo esperaba, tapado por alreras y retamas, a cien metros del camino, saltó la tercera. Tiré lejos pero afinando cuanto pude, con la esperanza de volver con una a casa. Se encogió al segundo, pero siguió volando. Seguí la trayectoria con la vista y, por extraño que parezca, al cabo de unos segundos hizo la torre. Si no me engañó la vista, mucho más alta que la primera y, al caer, los espinos me taparon la referencia exacta del lugar. Pero yo sabía que ésta había tenido que caer en mitad de los terrones, sin olivos, ni matas, ni maleza, y salí corriendo en la dirección que no había perdido, con la seguridad, esta vez, de dar con ella.
Al llegar al camino, olvidando el barro de la cuneta empinada, resbalé y me fui a dar de bruces contra el desnivel de tierra que el camino tenía al otro lado. Me levanté, ajeno al dolor, y enseguida asomé para observar desde el alto del camino la terronera donde la perdiz había caído. En tres años ninguna perdiz me había hecho la torre y, en ese día, dos. Me daba vergüenza que volviera a sonar a mentira. Pero así era.
No podía creerme que no la viera. Estaba a cinco metros de altura y dominaba toda la terronera. Había que mirar con atención. Tenía que estar allí. Al no verla, bajé a los terrones del haza. Me embarré como pocas veces en la vida y di vueltas y más vueltas pensando que era imposible no encontrarla. No sé el tiempo que estuve. Dejé la zona como un picadero de caballos y, a mis pantalones, el barro les llegaba a la rodilla. Ya, desesperado de encontrarla, volví al camino y lo seguí hasta unas retamas que estaban a cien metros de donde busqué. Cruzándolo, a la derecha, estaban las últimas puntas de olivares y por ellos, que siempre tienen la tierra más apelmazada, quería volver al cazadero alto que dejé.
Pero, casi con rabia, al llegar a las retamas del camino, decidí echar desde ellas un último y añorante vistazo a los terrones, donde sabía que se quedaba mi perdiz.
Fue casi como una aparición cuando la vi. Estaba más de cien metros más lejos de dónde la estuve buscando. Me acerqué despacio a ella, como si fuera una visión, como si aún pudiera desaparecer. Pero no, allí estaba, con las alas abiertas y la pechuga incrustada en la tierra esponjosa por el impacto de su inercia desde la gran altura que cayó.
Con el hermoso macho cobrado me sentí contento por primera vez en la mañana. Y me di cuenta de lo mucho que la vista engaña en las perdices que hacen la torre. Y, enseguida, me dije: “Igual la de esta mañana ha caído también bastante más lejos de lo que pensabas”. Y decidí, tras cazar los bajos por donde forzosamente tenía que pasar, volver a ascender a las oliveras altas, donde la perdiz de marras cayó, y buscarla más lejos.
En mi ascenso, volaron las otras cuatro perdices que perdí de vista en la mañana pero, aunque tiré a una, larga como de costumbre, la marré.
Con mi mente ocupada en cobrar la perdiz de la mañana subí al olivar y me metí más lejos, en otra zona de terrones blandos. Todo fue inútil. Y, obstinadamente, volví de nuevo al olivar. Aquello ya era una obsesión. Miraba casi olivo por olivo. Dejé atrás la zona más probable de caída pero, acostumbrado ya a caminar tan lentamente, continué del mismo modo. Los olivares parecían no terminar nunca. Y ya iba contentándome con haber cobrado una perdiz, cuando la liebre me saltó sesgada, hacia atrás, presta a perderse llegando a la espuenda de un camino entre olivos. El tiro hubo de ser rápido, al sentido, tanto que me sorprendió verla pataleando a treinta metros sin haber tenido tiempo de apuntar. Era grande, tanto que tuve dificultad para meterla en la trasera del chaleco. Bueno, por buscar la perdiz, maté la liebre. Y, aunque el agua no había parado, ni al día ni a la caza se les podían pedir más sorpresas.
Derrengado llegué al coche a las tres de la tarde. Me cambié de botas pues, con aquellos tomos de barro pegados, no se podía conducir. Y, con la mala conciencia de haber perdido la mitad de las piezas que abatí, regresé a casa más triste que contento. Había repartido la caza con el campo. Mal socio, pero no tengo otro.

27 octubre 2014

Relato sin oyente

(Con un gratísimo recuerdo a la memoria de mi amigo Vicente Pastor)

Ayer mi amigo Vicente hubiera disfrutado. Siempre me decía que esperaba mis visitas pero que éstas eran obligadas tras los días de caza. Y así cumplí con él los tres pasados años.
No le interesaba el resultado. Tal vez porque los datos nada dicen y, al final, poco importan; es el recorrido y sus vicisitudes lo que, al igual que en la vida, es interesante. Creo que le gustaba revivir, escuchando mis palabras, unos tiempos que, en parte, ambos vivimos y unos sentimientos que, esos sí, compartíamos del todo.
Cuando iba a verle, me hacía sentarme. Yo sabía que esperaba una narración detallada y sabía también que me interrumpiría muchas veces y que intercalaría sus recuerdos con lo que yo contara. Porque la caza, al final, para quien la vive o la vivió de un modo personal y solitario, se lleva siempre en la cabeza y permanece allí hasta que un día nos marchamos. Y esto, tal vez sea, porque haya personas que, sin confesarlo, tengan por única divinidad el sol, el aire y la tierra.
Pero no he conocido a nadie que esperara unos relatos con tanta ilusión. En cierto modo, era como si tuviera que darle tiempo, antes de empezar, para que se vistiera, se pusiera las botas, se ciñera la canana, se colgara el macuto, montara la escopeta y se dispusiera a acompañarme en el recorrido.
Mi amigo, en la caza, fue para mí un buen maestro, paciente y comprensivo, al que yo, entonces joven e indisciplinado, más de una vez le di motivos para echarme de clase. Sin embargo, él jamás perdió la compostura y, aunque mi vehemencia de aquellos años me impelía a correr y a adelantarme, jamás me voceó ni me riñó. Aunque he de reconocer que, si algunas miradas mataran, yo debería haberme dado, en aquella época, varias veces por muerto. Estoy hablando de hace muchos años y, aunque él me sacaba sólo trece, era, para mí, como lo fue hasta el final de su vida, un hombre hecho y derecho, una persona de peso y fundamento. Y aún me lo parecía más entonces, sobre todo, porque andaba yo por los dieciocho o los veinte años y, en el ejercicio de la caza, sobre saber poco, razonaba menos que las piedras.

- Bueno, a ver, empieza. Pero despacito y con detalle. Nada de correr como solías.
- Estuve donde acabé el año pasado, ya sabes. Llegué antes de las nueve. Y, la verdad, hacía un tiempo espléndido y ni un soplo de aire. Cacé con el chaleco y en mangas de camisa y, aún así, acabé con ambas prendas para escurrirlas: empapadas de sudor.
- ¿Cogiste las oliveras o el Cerro Montaño?
- A primera hora, decidí aprovechar la fresca, que aún había, para meterme al Montaño, a ver si las echaba, porque luego, con el calor, sería más duro trabajarme la mole impresionante del cerro y subir por las peores vargas.
- Bien hecho. Oye, qué conocimiento. Cómo se nota que tienes estudios. (La ironía, a mi amigo, jamás llegó a faltarle y hasta diría que toda su vida la regaló pródigamente.)
- Fui cogiendo el cerraco subiéndolo en zigzag y cuarteándolo según ascendía lentamente. En mis largas idas y venidas me sentía una hormiga perdida en aquella pendiente que nunca parecía acabarse. Pero lo hacía sin dejarme un reguerón, ni una vaguada, ni una torrentera, ni un hundido, ni desnivel alguno sin mirar. Me asomaba prevenido a cada irregularidad del terreno y recechaba todos los recodos sin ruido.
- Lo creo, siempre fuiste bastante zascandil, y me alegro de que los años te hayan vuelto, aunque sea a la fuerza, más lento y sosegado de lo que eras. Correr en las laderas del Cerro Montaño no tiene sentido, a menos que te quieras despeñar, y no creo que sea tu caso.
- En una de esas, me paré a recobrar el resuello y, cuando más relajado estaba, descartado ya que saliera alguna perdiz de aquel aliagar, botó un conejo huyendo entre la broza cuesta arriba. Oye, fue visto y no visto, aún así se llevó los dos tiros, casi tapado por la fusca y también por la ondulación que enseguida salvó poniéndose a cubierto. Desconfié de haberlo tocado pero, por si acaso, subí a la traspuesta y, efectivamente, ni señal. Ni pelo, ni nada. Sólo encontré, entre las atochas, el bardo con unas cuantas huras bien sobadas. Así que subí para nada.
- Pero hiciste bien en ir porque, a veces, se quedan y, aunque sea sin muchas ganas, hay siempre que mirar. Aunque los tiros pocas veces engañan, y somos más nosotros mismos los que nos empeñamos en engañarnos. Pero, bueno, subiste y te desengañaste. Por lo menos te quedaste tranquilo.
- Llevas razón, pero me dije: “Bien empiezas la mañana, te sale un conejo sin esperarlo y lo marras. Sin perro, no sé si te vas a ver en otra.” Y, un poco mosqueado y con los humos bajados por mi primer fallo, seguí mi búsqueda de las perdices con la misma constancia que antes. Pero, al cabo de una hora, terminé la solana del Cerro Montaño y, para mi sorpresa, no había echado ni una. No vi una, ni de cerca ni de lejos, ni apeonando ni volando. Corzos, maldita sea, corzos para apestar, no vi otra cosa. No me podía creer que no hubiera visto una sola perdiz en aquella mole. Así que decidí bajarme al barranco del Dictamo, cogerlo por la derecha del arroyo, ir salvando y mirando todos los entrantes que tiene y, luego, seguir la linde hasta llegar al Alto de la Detenida. Te juro que lo hice con la misma meticulosidad y empeño que había puesto antes. Pues nada, una hora después estaba en el Alto de la Detenida y nada, ni una, pero es que ni una. Ya estaba mosqueado. No estaba acostumbrado en aquel terreno a no llevar una sola perdiz por delante. Estaba ya sudado hasta los ojos pero, ya sabes, no sirve descomponerse. La caza en solitario es una escuela de paciencia.
- Y a ti te viene bien, aunque nada más sea para compensarme a mí de las veces que me la consumiste. La paciencia digo –apuntó mi amigo con su ironía impenitente.
- Paciencia y barajar que, como decía mi suegro: “El que no cazurrea no coscurrea”. Con  un cansancio redoblado por el aburrimiento, me bebí un bote de agua isotónica para mantener las sales y no venirme abajo y decidí regresar al punto de partida por la umbría del Cerro Montaño. Con la vuelta que había pegado sabía que llegar  me llevaría, como poco, otra hora. Pero, amigo, ni una voló y cuidado que pasé por sitios donde las había volado otras veces. Deje atrás la solanilla del colmenar, las hiniestas bajo el Cerro Tagarote, las jaras de sobre el camino de la Vega y nada de nada, ni una.
- ¿Qué raro, no? ¿No te acostarías tarde y sin pizca de sed la noche de antes?
Hay que joderse, Vicente. Qué zumbón que eres. Pensé para mí.
- Pues rarísimo y que te conste que me acosté en condiciones y a mi hora. Pero el panorama era tan desolador que llegué a pensar que, como la caza se abrió el día ocho, le habían dado tal repaso a la zona, los que fueran, que habían sacado las perdices del término. Porque aquello era el cogollo, el Cerro Montaño es la madre del término.
- Y qué hiciste. ¿Cambiar de zona o buscar setas? – me tocó mi amigo de nuevo las narices.
- Esa era mi idea, cambiar de zona, pero justo al llegar casi donde había empezado, y ya dispuesto a bajarme al coche, ¡me cago en diez!, las siento volar abajo a mi derecha. Eran siete perdices que tiraron a la solana del cerro, por donde había pasado por la mañana. O me habían esquivado apeonando o, tras pasar yo, se habían subido desde abajo, desde el arroyo. Pero claro, aunque se me pusieron buenas tripas, me dije: “Oye, que has venido a cazar, así que, aunque lleves tres horas, tira tras de ellas, que no tienes otra cosa que hacer, ni mejor proporción.” Reconozco que, por los nervios, en lugar de bajar, como debiera haber hecho, tiré por medio. A veces el cansancio te aconseja mal y te ataranta.
- Tú, hace años, no necesitabas el cansancio para correr por ahí como un loco, que más que atarantado, como dices, parecía que estabas algo mal de la cabeza. Y no lo digo por alabarte.
Joder, Vicente, pensé yo, no te muerdes la lengua ni por equivocación. 
- Total que al llegar a su altura cinco me salieron por abajo, fuera de tiro, y empecé a subir a ver si alcanzaba a las dos que suponía que tenía por encima. Según subía, pendiente de que saltara alguna, una sombra cruzó uno de los senderos que dejaba a mi izquierda por debajo. Solté el tiro instintivamente y tuve la certeza de que había acertado. Sin embargo, no me detuve, porque sabía que las perdices tenían que estar a punto de saltar. Y saltaron, claro que saltaron, pero cien metros por encima de mí. Bajé decepcionado pero con la certeza de encontrar en el sendero el resultado de mi tiro. Llegué al sitio, te digo la verdad, buscando la liebre. Pero, maldita sea, allí no encontraba nada. Como las distancias engañan, miré un poco más abajo, un poco más arriba. Pues no puede ser, me decía, estoy seguro que la he pegado. Pero una liebre no podía escabullirse así como así. Subí de nuevo y, cuando ya desanimado, estaba a punto de irme, lo vi. Era un conejo. Mi cegazón por las perdices me hizo ver lo que no era. Bueno, al menos, lo había cobrado.
- Bien –y mi amigo en esas ocasiones hasta me daba la mano, de lo mucho que se había centrado en el asunto y como si, entre los dos, hubiéramos encontrado finalmente el conejo.
- Me dije, ya no me vuelvo de bolo. Y me contenté. Y estaba pensando en irme a la olivera, cuando sonaron cinco o seis tiros. Eran tres tíos en mano que, al parecer, habían estado cazando las oliveras por el barranco Matalón y al llegar a las labores que quedan a medio kilómetro del Cerro Montaño dieron la vuelta sobre sus pasos. Antes lo meditaron unos minutos, pues el terreno de hazas, a partir de donde estaban, era sumamente limpio y porque, seguramente, las perdices se les habían vuelto y, probablemente, porque también ellos me habían visto a mí. Así que se me chafó el irme a las oliveras porque ya estaban ellos.
- Eso de las hazas, supongo que serán los terrenos de labor dicho en plan fino. Y qué hiciste entonces. Seguro que de setas. Si lo veía venir.
Coño, Vicente, como te gusta dar con la varita, pensé de nuevo. Pero es que el que nace barrigudo, ni que lo fajen de pequeño. Y continué.
- Que no, Vicente. Pues, qué iba a hacer, armarme de paciencia y, suponiendo que las perdices, que volé, habían cruzado desde el Cerro Montaño, y por encima del barranco del Dictamo, al otro lado, pues cruzar yo también y seguir por esas empinadas laderas hasta que se me acabaran las fuerzas que, por cierto, ya iban bien mediadas o casi terciadas. Crucé los aguazales de abajo, las espadañas del arroyo y sorteé las alreras del comienzo de la ladera opuesta. Ya eran las doce y media cuando me coloque a buena altura en la ladera. Estaba casi arriba y, junto a unas retamas, vi una lengua de terrones que daba acceso a una labor en lo alto. Subí hasta la punta de la terronera y justo donde los terrones se juntaban con las retamas, me arrancó una como un obús, zumbando a todo gas. Vi como el primer tiro levantaba un círculo cerrado en la terronera pero la marré, corrí la mano según me la tapaban las retamas y tuve casi la seguridad de haberla pegado al doblar con el segundo. Corrí desesperado y cuando llegué a divisar la terronera con vista suficiente, allí no se movía nada. Me sentí decepcionado, pero seguí escrutando hasta que vi el pelotazo de plumas entre los terrones. Había caído y no podía estar muy lejos. Yo buscaba movimiento pero no lo había. Cuando me serené comencé a mirar más cerca y la localicé muerta, entre los terrones, a cinco metros de donde había dado las plumas. Mi aguda ansiedad por mirar lejos me volvió torpe y ciego para descubrir lo que tenía casi a mis pies. Qué ilusión me hizo. Un conejo y una perdiz, ya podía darme por contento.
- Menos mal. Lo que jode perder una perdiz después de haberte dado la paliza. Y, qué hiciste, ¿te volviste ya?
- Qué va, estaba en lo alto de la ladera y ahora podía ir bordeando, aunque fuera barzoneando despacio. Y, además, la pieza cobrada me había devuelto la ilusión para seguir. Tras echarme otro trago y comerme una barrita de esas energéticas, decidí continuar por la ladera sin correr, porque no estaba mi cuerpo ya para trotes. Fui avanzando y, al seguir la ladera, iba tropezando con algunos pocos barrancos poco profundos pero que se bajaban bien y se subían mal. Crucé dos de ellos y me senté a descansar en una piedra. No había volado ninguna otra. Pero, ya que estaba allí, no me resignaba a volverme y, tras salvar el último barranco trasversal, vi que, arriba, en mitad de los pedazos de cultivo, había un alcor muy poblado de aliagas, un bonito cerrete con unos cuantos olivos viejos y descuidados y una carrasca en su teso. Un lugar excelente para que se hubiera amagado alguna perdiz. Subí despacio, lo reconozco, pero subí. Al ir solo y sin perro mi sigilo era total y al llegar a la falda del alcor, decidí tomarlo por arriba y, luego de darle la vuelta, bajar por el otro lado. En esto, sentí el frenético aleteo en la punta del teso, la carrasca me tapaba y rápido la salvé. Oí el vuelo de varias pero sólo acerté a ver trasponer a una. Solté el tiro a tenazón en un movimiento que duró menos que una mirada. Inmediatamente subí a la carrera los veinte metros al descumbre del teso, con esas piernas rápidas que presta la emoción. Y sí, la había cogido de milagro. Allí estaba la perdiz intentado desesperadamente levantarse de nuevo o meterse en el macizo de aliagas donde sin duda la hubiera perdido. No la dejé, pero hube de hacerlo, a falta de perro, con otro tiro. Cuando la cobré no me lo creía. Un día que había comenzado tan mal y, ahora, un conejo y dos perdices. Me sentía pletórico.
- ¡Coño, enhorabuena! – y mi amigo me daba de nuevo la mano, como si hubiera compartido mi misma tensión - Qué gusto da cuando consigues cobrarla estando a punto de perderla. Cuanto jode dejar una perdiz, que sabes muerta, en el campo. Pero, echarías un vistazo por allí, ya que salió el bando, ¿no? –parecía que Vicente se había metido en la caza y finalmente se dejaba de coñas.
- Pues sí, porque el alcor, que engañaba desde abajo, continuaba unos doscientos metros ascendiendo y, al final, a otros cien metros de acabada la maleza y el cerro, ya se veían las tablillas de lo del Pontón, así que decidí mirar despacio el engañoso alcor, poblado de olivos sin cuidar y tapizado de aliagas. Según estaba planteándomelo, de la falda inferior saltó una que, aunque un poco larga, se fue a criar pese a mis dos tiros. Seguí el cerro por arriba hasta el final, luego volví por mis pasos donde tiré a la primera y lo tomé por la mitad, atravesando por donde pude y, al final, me bajé abajo del todo. Fue justo al terminar el cerro, cuando estaba a punto de darme la vuelta, cuando cuatro perdices saltaron, a desigual distancia, hacia las tablillas de lo del Pontón. Enfilé a la que estaba más a tiro y cayó con el segundo a buena distancia. Mi carrera fue innecesaria porque quedó donde cayó. ¡Joder con el 20! ¡A qué distancia pone los tiros! No cabía en la camisa cuando la cobré. Qué cosas tiene la caza, después de casi cinco horas, te haces con dos perdices en diez minutos.
- Lo del 20 no me extraña lo más mínimo –dijo mi amigo- y sostengo y sigo sosteniendo que sin ser de más alcance que un 12, plomea más denso a igual distancia y eso, en las perdices largas, es matarlas o ver como se van. Yo empecé con un 20 y las perdices largas que maté con él, no las hubiera bajado con un 12. Y me alegro de que te hicieras con una escopeta del 20 y que me des la razón. Porque, no es por alabarme, pero la tengo casi siempre y, hasta cuando me la quitan, también, pero me dejan sin ella. Y espera que abra un vino que esto es para celebrarlo.
Mi amigo se levantó y se fue a la cocina. Al minuto vino con una botella de tinto espeso descorchada. Sirvió dos vasos y dijo:
- Bebe, pero con una condición, no te calientes y te líes a zamparme bolas. Sigue como hasta ahora que vas bien. ¿Qué hiciste tras cobrar la larga?
- Pues, como tenía que volver, bajé por las tablillas del Pontón, atravesando los rispiones y siguiendo la mojonera, hasta llegar al barranco que al principio traía. Allí me di la vuelta para recorrer la ladera a la inversa y regresar. Estaba seguro de que algunas de las perdices habían tenido que volar a esa ladera, más baja que el alcor de donde se arrancaron. Al cabo de doscientos metros saltó una, pero titubeé por la distancia y cuando quise tirar estaba, ladera abajo, en los demonios.
- Con el 20 no titubees, afina y  tira, hazme caso. Que, si es por los cartuchos, te los pago yo aunque sea
- Bueno, tenía la caza hecha y, bajo mi criterio, no podía pedirle más al día. No obstante, en lugar de seguir por arriba, me bajé unos veinte metros y me metí por entre la abundante broza, sobre todo de aliagas, de la ladera. Caminaba despacio, atollándome entre toda aquella maleza, en parte por el cansancio, en parte, por la espesura y, también, porque andaba ya bastante sofocado, con un sudor constante que no paraba de enjugarme con la manga de la camisa. En un recodo saltó hacia atrás y hacia arriba, arrancándose con estrépito y rapidez. Le tomé los puntos viendo más perdiz que campo pero, por suerte, me reporté, apunté bien y no se escapó. Cayó al primer tiro en un macizo tal de aliagas que, pensé, si no ha caído seca, ésta sí que no la cobro. Sin quitar los ojos del punto donde cayó, llegué a él y apartando las aliagas con los cañones la ví en el fondo de una grieta que tapaba la broza. Tuve que dejar la escopeta en el suelo y meterme bajo las aliagas y a gatas, con cuidado, cogerla delicadamente del fondo. Pero la perdiz no se movió porque estaba desmadejada. Era un macho viejo, la más grande de las que cacé. Seguí mi camino por la ladera y no vi más, ni hice por ver, porque mi cansancio hacía que acortara hasta el coche, atrochando ya por lo más recto. Cuando llegué eran las tres. Habían sido seis horas. No podía ni sacudirme las orejas.
- Hala, acábate el vino que te lo has ganao y vete a casa, que la Paca dirá que el Vicente te entretiene las horas muertas y luego te devuelve medio pedo. Pero, si vas de caza la semana que viene, no faltes a tu cita conmigo, que no te lo perdono.

Desde que murió, cada vez que salgo al campo, la presencia de mi amigo Vicente va conmigo. Por amigo le tuve y él me tuvo y, en ese sentimiento, ninguno de los dos nos engañamos. Que descanses en paz pues, tu recuerdo, seguirá caminando conmigo mientras me dure la memoria y aún me queden fuerzas. Que sea para ti, aunque no estés, este primer relato que hago, ya sin oyente, buen amigo.