11 diciembre 2012

Ojos tragavacas



Cuando tenía necesidad de irse, buscaba La Senda. Desde el primer mojón del monte tenía la costumbre de volverse y observar el pueblo. Después de tantos años la vista le seguía impresionando. Como otros pueblos, que ya lo fueron medievales, tenía aquél la dignidad callada de esos asentamientos viejos, manteles de la historia de los hombres, de esos lugares cuya figura en la distancia resulta anterior a la memoria.
Era el Mojón Bajero parada obligatoria. Y su ritual de observación se parecía más a una oración callada o al recuerdo de seres conocidos o simplemente imaginados que, sin duda, se habrían vuelto desde siglos atrás para sentir, desde aquel punto, el magnetismo de la villa en la distancia. Perfiles viejos acariciados por idénticas luces en miles de retinas. El Pela, como otras veces, cumplió con el ritual callado de todo el que subía al Marojal.
La Senda discurría entre el camino viejo a La Bodera y la galiana principal, el histórico camino real. De entre los tres, La Senda era el más agreste y descuidado, casi perdido ya, pues, desde hacía muchos años, no iba a ninguna parte porque los caminos que pierden su servicio se quedan sin destino. Son cordeles cortados que no sirven de guía, como no sea a quienes los recorren por buscar el silencio o encontrar la quietud que otros dejaron en ellos cuando la vida regalaba ambas cosas.
Era el camino de las cortas, de los pastores, de los vaqueros, de los carboneros, el que pasaba por los antiguos chozos de piedra derruidos, por las cerradas desmoronadas y por unos parajes silvestres tan abandonados que al Pela le desazonaban.
Tomó el sendero, siguiéndolo más por intuición que por certeza, que le llevaría a la Fuente del Chorrillo, la que nunca se secaba. Pronto descubrió que era más fácil seguir las trochas de los jabalíes. En un año de sequía eran las muestras más fiables de que el manantial cumplía. Así era: de entre las cuatro piedras el agua rebosaba y se remansaba en torno a ellas en una esponja verde de berros, jaramagos y pamplinas, plantas que algunos llaman, con acierto y buen gusto, balsamitas.
De la fronda que rodeaba la balsilla voló, blanca y canela, la lechuza. Haciendo el mismo ruido que una mariposa, se posó en el tocón alto y pelado de un marojo seco y su dorso inmóvil se confundió al instante con el fondo del bosque.
A la izquierda del manantial se levantaba un promontorio plano de menos de tres metros de alto. Varias bocas grandes y sobadas tenían la firma del tejón que, seguramente, dormitaría en lo profundo de la tasuguera esperando las horas oscuras.
El agua hecha cieno y verdín bajaría, en cuanto le diera por llover o nevar, hasta Los Ojos. Era allí donde los esqueletos de unas cuantas vacas yacerían, no se sabe los metros, bajo el espeso lodo. Quién no conocía a algún viejo que no perdiera alguna res golosa tragada por la voracidad traidora y mansa de aquellos aguazales. Y El Pela miró con prevención el paraje, porque uno no podía fiarse de un lugar donde la hierba se tragaba a las vacas y no al revés. Dio un rodeo y sorteó Los Ojos mirando bien donde pisaba, que la tierra que se hace a la carne puede volverse viciosa y tomarle querencia, como le pasa al hombre.

05 diciembre 2012

Prácticas vergonzosas



En esto de la caza hay mil historias y, en los cazadores, una especie de orgullo o de amor propio o qué sé yo qué cosa por quedar bien. De lo uno y de los otros vienen los mitos, las exageraciones y otros tipos de mentiras. Las últimas no sirven para nada pero las exageraciones son, a veces, graciosas y los mitos llenan el campo, y las cabezas, de obsesiones y esperanzas que tienen bastante que ver con el hecho de cazar que a muchos, hoy en día, se nos antoja cosa casi milagrosa.
Sin embargo, está claro que a quien no le interesa la caza tampoco se siente interesado por ninguna de esas cosas y, para quienes están en contra de esta actividad, no hacen más que disgustarles tales cuentos o historias que consideran, desde todo punto de vista, innecesarias, crueles y fuera de lugar en una sociedad como la nuestra.
Creo que es una empresa vana la de convencer a nadie de unas cosas u otras porque, al final, cada uno es hijo de sus vivencias y de sus sentimientos y aun del estilo de vida que cada cual lleva y, así, hay algunos que disfrutan con lo que otros desprecian y viceversa. Y no es cuestión de que unos pongamos a otros verdes y a la inversa, porque para eso ya tenemos a los políticos, periodistas, comentaristas y tertulianos que ocupan a diario los medios de comunicación con que llenamos, de supuesta información veraz, nuestras vapuleadas y adocenadas vidas inmersas en la cívica civilización, supuestamente.
Así que, situándose al margen de la realidad, existen cazadores, o por lo menos algunos cazadores, que se inventan otra. Es un paréntesis de la vida real que, a veces, no se distingue de los sueños y en el que una persona sola se va al campo y, si puede, cada vez a un campo distinto y, una vez allí, se queda solo consigo mismo e intenta apropiarse de lo que la Naturaleza, originariamente, ofrecía a todos.
El asunto tiene por finalidad concreta volver a casa con alguna presa, pero no es esa la finalidad principal y, a veces, tras muchas horas de cuestas y barrancos, de páramos y vegas, ni siquiera se consigue.
El que caza para hacer carne, hoy en día más que nunca, termina dejándolo, porque la carne se encuentra preferentemente en los supermercados, en los mataderos industriales y en las explotaciones ganaderas, cosas todas muy racionales y civilizadas. La carne no es ya cosa de los cazadores, sino de las multinacionales.
Es más normal que persevere en el asunto el que busca el viejo juego de aprender de los animales, de entender sus costumbres, de acoplar sus pasos al clima, a la orografía, a la luz y al palpitar distinto que cada día trae consigo a cada lugar.
En esencia, la caza, es una búsqueda. En general, una búsqueda tan dura, tan constante, tan incierta y, generalmente tan vana que, cuando desemboca en hallazgo, el que la llevó a cabo se siente con derecho, con un derecho ganado tras muchas conjeturas y miles de pasos, al animal salvaje. Al animal que no es de nadie, que a nadie preocupó jamás de los jamases, pero al que todo el mundo hoy defiende, sin saber nada de él, como si fuera suyo. Y así, el cazador, pasa a ser un profanador de la Naturaleza, un asesino, un individuo que mata por capricho.
Sin embargo, hasta ahora, en esta civilizada sociedad, tan sensible con los animales, a muy pocos les importa de dónde sale lo que comen. Muy pocos son conscientes de que la muerte masiva de especies enteras está detrás de este bienestar tan aséptico del que gozamos, que la desaparición de extensas masas forestales está a punto de que en breve tengamos que pagar el aire que respiramos como ya hemos empezado a pagar el agua. Tal vez sería muy bueno para muchos hacer, sólo por una hora, de matachines y luego de matar al animal, del que tanto aprecian los filetes, tuvieran que destriparlo, quitarle la piel, trocearlo y ponerse de sangre hasta los codos.
Pero preferimos tener una mascota capada y darle pienso y, sobre todo, no saber las consecuencias de vivir tal como vivimos. Pregunte usted a alguien si es ecologista.
La caza siempre me pareció una actividad normal y, con ella, el mundo ha perdurado miles de años. No sé si perdurará otros tantos, tal y como lo conocemos, a esta civilización, tan aparentemente incruenta, del consumo y del desarrollo que la codicia llama sostenible. Por muchas piezas que mate un cazador, mata más la mentira en que vivimos, eso sí, tan contentos.

10 noviembre 2012

Buscando setas



Los dos estaban muy contentos. Buscar setas de cardo por páramos, eriales y lastras les hacía felices. Era un placer fijar la vista en la vasta lejanía para, al instante, escrutar el suelo que tenían a sus pies. Mirar al suelo, mirar al suelo, mirar al suelo.
-        ¿Tú no tienes la sensación de no ver por más que mires?
-        Y la de tenerlas delante y no saberlas ver.
-        Y la de que salen después de haber mirado.
-        Y la de que las estoy pisando.
-        Y la de que con el sol voy a descubrir su destello inesperado.
-        Y la de que esto de las setas es casi brujería.
-        Y la de que el tiempo se pasa sin sentirlo.
-        Y la de que las saca de la tierra nuestro afán de encontrarlas.
-        Y la de que estás segura de tenerlas delante y no las ves.
-        Sí, a mí también me pasa –dicen alternativamente.
Y los dos, mirando al mismo suelo, se llaman mutuamente cuando descubren una.
-        Llámame siempre, que cuatro ojos ven más que dos.
-        Y, además, siempre hay que buscar la compañera.
-        Pero mientras la cojo, no dejes de mirar.
-        Te creerás que puedo, no hago otra cosa.
Y así van recorriendo los viejos seteros que él conoce de muchos años atrás. Y ella le va diciendo sitios que recuerda pero que no ubica, porque en el campo unos navegan con rumbo definido y otros disfrutan yendo a la deriva.
-        ¿Estamos cerca del círculo de piedras?
-        ¿Hemos pasado ya por la cuestecilla del pirlitero?
-        ¿Iremos luego al claro del pinar?
-        ¿Bajaremos la cuesta de las chorreras?
-        ¿Subiremos a la pradera de la taina?
Y él contesta según le parece, según donde se encuentran, según ve la humedad de la tierra, según el frío que de repente traen las nubes negras, según el tiempo que hace que no han ido, según las ganas que percibe en los tonos de ella…
-        Al círculo de piedras, para ir, hace falta que llueva mucho más.
-        La cuestecilla del pirlitero la cogeremos de paso.
-        En el claro del pinar están hoy las ovejas.
-        Las chorreras las dejaremos para lo último, cuando bajemos de regreso al páramo.
-        La pradera de la taina es obligada, nos pilla en aquella dirección.
Entonces ella dice:
-        Oye, que tenemos que mirarnos de vez en cuando.
-        Claro, es verdad, que vamos como autómatas.
-        Que estamos el uno con el otro. A ver sin no nos vamos ni a dar cuenta.
-        ¿Quieres agua?
-        Y también un beso.

01 noviembre 2012

Madrugando entre nieblas



Le pareció muy frío que le dejaran en aquella encrucijada. El guarda dijo:
-        Cace las laderas a ambos lados de ese camino y, luego, el cerro a su espalda. Cupo: tres perdices; el pelo ni tocarlo.
El todo terreno se alejó y allí quedó el Pela, como un tonto, mirando a ambas laderas.
Al verse solo y sin perro, se le antojaron demasiado extensas las laderas y casi inaccesible el cerro puntiagudo a su espalda, con más de cien metros de altura sobre su horizontal. Supuso que aquel cerro era demasiado para él, y ya veríamos si podía con las dos laderas.
Echó de menos entonces la compañía de un perro. No importaba que fuera bueno o un simple chucho. El mirar a un animal te distrae del esfuerzo y te hace sentir, aunque no sea el caso, que vas encaminado, que tienes una referencia más fiable que la de tu mero pensamiento.
Por otro lado, si allí había perdices, las imaginaba ajenas a él, casi inalcanzables y, si acaso se quedaba con alguna, no sabía dónde imaginarla ni qué estaría haciendo. Tal vez tan tranquila como estaría él si no supiera que iba a ser cazado. Tienen suerte los animales de no sentir temor ante el futuro, se dijo.
Por las pocas referencias que tenía del coto, sabía que tenía una linde al final de la ladera derecha y otra al fondo, en el alto entre ambas. Así que emprendió una subida en zig-zag entre los olivares, los barbechos, los rastrojos y los campos de girasol recién cosechados del costarrón que quedaba a su derecha.
La niebla no se despejaba. Ya le advirtió el guarda:
-        Con esta niebla si le pilla la Guardia Civil va uste arreglao.
Pero él asumió que, como mucho, en una hora levantaría.
Tras media hora de ascensión topó con las tablillas del coto lindante. No había visto nada en la subida, así que siguió la linde asomándose a cada barranquera, a cada desnivel, a cada ribazo, con la esperanza de sentir volar o de ver correr o saltar alguna pieza. Pero nada, ni un aleteo, ni un movimiento. Sólo la niebla escupiendo en su ropa con su hisopo invisible y constante.
Al asomar a una barranca, entre la niebla, vio deslizarse una especie de sombras enfrente, como conejos que se desplazaran rápidos a su vivar.
-        Ya me han advertido que no puedo tirar al pelo, que es para los del pueblo.
Pero casi al instante advirtió que no eran conejos, pues saltaron tres o cuatro perdices vibrando como balas del supuesto lugar de los vivares.
-        Mi vista no es lo que era, ¡puta niebla!
Intuyó que cruzaron a la ladera de enfrente. Tontería seguirlas en la niebla y por derecho. Seguiría su camino y bordearía por la linde aunque tardara una hora en cogerles el pico.
Descendió un poco y, de entre unos olivares, volaron otras dos en la misma dirección.
-        Bueno, al menos sé que llevo alguna por delante, se consoló.
Pero a la perdiz, se dijo, le gusta apeonar y, si me están sintiendo, seguro que alguna se esta yendo hacia arriba, para cruzarse por el alto al otro coto. Y, con esta idea, subió de nuevo al olivar más alto y, sin dejar de mirar las asomadas, lo fue siguiendo. Terminaba el olivar en un gran barbecho que hacía linde con el camino que lo bordeaba. El Pela se dijo, no debo cortar, no me debo dejar la última punta. Y recordó al viejo de su primera cuadrilla, al Tajadilla, que siempre le dijo que no se caza la perdiz por derecho, que hay que mirar todas las asomadas. Y, la verdad, sin mucha fe, se asomó a la última linde del olivar con el camino.
Del mismo lindero herboso, junto al último olivo, saltó la perdiz con su batir metálico de alas. Salió a tiro y el Pela con un encare instintivo la dejó seca al primer tiro. Pero, al ruido de éste, volaron otras dos y, con el interés en cobrar la primera, falló el segundo tiro.
-        ¡Maldita sea! –pensó.
Pero, al instante, recapacitó.
-        Va uno desesperando de alcanzar alguna y luego se cabrea por no hacer un doblete. Somos insaciables.
Y se dijo que le sobraba campo y que mejor haría con conformarse y seguir, paciente y concienzudamente, su rutinaria búsqueda con mayor humildad.
Con gran esfuerzo, por lo embarrado del terreno, cruzó los campos grandes de terrones que le llevarían, siguiendo la linde, a la otra ladera. En algunos lugares se clavaba hasta los tobillos. Así, hasta alcanzar el olivar donde se iniciaba la cabecera de la otra cuesta.
La niebla se había disipado dejando al descubierto los cerros, los altos y todos los puntos donde convenía asomarse para sorprender a las astutas aleteadotas. Sin embargo, el día estaba gris y el zarzagán se había levantado.
Apenas salió del olivar, una perdiz se deslizó desde mitad de los terrones a la ladera que acababa de cazar.
-        Bien, se dijo, el viento les hace volar al sitio de su querencia, al de donde salieron.
Comprendió que no podía seguir esa ladera abajo, que debía cruzar por lo alto y adentrarse para luego volver en dirección inversa y sorprender de pico a las perdices que encontrara y hacerlas volar a su querencia. Así lo hizo.
Enseguida, en la primera asomada, dos se le volvieron entre los olivos esquivando el tiro con un quiebro entre ellos. Otras cuatro o cinco más hicieron lo mismo sin darle oportunidad a disparar.
-        Bueno, las tengo otra vez en la otra ladera. Hay que empezar de nuevo.
Y, con tranquilidad, buscó el modo más suave de bajar. Iba observando la distribución de la ladera que antes la niebla le impidió ver completamente. Subiría por el extremo de los últimos olivares.
Cruzó nuevamente el camino y, apenas alcanzado el olivar, una liebre se le desencamó a quince metros. Por instinto la escopeta se le vino a la cara. Pero no tiró.
-        Un trato es un trato. El pelo es para los del pueblo.
Enseguida volaron de nuevo cinco o seis perdices de entre los olivos. Intuía que podría tirarles si, en lugar de seguirlas, cortaba hacia arriba y luego se iba asomando a la cuesta. Así lo hizo.
Apenas llegó al punto más alto, con los pulsos acelerados, hizo la primera asomada. Pero, un instante antes, vio por un momento salirle de la misma cresta una hacia atrás. Casi sin encarar, al mismo tiempo en que la iba a ver desaparecer, le disparó. La experiencia le dijo que la había pegado, así que rompió a correr hasta la cresta. Corría herida rastrojo abajo. Menos mal que la vio. La alcanzó sin dificultad. Era un macho viejo. Así saltó donde saltó. Pero reconoció que se quedó con él de milagro.
Dos perdices, era más de lo que había imaginado. Pero estaba en el alto y el trabajo duro estaba hecho. Las demás tendrían que andar cerca.
Así fue pero, las muy tunantas, esperaron en un claro, ladera abajo, y, en cuanto el Pela asomó el morro, volaron tan campantes a la otra ladera.
-        ¡Maldita sea, vuelta a empezar!
Y sin embargo sabía que no podía ir directo tras ellas. Tenía que terminar de recorrer la ladera antes de cruzarse de nuevo a la otra por el alto. Otra hora de caminar atento entre brozas, olivos y terrones.
De nuevo en el último olivar intuyó que podía haber alguna.
-        ¿Lo cojo por fuera o por dentro?
Lo cogió por dentro. Y, efectivamente, oyó como la patirroja salió bufando por la parte de fuera. Aún corrió para verla alejarse entre dos olivos.
-        Hay que joderse, si lo cojo por fuera la hubiera tirado.
Pero aquí no hay consejos que valgan. Tú aprendes de ellas al perseguirlas y, a la vez, les enseñas a esquivarte. Eso pensaba el Pela cuando de nuevo se cruzaba por los blandos campos de terrones a lo más alto y alejado de la otra ladera.
Cuando le faltaban cien metros para llegar al punto deseado, se paró a recuperar el resuello. Se dio cuenta de que iba empapado en sudor y se dijo que ya no tendría fuerzas para darles otra vuelta. La parada y la idea le hicieron serenarse. Subió arriba como si todo le importara un bledo, con los pulsos relajados y sin urgencia por hacer más carne. El viento le sorprendió en cuanto descumbró. Una perdiz fuera de tiro voló a favor del aire como si fuera un reactor.
Sabía que saltarían, a tiro o no, de nuevo. Se relajó antes de asomar al siguiente morro.
Salió de abajo, se cruzó, cogió el aire y viró como una exhalación hacia la otra ladera pero, el Pela, para entonces, la tenía bien enfilada y, al primer tiro, la patirroja giró en el aire y dio un buen pelotazo contra el suelo.
El Pela quiso hacer memoria. ¿Cuántos años hacía que no cobraba tres perdices?
Renunció a recordarlo. Pero, se dijo, ¿a lo mejor no estoy tan viejo como me imagino?
Según volvía a la encrucijada prefirió no hacerse ilusiones y pensar que, simplemente, tuvo un día de suerte.

31 octubre 2012

Enseñando a la garabita



Las cuatro horas seguidas de frenética caza por barrancos, laderas, quebradas y masas compactas de aliagas, espinos, rocas y retamas, no sirvieron sino para romper los riñones y las piernas del voluntarioso trío. Al cabo de ese tiempo, sudados y derrengados, los tres cazadores pusieron en su cuenta otro fracaso. Habían espantado a la media docena de perdices aisladas que, a duras penas, consiguieron levantar fuera de tiro.
Dos de ellos lo dejaron. El tercero tomó un café en el pueblo y salió de nuevo. La afición es una vieja compañera que se empeña en hacer creer a los ilusos que puede triunfar maña donde fracasó fuerza.
Se llevó a la perra nueva. La pequeña Tiqui, una renacuaja garabita, salió ufana, sintiéndose protagonista; la Fary, madura y poderosa braca, se quedó aullando rencorosa y lastimeramente su desprecio. Pero el cazador viejo quería llevar un animal sin avance, porque él tampoco lo tenía ya, y menos tras la jupa desde el amanecer.
Eligió una vieja acequia ancha y herbosa que venía a morir junto a la carretera. A los lados, terreno limpio: rastrojos y barbechos. Subía lentamente acequia adelante, con la ilusión de que la liebre se hubiera refugiado en ella de la primera helada contundente del otoño. La garabita, al sentirse centro de atención, movía hierbas, matojos y junqueras a seis u ocho metros por delante de él, y hasta daba la impresión de que cazaba o, al menos, parecía que lo hiciera.
A la media hora, la perrilla levantó la cabeza y simultáneamente un perdiz voló, cruzándose, treinta metros delante a la derecha. El cazador, en un acto reflejo, tomó los puntos, tiró de la mano y la perdiz cayó al segundo tiro en el extremo del rastrojo. La Tiqui corrió hacia ella, la persiguió un par de metros en el suelo, la atrapó y la sujetó entre sus fauces pequeñas contra la tierra, en parte dudando de su fuerza y, en parte, de su inexperiencia, porque era la primera perdiz que cobraba. El cazador cargó rápidamente, por si la acequia se hubiera convertido en el refugio de alguna otra patirroja. Al ver que no salían, no se movió del sitio y esperó que la perra no hubiera olvidado lo que aprendió en la codorniz. La menuda garabita no cesaba de mordisquear la perdiz, sin soltarla un momento de la boca ni moverse del lugar donde la había cogido. Para provocar la reacción del animal, el cazador, sin quitarle ojo a la perra, echó a andar. La Tiqui con la perdiz en la boca comenzó a venir hacia él. Él siguió andando y sólo cuando la perra estaba a un par de metros se paró. La perra hizo lo mismo y, acercándose a ella, la acarició y felicitó por su faena y le tomó lentamente la perdiz de la boca. Mientras guardaba el ave, la perra no paraba de saltar a su lado, intentando mordisquear nuevamente la pieza. Luego, volvió a su puesto, cazando con tal brío y con tal dedicación como su rabillo enhiesto demostraba. La Tiqui estaba tan orgullosa de su triunfo, que sus cinco kilos le cundían más que si tuviera la estampa y la estatura de un poderoso pointer. El cazador se sonreía al verla tan ocupada y con tanta incumbencia.
Siguieron un par de horas de recorrer praderas juncosas, chorreras húmedas, acequiones profundos, pobedas pequeñas y fondos de barrancas perdidas, con un paso tan terco como poco fructífero.
Entre las aliagas aparecieron setas de cardo. Dedujo el cazador que muy despacio debía de ir, más de lo que pensaba, para haberlas descubierto al paso. Y, como no tenía prisa, fue llenando los bolsillos con ellas. Siguiendo más el rastro de las setas que el de una caza, que se había mostrado tan esquiva, llegó casi sin pensarlo al punto de descumbrar una buena ladera. La vieja costumbre le hizo ponerse en guardia y, sujetando a la perrilla, asomar juntos al otro lado. De veinte metros más abajo, entre dos encinas, saltaron dos torcaces con el estrépito propio de su sorpresa. Los disparos fueron rápidos. La primera cayó aleteando fieramente en el suelo diez metros por debajo de una encina, la otra remontó y, con un giro veloz e inesperado, eludió el plomo que la buscó en vano.
La Tiqui localizó en una aliaga a la torcaz caída, pero era tan vigoroso en tierra su inútil aleteo que la perrilla, nunca puesta en tal trance, no le quitaba ojo, pero no la cogía, temerosa sin duda del estrepitoso aleteo de un ave que para ella era aún animal desconocido.
Volvió con las dos piezas y sus bolsillos de setas y con la perra garabita rellena de nuevas experiencias. Al otro lado de la balanza, cuatro horas a destajo y otras cuatro cazando mansamente.
-        ¿Qué, vende usted esas piezas?
-        No señor, la caza es para casa.

25 octubre 2012

Perdices del llano



La mañana grisácea invitaba a meditar más que a ir de caza. El Pela pensaba así mientras montaba la escopeta. Luego, él solo se enfrentaría a la llanura. También a la incertidumbre de por dónde empezar, que le suscitaba una mezcla de interés y pereza. Ésta última por lo ingente de la tarea. Era un juego de azar en aquel campo pedregoso, a ratos de rastrojo barbado, a ratos de terrones rojos y resecos, el dar con el bando de perdices o levantar por casualidad a la rabona. De hecho, para cualquiera, era difícil imaginar que en aquellos campos, más parecidos a planicies desiertas, se moviera nada fuera de algún tractor lejano o de algún rebaño de ovejas careando.
Esto de la caza se está convirtiendo en buscar lo que uno no está seguro de que exista, se imaginó nada más empezar a andar.
El Pela recordó cuando cazaba con la cuadrilla que le dio la alternativa muchos años atrás. Los terrenos eran parecidos, pero entonces ningún día de caza le incitaba a pensar. Seguramente la juventud le hacía comerse el terreno sin titubear, al paso obediente, o a veces no tan obediente, que marcaban los veteranos dirigiendo la mano. Lo de darle vueltas a las cosas vino mucho después, con la soledad. Que, en el campo, una persona sola ha de buscar la compañía de sus pensamientos. So pena de aburrirse y marcharse a casa.
En cualquier caso era más cómodo lo de antes. El verte solo, te hace plantearte las cosas, se decía. La compañía nos hace menos pensadores. La cosa se reduce a seguir las manos o a conversar, si la cosa se da mal.
Se paró un instante. La llanura se extendía ante él como un pastel plano, sin contornos visibles. Sólo a varios kilómetros sobresalían las primeras lomas, las de la linde y, a otros tantos, la chopera verde del río mudando ya al color rojizo anaranjado del otoño. En el llano pequeños ribazos de cuatro palmos de alto, con alguna zarza, separaban algunos pedazos de los otros. El campo así, tan levemente escalonado, protegía de la vista algunas zonas muertas. Eran las pequeñas franjas que servían a los animales para protegerse de los vientos y, en su huida, resguardarse y burlar a sus perseguidores. Árboles había pocos, dos álamos junto a uno de los caminos de labor. No más. Y las armaduras del tendido eléctrico desentonando y sesgando diagonalmente la llanura. Al menos eran alguna referencia, se dijo.
Sin pensarlo mucho caminó hacia el punto más alto. Era un pequeño teso, apenas un montón de tierra. Desde él, la vista del terreno parecía una manta cosida con retazos de trozos amarillos y ocres. Reconoció que aquella monotonía silenciosa le daba al campo un aspecto intemporal. Y le parecía ayer cuando cazaba en campos como éste con aquella cuadrilla.
Se giró y oteó hasta donde la vista le alcanzaba. Una mancha verde junto al camino que enfilaba al pueblo le dio una pista de por dónde empezar. A medida que se acercaba a ella vio que eran esparragueras y que la mancha era mucho más grande de lo que le pareció al descubrirla. Imaginó que las perdices habrían pasado buena parte del verano en ella, a resguardo del sol y arregostadas al agua de su riego. Él, si fuera perdiz, lo hubiera hecho.
Cuando el Pela llegó a la esparraguera, la encontró mucho más espesa de lo que pensaba. Y, caminando entre los surcos siguiendo las ruedas de tractor, comenzó a atravesarla en un sentido y en otro, desde el camino hacia las labores de la parte opuesta. Los tallos le llegaban al pecho. Y se decía que, sin perro, y en aquel cultivo tan tupido, las perdices, si había acertado y las había, apeonarían sin que pudiera verlas.
Más de una hora se pasó zurciendo aquella mancha grande y rectangular. Lo hacía concienzudamente, con la esperanza de que, llegando al borde, las perdices botaran o las divisara apeonando por los terrones de al lado.
Tras vueltas arriba y abajo, llegó a la última pasada caminando mecánicamente. El Pela casi había olvidado su objetivo. Es más, por unos instantes, estuvo convencido de que había sido una cabezonada suya el pensar que algún bando estuviera allí precisamente. Una simple conjetura interesada que le permitiera empezar por algún lado. Pero el campo era muy grande, por qué habían de estar allí.
El ruido lejano de un tractor le distrajo de sus pensamientos. Se paró. Lo localizó a más de un kilómetro seguido de una cosechadora. Aguzó la vista y vio que entraban en un campo de girasol.
Fue entonces cuando vio la sombra presurosa y fugaz de la patirroja apeonar gacha por los terrones, azorarse, coger carrera, estirarse y saltar, todo casi al unísono, y fuera prácticamente de tiro. Tan nervioso como ella, corriendo la mano, le soltó los dos disparos sin pensarlo. Sin quitar el dedo del gatillo, sabía que se había equivocado y se maldijo por ello, y, efectivamente, al instante, seis más saltaron del borde de las esparragueras. Tomó la referencia de su vuelo y cargó con la esperanza vana de que alguna otra quedara rezagada. No fue así.
Tontería ir por derecho tras ellas. Daría un rodeo amplio por la derecha e intentaría, protegiéndose de su vista en aquel terreno tan poco propicio,  sorprender a alguna en los pequeños y discontinuos ribazos. Sabía que tenía que caminar ligero, armarse de paciencia, tomarles la vuelta y, sobre todo, no precipitarse.
Tras un rato de rápido caminar comenzó a girar para tomarles la vuelta. En cada pequeño desnivel las presentía y el corazón le latía con más fuerza. Enseguida vio saltar a cuatro muy largas. Las otras no podían andar lejos. En el siguiente ribacete saltaron otras dos. Se contuvo. A treinta metros, tras una zarzamora, quiso volvérsele para atrás la otra. Se hizo con ella al segundo tiro. Pero el animal, una vez en el suelo, rompió a correr. El Pela agradeció que cayera en los terrones y, sin perderla de vista un segundo, corrió tras ella. Con tanto brío corría que olvidó sus años y por no perder de vista a la perdiz no miró al suelo y así, tras tropezar, en lugar de perdiz cogió una buena liebre, rodando por el suelo tan largo como era. La ansiedad por no perder la pieza le hizo levantarse al instante y ver, en el último instante, al pájaro amagarse en los terrones a unos cuarenta metros. Caminó despacio, con los ojos clavados en el sitio, acariciando vengativo el gatillo. Cuando llegó al lugar, la encontró muerta. Notó entonces lo mucho que le dolía una rodilla.
No era momento para pararse. Las otras habían volado en la misma dirección. Volvió a buen paso a su rutinaria búsqueda. Tras veinte minutos las vio volar de nuevo, por aquí la una, por allá la otra. Maldita sea, en esta llanura y desperdigadas, se dijo. Llegó un momento en que no sabía qué dirección tomar.
Reparó entonces en que la cosechadora y el tractor que viera por la mañana se alejaban, dejando sin segar la mitad del campo de girasoles. Tal vez habían llenado el remolque del tractor. Y entonces se dijo que, no sabiendo donde ir, más le valía dar una vuelta a los girasoles que quedaban en pie. Alguna podría haber buscado allí refugio.
Los girasoles, como le pasó con las esparragueras, resultaron más espesos de lo que imaginaba. Encima se había levantado viento. Y ya se disponía a darle un repaso concienzudo cuando, apenas internado en él cincuenta metros, la vibrante arrancada de una frenética aleteadora le sobresaltó. Voló a favor de viento pero, en esta ocasión, el Pela tiró tan rápido y con unos reflejos tan diestros, que el animal cayó desmadejado en medio de lo espeso. El cobrarla le llevó su tiempo pues, aunque estaba donde cayó, los girasoles por su uniformidad no admiten más referencia que la aproximada de la caída.
Andaba ya el Pela satisfecho con sus dos perdices. Cuando pensó que aún le quedaban energías para volver a las esparragueras. Tardó un buen rato en presentarse en ellas. Y, al llegar, supo que no le quedaba otro remedio que repetir el monótono divagar por las rodadas de tractor entre ellas. Hasta el extremo y vuelta más adentro. Y aburrido estaba de dar vueltas cuando vio a una torcaz venir de lejos. Se amonó, agazapándose entre la línea de las esparragueras. La torcaz venía a buena altura pero la confianza ciega que anima siempre al cazador le hizo verla más cerca y, a la que le rebasaba, le soltó relajadamente los dos tiros, dando por hecho que serían los últimos del día. Y lo fueron, porque al ruido de éstos, le saltó la perdiz de las esparragueras a menos de diez metros dejándole con la boca abierta y cuarto y mitad de decepción. Buen par de tiros, se dijo, ni torcaz ni perdiz.
Miró al reloj, llevaba ya seis horas andando. No podía quejarse, amén del episodio de la liebre, se llevaba a su casa dos perdices de las siete que vio. Que todos los días fueran como ése, que, para volver de bolo, ya tenía toda la temporada. ¿Quién sabe si volvería a dar con las perdices del llano? Tal vez, para otra vez, ya se habrían vuelto un recuerdo, como les pasó a los compañeros de cuadrilla. Quizás hacerse viejo sea buscar recuerdos de cosas que, al final, uno no está seguro de que llegaran a ocurrir. ¡Hay que joderse, cómo se me ha puesto la rodilla!


19 octubre 2012

De Cantalojas a Grado del Pico



Anoche nos dijeron los del Bar Plaza que la pista que deja a la izquierda el Castillejo es la que va a Grado del Pico. También nos dijeron que tiene unos ocho kilómetros y que, en tiempos, en Grado del Pico se hacía la remonta. Esto de la remonta era un servicio que se hacía con sementales del ejército, traídos de Alcalá de Henares, para mejorar la raza de la ganadería caballar de la zona. Pero todo eso ya es historia porque en Grado del Pico sólo quedan cinco habitantes fijos.
Parecen serios los parroquianos del Bar Plaza si no fuera porque todos se ponen de acuerdo para iniciar a un albañil rumano en la caza del gamusino, cuya veda según ellos se acaba de abrir. El rumano atiende muy atento a las explicaciones de los viejos que le documentan sobre el animal.
-        En esta zona es de las pocas de España en las que aún quedan gamusinos autóctonos en terreno abierto –le dicen con mucha autoridad y orgullosos de haberse aprendido la difícil esdrújula.
-        Hay que aprovechar estos pocos días porque enseguida les nacen las alas y ya no hay quien los agarre. Echan luego una concha más dura que la de los galápagos, se arrancan en los demonios y entonces no los bajas ni con plomo zorrero.
-        Me han dicho que en los Montes de Toledo quedan todavía algunos ejemplares como los de aquí.
-        Quiá. Esos son de repoblación. Los únicos gamusinos buenos, pero buenos buenos de verdad, son los gamusinos comunes. Los de aquí de toda la vida. Por ahí echaron gamusino japonés que es mucho más pequeño y, aunque es más trabajador y cría bien, no sabe a lo que tiene que saber y tiene mucha merma. Dónde va a parar. Y además, en el campo, creo que son una cosa tonta, que los coges hasta sin perro ni garrote. Vamos, a mano, que es que no tienen ni un mal cantazo.
-        Bueno, en el Pirineo creo que hay otra variedad del terreno y también muy apreciada: el gamusino becado. Que allí la conocen desde siempre.
-        Sí, eso es verdad. Pero ése se cría a más de tres mil metros de altura, en la linde con Francia, y claro, no compensa, porque si te pegas la pechá de subir y luego, por un casual, no ves ninguno, pues has echao el día de cojones.
Tras cenar en el bar, dejamos a los parroquianos del pueblo documentando al rumano sobre la caza nocturna del gamusino. Como de costumbre nos vamos a dormir a la furgoneta y dudamos de que nos hayan dicho la verdad sobre la pista que lleva a Grado del Pico y su distancia.
A la mañana siguiente no madrugamos porque la distancia a recorrer no lo merece. Al salir del pueblo, por si acaso, preguntamos a dos mujeres si por la pista que vamos a coger vamos bien a Grado.
-        Huy, ya lo creo. No tienen más que seguirla y en cuanto lleguen a aquel monte no hay más que bajar.
-        Muchas gracias.
-        No se merecen.
La pista de tierra, al poco, está cruzada por una cancela. Abrimos y cerramos, como es la costumbre y continuamos por una pista que ahora está alfombrada de cascajo de piedra para que el agua, cuando caiga, no interrumpa el paso rodado por ella. Hay decenas de vacas en las praderas.
Poco a poco vamos dejando el pueblo atrás y el cerro pelado del Castillejo a la izquierda. Topamos con un conglomerado de vacas en mitad de la pista. Hay dos vaqueros, al otro lado de una alambrada, que acaban de separarles de sus terneros. Las vacas mugen sin consuelo llamando a éstos y se agrupan obstinadas junto al alambre espinoso que les separa de ellos.
Uno de los vaqueros, al ver que nos acercamos, sale del cercado y, girando la garrota en una mano, amaga a las vacas y hace que éstas lentamente abran paso. Como toda precaución es poca entre gente tan burlona, repetimos la pregunta.
-        Nos podría decir si vamos bien a Grado del Pico.
-        Claro, hombre. Claro que se lo podría decir.
-        Pues, hombre, díganoslo. ¿Vamos bien o no?
-        Si no dejan la pista, sí.
-        Es que hay más pistas.
-        Sí, por allá salen varias, pero ustedes no dejen esta. No tiene pérdida, siempre subiendo. Luego ya, más que dejarse caer y a Grado.
-        Muchas gracias.
-        No corrían prisa.
Seguimos la pista y vamos dejando atrás espléndidas praderas y más vacas. Las praderas se van estrechando y llegamos a un paso en forma de embudo, arriscado a la izquierda y con una ladera muy pina a la derecha. Hay una subida fuerte pero que no parece muy larga. También aparece otra cancela que abrimos y cerramos al pasar.  Al cabo de un cuarto de hora descumbramos y damos con la otra vertiente. El campo cambia y ahora la vegetación apelmazada y agreste puebla ambos lados del camino que baja a Grado. Al fondo se ve la gran montaña que da apellido al pueblo.
Todo es bajada. Al principio muy pronunciada y luego más atenuada. Hay mucha maleza en el barranco de la izquierda. Parece una zona de pastos abandonada. Aquí y allá se ven chabolas de pastores hechas de pizarra y cerradas llenas de aliagas y estepas que claramente demuestran su falta de uso. Sólo al final de la bajada, ya cerca del pueblo, hay un par de tainas grandes con cubiertas de teja roja que aún se mantienen en pie. Hay también algunas praderas. Pero sólo en una de ellas pastan media docena de caballos. Entre las praderas y el comienzo de las laderas pobladas de maleza saltan, con su ruido metálico y vibrante, un par de bandos de perdices. Parece que las perdices sobreviven en estos parajes aislados y perdidos mejor que en muchos cotos de postín.
Atravesamos el río de agua clara y abundante, que nace poco más arriba, y no vemos a nadie. Sólo un letrero de madera indica a la derecha “Senda de los Caracoles”.
Los pitidos estrepitosos de una furgoneta rompen el silencio e indican que el panadero o algún vendedor ambulante ha llegado al pueblo.
Atravesamos la desierta población, cuesta arriba, hasta llegar a la iglesia. Es románica con una bonita arcada tabicada para hacer una capilla y los capiteles que quedan a la vista nos parecen hermosos. Las casas tienen las puertas cerradas y casi todas tienen un tablero adosado en su parte inferior por si baja fuerte el agua por las calles.
Un hombre con un mono blanco está pintando la puerta de la iglesia y, se conoce que aburrido de no ver a nadie, nos dice si queremos ver el interior. Todo es un pretexto para echar un cigarro y charlar un rato.
El pintor resulta ser un tal Pacomio que vive en Cantalojas y que nos dice que, en realidad, no hay 8 kilómetros sino 10 entre ambas localidades, que lo tiene bien medido con el cuentakilómetros del coche, y que más vale que hayamos traído algo de comer porque allí no hay taberna abierta. También nos dice que lo de La Senda de los Caracoles es un complejo de esos modernos y que por ahí hay algún folleto del lugar.
Comemos queso con pan al lado de la fuente que hay en la plaza del pueblo. Luego localizamos uno de los folletos junto a una puerta y, gracias a él, nos documentamos. La Senda de los Caracoles se anuncia como un hotel rural SPA con encanto. Hay que ver cómo la cursilería no respeta siquiera estos desiertos. Qué encanto de mundo.
El negocio ofrece, como su nombre indica, SPA, pero complementa esta sucinta información con el ofrecimiento de: hidromasajes, aromaterapia, masaje relax, exfoliante corporal con envoltura en café, cereza, chocolate, algas o barro más hidratación corporal, circuito terapéutico, drenaje linfático, tratamiento anticelulítico reductor, tratamiento de piernas cansadas, reflexología podal y tratamiento facial regenerador y equilibrante y, además, piscina activa, jacuzzi, nadadores contracorriente, parafango y cascadas.
El contraste entre estos parajes desolados y los servicios del hotel hace que nos entre la risa simultáneamente tras unos segundos de tenerla contenida. Decidimos renunciar a las cascadas y al parafango, y a todo lo demás. Nos imaginamos a los pastores que un día habitaron el pueblo disfrutando de estos modernos tratamientos. Aunque antes, a lo que más se llegaba, en caso de extrema necesidad, era a meter los pies en agua de sal. Qué ordinariez, por Dios, qué ignorancia y qué falta de refinamiento, qué desdén al progreso. Así va el país.
Desandamos el camino a Cantalojas y nos dura otras dos horas, como el camino de ida. Comemos en el bar Plaza, donde nos dan lo que tienen casi a las tres de la tarde. Las raciones de gamusino se les acaban de agotar.

13 octubre 2012

Fin de ciclo



Llegué bastante antes de la hora del entierro. Me dirigí, sorteando por las cuidadas calles los patios de tumbas nuevas, al viejo y arrinconado cementerio civil. Enseguida localicé la sepultura. “Morir es ley, no existe ley para matar”.
“Ni por España, ni por la República, ni por la libertad, ni por la hostia, ni por los cojones. Yo quería poner cuatro palabras que hicieran pensar. Y bien que le di vueltas a ver lo que ponía. Cuando encontré ésas, descansé.”
El epitafio reza en la cabecera de una tumba sin cruz pero remozada con esos granitos al uso, oscuros, pulidos y brillantes. La lápida estaba echada a un lado, el cemento fresco listo en una arqueta y las plaquetas de ladrillo dispuestas para sellar el alojamiento del nuevo féretro.
Me asomé a la fosa. Los cuatro cuerpos de ésta estaban vacíos y, bajo el cuarto, había un agujero rectangular, mucho más pequeño, con una caja medio podrida. Canuto me lo tenía dicho.
“En esa tumba enterré a mi hermano un día de abril de 1940. Lo picaron junto a otros 14 el día de antes. Como no confesó no le pusieron en el pecho un cartel con el nombre como hacían con los otros. Lo tuve que reconocer entre los demás cadáveres. Todos los años pagué la sepultura. Hasta que, después de la democracia, me dejaron comprarla. Luego, cuando tuve dinero, la arreglé, puse el epitafio y metí sus restos en una caja de madera en un agujero que mandé hacer debajo del cuarto cuerpo.”
Mientras recorría las solitarias callecitas del cementerio hacia la puerta vieja, recordaba  e imaginaba a Canuto. A los 16 años inmerso en una guerra y falsificando su edad para ir al frente. Desfilaron también muchos parajes: Montarrón, Sigüenza, Brihuega, Maluque, Don Benito, Teruel, el Ebro, Valencia, Alicante… También los fantasmas amalgamados de las gentes: civiles, militares, milicianos, comisarios políticos, anarquistas, comunistas, socialistas, fascistas, italianos, alemanes, rusos, brigadistas, moros… También los episodios de su vida tras la guerra: su hermano y su tío fusilados, los campos de concentración, los batallones disciplinarios, los campos de trabajo.  Dos años y diez meses, me dijo. Luego, ya rehabilitado, vino el nuevo servicio militar como soldado ya bueno, de Franco, y, con éste, otros tres años en la frontera con Francia por el asunto de la guerra europea. Después el desprecio, la humillación y la desconfianza de los vencedores, su trabajo de albañil y su vida digna, de trabajador, sin renunciar nunca a su idea de la vida ni a su memoria… Y, sin embargo, Canuto no fue jamás un hombre triste, juro que no lo fue. Todo lo contrario, tanto debió darle la vida, que también se sobrepuso a la tristeza. Ninguna pena logró doblegarle. Y llegó a los 92 y ha muerto con la cabeza bien sana.
“Mi familia ha sido muy normal, de gente pobre y humilde pero que si ha habido un duro se ha repartido. Yo no es que quiera defenderme, pero los pobres éramos nosotros. Ellos tenían el dinero, el ejército. Pero de cultos e inteligentes nada, lo que tenían era el dinero. Y donde está el dinero está el poder, a eso no le des vueltas. Un tío con dinero, haga lo que haga, ese tío se salva y, sin embargo, un desgraciao la pringa siempre. Para eso no hace falta estudiarse la Historia de España. Nos ganaron porque no teníamos dinero ni armas. Por eso nos ganaron tan fácilmente aunque, bueno, también les costó lo suyo. Y no duró menos porque no pudieron machacarnos antes. Ya pueden decir los historiadores lo que quieran.”
Al llegar a la puerta del cementerio, poco a poco se va congregando alguna gente. Unos pocos son muy viejos, pero hay un grupo de gente joven que me esfuerzo en identificar con familiares sin conseguirlo.
Cuando llega el coche fúnebre, veo el féretro tapado con una bandera de la Republica y otra bandera anarquista. El coche no puede entrar hasta el cementerio civil y llevan la caja a hombros como se hacía antes.
Cuando, pendiente de las maromas, comienzan a bajar el ataúd, uno de los jóvenes, con cara aún de niño, hace que suene en su móvil el himno de la República. En medio de la silenciosa escena la música es como un hilillo de sonido apenas audible que, tal vez por eso, convierte el momento en algo tan discreto como sentimental, casi íntimo.
Pero a Canuto le queda un hermano que, por esas cosas de la vida, es pastor de no sé qué iglesia evangelizadora y que se resiste a no decir unas palabras. A mí me parece que más por él que por los demás.
Dice unas breves y manidas palabras de alivio y elogio para los hijos y la viuda, pero no se aguanta y menciona la voluntad de Dios.
-        ¿Dios? ¡No me jodas! –dice el viejo que tengo a mi lado.
Termina el pastor y, antes de que la gente se mueva, uno de los jóvenes se pone junto a la tumba y dice que ellos son anarquistas y que como tales no creen en Dios y que, si la gente vive la vida, es para algo, que Canuto ha vivido una vida de lucha y trabajo para sus semejantes. El muchacho es muy breve y muy directo. Luego entona su himno:

“Negras tormentas agitan los aires
nubes oscuras nos impiden ver
Aunque nos espere el dolor y la muerte
contra el enemigo nos llama el deber.
El bien más preciado
es la libertad,
hay que defenderla
con fe y valor.
Alza la bandera revolucionaria
que del triunfo sin cesar nos lleva en pos.
Alza la bandera revolucionaria
que del triunfo sin cesar nos lleva en pos.
En pie el pueblo obrero a la batalla
hay que derrocar a la reacción.
¡A las Barricadas! ¡A las Barricadas!
por el triunfo de la Confederación.
¡A las Barricadas! ¡A las Barricadas!
por el triunfo de la Confederación.”

Y levantan todos las dos manos por encima de la cabeza con los dedos de la una encajados en los de la otra como si cada par de brazos fueran el eslabón de una cadena.
Según me voy alejando, me doy cuenta de que Canuto era el último combatiente de la Guerra Civil que yo conocía. Y una fuerte sensación me acompaña hasta las puertas del cementerio y me sigue fuera de ellas.
El sentimiento de la vida dibuja a veces círculos interiores y extraños en nosotros. Ciclos que no teníamos previstos y que únicamente descubrimos, como si fueran revelaciones súbitas, en el momento mismo de su inesperada conclusión.
La muerte es una puerta que cierra con certeza historias personales concretas, vulgares o  increíbles, a veces inefables, casi siempre mestizas, y abre la marisma inmensamente oscura del mayor de los abandonos: el olvido.
Pero son sólo algunas de estas inevitables desapariciones, no necesariamente de seres muy cercanos ni de padres o hermanos, las que cierran una época y se sienten repentinamente como una soga que ciñe la garganta. No va más. La historia no da más de sí. Ha acabado y nadie sabe si habrá otra venidera que se le parezca o si esta vida virtual en que vivimos tiene vacunado al mundo frente a la ignominia y nos hace creernos inmunes a la barbarie.
No lo quiera Dios, dicen las almas piadosas que, cómodamente, delegan en la divinidad sus miedos, como si fuera el más eficaz deshacedor de sus desasosiegos. Tan ciertos éstos como improbable la existencia de aquélla.
Nunca se sabe, dicen los temerosos de su propia duda para no equivocarse.
No es posible, dicen los optimistas que, con su negación, pretenden tabicarse ojos y oídos y ponerse un marcapasos en el alma.
Todo irá bien. Seguro. Esperemos. Ojalá.