28 noviembre 2010

No tenemos na en casa

- ¡No tenemos na en casa con este hijo!, ¡pero naíta, no tenemos na en casa!, ¿pero es que no sabes, criatura, que estos animalitos se comen? Pero si te he puesto en to el huidero, tonto los cojones, si te la he metido en los mismos pies, desgraciao, si ta pasao a un metro ¡Ay, jodío pianista! No te falta a ti na, galán, anda que no tienes tú que sembrar los restrojos de perdigones. ¿Pero es que no la has visto? Pero si la Juani se deshacía con el rastro, vamos que se desarmaba el pobre animalito, pero si, en cuanto ha botao, se ha jartao de ladrártela, si es que se ainaba. ¡Ni que te hubiera dejao sordo la meningitis de pequeño! Porque tú, por fuerza, tienes que haber pasao la meningitis pa haber salido asín de espabilao, ¡lumbrera, que eres una lumbrera! Y ver ya, ¿ver tú?, pa qué vamos a hablar. Ves menos que una picha escayolá bajo bragueta pana y dos mantas encima en una noche oscura. No sé pa que os sirve el estudiar si vais por el campo como gelipollas. Mira que fallar eso. Y con la mañana que llevamos, ¡me cago en diole! Anda que no ha salido la rabona diciendo: ¡Sarvi, mátame! ¡Sarvi, mátame! Pero tú en qué ibas pensando, ¡ni que estuvieras enchochao con alguna por ahí!, pero si te lo estaba diciendo. Que acabo contigo hasta con agujetas en la lengua. Que en el mes de enero en los restrojos y en los regueros, y que a la que salen tiran pa la senda buscando el perdedero. Y tú, como el que tiene tos y se rasca las pelotas. Igual que esta mañana na más empezar. Y cuidao que ya te lo he dicho esta mañana, que te fijes que aquí con la helada son mu querenciosas, que aquí son mu seguras, Sarvi, que te lo he dicho con to el cariño, papo. Y, cuando he guipao a la primera en la cama, yo, encima, a avisarte ¡Que la veo, que la veo! Y tú, que si estaba de coña. ¡Te había dao una hostia! Tú no ves a un cura en un montón de cal, qué digo a un cura, ni a medio seminario. Anda que menudos ojos te echaba, galán. ¡Huy qué ojos te echaba, qué ojos te echaba! Y tú que nada, mirando a tos los laos menos donde debías. Que ni verla siquiera y yo que mírala, que mírala y tú que: ¿Dónde, dónde?, con una cara de alobao que era pa verte. ¡Anda que ha tardao la Juani en ahuecarla! Y tú que: ¡ahí va si era verdá! Que, si no me la trompico, aún estabas mirándola correr, ¡tonto el bolo! Poca hambre has pasao tú de pequeño. Bien se conoce, por lo listo que andas. Pero es que no estás viendo que están más claras que los obispos. ¡A ver si espabilas, so pasmao! Anda que, si naces mujer, a ti te habían pasao por la piedra tos los soldaos de Sierra Morena. Pero, vamos a ver, ¿qué pintas tú en el mundo? ¡Si no estás a lo que ties que estar, tonto el haba! ¡Ayyyy, qué consumición, Virgen Santísima del Pilar de Zaragoza! ¡Me cago en hasta en el patíbulo! ¡Me cago en hasta en la enclavación! ¡No te tenías que morir nunca, Sarvi, no te tenías que morir nunca! To la vida enfermo. Sí.
De vuelta al pueblo, el Colás, ya en calma, hacía las paces:
- No me lo tengas en cuenta, Sarvi. ¡Papo, Sarvi! Que ya sabes tú que luego no soy nadie. Anda, vamos a fumarnos un pajandini. Sí.

27 noviembre 2010

Estampas cotidianas

El frutero parece un simple pero no ceja de guasearse de las clientas.
- Me tienen harta en casa con que no quieren verdura.
- Pues si a usted le va lo verde, doña Charito, échese un querido.
- Huy sí, hijo mío. Con todas esas de fuera que andan por ahí, enseñando hasta el mondongo, que yo las cogía y las ponía de patitas en su país.
- Pero, qué culpa tienen. La culpa la tienen los hombres –tercia la frutera.
- ¿Los hombres?, pobres de nosotros. Pero si lo nuestro no son nunca malas intenciones ni lascivia de esa mala. Lo nuestro es debilidad, que es la debilidad la que nos pierde, doña Charito.
- Sí, debilidad. ¡Ya, y ternura! A vosotros lo que os pasa es que culo veo culo quiero. ¡Qué sois todos unos babosos! Y una en casa haciendo el guiso con el mandilillo de la continencia y ni caso.
- Diga usted que sí. Y unos pringaos que había que matarles –apoya la frutera.
- Pues mire, estando usted bien atendida, deje a su marido que reparta el sobrante. Porque lo que no pueden hacer las mujeres es querer mandar también en el sobrante –vuelve el frutero a la carga.
- Pero qué sobrante ni sobrante. ¡Ni que fuerais un pantano! Lo que tenéis vosotros es faltante, pero faltante de vergüenza y de lo otro. Qué sois unos bocazas.
- Oiga, oiga, sin ofender. Cuente usted con su propia experiencia, que algunos vamos muy sobraos.
- Sobrao tú, con esa pinta de sietemesino.
- Oiga, señora, que las apariencias engañan. Mire, mire, pregunte aquí a mi señora, que no me dejará mentir.
- Huy, tititititititititi, pero qué has comido esta mañana –salta la frutera con la mano derecha levantada y moviendo el dedo corazón.
- Pues como no haya sido verdura.
- Pues habrás sido eso y se te habrá subido el color a la cabeza.
- Diga usted que sí, doña Charito, que los hombres, todos, pero todos, sin dejar ni uno, ni al más santo: unos guarros. Se lo digo a usted.
Pago y me marcho, porque antes de que me metan en el frente prefiero una digna retirada. El frutero, que suponía en mí una baza para seguir con la bronca, aún me insiste:
- ¿Y usted no dice nada?
- No, yo ya me marcho.
- ¡Qué poca solidaridad!

26 noviembre 2010

Exilio

Se han conocido exilios masivos y desgarradores. Históricas huidas hacia lo desconocido provocadas por el miedo que, más cauto que la razón, impelió a muchos a abandonar su tierra por eso de que inquina y raciocinio son agua y aceite. Fueron frutos de postguerras, donde los perdedores le tuvieron mucha más ley al miedo alado que a la incierta humanidad del vencedor. Exilios obligados por eso de que, con la muerte, es mejor no jugar a cara o cruz.
Hay otros exilios voluntarios, del que no está de acuerdo con lo que le rodea y sabe que no puede cambiarlo. Estos exilios están revestidos de impotencia, pero también de dignidad y, sobre todo, de ese romanticismo al que se llama trasnochado pero que, en todos los tiempos, ha movido el mundo. Es el idealismo, presente en la vida de los soñadores, o de los menos conformistas, o de los más valientes, o, quizás, de los genios.
Hay, sin embargo, otros exilios interiores que son irrevocables. La dictadura del tiempo los gobierna. Éste nos echa de la niñez, de la adolescencia, de la juventud, de la madurez, de los gustos, del trabajo, nos exilia de los seres queridos, de los acostumbrados compañeros, de los entrañables amigos, a veces, también de los amores o del amor de nuestra vida, y termina echándonos hasta de los vicios y de la salud. Y no cejará hasta que nos desahucie de nuestro propio cuerpo. ¿Dónde iremos entonces?

23 noviembre 2010

A mí, las cosas claras

El orden es aburrido. Sí, necesario, ya sé, pero tedioso. De ese pastel del orden no me guardes mucho. Un trocito cuadrado, claro, sólo para recordar lo imprescindible.
Del orden salen colecciones, conjuntos, cosas que ya estaban. Coleccionar es ordenar cosas, más o menos llamativas, o valiosas, o nimias. Ahorrar es hacer conjuntos, ser un coleccionista de ellos en forma de monedas, billetes, propiedades, sin importarte la monotonía ordenada de tenerlas repetidas en lugares también repetidos. Pero dicen que da seguridad.
Y da la impresión de que ese orden, añadido a todos los demás inventados, hace que nos sintamos más firmes en la vida, menos espantados. Es una fe más que nos protege. La catalogación de todo, incluso de las personas, nos hace creer que pisamos el suelo de un modo más sentado, como dominando. ¿Será el orden una forma de poseer lo que nos rodea o será todo una ilusión?
El orden produjo los números y las asociaciones de filas y columnas y nos empeñamos con él en domesticar hasta lo amorfo y es tanto nuestro empeño que, cuando el asunto se nos pone cuesta arriba, creamos artificios que hagan coincidir la realidad con lo que pensamos que ésta debe de ser, ¿se podrá domesticar la realidad? Pues no sabemos, pero nos horroriza que algo se nos escape.
Y está bien tener una vida ordenada y, si es desordenada la que tienes, pues malo. Te lo dice todo el mundo o, si no te lo dicen por prudencia, te lo dejan caer por piedad. Que no faltan virtudes para lo que convenga. Y si unos callan por no herirte, otros, para compensar, hablan para redimirte. Que al pan pan y al vino vino. Si no, ¿qué es esto?
Y todo en la vida se ha hecho orden. Y se dice a sus órdenes. Y lo contrario al orden es el caos y el caos, vaya usted a saber por qué, siempre da miedo, impone y tiene mala prensa. La gente, está bien visto, que sea de orden. Y, por si fuera poco, se inventó el ordenador. Y para que no hubiera dudas se basó en el sistema binario: o cero, o uno. O sí, o no, que las cosas no queden colgando, que el orden no admite titubeos. Y por ahí seguimos, con nuestro noble afán, ese camino tan lineal. Pero estamos contentos porque, en el fondo, creemos saber a dónde vamos.

21 noviembre 2010

Sorry, I'm a loser

Cuando era chico nos inculcaban a los niños la idea de ser buenos. Ante la candorosa simpleza del precepto, cuando aparecían las primeras contradicciones vitales entre bondad y pragmatismo, nuestros preceptores complementaban la enseñanza añadiéndole un nuevo matiz, tan general como el primero, pero más funcional: buenos, pero no tontos.
Y con poco más que esas cuatro palabras, por bagaje moral, afrontábamos la vida. Lo hacíamos confiados en que esa maestra nos enseñaría la justa proporción entre bondad e inteligencia. Y que el nivel, más o menos estable, entre esos dos vasos comunicantes le daría un sentido a nuestra existencia. Y nos parecía que teníamos un norte.
Y del Norte llegó una nueva luz. Y fuimos descubriendo, sorprendidos, que aún cabían axiomas más simplificados. Que, poco a poco, otras culturas, avanzadas y admiradas, daban a luz un modelo de conducta más breve y preciso: time is money.
Y apareció el nuevo modelo, el del ganador. El del ganador de dinero y, por ende, de todo lo demás. Y descubrimos que, siendo ganador, todo se perdonaba. Es más, que nada tenía importancia. No contaba lo que fuéramos, e, incluso, si con el tiempo reconocíamos públicamente nuestras presuntas vilezas, y además teníamos la osadía de publicarlas en un libro, el hecho sería celebrado y un best seller el libro. El ganador era la sin pecado, una rediviva Inmaculada.
Aparejado, vino otro concepto: el del perdedor. Y, el serlo, no era ya una situación accidental, aleatoria o circunstancial. El perdedor se ha convertido en un inadaptado, en una persona que siempre fracasa y, lo que es peor, que irremediablemente está avocada a fracasar: un irredento. Llamarle perdedor a alguien es el insulto de moda que describe, en una palabra, nuestra percepción de la ética en boga.
La disquisición entre bondad y maldad es demasiado sutil y laboriosa, distinguir entre ganadores y perdedores es inmediato y evidente. Bondad, maldad, son conceptos del pasado, ¿qué es eso, a quién le importa? Funcionas o no funcionas, triunfas o no triunfas, eres rico o no lo eres. No hay más. Es la simplicidad alquitarada, la idea pura.
No hay discusión. Y, hasta muchísimas mujeres, convertidas en selectoras naturales de la especie, abrazan el concepto y, convencidas, añaden este colofón a las cualidades que anhelan encontrar en un varón:
- Y, por favor, que no sea un perdedor.

14 noviembre 2010

Acuartelamiento del Príncipe

El soldado caminaba despistado desde la estación. Buscaba el centro. Le habían dicho que su cuartel estaba cerca de la Plaza de Cervantes. La plaza rectangular, amplia y bordeada por uno de sus lados de soportales, era el núcleo del casco viejo. Cuando llegó a ella el petate le pesaba sobre el hombro y el nerviosismo de la incertidumbre le cosquilleaba por dentro.
- Perdone, ¿el Acuartelamiento del Príncipe?
- Lo tienes ahí mismo –dijo el transúnte, sin pararse, señalando la entrada de una bocacalle.
Apenas caminó unos metros por ella vio, tras las cristaleras del bar Ocampo, un grupo de suboficiales que alternaba dentro. Apretó instintivamente el paso y salió a una plaza con unos jardines en el centro. La hermosa fachada de la universidad le impresionó. Indeciso, giró a la derecha y, observando incrédulo aquella fachada, caminó lentamente hacia ella. Terminó por quedarse parado, de espaldas al Hotel El Bedel. Aquella fachada no podía ser la de un cuartel.
Desorientado, se giró. En la cafetería del hotel fumaban indolentes y tomaban copas en un servicio de cristalería refinada algunos oficiales. Vio por un instante su figura reflejada en la gran luna de cristal, superpuesta a la de aquellos elegantes militares. Apenas mantuvo la visión un segundo. El soldado, impulsado por un muelle interior, se alejó, acercándose a la puerta de la universidad. Estaba cerrada. Despistado, miró a su izquierda y, sólo entonces, apreció el enorme edificio de ladrillo con el mástil y la bandera en su portón principal. Dedujo que los jardines centrales se lo habían tapado. Dos paracaidistas, de apariencia impávida y la mirada fija y perdida en un horizonte que sólo ellos vislumbraban, hacían la guardia con fusiles de asalto ante la puerta de la mole. Entre ambos un sargento con las manos atrás, pistola al cinto, y aire impaciente, le miraba, plantado con las piernas abiertas en el centro del portón. El soldado tuvo la certeza de que le había estado observando desde que entró en la plaza. Sin duda aquél era el cuartel que buscaba.
Maquinalmente revisó su atuendo, botas y gorro. Según se acercaba al portón, el sargento, de expresión indescifrable, no le quitaba de encima la mirada. El soldado al llegar soltó el petate, se cuadró y saludó, adoptando su mejor aire marcial:
- A sus órdenes, mi sargento. ¿Es éste el Acuartelamiento del Príncipe?
El soldado, cuadrado como estaba, recibió por respuesta un puñetazo en el pecho y la primera admonición cuartelera:
- Pero, ¿tú, de dónde sales? ¿Es que no te han enseñado a saludar a la bandera?

En el bar Ocampo han puesto un comercio. El Hotel El Bedel pertenece hoy a una cadena, se ve que casi todo lo que permanece ha de encadenarse a algo. Dragados está remodelando el viejo acuartelamiento para convertirlo en dependencias de la universidad. Quedarán las fachadas, pero la gran urdimbre de sus tripas se la están comiendo los equipos de demolición. Portones, túneles, cuerpos de guardia, pasadizos, pabellones, oficinas, patios, salas de oficiales, de suboficiales, despachos de jefes, cantinas, comedores, cocinas, sala de banderas, prevención, calabozos, cocheras, enfermería, almacenes y todo el laberinto de pasillos, escaleras, galerías, sótanos y cámaras, se están convirtiendo en cascotes y polvo.
El soldado hace ya varias décadas que cumplió su compromiso, entonces casi ineludible, con la patria. Tenía la esperanza de recorrer algún día, de viejo, aquellas dependencias. Suponía que los años cambiarían los recuerdos, pero ya no le va a ser posible comprobarlo.
Tras las lunas del hotel El Bedel, esta vez por la parte de dentro, ha observado la vieja fachada, el portón y las dependencias a medio derruir, con ese aspecto de efímeras y destartaladas casas de muñecas infantiles que las demoliciones dejan cuando están a medias. El que fue soldado se entretiene, lo que dura un café con leche tomado con calma, en sus recuerdos. Casi todos ellos tienen nombres pero, a la vista de lo que está pasando con el edificio, casi prefiere no indagar ni saber sobre ellos.
Una mujer joven ha bajado de su habitación a desayunar. El camarero le informa de que sólo sirven el desayuno continental.
El que fue soldado paga y sale. Echa una mirada a las obras y otra a la fachada de la universidad, atraviesa la plaza y se va por la Calle de las Beatas.

11 noviembre 2010

Peritos en vientos

Casi siempre se necesita ser un solitario empedernido para apreciarlo. No sé por qué, pero la compañía parece que induce a la comodidad y, por ello, a la distracción y al barullo de la ciudad o al fuego hogareño del pueblo o a la tertulia del bar.
Las vistas que ofrece la naturaleza son instantáneas y efímeras pero simultáneamente sobrecogedoras, como lo es la belleza deslumbrante que, a la vez, impone, apabulla y asusta. Hay que estar allí, en su momento, para verlas surgir y disolverse, para sentirse parte de un instante furtivo, para testificar ante uno mismo, sin encontrar palabras, el acuerdo casual entre cielo, sol, nubes, tierras, lluvias y esos vientos que todo lo dibujan y lo desdibujan en el lienzo profundo del horizonte quieto. Son pequeños o, según se mire, grandísimos milagros sin creencia ni religión que los respalde y patrocine.
Cualquiera puede topar con estas cosas un día, por casualidad, y sentirse afortunado. Sin embargo, hay ignorados y secretos profesionales de los espacios abiertos, cuyo currículum oculto no consta en parte alguna ni ellos lo quisieran, que las coleccionan en su retina, sabiendo que nunca, ni con la mejor foto, podrán transmitir a los demás el sentimiento profundo y mudo de lo que es inefable. Son peritos en vientos.

08 noviembre 2010

Cosas que se quieren, piensan o creen sin ayuda de nadie

Ella no cree en el derecho de otros a decidir sobre su maternidad.
Él está en contra de prolongar el sufrimiento innecesario de los pacientes para lucrarse de sus enfermedades.
Ellos piensan que la unión de dos personas puede ser un matrimonio.
Ella no quiere que a sus hijos los programe la Iglesia, la Empresa, o el Estado, es más, le gustaría que los medios de comunicación tampoco lo hicieran.
Él tiene muy claro que empresarios y obreros no son colegas ni asociados.
Ella quiere estudiar en la lengua del país donde vive y no imponer la suya.
Ellos quieren que todos los españoles piensen tanto en lo que les une como en lo que les separa y, así, lleguen a entenderse, apreciarse y respetarse.
Y muchos quieren que nadie hable por ellos. O, por lo menos, a eso aspiran.

04 noviembre 2010

El peregrino cantor

“Mi jaca galopa, trota y corta el viento
cuando pasa por el puerto
camini, chin chin, to de Jere-e-e-e-ez”
Ahí le tienes tan pito. Es el peregrino cantor. Nadie sabe su nombre ni en qué parte del camino lo encontró pero, durante este verano, todo el mundo conocía al peregrino cantor.
“El tronío, la guapeza y la solera,
y el embrujo de la noche sevillana
no lo cambio por la gracia cortijera
y el trapío de mi jaca jerezana”
Tampoco se sabe de donde es. Hay quien dice que le vio salir de un pueblo cerca de Somport, otros aseguran que es maño, otros que navarro, otros dicen que es andaluz y no falta quien sostiene que es un vagabundo, o peor, un pedigüeño, o aún peor, un gorrón y un borracho.
“La quiero lo mismito que al gitano
que me está dando tormento
por culpita del querer”
Fue después de llegar a Santiago. El peregrino cantor quería seguir andando. Quería llegar a Fisterra y acabar allí.
Entre conocidos salió aquel último día de Corcubión. Era la jornada de llegada a Fisterra. El peregrino cantor se iba despidiendo de las trochas, las sendas, las últimas aldeas, pues llegando al cabo acabaría todo.
“Caminito que el tiempo ha borrado,
que juntos un día nos viste pasar,
he venido por última vez,
he venido a contarte mi mal.
Caminito que entonces estabas
bordado de trébol y juncos en flor,
una sombra ya pronto serás,
una sombra lo mismo que yo.”
Y tan absorto en el paisaje iba que no pensó que aquel fuese su último canto. Al cruzar por última vez la carretera para tomar la corredoira de don Camilo, le atropelló un camión.
Los caminantes que venían tras él lo encontraron reventado y en un charcón de sangre.
- ¡Peregrino cantor, dinos algo! ¡Peregrino cantor, háblanos!
- ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?
- Al peregrino cantor, que lo han atropellado.
Enseguida se hizo un atasco en la carretera, los coches pararon en ambos sentidos, todos los caminantes que estaban cerca se congregaron en torno al cuerpo ensangrentado del peregrino cantor, la gente bajó de los coches. Las sirenas de la ambulancia y de la policía se escuchaban aproximándose.
Los caminantes lloraban y todos los asistentes estaban impresionados por el accidente.
-Peregrino cantor, dinos algo, dinos algo –le decían los peregrinos compañeros con ansiedad.
-Dinos, dinos algo, peregrino cantor.
Fue entonces cuando el peregrino cantor abrió los ojos. Se hizo un silencio total, pero él sólo dijo:

- Chin-pun.