30 octubre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo IV

El muchacho se quedó perplejo pero, comprendiendo que donde no se guarda memoria no se hallan recuerdos, le pidió a su padre que continuara narrándole lo que supiera. El renuente padre prosiguió con su relato no de muy buena gana y recordándole a su hijo que él nada sabía y que sólo contaba los recuerdos de otros.
-Todo lo anterior, unido a la buena mano de la bisabuela Ludi en la cocina, hizo próspera la modesta posada. Y, a pesar de la mala fama que tenían los venteros, de cacos, rufianes y rateros, los viajeros salían contentos de la comida y del circunstancial alojamiento. Y, además, de la Venta del Carrasco los dolientes de boca salían mejorados, los barbudos rapados y lindos, los afligidos por la vida de sus bestias y ganados marchaban aliviados y, casi todos, con un orza de miel dorada bajo el brazo.
Pero el bisabuelo Breixo, lejos de hablar como un sacamuelas o ser una persona dicharachera, cosas ambas que hubieran cuadrado con sus menesteres, tenía fama por tener un carácter, si no hosco, bastante circunspecto. Decían que su saber sobre cuentas, escrituras, lecturas y demás materias era mucho mayor que lo que por entonces se tenía por corriente. Pero, con certeza, nadie podía saber si su ciencia era mucha porque, en aquella época, en la zona casi todos eran analfabetos, como la misma bisabuela Ludi.
Pero su seguridad para números y letras, su buen pulso para rapar barbas, su temple con las tenacillas, su pericia con los animales y su talante pacífico y sosegado, solía mudarse repentinamente en malos humos y peores humores si recelaba de alguno que pretendiera burlarse de él, sobre todo, a costa de sus habilidades o dotes de curiel.
Contaban que tres vecinos de Bodalera se presentaron en la venta cierto día de camino a Titencia. Traían un frasco pequeño con un mechón de pelo que el más jaque de ellos se cortó en el pueblo. En tono misterioso le dijeron al curandero que era crin del caballo del alcalde que se encontraba aquejado de cólicos. Y quedaron expectantes de lo que el tío Carrasco dictaminara. Dijeron que el bisabuelo no perdió las formas. Tomó el frasquito, sacó el pelo, lo palpó entre los dedos índice y pulgar, lo olió y, luego de un momento, dijo con temple:
-Este animal tiene muy mala hiel, creo que no tiene curación. Es más, la enfermedad fraguará en pocos días y, si nada media, fenecerá antes de dos semanas.
Los tres se daban codazos de complicidad y se esforzaron en contenerse para no echarse a reír a carcajadas. Y el que puso su pelo en el frasco, que era el más burlón, dijo con sorna:
-¿Qué le debemos por su gracia de adivinar y su ciencia al predecir, tío Carrasco?
-Carrasco no soy. Llámome Breixo y, para algunas bestias, especialmente las sin remedio, trabajo de balde –dijo muy serio el curandero.
-Muchas gracias, hombre, por su caridad para con los afligidos –repuso con mucha guasa el aludido.
-Cuando se anuncia desgracia, no corren prisa las gracias. No se merecen, galán -contestó Breixo, sin humildad, pero mirando fijamente al suelo.
Salieron entre burlas de la venta, riéndose ya sin disimulo de la afectada educación del sacamuelas, y marcharon los tres con viento fresco. Llegados al mercado de la villa, contaron la broma, entre risas y copas de aguardiente, en las tascas de Titencia. Pero, a los quince días, estaban enterrando al del mechón que, a consecuencia de un cólico miserere, estiró la pata tras pasar cuatro días vomitando sus propios excrementos.
La noticia corrió por los contornos y un halo de respeto y temor envolvió de inmediato al sanador de la venta y nadie, desde entonces, osó embromar al tío Carrasco.
-¿Es eso cierto? –le cortó el muchacho muy asombrado.
-Si lo es, no lo sé. Pero así me lo contó mi padre.

27 octubre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo III

Aquel aviso, casi una admonición, actuó como un imán en la mente del chico. Lo encontró en el único vestigio que quedaba del bisabuelo: un ajado volumen titulado “The Scovrge of Drvnkennes”. Un libro en inglés que había sido publicado en 1618 y escrito por un tal William Hornby y que no parecía contener sino alegatos contra viciosos y rufianes que anteponían los seguros aunque efímeros placeres de la carne a la incierta pero eterna salud del alma.
Del libro sólo le llamó la atención la antigüedad y, por otro lado, le pareció adecuado para que estuviera en una venta, que era lugar de paso, como lo es el mundo, donde los excesos son tendencia común. Claro que, estando en inglés, dudó de que muchos clientes lo hubieran consultado.
Sí le impresionó lo manuscrito en la parte interior de la contraportada del desvencijado tomo. La nota no estaba firmada y la fecha era del Día de las Ánimas de 1925. Estaba escrita a plumilla. La letra, en tinta azul oscura, estaba muy cuidada y se veía que quien la escribió lo hizo despacio, esmerándose y recreándose en la artística ejecución de cada letra.
No sólo la expresión era clara, sino también las delicadas formas de las letras, la nitidez de su trazado y la elegancia de los rasgos. Todo parecía haber sido hecho con mimo en excelente caligrafía inglesa muy proporcionada, con adornos y trazos gruesos y finos. Y, todo junto, le pareció un pulcro adiós de alguien que temiera no haber logrado la misma delicadeza con la fugacidad de las palabras. Y así, el hecho de haber dejado aquel escrito, denotaba que, amén de despedirse, el autor quiso que sus palabras perduraran en forma de mensaje.
Al muchacho le costó entender lo que quería decir porque algunas palabras estaban en desuso. Pero, tras leer aquel texto varias veces y consultar en el diccionario, lo entendió totalmente y, además, intuyó que algo extraño ocultaba.
El chico, inquieto, curioso y muy centrado en aquel adiós, que era a la vez mensaje y advertencia, abrumó a su padre con preguntas sobre todo lo que recordara del bisabuelo aquel. Pero su padre parecía reacio a rememorar aquella historia. Le dio muchas excusas: “Que si eran bulos y casi nada se sabía con certeza”, “Que no tenía sentido contar historias sin final”, “Que las palabras del abuelo Rafafá no siempre eran coherentes y fiables”, “Que algunas cosas era mejor ignorarlas”… Pero tanto insistió el muchacho que el padre, abrumado, tuvo que ceder al fin.
Sin embargo, su padre tampoco había conocido a los bisabuelos. Y le dijo al muchacho que lo que iba a contarle lo sabía por las largas historias que su padre, Rafael Rafá, el último ventero de la Venta del Carrasco, le contó a lo largo de su vida y especialmente antes de morir. Y, rebañando todos sus recuerdos, el padre del muchacho comenzó a narrarle el compendio de ellos:
-Del bisabuelo sé poco, sólo lo que me contó mi padre, tu abuelo Rafael Rafá, al que en la zona conocieron por Rafafá.
El bisabuelo se llamaba Breixo Rafá. Apareció de improviso por las inmediaciones de Titencia hacia 1895. Nadie supo de dónde venía ni dónde nació. Se le  daban unos cuarenta años pero sin certeza. Su físico no era nada llamativo ni lo eran tampoco sus facciones y su aspecto parecía ajeno al tiempo. Hablaba poco y su dicción era perfecta aunque su entonación era mucho más suave de la habitual por aquellas tierras, por lo que tuvo siempre fama de extranjero. Entabló amistad con el viejo Indalecio, propietario entonces de la Venta del Carrasco, en la que Breixo se alojó y que distaba una legua larga del pueblo. Decían que a los pocos días de estar hospedado allí, tras haber comprobado el tránsito por aquel cruce y la posibilidad de negocio, le compró la venta al propietario por 10.000 reales que le pagó a tocateja, sacando tal caudal de las alforjas que trajo en su yegua. Indalecio, junto con su hija, se marchó encantado del trato a su pueblo natal, Nogüenza, que era villa importante y con sede episcopal, y nunca más volvió por la venta.
Algunos recordaban que nada más comprar la Venta del Carrasco quiso cambiarle el nombre por el de Venta de la Piedad y puso sobre la puerta un letrero con el nuevo nombre pero, acostumbrados todos a la antigua denominación, los paisanos continuaron llamando a la venta como siempre. Y todos pensaron que el nuevo nombre había venido a cuento de caerles bien a los curas de la zona pues, además de viajar con frecuencia, éstos gozaban de influencia y poder entre las gentes. Y los paisanos, desconfiando del ventero, pensaron que estaba más interesado en la zalamería egoísta que en la desprendida caridad. Pero no le negaron visión comercial.
Al año casó Breixo con una moza del pueblo llamada Luzdivina Expósito, a la que todo el mundo conocía por Ludi y de la que enseguida tuvo un hijo, tu abuelo y mi padre, al que la bisabuela Ludi se empeñó en llamar Rafael y que al ser entonces Rafael Rafá, los imaginativos lugareños apodaron Rafafá. No tuvieron más hijos.
Al bisabuelo Breixo, lejos de llamarle por su nombre, se lo trocaron por el de la venta: El tío Carrasco, mote que ni le gustó ni toleró jamás que nadie se lo llamase a la cara.
Dicen que sabía de plantas y de animales y de remedios para sanar con las unas a los otros. A veces era capaz de curar, o averiguar males, por indicios tales como pelo, piel, guedejas, vellones, plumas, cascos y otros. También era herrador y sabía de barbería, de muelas y dientes, de sangrías, cataplasmas, ungüentos, ventosas, sanguijuelas y purgas, así como del uso de la quina y qué sé yo de cuántas cosas más... Decían que además era un excelente colmenero que cuidaba y cataba varias decenas de colmenas en el vallejo posterior a la venta.
-Y, ¿sabía inglés? –le cortó el muchacho.
-No lo sé porque tu abuelo Rafafá, o sea Rafael, jamás me dijo nada de eso.
-Pero, ¿cómo se explica que tuviera ese libro en inglés, el libro donde dejó su despedida?
-Tampoco lo sé. Ya te he advertido que la historia del abuelo tiene pocas certezas. Aunque mi padre me dijo que no era el único libro que tenía pero que, tras su desaparición, fue sólo ése el que les dejaron como recuerdo.
-Y, ¿qué pasó con los demás libros?
-El abuelo me dijo que las autoridades se los llevaron cuando el bisabuelo desapareció. Nada más sé.

26 octubre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo II

Por fortuna para Rafafá no eran, la iletrada y habitual gente de la comarca y las ocasionales gentes doctas, cultas o religiosas que iban de paso, los únicos clientes de la Venta del Carrasco. También pernoctaban con frecuencia en ella grupos de cómicos y músicos.
El saber de estos últimos era una mezcolanza, amalgamada y variopinta, de historia, sabiduría popular, literatura, gramática parda y un algo de esa ciencia infusa que acompaña por lo general a los seres errantes. Pero, de todos los clientes, éstos eran los únicos que subyugaban a Rafafá por su fértil imaginación y por lo florido de sus palabras en aquellas veladas, siempre empapadas en vino y aguardiente, que precedían a la hora de dormir.
En especial los faranduleros, bien por empatía, bien por tener más familiaridad que otros con los sentimientos humanos o puede que por mera piedad, solían regalarle al ventero Rafafá palabras esperanzadoras. Y coincidían en augurarle, con toda la seguridad de que es capaz la poesía, que sus padres habían atravesado el umbral que conducía a otro tipo de vida.
Algunos le hablaban de un edén, que existía según testimonio de no pocos novelistas y  vates, en el que ciertas personas hallaban el acogedor asilo que la vida se empecinaba en negarles.
No obstante, le dejaban patente que tales lugares estaban ocultos para el vulgo. Y, por esta razón, recomendaban al ventero paciencia para soportar las crueldades y las chanzas con las que el prójimo, habitualmente inclemente, le zahiriera. Y Rafafá les agradecía el espléndido consuelo que tales palabras le proporcionaban correspondiéndoles con generosas frascas de vino. Y, de este modo, todos quedaban reconfortados.
Un comediante, un enano al que llamaban Maestro Corporín, le contó una noche que, en nuestro planeta, existen parajes ocultos y que, desde siglos atrás, personas muy distintas habían dado con ellos y, cada cual en su lengua, los habían nombrado. Así, le aseguró, existía una zona indeterminada, que algunos llamaban país y otros isla, sin que unos y otros llegaran a un acuerdo. La tal demarcación había sido nombrada desde antiguo como: El Dorado, Scharaffenland, Luylekkerlant, Pays de Cocagne,  Paese de Cuccagna, Tierra de Pipiripao, Nueva Arcadia… Pero los españoles, desde tiempo inmemorial, habían bautizado a ese lugar arcano como el País de Jauja. Y le aseguró que estos conocimientos se guardaban en romanceros y refraneros viejos y que no eran ninguna ocurrencia suya. Y, para que Rafafá le creyera, le dijo que él tenía aprendidos de memoria algunos versos de los que dichos libros contenían y, sin más, subiéndose en lo alto de una mesa, el Maestro Corporín declamó a grandes voces entre el regocijo y la atención de la nocturna concurrencia:

“Jauja, ciudad celebrada y nunca bien ponderada.
En Jauja no hay pordioseros, que todos son caballeros.
Los árboles dan levitas, pantalones y botitas.
Se apedrean los chiquillos con bollos y bartolillos.
Los lunes llueven jamones, perdices y salchichones.
Los martes pescados fritos, albóndigas y cabritos.
Los miércoles chocolate y pollitos con tomate.
Los jueves pavos asados y pasteles hojaldrados.
Los viernes queso, manzanas, higos, pasas y avellanas.
Los sábados caen manguitos y cigarros exquisitos.
Y los domingos chuletas, panecillos y libretas.”

-Si así son las semanas, bien entiendo que no hayan vuelto mis padres en el año largo que llevamos sin ellos –dijo Rafafá, interrumpiendo al declamador, con la cara golosa.
-Pues hay más, señor Rafafá. Escuche lo que sigue –dijo el Maestro Corporín que, tras dar un quedo y largo beso al tinto y aclararse la garganta, prosiguió:

“El que prueba la verdura, lo cuenta en la sepultura.
Los chicos y los ancianos se acuestan calamocanos.
El perro, el ratón y el gato comen en el mismo plato.
Hasta de las mismas peñas brota el tinto y Valdepeñas.
Como no hay que trabajar sólo piensan en bailar.
Las mujeres, no os asombre, hacen el amor al hombre.
Si alguno busca trabajo, le zurran con un vergajo.
Cuando alguno come poco, todos le tienen por loco.
Se castiga con rigor al que tienen mal humor.
Cuando llega un forastero le agasajan con esmero.
Hay manantiales preciosos que dan vinos generosos.
Los gusanos son morcillas y las arenas rosquillas.
Las casas de azúcar son y las calles de turrón.
Las gallinas, ellas solas, cantan en las cacerolas.
La risa es la enfermedad que lleva a la eternidad.
Acompañan los entierros con panderas y cencerros.
No hay lazos que eternamente hagan del hombre un paciente.”

-Bien cierto, Maestro Corporín, es esto último. Que pacemos eternamente como animales en nuestras pesebreras –dijo el ventero.
-Ciertamente, amigo Rafafá, hasta el punto de que confundimos el pacer con el padecer. Pero escuche, amigo, y seguirá sagazmente sacando conclusiones:

“Cada cual busca pareja y cuando quiere la deja.
La principal diversión es comer a discreción.
A manos de los chiquillos se vienen los pajarillos.
Llevan en las procesiones, en vez de santos, jamones.
Si alguno mandar desea, sin piedad se le apalea.
Hasta en el monte las fieras saben bailar habaneras.
Se bañan cuando hay calor en estanques de licor.
La leyenda más divina es el libro de cocina.
De resultas de la holganza todos tienen grande panza.
El más ilustre blasón es morir de un reventón.
Los quesos y los melones abundan por los rincones.
Amenizan los festines con bandorriones y violines.
Como no tienen cuidados se duermen muy sosegados.
En invierno los granizos son de huevos y chorizos.
Cuando nieva son buñuelos, bizcochos y caramelos.
Sin conocerse la gente se regala mutuamente.
Tienen coches muy bonitos tirados por corderitos.
En los huertos, sin disgusto, nunca se agota la fruta.
Son de Jauja en el vergel fuentes y ríos de miel.
Esto y mucho más se encierra en tan rica y fértil tierra.”

Y Rafafá quedó boquiabierto por el feliz destino que, según los versos, podían haber alcanzado sus queridos padres. Y, sin dudar de la religiosidad de los religiosos, de la sapiencia de los sabios, de los estudios de los estudiosos, ni quitarles a ninguno de ellos ningún misterio, dio por mil veces más cierta la bellísima versión del Maestro Corporín.
Pero el enano, luego de que Rafafá le hubiera hecho repetir los versos media docena de veces, pensó que sus palabras habían producido en el ventero una euforia excesiva. Y, para que su fe en ellas no fuera tan desmesurada, le dijo:
-Pese a ser muy cierto lo que le he contado, no olvide, señor Rafafá, aquel refrán que dice: “De las cosas más seguras, la más segura es dudar.”
A lo que el ventero, con la ilusión en la cara, contestó:
-Si dudé de lo que daban por seguro, sobre la desaparición de mis padres, porque nadie lo probó, por tener dudas más ciertas, me quedo con lo inseguro.

Pero, sin embargo, a partir de ese día, a Rafafá le cupo la duda de que alguna vez regresaran de tal lugar sus padres, ni siguiera por él.

24 octubre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo I

Los lugares donde sólo queda el paisaje son desiertos. Quien los conoce o, por azar, los contempla, los mira con una mezcla de atracción y recelo. Unos saben y otros imaginan, y ni los unos ni los otros se equivocan, que son escenarios abandonados y vacíos de actores, que no de espíritus. Y muchos temen que sus antiguos moradores, conocidos o desconocidos, aparezcan por donde solían y les animen a desvanecerse con ellos. Quienes se internan en tales parajes son conscientes de que la incertidumbre es también una llamada a los espectros y que aquéllos podrían responder. Muchos, calladamente, iniciaron este viaje y no se sabe de ninguno que volviera.
El imparcial silencio es el único aval, y es tan válido para los descreídos que niegan como para los crédulos que afirman. Pero la evocación es un tipo de búsqueda que puede rumiar en su poderoso abomaso a quienes con precaución o sin ella la concitan.

Rafael, hemos dejado la venta en pos de un país hermoso pero siempre permaneceremos contigo y, quién sabe, puede que algún día regresemos por ti.
(Noche de las Ánimas de 1925)

Rafafá era un hombre tan crédulo que no le hubiera hecho falta volverse infante para recobrar la inocencia. Por eso, la simpleza de su cacumen, no le dejó entender que unos padres desaparecieran de aquel modo. Y tampoco comprendió del todo lo que aquellas palabras, escritas en la solapa de un libro viejo escrito en una lengua extraña, querían decir.
Desde aquel día, a pesar de los acontecimientos que se sucedieron, a todos los que pasaban por la venta les enseñaba lo manuscrito en el viejo tomo. Y pensaba que, tal vez, alguien con más luces que él lo podría entender y que, algún día, alguno le daría la clave que abriera su entendimiento.
Los habituales de la venta, paisanos que guardaban memoria de sus padres, fruncían el gabelo tras leer y preferían rumiar en su caletre las causas de aquella ausencia, pero ninguno se aventuró a proclamar en público lo que pensaba sobre la inesperada desaparición del tío Carrasco y la tía Ludi.
Sin embargo, aquellos otros, que pasaban por la venta por vez primera, no dudaban en maravillarse del insólito hecho y todos querían buscarle alguna explicación razonable.
Hubo personas muy leídas y doctas, de ésas que mentaban a personajes ilustres que habían iluminado al mundo, que daban por seguro que sus padres, enajenados por el extraño y galopante mal de la melancolía, se habían internado en el monte para desaparecer. Y le daban al hecho una simbología romántica envolviendo, con tan novelesco sudario, la segura e inapelable idea de la muerte de ambos orates.
Otras personas, de fe religiosa, aseguraban que los hombres se ven acosados, a veces, por grandes sentimientos de desvalimiento y que algunos, en tales casos, en lugar del recurrir al seguro y maternal consuelo de la Iglesia, se echaban en los brazos de la desesperación y, cegados por la soberbia, que es pecado que obnubila, decidían quitarse lo que no era suyo por habérselo regalado el Hacedor. Y, con el fúnebre manto del pecado, amortajaban para siempre el seguro suicidio de aquel extraño matrimonio.
Pero los razonamientos de unos y otros no convencían a Rafafá. Y, aunque intuyera lo que querían decir sin entender cada palabra, no quedaba conforme. Y es que Rafafá ni entonces sabía, ni llegó a saber nunca, de melancolías y desvalimientos, ni de enajenaciones y obnubilaciones, y menos aún de otros sonoros palabros que sólo estas personas empleaban. Pero, por respeto, nunca les contradijo y, por prudencia, jamás les preguntó. Pues, sabiéndose inculto, no quería demostrarlo hasta el extremo de que además le tomaran por necio.