31 diciembre 2017

39 años después (Adiós 2017)


Pese a la memoria que recuerda pero también retuerce y distorsiona, cayó en la cuenta.
¿Por qué le había costado tanto trabajo entender algunas cosas, tantas cosas, demasiadas cosas?
Fue su sobrino, el hijo de su hermana pequeña, el que, quién sabe por qué razón, (seguramente por conmiseración o por no saber de qué hablar) le hizo recordar.
-¿Tío, cómo era España hace 60 años?
-Ni creo que te interese, ni tampoco que sea fácil explicarlo. ¿Me preguntas por cortesía?
-Te juro que me interesa  y que no es cortesía, es curiosidad.
-Entonces vas a tener que tener fe en las cosas que te diga, porque seguramente tu razón va a rebelarse contra lo que oigas y, seguramente, vas a dudar de mí. Tú eres una persona instruida y sabrás que, hoy en día, no se valora la memoria como espejo de los recuerdos sino, más bien, como una distorsión interesada de ellos. Hacer memoria es como levantar costras de las heridas y muy pocos están dispuestos a hacerse daño al hacerlo. ¿Quieres que yo me lo haga o, lo que es peor, que sufra notando que piensas que te engaño?
-No, simplemente, cuéntame.
-Tú lo has querido. Voy a procurar darte datos concisos, decirte cosas breves, que no estén sujetas a interpretación, pero que, sin embargo, sean ciertas. Tú mismo, ya que preguntas, podrás hacerte una idea.
-Dime lo que quieras.
-Gracias por someterte voluntariamente a la incredulidad que voy a suscitarte. No te diré lo que quiera, sino lo que recuerde. Comenzaré de un modo anárquico, conciso y aleatorio:
En las casas no teníamos entonces mascotas, ni siquiera sabíamos esa palabra, sin embargo, en casi todas había ratas. No conocíamos las autopistas, pero casi todas las carreteras eran de tierra. No había frigoríficos, pero algunos, los más ricos, tenían neveras, que alimentaban metiéndoles dentro barras de hielo. Pero no importaba, porque la mayoría de las casas tampoco tenían electricidad, por lo que no eran necesarios los radiadores ni las calefacciones, sino que, en casi todas, había un fuego de leña o una estufa de tarugos o un brasero de erraj. Los servicios tampoco eran necesarios pues nos aliviábamos en las cuadras junto a las mulas, los burros y bajo los palos de las gallinas. Las cocinas funcionaban con leña o carbón de encina o con picón. Casi nadie tenía teléfono, algunos tenían radios y, por entonces, los más adinerados comenzaron a traerse los primeros aparatos de televisión de Alemania, los Grunding. Tampoco solía haber agua corriente en las casas pero, para compensar, había fuentes y lavaderos públicos. Nos abastecíamos con cubos o con cántaros.  La maquinaria agrícola eran las mulas, los bueyes, los machos, los caballos y los burros. Había muy pocos coches y…
-Pero, tío, me estás hablando de la Edad Media o de la España de tu infancia.
-De las dos cosas, porque ambas venían entonces a ser lo mismo.
No supo si a su sobrino le llamaron con urgencia por el móvil pero, en cualquier caso, allí acabaron sus ansias de conocer su infancia. Se largó con un breve pretexto. ¿Tanto interés tenía?

Pero, pese a la ausencia inaplazable y urgente del sobrino, él, ya puesto, siguió pensando:
¿Qué historia le enseñaron de niño? ¿Acaso le enseñaron Historia?
Íberos y celtas, fenicios, cartagineses y romanos, visigodos, judíos, árabes…
Esas listas de reyes, esos reinos medievales árabes y cristianos de monasterios, castillos y murallas por los que cabalgaba a golpe de Tizona el victorioso Cid Campeador, las figuras excelsas de los Reyes Católicos montando a pachas, tanto ella como él, el Imperio Español en auge con los Austrias y en declive con los Borbones… Todo tan general como inconexo.
Pero, si todo lo anterior se lo contaron como de pasada, buscando las anécdotas, centrándose en las historietas tontas que nada enseñaban, la Historia de España parecía desvanecerse definitivamente, esfumarse ineludible y lentamente, como el humo de una hoguera sofocada, a partir de la Guerra de la Independencia, pomposo nombre al que algunos, con esa chulería irrefrenable de los castizos, llamaron “La Francesada”.
Después, sólo alguna pavesa salía de aquel fuego apagado. Recordó como sus profesores parecían someterse a una censura tácita, como si, después de aquello con los franceses, hubieran venido años difíciles de explorar sin comprometerse, como si el XIX hubiera sido un siglo perdido del que sólo valía recordar, sin profundizar y a toda prisa, a la generación del 98 y mencionar de pasada las Guerras Carlistas.
Después ya, entrando el siglo XX, todos sus maestros de entonces parecían padecer amnesia, una súbita pérdida de memoria, una incapacitante demencia senil sobrevenida en plena juventud y, aparte de mencionar, los más osados, a la generación del 27, vetando con cuidado su lectura, libros y profesores despachaban a cada personaje con dos líneas. No podían entretenerse más, era preciso darle un repaso, tan estéril como el primer paso por ella, a la enciclopedia de Álvarez. Deprisa, deprisa, dejemos atrás el siglo XX, volvamos a la Prehistoria. ¡Qué bien estábamos en ella!

De la última Guerra Civil ninguna explicación, total silencio. De la postguerra menos y eso que en ella vivían los que nacieron por entonces. Para qué iban a explicar la postguerra, ya la tenían delante.
Y sí, cayó en la cuenta: lo que aprendió de la España actual tuvo que aprenderlo por sí mismo, a lo largo de muchos años y, también, muchos años después, cuando los viejos perdieron, parcialmente, el miedo a hablar y los escritores, paulatinamente, el miedo a escribir y los historiadores, por fin, tuvieron acceso a los archivos vedados. Él no lo sabía entonces, pero la paz de la postguerra estuvo vestida de silencio.
¿Qué iba a saber él, si era un crío? Aprender a destiempo, lo que no le enseñaron a tiempo, fue una aventura solitaria y larga. Un paseo lleno de incertidumbre y de desengaños.

Recordó que, por entonces, gran parte de la enseñanza estaba en manos de los religiosos. También lo estuvo la suya. En asuntos de religión eran tajantes: práctica de los sacramentos, misa diaria y oraciones al final del día.
Solían ser buenos también enseñando las ciencias pero, qué curioso, siéndolo también en la gramática, en la morfología, en la sintaxis y en los clásicos, parecían carecer de interés por todo lo publicado desde la Revolución Francesa. Hablaban, como mucho, de libros a los que el acceso estaba restringido, bien por no ser dignos del “Nihil osbtat” de la Iglesia, bien por no ser indicados excepto para gente debidamente formada. Así que, como con la Historia, pasó lo mismo con la Literatura: los de su edad, por lo general, no pudieron formarse por no ser personas debidamente formadas para poder formarse. Todo era un bucle que les hacía dar vueltas al palo de la ignorancia.
Así pasaron tantas horas enfrascados en la Guerra de las Galias o en los escritos de Virgilio, Tito Livio, Cicerón o Tácito, como ignorantes de su pasado más reciente. A pesar, se dijo con los años, de que los criterios de la enseñanza eran los que fijaron los que dirigían el país. ¿A qué venía esa elipsis? ¿Acaso todos sufrían un recato o una vergüenza irreprimible? ¿Sería el mismo bochorno que ochenta años después se empeñaría en silenciar la Ley de la Memoria Histórica? Podía ser algo parecido. Quien busca asesinados busca asesinos y, si lo que se pretende es el perdón o el olvido de los primeros, eso no es plan. ¡Menuda propaganda hacia algunos apellidos!

Donde no hay castigo no hay enmienda. Era la muletilla moral y ética con la que le criaron. El castigo físico estaba generalizado no en los cuarteles ni en las comisarías, sino en todas partes, desde el colegio y la calle a las familias. La violencia física era un atajo rápido y fácil para resolver la indisciplina o la simple impertinencia y, no digamos ya, cualquier expresión de desacato o conato de disidencia o rebelión.

Para algunos trabajos se necesitaba un “Certificado de Buena Conducta”. Podía obtenerse del párroco o de la Guardia Civil.
Tendría unos dieciocho años cuando un amigo y él precisaron de dicho certificado para un trabajo en la administración local. Eligieron el cuartel.
El guardia de puertas les dijo que les atenderían en el primer piso. El guardia de la oficina estaba mecanografiando y les mandó esperar en un pequeño cuarto anejo con un banco pegado a la pared.
Dos guardias entraron. Saludaron al que escribía. Uno de ellos reparó en los dos muchachos sentados en el cuarto. Rutinariamente se quitó el tricornio y el correaje con el arma, después la guerrera, luego se arremangó la camisa y, según caminaba decididamente hacia el cuarto, dijo:
-¡A ver, Martínez, qué han hecho estos!
El otro reaccionó rápidamente:
-¡Quieto, Gómez, que han venido a por un certificado de buena conducta!
-¡Ah, bueno!

El servicio militar, en la mentalidad más generalizada entonces, era otra fuente de instrucción en todos los sentidos. Muchos lo consideraban necesario para que los muchachos se hiciesen hombres. Algunos podían aprender en él un oficio. Otros, ejercer el suyo, si lo tenían, y el ejército lo precisaba. Eran dieciocho meses de vida cuartelera, disciplina y convivencia entre mozos que, como entonces se decía, procedían de los distintos pueblos y regiones de España.
El capitán de su compañía les advirtió en primer día sobre la vida castrense: “Habéis venido a servir a la Patria.  Pero aquí todos somos hermanos, y, dentro de la disciplina militar, todos recibiréis un trato digno, igualitario y justo. No temáis. Pero hay una sola cosa, sólo una, que no debéis olvidar nunca: aquí no caben rojos, ateos, separatistas, ni maricones. ¿Está claro?”

La vida política la protagonizaba un único partido. En la vida laboral, un solo sindicato. El sindicato vertical en el que se englobaban empresarios, técnicos y obreros. Manifestaciones y huelgas eran ilegales. La policía, por medio de la Brigada Político-Social, lo infiltraba todo. Las detenciones, interrogatorios y torturas y, tras ellas, los encarcelamientos eran frecuentes.

El movimiento independentista vasco se hizo patente en los últimos años del franquismo con la irrupción de una banda terrorista dedicada a la extorsión, al secuestro y al asesinato. Otros grupos revolucionarios o de extrema derecha trufaban de muertos los últimos años del régimen de Franco. También ensombrecerían muchos años de democracia.

Recordaba la etapa en blanco y negro de la dictadura. Recordaba también la transición que, como siempre, fue una lucha entre la lentitud desesperante de los reformistas, la reacción autoritaria, tan asentada durante tantos años, y la vehemencia de rápidos cambios propiciada por los más revolucionarios. Muchos decían que esa mezcla fatídica podía ser el embrión de otra guerra. Todos hubieron de ceder y no la hubo.

La guerra civil había terminado en 1939. Tras la muerte del dictador y 39 años después vino la Constitución de 1978 y, con ella, la democracia. También las autonomías, una especie de pacto para el desarrollo económico, cultural y social de cada uno de los pueblos de España que, por cada comunidad autónoma, asumía la contrapartida  de ser leal y solidaria con el resto de España. Ese fue el espíritu de aquella constitución.
La llegada de la democracia la recordaba como el momento de mayor ilusión global de su vida. El país pareció resurgir de sus cenizas y todo el mundo trabajaba con ilusión, con ganas de mejorar todas las cosas, con una fe en la democracia que nadie les daba por garantizada pero que ellos tenían por cierta y por inquebrantable.
Ese fue el momento en que se dijo: ¿Qué educación he recibido? Y comprendió que era el momento de comenzar a aprender todo lo que no le habían enseñado, de perder el miedo a cuanto había temido, de respirar el primer aire de la libertad.

Del año de la Constitución, 1978, al año actual, 2017, han pasado otros 39 años. Curiosa cifra, se dijo. Otros tantos.

Se dio cuenta de que ya era viejo. Había pasado este último año escuchando cosas que rechinaban con sus recuerdos. El movimiento secesionista catalán no dudaba en utilizar calificaciones vergonzosas hacia la Constitución vigente, hacia el Estado Español, hacia el Gobierno e, incluso, hacia los demás españoles, los otros españoles, esos indignos súbditos, esos “españolazos”. La Constitución, los Estatutos de Autonomía, la entrada en Europa, le pareció que no habían servido para nada. Pocos parecían tener en cuenta el progreso del país desde “la Edad Media” hasta la época actual. Algunos no entendían que este país era la casa de todos, construida por todos, propiedad de todos. Podía entender, por más que le doliesen, los anhelos de algunos. Sin embargo, las comparaciones de la España de hoy con la franquista le hacían tanto daño a su memoria como a su inteligencia.

24 diciembre 2017

Poco verde para tanto marrón


El largo puente había acabado. El lunes traía de nuevo la rutina. Esas ideas tuvo al despertar, acuciado también por las vulgares ganas de orinar. Su mujer dormía profundamente a su lado y el reloj de la mesilla marcaba las ocho. Salió de la habitación, atravesó el salón, recorrió el estrecho y largo pasillo hasta dar con la puerta del servicio.
Vio entonces que había luz en el portal donde el pasillo terminaba. Imaginó que su cuñado, único morador habitual de la casa, se la dejó encendida cuando, como cada día, habría salido al trabajo veinte minutos después de la siete. Perezosamente fue hasta el portal para apagarla.
Qué extraño, se dijo, la puerta que cerraba el tramo de escaleras a la planta superior estaba abierta y también había luz arriba. Escuchó entonces un murmullo de voces. Inmediatamente le vino a la cabeza la gran tormenta que hubo durante la noche. Recordó que acababan de arreglar el tejado. Se dijo que su cuñado habría vuelto con alguno de los albañiles para mostrarle la gotera o algún otro desperfecto.
Con voz fuerte le llamó por su nombre y le preguntó si había algún problema.
La respuesta fue un total silencio. Sólo entonces comprendió que estaban robando la casa.

Un hombre asomó lentamente la cabeza a la escalera. Lo que vio al pie de ella: un individuo adormilado de más de sesenta años, en calzoncillos y camiseta, no pareció impresionarle demasiado. Lentamente se dejó ver al completo, la cabeza tapada hasta los ojos con un tapabocas negro, el cuerpo enfundado en un anorak oscuro y amplio que le hacía parecer más voluminoso, el resto de la ropa también oscura.
El de oscuro empezó a bajar las escaleras lentamente. Tuvo que echarse hacia atrás y ladear la cabeza pues, por su altura, se habría dado con el techo de la escalera de la vieja casa.
El hombre en calzoncillos lo insultó a gritos e hizo amago de arrojarse sobre él. Pero le disuadió una patada lanzada por el que bajaba al tiempo que hablaba en una lengua extranjera a quien hubiese arriba. O, quién sabe, tal vez en su lengua devolvía los insultos al hombre que recién salido de su somnolencia le increpaba.
Mientras el hombre de oscuro bajaba la escalera, el de abajo se dio cuenta, más por instinto que por razonamiento, de que sólo tenía dos opciones. La una era defender la puerta de salida a la calle, pero la amplitud del portal le daba desventaja pues, entre dos hombres, había espacio para que ambos le atacaran a la vez y, como poco, le dieran una paliza o quién sabe qué otra cosa. La otra era recular a la entrada del pasillo por el que había llegado al portal y que, por su estrechez, sólo permitía la entrada de una persona tras otra y donde podía, sin perder de vista el portal, defenderse a patadas. Eligió la última.

Los dos hombres quedaron frente a frente en la estrecha puerta del pasillo. El de oscuro amagaba con golpes desde fuera, el otro hacía lo mismo desde dentro defendiéndose como un animal acorralado. El de oscuro, mientras, gritaba palabras que lo mismo podían ser insultos que instrucciones a su o sus compinches; el acorralado retrocedía ante los embates del de fuera para recuperar de inmediato el terreno y seguir dominando la puerta del pasillo y sin perder de vista el portal.
Entre los esfuerzos de estos ataques, amagos de ataques y retrocesos mutuos, lanzando o esquivando golpes y patadas, al de oscuro se le bajó completamente el tapabocas y el otro pudo ver su rostro. Le llamó la atención una cara ancha, de tez pálida, unas facciones regulares y armónicas de hombre joven, una fisonomía muy marcada de eslavo.
Tras un último ataque del de oscuro, vio al retroceder, como otro hombre con pasamontañas y el mismo atuendo que al que se enfrentaba, cruzaba velozmente el portal en dirección a la puerta de la calle. Al instante el otro dejó de hacerle frente y le siguió.
Tras de ellos salió el hombre en paños menores. Gritó pidiendo auxilio en una calle helada entre la oscuridad aún no disipada por el amanecer. Aún vio doblar a los dos hombres por el primer callejón a la izquierda bajando la cuestecilla de la calle. Una mujer, a unos setenta metros calle abajo, se había detenido al oír las voces pero enseguida se volvió y prosiguió su camino aceleradamente.
La helada le hizo darse cuenta de repente de que estaba en ropa interior y que calzaba unas sandalias de estar por casa. Casi no había vecino alguno que pudiera haber oído sus voces en aquel pueblo semidesierto, de casas en su mayoría vacías.

Rápidamente entró de nuevo al portal, subió las escaleras, vio de reojo dos habitaciones desvalijadas y con las luces encendidas, y tomando ansiosamente el teléfono llamó al 062.
Las palpitaciones se le agolpaban en el pecho y la garganta. El 062 no lo cogían. Pensó tras varias señales de llamada que los ladrones habían averiado el teléfono. Bajó a la planta baja, despertó a su mujer que lo miraba asustada sin comprender nada y buscó el móvil. En ese momento sonó el teléfono de arriba. Subió como una bala. Le dijeron que si había llamado a la Guardia Civil. Al instante un torrente de palabras brotó de su garganta en un conjunto de datos desordenados y con un tono de voz que no reconocía como propio. Desde el otro lado de la línea le aseguraron que una patrulla llegaría en breve.
Bajó de nuevo al dormitorio y según le daba atropelladas informaciones a su mujer llamó a su cuñado por el móvil: “Han robado la casa con nosotros dentro”. Apenas hubo más explicaciones. El móvil de su cuñado, como luego comprobaron, registró la llamada a la ocho y diez minutos, por lo que aquella pesadilla, cuya duración distorsionó el pánico, había concluido en diez minutos.

A las ocho y quince minutos un coche de la Guardia Civil llegó. Uno de los guardias entró a la casa por la puerta descerrajada y subió al lugar del robo, las dos habitaciones desvalijadas. El otro se encontró con el jubilado que, aún presa de la excitación, había salido a dar una vuelta a la manzana de casas junto a la iglesia en un intento de dar con algo.
-Si ha habido lesiones físicas debe ir al centro médico –le dijo uno de los guardias.
-Como no sea a que me hagan un electrocardiograma –contestó el jubilado.
-No toquen nada ni suban al piso de arriba hasta que no venga la policía científica.
El viejo les describió la escena que acababa de vivir.
-¿Eran rumanos? –dijo un guardia.
-No puedo decir que lo fuesen, pero no hablaron una palabra en español ni para amenazarme.
-¿Tenían armas?
-Si las tenían no lo sé, pero yo no las vi.

Al parecer la mujer que el viejo vio bajando calle abajo, se puso en contacto con los guardias, les dio la matrícula del coche, les dijo que en la huida los ladrones estaban asustados, que eran tres y que eran rumanos pues ella también lo era y había entendido lo que hablaron. Eso junto con el hecho de que el jubilado le había visto la cara a uno de ellos hizo que los guardias albergasen esperanzas de detenerlos en los controles que habían montado. Pidieron al viejo y a su cuñado que se bajasen al cuartel para hacer las denuncias y el papeleo cuanto antes.

Sentados frente a la mesa del guardia que manejaba el ordenador fueron realizando la denuncia y el relato de los hechos contestando a las preguntas del guardia.
El viejo se atrevió a preguntar:
-¿Y en estos casos qué pasaría si uno se defiende con un arma?
El guardia le dijo que nuestras leyes contemplan el derecho a la legítima defensa pero que ese derecho está basado en el principio de proporcionalidad y que en virtud de ese principio no se puede responder con un disparo a un puñetazo. Y añadió que, en esos casos, había que buscarse un abogado bueno, experto en estos temas, y que hiciese ver al juez que el autor del disparo había sido víctima de un miedo insuperable e incontrolado. También dijo que si se dispara o agrede a quien huye no se puede aplicar la legítima defensa sino que incluso podemos ser acusados de actuar por venganza. Nosotros, añadió el guardia echando una ojeada a la pistola que colgaba de su cintura, a veces no sabemos para qué cargamos con esto

Quedó perplejo el viejo por las palabras que escuchó. Y mientras, de cuando en cuando, respondía a las preguntas que el guardia le hacía, no hizo sino pensar. El miedo se le había pasado pero la impresión no. Sin embargo, sintió nacer en él un nuevo miedo, un miedo más refinado. Desde ese momento en adelante no supo dilucidar si debía tener más miedo a los delincuentes o a la justicia.
Debía ser muy interesante para jueces y abogados discernir, sentados tranquilamente tras una mesa de despacho, el alcance de la legítima defensa y el principio de proporcionalidad. Imaginó que si entraban tres ladrones a su casa, para enfrentarse a ellos, habría de llamar a un par de amigos, ni uno más, para poder aplicar la tal proporcionalidad. Que si los ladrones sacaban un cuchillo o un arma de fuego, había de pedírseles tiempo, como en los partidos de baloncesto, para ir uno mismo en busca de un arma similar. Que, en definitiva, la ley consideraba el derecho a la legítima defensa como un duelo entre caballeros en el que los guardias actuarían como padrinos y testigos, garantes de que nadie tuviera ventaja. Y hasta se pensó que había tenido suerte al haber salido de aquel trance sin que a los ladrones les hubieran caído cinco años por robo y a él más de diez por homicidio, aparte de indemnizar a los familiares o hijos del ladrón si los hubiere.
-¿Alguna lesión física? –dijo el guardia.
-No, sólo psíquicas –respondió el viejo.
-Sólo se pueden hacer constar las físicas.
Asintió el viejo. Y se atrevió a hacer otra pregunta.
-¿Cree usted que los cogerán?
-Es posible –dijo el guardia. Luego se miró el uniforme y añadió: Pero no puedo asegurárselo, por desgracia, hay muy poco verde para tanto marrón.

29 noviembre 2017

Cobijo, cariño, comida.


Cobijo, cariño, comida. Dicen que son las cosas que una persona necesita para vivir.

Carmen disfrutaba lúdicamente cuando iba variando de situación espacial, al suave y lento ritmo de sus extremidades inferiores, mientras los segundos discurrían como si sus pies los fueran marcando. O sea: paseaba.

¿Cuál es mi cobijo? ¿Será, acaso, en sentido amplio, este país mío al que tanto amo?
¿Cuál es mi cariño? ¿Será, acaso, el que recibo de mis conciudadanos (y conciudadanas), zambullidos todos (y todas) en esa solidaridad que a todos (y a todas) nos hermana?
¿Cuál es mi comida? ¿Será, acaso, la que todos (y todas) producimos en las diferentes ocupaciones que nos amalgaman en la cosa del bien común y que a todos (y a todas) proporciona sustento?
Y, si estas cosas son así, ¿por qué no soy feliz? ¿Por qué no me siento libre? ¿Por qué vivo en este desasosiego? ¿Quién o quienes se conjuran contra mí?

Puede que se trate del cobijo. Nuestro país es la casa nuestra aunque, por las noticias que a diario emanan de los juzgados, para algunos (y algunas) parece más la “Cosa Nostra”. ¿Será veleidoso creer en un nuevo país limpio de corrupción?
¡Qué terca es la Historia! Oye, que ni uno, ni de los viejos, ni de los existentes. ¿Será presuntuoso que mis conciudadanos (y mis conciudadanas) y yo intentemos encontrar, o mejor, crear y creer esa utopía? La idea es tentadora y hermosa y merecería la pena dar la vida por ella. Pero, para esto, necesitamos la independencia. Miraos todos (y todas) en los países independientes.
Claro que hay países independientes donde la gente no es libre. No sé yo si la independencia, al final, sirve con seguridad para algo y si, ese algo, será mejor o peor. Ninguna garantía.
La Historia, os juro que no he visto nada más desmoralizador. Me entra un pesimismo y así como un coraje. La Historia es un coñazo. La madre (y quien quiera que colaborase con ella) que parió a la Historia.

Vale. Pero, ¿y el cariño? Ese sentirnos todos (y todas) un único cuerpo, una única mente, una sola voluntad en pos de la idea sublime, casi mística, iluminados (e iluminadas) por una naciente estrella nueva y rutilante que alumbre un futuro glorioso. Os juro que la idea es una pasada, un auténtico alucine polícromo, me ahogo de emoción, por el Niño Jesús os lo digo. Qué hermandad, qué conjunción, qué comunión, qué fe en un futuro nuevo y deslumbrante. No ya las penínsulas ni los continentes, sino el orbe entero abrazará, el día que la entienda, la grandeza de nuestra original idea de una patria nueva.
Y, lo que es más, nuestro discurrir hasta ella con esta deportividad (mismamente fair play) tan nuestra (nuestro), de ese modo tan pacífico, lúdico, festivo y simbólico, con nuestros generosos corazones puestos en la gran bandeja común, ofreciendo nuestro amor a todo el mundo conocido con el que compartiremos nuestra dicha y al que regalaremos la excelsa calidad de nuestra idea inédita.
Pero maldita Historia, parece que hay precedentes, que lees y repasas datos y ves que: a la más mínima, lo lúdico se convierte en fúnebre, lo festivo en trágico, que lo pacífico deviene, en un segundo, en belicoso. Pero, por favor, qué necesidad tenemos de la Historia, es un manual secular de pésimos ejemplos. Toda plagada de hostialidades (sorry, hostilidades). Debería dejar de enseñarse en las escuelas, de estar al alcance de los niños (y de las niñas), nosotros queremos otra cosa, hombre (y mujer). Un poquito de alegría, por favor. Una cosa tan triste debería de estar oculta y censurada, es un freno para el libre albedrío de las personas puras, honestas y bondadosas. Un compendio de ejemplos tenebrosos. Un antídoto contra la felicidad. Vamos, un asquito.

La comida al menos no nos la quitará nadie. Porque la comida sale de la tierra y a la tierra nadie puede moverla de su sitio. Al menos, por ahora.
Industria, servicios… zarandajas. A veces pienso que esto es una conjura contra nosotros todos (y nosotras todas). Una persona con poquito se apaña. Si me tiras de la lengua, lo que nos sobra son tantos bienes de consumo, tanto afán por viajar, tanto con la modernidad, tanto con el progreso, tanto con la cultura, tanto con la economía… y todo con vocación universal y globalizadora, olvidando a las minorías a las que tanto respeto se les debe. Devoción, verdadera devoción es lo que deberíamos sentir por las minorías.
Vamos que, con todos estos precedentes, es un milagro que España sea un país independiente, ¿cómo?, casi un atraso. Ya está dicho. Y, encima, que por ahí no nos comprendan y nos miren por encima del hombro.

¿Qué queremos? ¿Ser algún día como España? Bonito panorama. Para ese viaje no necesitábamos alforjas. No te digo.

20 noviembre 2017

Intríngulis de la liebre


Pues sí, lo que sé sobre las liebres me lo enseñó el Colás. Ya sabes, fue pastor desde niño y, con el tiempo, se hizo cazador. Cazaba de ordinario en lo libre pero, con más frecuencia, en los cotos, siempre de furtivo. Por eso era un cazador solitario. El veneno del furtivismo, una verdadera vocación, le acompañó siempre. Y lo practicó de todas las maneras, ejerciéndolo ya fuera en terrenos prohibidos, ya en épocas de veda, ya coincidiendo ambas circunstancias. O sea, sin respeto a espacios ni tiempos, pero con absoluta devoción a su libre albedrío. Era un furtivo muy completo, un precursor de la libertad y del derecho a decidir, una auténtica escopeta negra. Vamos, una alhaja.
Un día, el sargento de la Guardia Civil de su pueblo, le pilló con la escopeta en mayo.
-¡Tú tenías que ser, Colás, qué haces con la escopeta en este tiempo!
-¡Mi sargento, la llevo pa mi defensa!

No sé por qué lo hizo, porque ya te he dicho que era un solitario. Pero, andaría yo por los dieciocho años y él por los cuarenta y alguno, cuando aceptó que le acompañara a cazar. Iba a decir que me dejó cazar con él, pero eso sería mucho presumir, pues yo, por entonces, no tenía ni idea, ni sabía de los animales ni de sus querencias y, además, cuando me vio tirar, el Colás dijo:
-Papo, galán, no tienes tú que sembrar los restrojos de perdigones. No le pegas a una sotana en un montón de cal.

Hoy, si no te importa, vamos a caminar por los lugares donde sé que les gusta a las liebres ampararse estos días que sopla el norte, este zarzagán que tanto molesta, que quema las mejillas, hiela las manos y hace rielar el agua de los charcos y llorar los ojos.
La gente dice que la liebre puede estar en cualquier sitio y eso es verdad, mas no en días como hoy.
Pero hay que distinguir dos casos.
El primero es que, incluso en estos días fríos y ventosos, si una liebre ha huido de su encame levantada por un cazador, por un perro o una zorra, puede estar refugiada ocasionalmente en cualquier sitio. Así que, en ese caso, no valen reglas.
El segundo, consiste en buscar la liebre en su querencia con este viento frío. Buscar con intención de encontrar. Y para eso hay que ir con conocimiento.
-Sarvi, ¿a que no sabes por qué los cazadores buscan las liebres?
-Porque quieren cazarlas, ¿no?
-No, porque no saben dónde están, gelipollas –se cachondeaba de él, como siempre, el Colás.

La liebre, como sabes, no tiene madrigueras ni se mete en agujeros. También come durante la noche, a partir de la caída de la tarde. El día lo pasa encamada sesteando. Y, como la buscamos durante el día, hay que mirar las solanas a resguardo del viento.
-¿Y todo eso te lo explicó el Colás?
-No. El Colás sólo me dijo que me acordara siempre de que la liebre es mu friolenta.
-¿Y por qué la liebre no busca refugio en agujeros como los conejos?
-Es por la sangre. La liebre tiene un sistema circulatorio muy potente, tiene mucha sangre en comparación con otros animales de su tamaño (por eso tiene la carne tan oscura) y un corazón grande capaz de bombear esa sangre cargada de oxígeno a gran presión. Por eso es capaz de regular su temperatura durmiendo al raso y por eso, junto con la ligereza de sus huesos, es capaz de correr a  una velocidad que ronda los 70 Km/h. Digamos que, lanzada, puede rozar los 20 metros por segundo. Un verdadero torpedo a ras de tierra.
-¿Eso también te lo explicó el Colás?
-No. El Colás sólo me dijo que la liebre era un animalito mu sanguino.

Ahora comprenderás por qué estamos buscando los mejores abrigos naturales. Hemos de ir despacio, zigzagueando, mirando matas, macizos de aliagas, apretones de biércoles e incluso entre las lascas de piedras verticales, que también suelen servir de parapeto a sus encames.
-¿Y por qué se levantan cerca o, a veces, casi de los pies?
-Ya te digo que están sesteando y su mejor defensa es el mimetismo con el que se confunden con su encame. También su instinto, desde que son farnacas y carecen de olor, es el de estarse quietas, convertidas en piedras. Sólo si el perro las detecta o te metes encima se levantarán. Por eso hay que ir despacio y como a la deriva y nunca en línea recta en su búsqueda. Hay, incluso, quien desarrolla una gran habilidad para verlas en la cama.
-¡Sarvi, que la veo, que la veo!
-No me vaciles, Colás. Que aquí no hay nada.
-Pero, mírala, qué ojos te echa, galán. Que la tienes a tres metros, que te va a comer. Que está diciendo: “Sarvi, no me mates”.
-Déjate ya de cachondeo, Colás.
-Papo, Sarvi. Ves menos que una picha escayolá.

Cuando la liebre salta, hay veces que sale rebrincada, con la orejas tiesas y quebrando las matas o regateando al perro. En esos casos hay que reportarse, esperar a que se eche las orejas al lomo y enderece. Otras veces sale rectilínea directamente de la cama. Si le tiras mientras quiebra es fácil que falles; si le coges los puntos cuando haya enderezado, tienes más probabilidades de hacerte con ella. Pero también depende de la visibilidad que tengas al tirar. Así que en dos o tres segundos, a lo sumo, tendrás que decidir. Luego, ya se te habrá puesto a más de cincuenta metros o puede que ni la veas entre la fusca.
-Sarvi, las cortao las orejas. Pero, papo, búscalas pa una sopa. ¡Coponario, qué malo eres, galán! ¡No tenemos na en casa con este hijo! ¡Es que no sabes que estos animalitos se comen! ¡Qué poquita hambre has pasao tu de pequeño!

Además, otro punto que hay que tener en consideración, es que la liebre está en celo, a diferencia de otras especies, la mayor parte del año. Especialmente en esos periodos del anticiclón de invierno en los que, pese a los hielos nocturnos, los días son soleados. No es raro que las liebres se apareen en días benignos como ésos. Te conviene saber que el mismo Aristóteles cita a las liebres como símbolo del deseo sexual y del amor carnal y algunos santos doctores de La Iglesia como símbolo de la lujuria. Y es que los sabios y los santos, viendo en el fondo las cosas del mismo modo, las suelen denominar, sin embargo, con palabras distintas.
-¿Y eso qué trascendencia tiene para la caza?
- Supongo que te refieres a la avidez amorosa de las liebres. Pues que, si en uno de esos días soleados te salta una liebre, busca en los alrededores, porque en un radio de cien metros es posible que haya alguna más.
-¿Y fue el Colás el que te contó todo eso?
-De ninguna manera. Si me hubiera empeñado en hablarle al Colás de Aristóteles o, menos aún, de los doctores de La Iglesia, me habría tomado por un majara y, lamentablemente, su confianza conmigo se habría deteriorado para los restos tras, indefectiblemente, haberme mandado a tomar por culo. Pero sí que me dijo que las liebres eran unas criaturitas a las que les duraba el tempero todo el año y que, en los días buenos, aunque fuesen de invierno, solían ponerse una miajita climatélicas.

Aunque creas que has fallado a una liebre, siempre debes poner al perro en su rastro.
-¿Aunque la veas largarse como un rayo?
-Generalmente, sólo las verás trasponer a una distancia variable, pues los terrenos suelen ser accidentados y no dan para verlas correr a distancia.
-Pero si la ves marcharse con más salud que tú, para qué vas a seguirla.
-Porque las liebres en su formidable sistema circulatorio, esa especie de circuito sanguíneo a presión, tienen su mayor fortaleza y, a la vez, su talón de Aquiles. Basta que un solo perdigón les haya alcanzado para que, al cabo de cien o doscientos metros de veloz carrera, sufran un gran derrame interno. Si ha sido así, el perro la cobrará amagada en algún zarzón a dos o trescientos metros o aún más cerca.
-¿Y eso te lo explicó también el Colás?
-No, el Colás sólo me dijo que, al ser unos animalitos tan sanguinos, eran lo más blandito ca había pal plomo, porque con tal que las tocara una triste mostacilla se quedaban sin fuelle y se arranaban en cualquier mata. Y que la liebre tenía esos intríngulis.
-Entonces, ¿qué coño te enseñó el Colás?
-Amigo, ¿te parece poco? Sembró en mí la semilla del conocimiento.
-Pues sembraría lo que tú quieras, pero llevamos seis horas buscando y nada.
-Pues eso: que no sabemos dónde están.

14 noviembre 2017

La pantera ibérica


Ya, desde el comienzo, todo el mundo barruntaba que la temporada de caza no iba a ser buena.

Los agricultores, que no acostumbran a quejarse del tiempo ni bajo tortura, simplemente dijeron que aquel año había sido malo. Y, aunque debatieron en profundidad sobre el asunto en la Cámara Agraria con asesores muy bien informados, la conclusión fue concisa, parca y, en palabras llanas, vino a ser lo que viene a resumir esta sentencia:”La cosecha de este año ha sido la antítesis de lo que venía a ser un cosechón de la hostia. Esta cosecha no la podemos poner en valor, la tenemos que poner en temor.”

La sequía era evidente. La mayor parte de los manantiales, las acequias, los nacederos, los pilares y las fuentes se habían secado. Las salinas abandonadas mostraban sus cuarterones secos. La Laguna de Paredes, que aún en las más pertinaces sequías mostraba siempre un charcón en su centro, sólo barro reseco y cuarteado mostraba en él.

Todos los hermanos, que se aglutinaban en esa etérea comunión cinegética constituida por sociedades deportivas, peñas, cuadrillas, hermandades y otros grupos camperos, ponderaban la impotencia del hombre (y de la mujer) contra los caprichos del clima.

Algunos hacían serios y pesimistas vaticinios sobre la imparable e irreversible velocidad con la que el cambio climático nos amenazaba en silencio. Elucubraban, apesadumbrados, con la “muerte dulce”, esa que se derivaría de una primavera seca e interminable que nos llevaría a fenecer cualquier día después de decir por última vez: “¡Qué buen día hace!”.

Los ganaderos estaban también desolados. Antes, decían, de vez en cuando teníamos que llevar forraje o pienso a los animales pero, ahora, es que además de comida tenemos que llevarles el agua. Se rumoreaba que incluso algunos ganaderos habían comenzado a almacenar en sus naves barriles de cerveza antes de que los precios de la nutritiva e hidratante bebida se disparen ante el desplome de los acuíferos.

Incluso los pacientes buscadores de hongos y setas que, pese a la sequía, salían al campo con la ilusión de encontrar lo que en él no podía nacer sin el líquido elemento, perseveraban en su costumbre de registrar cada palmo de las antaño frescas praderas, hogaño convertidas en eriales polvorientos, como si su ilusión pudiera hacer que las esporas germinasen por amor.

No sé si ha quedado claro. Reinaba el pesimismo.

Pero fue entonces cuando saltó la noticia: Se había visto una pantera en la zona. Unos la ubicaban cerca de Sigüenza, otros, emboscada entre los enormes macizos de espadañas de la Laguna de Paredes, no faltaban quienes decían haberla visto en los páramos altos de Barcones y Alpanseque y quienes proclamaban que el felino asentaba sus dominios en las Peñas de La Bodera, en el corazón del espeso marojal que domina la comarca.

Todos aquellos rumores comenzaron a concretarse con fotos e incluso con filmaciones que circularon a gran velocidad por las redes sociales, por los teléfonos móviles, esos corazones paralelos por los que sienten cada nueva realidad los ciudadanos (y las ciudadanas) de este mundo global globalizado.

Enseguida comenzaron las discrepancias sobre aquel animal filmado entre junqueras o en rastrojos o sesteando bajo las retamas o luciendo su insólita silueta sobre peladas peñas. Unos sostenían que era un gato montés, otros que un lince, otros que se trataba de un guepardo, que un ocelote, que una hembra de tigre o de león, que una pantera, pero pantera a más no poder…

Pero, cuál era el origen del animal. Los grandes felinos estaban en la zona descatalogados desde tiempo inmemorial. ¿Residuo de algún circo obligado a desprenderse de sus animales para no incurrir en su explotación e indiciario maltrato? ¿Habría sido introducido por el Servicio de Protección de la Naturaleza para, paulatinamente, ir introduciendo otros y hacer de aquellas sierras despobladas un Serengueti de la Península Ibérica? ¿Habría escapado aquella fiera de la propiedad de alguna secta misteriosa que poblaba alguno de los castillos restaurados de la zona o que hacían tal vez asentamientos secretos en los pueblos abandonados? ¿Sería una creación de los servicios secretos rusos para desestabilizar económicamente la zona y crear un sentimiento independentista cerril e irreductible que hiciera saltar la unidad nacional en pedazos desde el punto más inopinado?

Lo cierto es que la sequía, la caza, la ganadería, la agricultura, el movimiento micológico de fin de semana, el cambio climático y hasta el mismísimo secesionismo catalán pasaron a un segundo plano. Teníamos un grave problema: la pantera. Y los hombres (y también las mujeres) estaban encantados con su hecho diferencial, un verdadero hecho diferencial que no se lo saltaba un gitano: la vuelta de los grandes felinos al Sistema Central. Nada menos. Eso no se conocía ni en Bélgica, ni en la Padania, ni en Córcega, ni en los landers alemanes más prósperos, ni siquiera, que ya es decir, en la gran Euskalherría con su cupo.

Eso sí, al sargento jefe de puesto de la zona le llegaban las ojeras a la boca. Que si la pantera me ha hecho polvo un gallinero en Riofrío, que si la pantera ha devorado un novillo en Cincovillas, que si la pantera ha entrado en una taina de Tordelrábano y ha hecho una sarracina… Todos los males de la zona se le adjudicaban a la pantera.

El sargento con sus pocos guardias no se daba abasto. Inspecciones, esperas, vigilancia nocturna, llamadas a la colaboración ciudadana, a los agentes de medio ambiente, al servicio de vigilancia y extinción de incendios, hasta a los pastores se les pidió que echasen una mano. Todo fue infructuoso y, por tanto, el sargento dijo que no podía descartar ninguna hipótesis. Pero lo que más le dolió fue que el alcalde de uno de los pueblos, que por prudencia no citaré, le dijo, con mucha guasa, que pidiese ayuda a los Mossos de Escuadra que eran unos especialistas en despachar fieras. Ahí el sargento se tuvo que sujetar.

Las televisiones se hicieron cargo del fenómeno informativo que el felino representaba e intentaron filmarlo y someter a debate las imágenes con expertos en información de todo tipo, que son los que más abundan en las teles, por suerte para España.
Tampoco las televisiones consiguieron localizar al animal pero, los comentaristas más veteranos y avezados, no descartan que el animal proceda de la selva venezolana. Y la cosa se ha animado con esa revelación. La fiera podía ser indiciariamente chavista y bolivariana lo cual multiplica su potencial peligrosidad.

Es indudable que con la fiera estamos haciendo país. La gente se está uniendo. Tenemos un ideal común. Todos nos sentimos identificados con él. Ya sabemos que la Guardia Civil no puede acabar con esta pesadilla intangible. Pero en el país se multiplican las esperanzas. El sábado pasado, sin ir más lejos, una caravana de cinco coches dotados de tracción cuatro por cuatro y ocupados por reputados monteros, armados y con visores Swarosvky de visión nocturna, salieron en la noche en busca del, casi ya, mitológico animal. Desgraciadamente, tras horas de recorrer pistas y caminos intransitables, no dieron con él. Sólo avistaron asustados cánidos, vulgo raposas o zorras, a los que no osaron disparar, pues su safari era lúdico y festivo y, además, en apoyo a la autoridad establecida y en coordinación con la misma.
Cansados los veteranos cazadores y, tal vez llevados por un extraño sentimiento reflejo, terminaron a la tres de la mañana en “El Tren del Amor”, reputado local de carretera, haciendo libaciones de bebidas espirituosas en compañía de unas amables señoritas.

El problema sigue, pero nada nos había unido tanto hasta la fecha. El símbolo de la zona ya es la pantera solitaria. ¿Por qué no una bandera panterada? ¿O queda más fino pantherina?

07 noviembre 2017

La Historia Milenaria


Se percató del teclado polvoriento. Sopló sobre él y, al instante, flotó la pelusilla a la luz oblicua de la tarde con un brillo minúsculo y fugaz. Le pareció el leve fulgor de la desidia, del desánimo, del monótono correr del tiempo. Vamos, algo así como el sedimento donde germina la vagancia con una constancia imperceptible.
A la par, le recordó los días de la última semana, cuando desde el alba se empeñó en hoyar, distraído y perezoso, los también polvorientos caminos y senderos de algunos de sus desiertos más entrañables. Como el que se empeña en tener una misión, de la que es a la vez único jefe y soldado leal.

El primer día subió por el camino más alto del monte del Marojal. Es el camino que cruza las Peñas y desde el que se contempla, desde la uve de su paso más elevado, a lo lejos, gran parte de la provincia, debajo, el minúsculo pueblo de La Bodera.
El camino cruza una estribación del Sistema Central. El caminante deja el coche en la Cerrada del Abogado porque quiere ahorrarse los dos primeros kilómetros llanos, de yermos, barbechos, yecos, labores y rastrojos. Pueden ser buenos, pese a su monotonía, para desencamar a la rabona o levantar un bando de perdices pero, para el paseo, prefiere más la variedad.
Desde la cerrada comienza a ascender lentamente entre pastizales y praderas y el campo se vuelve paulatinamente más silvestre. El camino genuino está casi perdido, las caballerías y las personas hace muchos años que dejaron de usarlo. Hay alguna pista nueva para los ganaderos que ya se mueven, no iban a ser ellos la excepción, sobre ruedas, como Dios manda.

Sorteando los grupos de estepas que invaden el camino tortuoso y semicegado por la broza llega al monte. Es como llegar a una muralla. Es un monte de rebollos y robles, con pocas encinas, y con un sotobosque de biércoles, aliagas y estepas. En muchos lugares se erige una maraña de fusca impenetrable, hogar de jabalíes, corzos, tejones y becadas.
Allí la rampa del camino viejo se acentúa. El suelo está, a trozos, levantado por las torrenteras y con hileras de cantos rodados al albur. El silencio del monte es, a ratos, total. Y, cuando se para a escucharlo, el caminante casi se asusta con un temor irracional y le dan ganas de acelerar el paso.
Apoyado en el pequeño compás oscilante de sus piernas llega arriba. Otea un rato el vasto horizonte desde aquella soledad. Piensa si no será demasiado bajar por la otra vertiente y, sorteando la linde del monte bajo con las tierras de labor, alcanzar tras unos kilómetros el camino principal.
Sabe que serán tres horas más de caminata. Lo sopesa y, con indiferencia, se dice: “¿Y para qué las quiero?”.

Al camino principal llega tras hora y media. Es el camino que cruza el monte por su parte baja. Es uno de los tramos que aún perdura del Camino Real que cruzaba en dirección a Soria. Pérez Galdós lo cita en uno de los Episodios Nacionales (Narváez, cree recordar). También fue cuerda de merinas durante la Mesta, así como testigo de las correrías del Empecinado en sus escaramuzas por estas sierras cuando la Francesada. Sostienen algunos que el Cid (Ruderico, como firmaba), en su destierro, lo atravesó de noche en su primera incursión en el Reino de Toledo, en manos entonces del moro infiel. Ahora dicen que también formaba parte de la Ruta de la Lana (enésimo camino de Santiago) y que, por ella, subían los entonces preciados vellones de La Mancha en dirección a Burgos. Y no sería raro que pronto se descubra que lo transitó el propio don Quijote o, al menos, Cristóbal Colón…Pero, que las flechitas amarillas ya las tiene. Y de vez en cuando pasan peregrinos, dicen.
Así que el caminante, a medida que lo recorre paso a paso, y aunque no ve un alma, se siente muy acompañado por la intimidad de la Historia y las historias de España, tan variadas y difíciles de encajar como el propio país. Y se dice que esto es lo que tiene el tener alguna lectura, que se alivian las soledades del alma nostálgica, aunque a los pies, sacrificados porteadores del cuerpo, les dé igual todo.

Pero ocurre un milagro. Sí, un ruido. Es un traqueteo lejano que crece lentamente. El caminante, aunque no tiene nada que temer, se sobresalta. Ya se había acostumbrado al silencio y a la perenne soledad. Son dos motoristas que vienen en dirección contraria. Van despacio y, cuando le dan vista, enfilan un poco más deprisa hacia él. Enseguida los identifica, sus uniformes verdes cantan, son de la Benemérita, seguramente del SEPRONA (Servicio de Protección de la Naturaleza).
El caminante se palpa. Sí, lleva la cartera y el DNI. También se alegra de no estar de caza, pues tendría que haberles enseñado un sinfín de papeles: licencia de armas, permiso de caza, guía de la escopeta, seguro de cazador, control de munición, control de piezas, permiso del coto, tarjeta canina, certificado de vacuna antirrábica (del perro, claro), precintos…
Afortunadamente, la caza está mucho más controlada que las cuentas en paraísos fiscales, dónde va a parar. El caminante es consciente de poblar un país civilizado que cuida su medio ambiente. Y no lo dice simplemente por alabar a las autoridades.
Los guardias paran a su altura y él hace lo propio. Saludan y preguntan qué hace por allí. Les dice que de paseo. A los guardias les extraña un paseo tan largo, pero él les dice que le gusta el paraje. Los guardias le indican que aquel monte es un coto, pero él les replica que no está molestando a los animales, que no lleva perro y que por el Camino Real hay derecho de paso.
Ya se sabe que a algunos guardias les joden los listillos pero éstos no son de ésos y no le quitan la razón. Le desean un buen paseo y justo cuando están montando en sus motos aparecen en la misma dirección del caminante dos ciclistas.
“Coño, dos bicigrinos de la Ruta de la Lana, y yo que me creía que por aquí no pasaba nadie”, piensa el caminante.
Llegan a la altura de los guardias y del caminante. ¡Ahí va!, si son catalanes, con su banderita estelada ondeando en las bolsas traseras de las bicis.
Parece que los guardias tienen ganas de cachondeo. Les paran. Uno de ellos tras saludar militarmente a los ciclistas y darles los buenos días, dice socarronamente:
-¿Qué? ¿De visita por el extranjero?
-¿Por qué dice usted eso? ¿Es que no se puede circular por este camino? –dice uno de los ciclistas mosqueado y sin saber muy bien qué replicar.
-No, hombre. Es que como decís que “Catalonia es not Spain”, que también tiene cojones que lo digáis en inglés teniendo vuestra lengua…
-Pues claro que Cataluña no es España, parece mentira que no lo entiendan ustedes. Somos un pueblo muy distinto con una historia milenaria.
-Anda éste, como si los Toros de Guisando fuesen de anteayer…- y el guardia se dirige al caminante, esperando su apoyo- ¿Qué le parece a usted eso!
El paseante se lo piensa un poco y al cabo dice:
-Pues, mire, que estos catalanes llevan razón. Cataluña no es España…
-También usted se pone de su parte, lo que me faltaba por oír –corta el guardia.
Pero el caminante continúa:
-Efectivamente, Cataluña no es España. Pero es que tampoco Castilla es España, ni Andalucía es España, ni Aragón es España, ni Galicia es España… ni ninguna otra región, considerada aisladamente, es España. Somos España todos juntos. Si no, seríamos otra cosa, pero ya no seríamos España.
Y el caminante se queda satisfecho de haber dado una opinión con tanta mesura y mano izquierda.
El guardia tarda unos segundos en responder, pero al final resuelve:
-Pues no sé si lo ha arreglado usted o lo ha terminado de fastidiar. Pero bueno, circulen y tengamos la fiesta en paz, que vamos de servicio y no viene a cuento iniciar un coloquio justo aquí, donde Cristo dio las tres voces.
-Buen servicio –dice el caminante.
-Adeu noi! –reivindican su lengua los de la estelada, ignorando a los guardias.

El caminante se va y, cuando ve alejarse a los ciclistas y se pierde el ruido de las motos, recapacita sobre sus lecturas y cae en la cuenta de que España, a diferencia de casi todos los demás países, siempre ha sido el principal problema para sus ciudadanos.

01 mayo 2017

"Patria", novela de Fernando Aramburu


Tanta información nos avasalla. Quizá confundimos enseñar con informar. Quizá confundimos saber con estar informados.
Reconozco que a lo largo de mi vida he recibido por los medios de comunicación mucha información, aunque seguro que no toda, sobre el terrorismo de ETA. Seguro también que hay historiadores que han desmenuzado las actividades terroristas de esta organización y las realizadas por la policía y la Guardia Civil en su lucha contra ella. Además, por si nos falla la memoria, tenemos las hemerotecas a nuestra disposición. También las sucesivas declaraciones de los políticos de distinto signo a lo largo del tiempo.
Sin embargo, más allá de los hechos, de los atentados, de las detenciones, de las infiltraciones, de las facciones, de las declaraciones y, en general, de todas las actividades terroristas de ETA y sus réplicas, siempre sentí otro tipo de curiosidad.
Me preguntaba cómo se encastra en una comunidad una organización terrorista. Qué es lo que pueden sentir sus ciudadanos cuando viven esta situación individualmente pero, al tiempo, en sus familias, en sus lugares de reunión, en la sociedad  de sus pueblos, de sus ciudades.
Algunas veces, a lo largo de estos años, he tropezado con vascos e he intentado que me explicaran la cuestión. No sé si desconfiados o incrédulos, me contestaban con ironía que ya la sabía, que los periódicos no hablaban de otra cosa, que qué me iban a contar ellos. Pero ni yo podía saber lo que sabían ellos, ni ellos dar por sentado que en resto del país se vivía internamente su misma situación.
Apenas hace un par de meses, picado por esa curiosidad que seguía insatisfecha, me hice con la novela “Patria” de Fernando Aramburu.
Tuvo que ser una novela, un relato ficticio, una creación literaria, la que me diera una solución creíble y coherente a mis incógnitas. Tras leerla alcancé a entender ese ambiente que tan ajeno me era. Fue como una contestación global a mis preguntas. Quedé satisfecho porque una narración me desveló lo que muchos artículos e informaciones concretas no consiguieron aclararme durante tantos años.
Luego, he pensado que las personas que han vivido en el País Vasco durante todos esos años, quizá tuvieran muchas más cosas que añadir, porque las vivencias personales nunca se ajustan a un libro por bueno que éste pueda parecer. Pero, en cualquier caso, ahí tienen el ejemplo de Fernando Aramburu. La literatura no es de nadie y cada cual puede exponer sus vivencias con igual o mayor talento que este autor.
A veces la literatura puede dar soluciones a cuestiones que los hechos reales, con toda su crudeza, no revelan.

28 abril 2017

Visita a San Salvador de Cantamuda


Los dos niños, de siete y nueve años, preguntan a la mujer y al hombre si se saben la historia.
No se la saben.
-Casi nadie se la sabe –dice el pequeño.
-Si queréis, os la contamos –dice el mayor.
-Y os enseñamos un oso y la cara del que hizo la iglesia –dice el pequeño.
Siguen a la pareja que, ansiosos, quieren dar la vuelta al edificio y tomar fotografías. Ella les hace caso, pero él no para de fisgar las piedras, ajeno a los niños, como si le faltase tiempo para verlas o como si pudieran escaparse, en un descuido, del ojo de la cámara.
-¿Has visto la cara del que hizo la iglesia? –dicen los dos niños a coro.
-No.
-Pues está ahí, en esa ventana –dice el mayor.
-Pero hay otra por detrás –apostilla el menor- y la puso para que todos supieran quién había hecho la iglesia. Aunque, ya veréis, era un poco feo.
Giran por delante de la espadaña y comienzan a observar el otro lateral. Hay una escalera de piedra que da acceso a una torre cilíndrica con una puerta cerrada. Los niños les siguen.
-¿A que no ves al oso?
-Sí, está ahí.
-¡Qué va, hombre, eso es un jabalí! Tienes que mirar a la esquina de arriba del todo.
El hombre obedece y, por fin, localiza al oso.
-Lo ves, si no te lo decimos te lo habías perdido.
El hombre y la mujer siguen dando la vuelta a la iglesia y, tras el ábside, dan con un cementerio. Los chicos detrás, sin quitarles ojo.
La mujer les pregunta entonces por la historia.
-Es que vais muy deprisa y así no se puede contar ninguna historia –dice el niño mayor.
-Bueno, pues nos paramos y nos la contáis –le contesta la mujer sonriendo y haciendo un gesto amable al hombre.
Se recuestan los dos adultos en el pasamanos que rodea la iglesia, en la esquina donde se junta con el muro del camposanto. Los niños se empeñan en subirse de pie a la barbacana y el mayor, más ágil, lo consigue. El hombre ayuda a subirse al pequeño. Repara, de repente, en que los niños son una aparición y que las piedras no van a evaporarse.
-Bueno, a ver esa historia –dice la mujer.
El mayor de los chicos comienza la narración.
-Esto era un conde que se llamaba Munio.
-Yo creo que se llamaba Nuño –puntualiza el pequeño- pero, bueno.
-El caso es que el conde, que era muy viejo, lo menos de sesenta años o así, se enamoró de una chica muy guapa pero que tenía veinte. Pero, como le gustaba tanto, se casó con ella.
-No, el conde era muy viejo –vuelve a puntualizar el pequeño- pero sólo tenía cuarenta o casi cincuenta.
-No, no, de eso nada, tenía por lo menos sesenta –impone el mayor su autoridad en la materia- Y, claro, pues no tenían hijos porque él era muy viejo y, y…bueno, que no podía ser. Y entonces el conde le echó la culpa a ella y empezó a mirarla mal y a regañar con ella muchas veces y a darle voces y todo eso.
-Y, además, le entraron celos también –añade el pequeño- porque ella era muy guapa y él muy viejo, aunque cazara muchos osos y otros animales carnívoros.
-Bueno, el caso es que un día se enfadó mucho el conde porque no tenían hijos y eso. Y la noche de ese día se enfadó aún más, porque había bebido mucho vino, y la echó de su castillo que estaba por ahí muy arriba en el pico de una montaña. Y sólo dejó que una sirvienta la acompañase en la bajada de la montaña con un caballo.
El pequeño no está de acuerdo, así que añade:
-Sí, pero la sirvienta, además, era muda y no le dejó un caballo, le dejó una burra vieja que, encima, estaba muy coja.
-Bueno, es verdad –dice el mayor- Se conoce que el conde quería que en aquella noche tan oscura, al bajar del castillo, cruzando por los precipicios, se despeñaran las dos con la burra y se mataran.
-Sí, pero además aquella noche –dice el pequeño como si lo hubiera visto- había mucha tormenta, con rayos blancos y mucha lluvia. Y el conde lo hizo aposta, del enfado que tenía, para que se escurrieran y se cayeran a un barranco muy hondo y se las comieran los lobos.
-Sí, es verdad, también lo de la tormenta –vuelve el mayor al relato, algo chinchado por el pequeño- Pero, por suerte o por lo que fuera, no les pasó nada y llegaron al pueblo sanas y salvas con la burra.
-Sí, pero es que, además, al llegar al pueblo la muda comenzó a cantar muchas canciones y todos dijeron que era un milagro verdadero –añade el pequeño.
-Claro, ya lo iba a decir yo, pero es que no me dejas terminar. Y por eso a la iglesia le pusieron el nombre ese tan raro de San Salvador de Cantamuda.
Parece que el pequeño ya no tiene nada que añadir. El mayor le mira un poco retador, como diciendo: A ver ahora qué se te ocurre, chinche.
Y el pequeño cavila un poco y dice:
-Sí, pero la burra se quedó coja, la pobre.