31 marzo 2011

Ciencia ingrata

Uno de sus primeros deslumbramientos lo tuvo el chico a los doce años. Fue cuando se enteró de que su prima favorita se iba a Madrid. Y no lo fue por el hecho de que se marchase a la capital, no, que él había ido ya un par de veces y, quitando el hecho de viajar en tren de vapor, poco le impresionó el resto; fue porque ella iba, nada menos, a estudiar biológicas.
Eso sí que era una carrera, ésos sí que eran unos estudios interesantes, eso sí que valía la pena. Su mente se llenó de admiración hacia su prima. Además de ser tan simpática, qué lista había sido, cómo había sabido elegir, pero qué carrera tan apasionante. Y la imaginaba en la facultad, con su bata, tan guapa ella; y, hala, venga a ver bichos, a estudiarlos por arriba y por abajo, por dentro y por fuera, y venga a mirar por el microscopio todo el día y a hacer experimentos con los ejemplares más raros y a tomar notas en muchísimos papeles. Habría que ver la cantidad de cosas y de nombres que aprendería. Eso sin contar los beneficios que sus descubrimientos generarían para la Humanidad. Aquello, para ser su prima una chica, era verdaderamente lo máximo que se podía esperar del género femenino: una hermosura a la que no sólo no le daban asco los bichos sino que, encima, le gustaban. Le costaba imaginar algo más perfecto. Así deberían de ser todos los seres humanos.
Cuando llegaron aquellas Navidades, las primeras en que volvió a casa la incipiente bióloga, el muchacho se juntó con su primo, que era más o menos de su edad y, sobre todo, el hermano de aquella eminencia. Y no fue, como otras veces, para jugar a las damas o ponerse ciego de chocolate en casa de su tía, no, fue para proponerle un proyecto que no admitía demora: tenían que hacer un fondo común para hacerle un regalo de reyes a la científica.
No podía ser otro que un libro de animales. Y, manos a la obra, aquellas vacaciones anduvieron los dos de librería en librería. No podían elegir al buen tuntún, estaba claro que no valía uno de aquellos libritos pueriles llenos de santos y de estampas, no, había de ser un libro de animales repleto de escritura, de sabiduría, algo digno de una profesional, algo de enjundia y que le sirviera de provecho, nada de un álbum infantil con fotos, había de ser algo profundo que le ayudara a superar los exhaustivos conocimientos que le requeriría su carrera.
Las pocas librerías de su ciudad provinciana se les hicieron  páramos. En aquellas mermadas estanterías no encontraban el libro adecuado. Estaba visto que la ciencia de la vida era una especialidad que aquellos comercios desdeñaban. ¡Madre mía, qué olvidada estaba la biología en la provincia! Y, así, sólo daban con librotes de historia o de guerras, o con mamotretos de geografía y filosofía, o con tomos de novelas de amor y con las infantiles novelitas de la colección Ardilla que ya, hasta a ellos, se les hacían insustanciales. No podían regalarle nada de aquello a una científica. ¿Qué pensaría de ellos una mujer de altura?
Fue la tarde del cinco de enero, a última hora, cuando tuvieron que tomar una decisión. Guiados en su experta búsqueda únicamente por los títulos, lo más interesante que habían encontrado era un tomo, en gris plomo, que se titulaba: “Las hormigas, ésas desconocidas”. Y casi estaban dispuestos a comprarlo, recontando las monedas que entre los dos habían reunido y como última posibilidad desesperada, cuando lo vieron.
Menos mal que la suerte, si bien a última hora, les había sonreído. Tenía una portada preciosa, con una cabeza de tigre emergiendo entre la fronda de la jungla, y qué colores, y qué titulo: “El tigre de Malasia”. Y, por dentro, todo escritura. Por fin habían dado con algo tan científico como atrayente. Había valido la pena.
¡Qué contenta se puso al día siguiente! Y qué besos les dio. Claro, no era para menos. ¡Cómo no iba a apreciar aquel libro una bióloga! ¡Hombre, por Dios!
Aquel verano, animado por el éxito del libro, decidió, ya en solitario, hacerle un regalo más personal y único, a la par que de extrema utilidad científica. Y no fue fácil. Tuvo que escaparse, sin permiso, a la huerta de La Limpia. Pero, sin éxito en la huerta, hubo de buscar en lugares más apartados y agrestes: las graveras, las lindes del río y las cuestas que suben a las alcarrias.
Tras aquel esfuerzo, qué emocionado, qué eufórico se encaminó con su regalo a casa de su tía. En el camino flotaba, calle Mayor abajo, sintiéndose un colaborador de las ciencias biológicas desde  la oscuridad de su provincia.
Llegó justo después de comer. Su tío, su tía, su primo y sus tres primas estaban aún sentados a la mesa. Él abrió su bolsa con la faz brillante como un explorador recién llegado de la Amazonía. Pero, incomprensiblemente, cuando sacó el frasco con aquella hermosa víbora viva, todos perdieron la calma y había que haber visto cómo se pusieron. Casi le echaron. Menos mal que su prima, la bióloga, que, claro, era la única científica de la familia, tomó el frasco y, asiéndole de un brazo, escapó con él a la cocina. Allí, con la serenidad propia de una mujer de ciencia, le prometió que aquel hallazgo sería objeto de su estudio personal en la universidad. Lo dicho, la única científica.
Tenía pensado regalarle en breve un alacrán pero, después de aquel conflicto familiar, decidió dejarlo. Tal vez, empezó a entender entonces las trabas que a la ciencia se le ponen en España y la incomprensión que, ya desde el seno familiar, se le vaticina no sólo al científico, sino también a sus adláteres. País ingrato.

28 marzo 2011

Desfibrilación de palabras

Con el auge de las nuevas profesiones, que ya nos auguraron en el último cuarto del siglo XX, nos encontramos hoy entrevistando a un imprescindible de los nuevos tiempos. Se trata de don Servando Compraflores, desfibrilador de palabras.
-¿Qué es lo peor que usted encuentra en su profesión?
- Sin duda, la grosería. Hoy lo directo, lo evidente, lo falto de tacto, se ha vuelto grosero y mortificador.
- ¿Podría ponernos un ejemplo?
- Es sencillo. Dar de comer al que tiene hambre, proporcionar medicinas, atender roperos, incluso aquellos entrañables rastrillos de antaño que organizaban aristócratas y artistas, ha caído. Hacerlo hoy sería grosero, zafio, casi insultante. Se ha acuñado un nuevo concepto que cuadra mucho mejor con la idiosincrasia de nuestro tiempo. Y, así, de todas las personas que realizan estos menesteres, se dice que trabajan en filantropía.
- Uhala, qué brutalmente atrevido, actual y fascinante.
- Me alegro de que le guste, porque es sólo una pequeña muestra de lo que el lenguaje puede hacer por dignificar nuestras vidas. Y a mí, como desfibrilador de palabras, no me queda otra opción que hacerle patente al mundo este fenómeno rutilante e imprescindible.
-¿Y podría ponernos otros ejemplos?
- Vinculados a las nuevas actividades, hay un sinnúmero de ellos: gestador de opciones, apoyador de eventos, promotor de temas, modulador de tonos orales humanos, operador de cash, bruñidor de carismas, sublimador de lo asequible, pensador de la obviedad, filósofo de la inconsecuencia, magnificador de nimiedades, retomador de lo obliterado, evaluador de imprevistos, potenciador de la insulsez, alterador del discurrir natural de las cosas, customizador de enseres, abstractor de ideas, conductor del desestrés, evidenciador de patetismos, colonizador de lo vacío… podría citarle una larga sucesión, pero tenga en cuenta que todas estas actividades nuevas buscan el aprovechamiento humanitario tanto de desastres evitables como de conductas impropias, que retroalimentan, de alguna manera, economías en grave disensión con la biología activa o pasiva en el planeta.
- ¡Guau! ¡Es, básicamente, realmente divino! ¿Y es tan necesario?
-¿Cómo? Es imprescindible, es el condimento de la vida actual. Se trata de una tarea literalmente moralizante. La moderna desfibrilación de palabras tiene como objetivo inherente la estabilización y el equilibrio de la opinión pública en casos con evidente falta de justificación. ¿Le parece a usted poco?
- Oiga, y lo de limpiador artesanal de estalactitas, higienista bacteriano, esteticista porcino o diseñador de caminos agropecuarios sostenibles, ¿no podrían considerarse nuevas profesiones rompedoras y ennoblecedoras del quehacer humano?
- Ya están catalogadas. No se esfuerce.

19 marzo 2011

Nice people

El Apollonia cruzaba de Igoumenitsa a Brindisi. En las bodegas superpuestas se alineaban ordenados, y meticulosamente juntos, los pulidos y brillantes coches europeos de la interesante gente guapa; también, entre aquéllos, y de trecho en trecho, aparecían algunas furgonetas sucias, viejas y destartaladas, repletas de bultos y sobrecargadas de bártulos. Eran de aquella otra gente que, sin que nadie la llamase fea, carecía de interés. 
En la parte regia del navío, los alegres y dicharacheros turistas, con sus aprestos de Loewe, Cartier, Dior y otras divinidades, pasarían la noche distendidamente entre el ambiente acogedor del restaurante, el jolgorio de la discoteca y el lujo de los cómodos camarotes exteriores; los otros embarcados, los del mirar furtivo y desconfiado, se dedicarían al placer regalado de mirar al horizonte con los brazos apoyados en la borda.
Los pasajes de cubierta daban derecho, sobre todo, a eso: a mirar y, en todo caso, a que el viento les hiciera tremolar las camisetas.
El ferry fue dejando atrás la bahía, luego el estrecho de Corfú y, paulatinamente, se adentró en la oscuridad silenciosa de la noche que venía y en la calma del mar. A estribor, las tímidas luces de Albania fueron quedando cada vez más al fondo, como pavesas mortecinas y lejanas. Poco a poco, a babor, aparecieron las deslumbrantes luces de la costa italiana. Albania, lucecitas; Italia, luminaria, qué contraste tan grande entre dos costas que estaban tan cercanas.
El halo de la costa italiana suavizaba el cielo y resplandecía silenciosamente, con la luna, en la superficie de la mar sosegada. El arrullo rítmico, profundo y ronco de las máquinas empujaba al barco en el mar y en la noche. Y el surco que iba dejando el Apollonia era un trazo nítido que su tajamar partía en dos, produciendo con su pequeño oleaje un tintineo de agua y espuma en la superficie mansa del Adriático. Hacía ya un buen rato que la brisa nocturna, añadida a la velocidad del barco, había hecho que los pasajeros de cubierta buscasen los rincones protegidos y se tendieran, por aquí y por allá, apretujados entre sí y acurrucados bajo mantas. Los papeles de los bocadillos y los cascos vacíos atestaban las papeleras de cubierta.
Dos horas después de amanecer, el buque, pesada y lentamente, enfiló la entrada del puerto de Brindisi. Disminuyó mucho la marcha para permitir la subida del práctico. Y, luego, con movimientos lentos y medidos, inició la maniobra.
El grupo de los de cubierta lo formaban: emigrantes turcos, albaneses, kurdos y gente procedente de las entonces enredadas naciones balcánicas, más algunos otros individuos de macuto, saco de dormir, pantalón vaquero y procedencia incierta. Apenas avistado el puerto, se aproximaron lentamente a los accesos a las bodegas y, casi en silencio, medio adormilados, pasaban frente a la gran terraza, amparada por varios quitasoles, de la cafetería.
En la terraza, los turistas pudientes, con la solvencia que da el dinero y el no tener ninguna prisa, charlaban satisfechos frente a los desayunos. Miraban con condescendencia la cola que hacían los de cubierta y dejaban caer la vista sobre ellos de un modo indolente, como si el desfile de aquellos desgraciados fuera algo exótico que viniera incluido en el precio del billete.
Aquellas personas, las unas vestidas atildadamente, las otras aún con pijama o con bata, se imaginaban a sí mismas disfrutando de una aventura colonial, mientras los camareros les servían café, té, leche, brioches, fruta, zumos y sándwiches calientes. Y matizaban, con mucha propiedad, lo adecuado del término paquebote para el barco o si, tal vez, sería mejor llamarlo buquebús o sobre las ventajas, en la navegación moderna, de los aerodeslizadores u hovercrats, o de los catamaranes y del  proyectado ro-pax; mientras, los otros desfilaban cabizbajos, echando alguna ojeada a sus viandas y también a sus poses cinematográficas.
Sólo pudieron entender el indignante comentario de uno de los de la fila que, al pasar, les dijo burlón:
- Oh là là! Le petit déjeuner dans le bateau!
Y es que, de la chusma, qué podía esperarse.


17 marzo 2011

Conmiseración


Por la noche, cuando iba para el cuartelillo, la decepción del Colás era doble. Era la conjunción rabiosa de dos hechos contrapuestos.
- ¡Puta miseria! Me han cogido sin haberme cogido, me cago en diole.
Aquella mañana, cuando se metió al mohedal del barranco del Alacrancín y se encaminó a lo más espeso, debajo del bardo, no contó con que el Toledano hubiera intuido sus intenciones. Pensó que, en un rato y con un par de tenazones, se saldaría su incursión en el coto. Un golpe de mano más. Iba como el que va a sus melones. Tantas había hecho que, sin tener mucha conciencia de ello, había convertido lo excepcional en hábito.
Al primer tiro, el conejo rodó desmadejado entre las jaras. Pero no le dio tiempo ni a tocarlo. A sus espaldas y por encima de su cabeza, ni a veinte metros, escuchó la voz del Toledano desde las piedras:
- ¡Alto ahí!
Le sorprendió más su confianza rota que la voz airada del guarda.
- ¡Colás, tú tenías que ser¡ ¡Me cago en la enclavación! ¡Eres peor que siete zorras, cabrón! –gritaba el guarda con la tercerola encarada.
Más que por lo que le gritara el Toledano, se le hundió el pundonor por verse sorprendido por aquel zampabollos, aquel inútil comemierdas de la marquesa. Y, encima, le había reconocido. Seguramente por el orgullo abrasador, que en aquel momento le cegó, hizo lo que hizo. Sin pensárselo, saltó hacia las jaras más altas, se internó entre las matas y quebrando como los conejos se lanzó a la carrera.
- ¡Date Colás, date¡ ¡Date Colás, por tu madre, que te pego un tiro!
Pero el Colás, lejos de parar o atarantarse, corrió con más brío, saltó con más ímpetu, se tapó entre la fusca y se internó en el breñal.
- ¡Date Colás, date! ¡Date Colás, date que te mato! ¡Cago en tu dios, que te dejo seco!
- Tira si ties cojones –aún tuvo corazón a replicar mientras huía.
Pero el Toledano no tiró y el Colás, en cuanto se desenfiló, se metió como una fiera acorralada por lo más espeso del arcabucal. Sabía que el guarda estaba demasiado fondón para siquiera intentar perseguirle, pero estaba seguro de que le denunciaría. Sólo entonces pensó en la locura de su huida, una fuga que no iba a servirle para nada. Pero en su mente aún resonaban los gritos: ¡Date, date! Y maquinalmente, tumbado en lo espeso y recobrando el aire, contestaba: ¿Date?, ¡unos cojones, que se dé tu puta madre!
Remoloneó por el campo cuanto pudo. Inconscientemente quería eludir llegar al pueblo. Son cosas que hace el cuerpo sin permiso, como si, a veces, mandara más que la propia voluntad.
Pero era cosa cantada. Tan pronto llegó a su casa, la madre, alterada, preguntó:
- Hijo, ¿qué ha pasado? Que ha venido un guardia y ha dicho que de parte del sargento que te presentes en el cuartel.
La primera hostia del sargento la encajó sin chistar y como mal menor. Pero su instinto de ganapán le decía que la aceptación de los golpes sin quejas rebajaría la multa. Y, a ésa, sí que la temía.
- ¿Y todavía lo niegas? –dijo el sargento.
- Que yo no he sido, mi sargento. Que he estao por los riojanos, mi sargento, que yo no he pisao el monte.
Y los dos bofetones del sargento salpicaron de sangre la pared. El Toledano, hasta ese momento testigo mudo, se puso blanco. La imagen del hombre abofeteado, que echaba sangre por la nariz y miraba al suelo, empezó a revolverle las tripas.
- ¿Todavía sostienes que no has sido tú, teniendo aquí delante al guarda? –insistió amenazador el sargento.
- Se lo juro, mi sargento. Por mi madre.
Cuando el guardia echó un par de pasos adelante con evidentes intenciones, el Toledano dijo:
-Pare usted, mi sargento. Ahora que reparo, tenía el sol de cara y no estoy seguro, además, el que fue, llevaba una camisa gris y no una verdocha como la que lleva éste.
El sargento se reportó, miró al Toledano con recelo, se dio la vuelta y fue a sentarse tras su mesa. Encendió un cigarrillo y, mirando al Colás con mucha mala baba, dijo:
- Por esta vez te libras, Colás. Pero que sea la primera y la última vez que te veo por aquí. Vete a tu casa.
Tan pronto como el Colás salió, el suboficial miró al Toledano con fijeza:
- Usted, para otra vez, a ver si se fija mejor.
A la mañana siguiente el Toledano, que no había pasado buena noche, salió de la casa para dirigirse como de costumbre a sacar el tractor del almacén. En el suelo, frente a la puerta, encontró los seis cepos que le quitaron en el pejugal.

16 marzo 2011

En busca del estado del bienestar

El otro día, apenas se produjo el terremoto de Japón, vi unas viñetas de Forges. Era una sucesión de tres pequeños dibujos: en el primero se veía un terremoto, en el segundo un tsunami y en el tercero una central nuclear humeante y, bajo ellos, se leían respectivamente: terremoto, tsunami y soberbia humana.
Son tres desgracias, las dos primeras naturales y encadenadas y, la tercera, también derivada de las anteriores pero no natural. Y ya veremos cual de las tres es la de peores consecuencias.
El humorista me pareció un ser clarividente y, sus viñetas, un resumen de la historia reciente, una alegoría a un sistema de vida insostenible. Parece que nuestros problemas provengan de habernos empeñado en vivir así y, no aceptando lecciones ni de la Naturaleza, tan neutral y ajena a cualquier interés, nos obcequemos en no dar nuestro brazo a torcer.
Seguramente hechos como estos deberían hacernos rectificar, pero eso parece improbable. Porque no se trata de energía nuclear sí o energía nuclear no, la conclusión va más allá y tiene que ver con que no podemos vivir como vivimos, porque este supuesto bienestar paulatinamente nos angustia más, porque esta avidez loca, cualquier día, puede acabar con nosotros. No creo en la palabra bienestar para designar algo que nos hace desgraciados. Tal vez el bienestar sea otra cosa, algo más simple y con menos pretensiones, como, por ejemplo, que llegue un día en que sólo temamos a los desastres naturales, los únicos que deberían seguir siendo inevitables. Pero, ¿seremos los seres racionales capaces de volvernos razonables?

05 marzo 2011

Valor, se le supone

Las maniobras eran en la sierra del Monte Aragón. Los soldados del Batallón Mixto de Ingenieros comenzaron a cavar surcos en la tierra apenas bajaron el equipo de los camiones. El cable de comunicaciones, enterrado, debía llegar a donde les marcaban los mapas.
Lema paracaidista para el día de hoy:”Lo imposible lo hacemos pronto, milagros tardamos más.”
Y, por aquello del lema o, seguramente, por que no les quedaba otra, sudaron como potros bajo el anticiclón de invierno. Aquello duró todo el día. Los trajes guateados, bajo el uniforme, les preservaban del frío pero, con el trabajo, les bañaron en el propio sudor. Y, cuando pararon, al frío de fuera se le sumó el de dentro.
Derrengados, devoraron el rancho de la noche. De postre, un cuarto de coñá por cabeza: dieta militar.
-¿Hay que beberse esto, mi sargento?
- Soldado, es la vida castrense: “Ni pedir, ni rehusar.”
Se metieron en las frágiles tiendas instaladas rápidamente y al albur. El sueño les derrumbó al instante. El zarzagán silbaba, no muy fuerte, entre los trozos de sierra manchados de nieve y los que estaban medio limpios.
La artillería les despertó a media noche. Los obuses pasaban cómo bólidos incandescentes a veinte metros por encima de sus cabezas. Se les veía venir y desaparecer. Aturdidos, miraban el espectáculo con el sueño todavía a medio espantar de los rostros incrédulos. Los proyectiles se perdían en la oscuridad y, a los pocos segundos, estallaban.
- Prevenirse contra ataque de carros. Caven pozos de tiradores.
Tras la concisa orden, gritada desde algún lugar cercano pero indefinido de la noche, los soldados sacaron palas y cavaron rápida y atolondradamente. Improvisaron pozos donde se les ocurrió. Eran agujeros apenas capaces de ocultar a un hombre en posición fetal. No hubo tiempo para más. El creciente ruido de los blindados se les echó encima en un momento. Pasaron como un rebaño de apisonadoras, sin titubear y sin variar su dirección. Afortunadamente no hicieron por ellos, ni los artilleros se estrenaron, pero ninguno varió un ápice su rumbo.
- Mejor que morir por la patria, debe ser que el enemigo muera por la suya –dijo el Carcasona, haciéndose veloz a un lado para evitar la ciega avalancha.
Mientras temblaba el suelo y el fragor les dejaba sordos por el ruido y mudos por el miedo, unos aguantaron en los pozos, otros saltaron a los lados y se ocultaron tras las peñas, y otros corrieron, sin saber a dónde, para buscar alotadamente el amparo del vientre oscuro e incierto de la noche.
- A los camiones con el equipo. Cambio de cota.
Nadie sabía quién daba la orden. Pero todos saltaron inmediatamente al camión en marcha más cercano. Obediencia ciega, instantánea y simultánea: esencia de milicia.
El soldado dijo a su compañero:
- Carcasona, ¿y la tienda?
- ¡Que le den por culo!
Y, tras un pequeño titubeo, se agarró a la trasera del camión que pasaba más cerca. Los de dentro le ayudaron a subir. El Carcasona no estaba allí. Seguramente habría saltado a otro camión unos instantes antes. Se encontró entre un grupo de paracaidistas desconocidos. Eran de infantería, de la segunda bandera. Supuso, entre los bruscos embates del vehículo, que las guerras debían parecerse a aquello: encontrarse, repentinamente, entre grupos de extraños que, lo único que tenían en común, era uniforme y disciplina. Bueno y, con certeza, el miedo, porque, el valor, a todos se les suponía.