31 agosto 2015

Historia del matacán.- Primera parte

Hace muchos años la mayoría de la gente no vivía como ahora. Para empezar, en lugar de vivir en ciudades grandes, casi todas las personas vivían en pueblos pequeños. Y, para continuar, en vez de ir a trabajar a fábricas, oficinas, empresas, obras, aulas, supermercados o conducir camiones, furgonetas u otros vehículos, la mayoría de ellos sólo tenían un sitio donde laborar. Ese sitio era el mismo durante todo el año y era un lugar donde hoy no trabaja mucha gente, de hecho, no trabaja casi nadie y por eso está casi desierto durante la mayor parte del año. Ese lugar del que estoy hablando es el campo.
Y todos los pueblos estaban, y siguen estando, en mitad del campo porque así la gente tenía muy cerca su trabajo, como quien dice: a la puerta de casa. Y casi todo el mundo vivía en esos pueblos. Sólo unos pocos vivían en las ciudades que no eran, ni mucho menos, tan grandes como lo son ahora.
La gente que vivía en las ciudades, no sé la razón, se consideraba superior a la gente que vivía en los pueblos y, por eso, los de las ciudades llamaban a los de los pueblos cosas como: catetos, paletos, gamos, palurdos, patanes, pueblerinos, gañanes, destripaterrones, tuercebotas, ganapanes y otras palabras que les parecían despectivas.
Pero los de los pueblos no se quedaban atrás con las palabras y, en legítima defensa, llamaban a los de las ciudades: pisaverdes, señorones, maulas, finolis, señoritos, papanatas, panolis, bambarrias, remilgados y cursis, además de otras muchas cosas que sonaban bastante peor y que hasta está feo decir.
La gente de los pueblos trabajaba en el campo, como ya he dicho, y obtenía de su trabajo productos alimenticios con los que podía procurarse el sustento. Así, los labradores, recogían cosechas de trigo, cebada, centeno, maíz, alfalfa, arroz, garbanzos, judías, lentejas…;  los hortelanos obtenían verduras, frutas, legumbres…; los pastores criaban ovejas, corderos, vacas, terneros, cabras, cabritos…; los porqueros criaban cerdos y lechones y, en general, todos tenían en sus casas gallinas para tener huevos y otros animales, como vacas y cabras, para tener leche, o cerdos para hacer matanza y tener jamones, lomos, chorizos, morcillas, güeñas, tocinos y torreznos. Todos obtenían de la tierra lo necesario para su vida. Y lo que les sobraba lo vendían a los de la ciudad o lo intercambiaban entre ellos mismos para tener así de todo lo necesario.
En aquellos tiempos había también leñadores, pues no existía el butano y la electricidad no había llegado a muchos pueblos y, desde luego, no existía la televisión, ni se imaginaban los ordenadores ni los teléfonos móviles, y sólo algún que otro afortunado tenía una radio. Pero, el que tenía radio, tenía que tener electricidad porque las radios de entonces había que enchufarlas a la luz, que es como llamaban a la electricidad. Total, que todo era una cadena que ataba a las gentes directamente a la tierra y pocas cosas había por entonces que escaparan a ese ciclo.
Así que la gente se calentaba y hacía la comida en los hogares de sus cocinas prendiendo hogueras, custodiadas por morillos, y colocando sobre ellas, en unos trípodes que se llamaban trébedes,  los pucheros, las sartenes, las cacerolas, los cazos y las ollas. Y, por lo tanto, la madera de los montes era muy necesaria, aunque en los pueblos a la madera solían llamarle leña.
Por supuesto, en aquel tiempo, casi nadie tenía coche porque sólo podían tenerlo los que tenían mucho dinero. Pero la gente de los pueblos tenía mulas, caballos, yeguas, potros, asnos, pollinos y machos para que les ayudaran en sus trabajos en el campo pues, por aquel entonces, había poquísimos tractores y casi todas las faenas del campo se hacían a mano y con ayuda de las caballerías.
Eso sí, al igual que ahora, había escuelas y los niños y niñas tenían que ir todos los días, incluso los sábados y sólo los domingos quedaban libres de ella. Aunque, cuando acababa la escuela, podían vagar libremente por toda la villa y jugar con el sinnúmero de perros, gatos y demás animales de la localidad porque entonces todos los bichos podían andar por ahí sueltos. Aunque a estos animales nadie les llamaba mascotas ni animales de compañía. Porque esas palabras, o mejor, esos conceptos eran desconocidos por entonces.
Además, la gente se sentaba por las noches alrededor del fuego de la cocina y, a falta de televisión, se contaban historias entre ellos. Aunque, la verdad, es que casi todas las historias las contaban los más viejos porque eran los que más años habían vivido, los que habían conocido a más personas y los que habían visto más cosas e ido a más lugares. Y, escuchando aquellas historias, descubrí que casi toda la gente de los pueblos tenía un mote, un apodo que pasaba de padres a hijos muchas veces. Y también me di cuenta de que era más fácil localizar a alguien por su remoquete que por su verdadero nombre cristiano. Así, por ejemplo, la tía Peseta, la tabernera, era la viuda del tío Peseto, y casi nadie en el pueblo sabía que se llamaba María Paniagua Pérez, y cuando querían dar su nombre completo, para que no hubiera dudas, decían María la Peseta. Y así pasaba con casi todo el mundo. Era muy raro quien no tuviera un sobrenombre.
Pero, aunque la gente no tenía tantas cosas como tenemos ahora, tampoco padecían algunos de los problemas actuales. Por ejemplo, las aguas de los ríos, de los riachuelos y de los arroyos y manantiales,  por entonces, no estaban contaminadas y, en ellas, se criaban cangrejos, truchas, barbos, anguilas y otros peces que la gente pescaba, en sus ratos libres, convirtiéndose así en pescadores ocasionales para su solaz y el bien de sus despensas.
En el campo había también gran cantidad de caza, en particular conejos, liebres y perdices, y también codornices en su tiempo, por lo cual la caza era otra fuente de alimentación que se apreciaba mucho entre la gente de los pueblos por considerar que su carne montuna era un manjar. Y por eso algunos tenían un perro y una escopeta y, cuando no tenían cosa mejor que hacer y, a veces, aun teniéndola, salían al campo a buscar algún conejo, perdiz o liebre que añadir a sus comidas habituales. Y también algunos otros, que no tenían escopeta ni ganas de tenerla por no gastar en munición, sabían poner cepos, losas y lazos para los conejos, y perchas y otras trampas para las perdices. Y los hacendados, que no tenían estas habilidades de cazadores o tramperos o disfrutaban más con la holganza, compraban la caza.
Y es en este punto donde comienza nuestra historia.
He tenido que contaros todo lo anterior para que la entendáis mejor, porque en aquellos años la vida era muy distinta a como es ahora.

28 agosto 2015

Hallazgos pastoriles o apariciones extraordinarias

Del origen de las innumerables vírgenes que son objeto de devoción en las ermitas, santuarios e iglesias de España no tengo una opinión basada en estudios ni en pruebas documentales, pues no soy un erudito ni un historiador, si acaso un mal lector, y ni siquiera me tengo por devoto.
Me gusta imaginar, en mi ignorancia, que en aquellos siglos, que la historia recopiló vagamente bajo el nombre global de La Reconquista, las fronteras entre los dominios árabes y cristianos fluctuaban continuamente. Así las inseguras tierras fronterizas tal vez fueran escenarios de razias musulmanas o de incursiones cristianas con tanta frecuencia o más de las que cuentan los anales y, en ambos casos, convencidos ambos bandos de la única y verdadera identidad de su Dios y fidelísimos a Él, se entregaran en sus efímeras y mudables conquistas a la iconoclasia. En esta dolorosa destrucción de imágenes temo que llevaran la peor parte los cristianos, pues no les era permitido a los musulmanes la representaciones sagradas en iconos.
Esto me hace suponer que algunos fervorosos cristianos, que a los largo de esos siglos poblaron las inestables fronteras, hartos de ver quemadas sus iglesias, sus adoradas imágenes y sus sagradas reliquias, dieran en preservarlas escondiéndolas en los lugares más inexpugnables, remotos e inaccesibles que les proporcionara la orografía circundante.
Así, al cabo de los años, solían aparecer imágenes de vírgenes, santos, crucificados u otros exvotos y reliquias de apóstoles muy principales, en los lugares más insospechados y chocantes. De tal modo que parecían haber sido puestas allí más que para que alguien alguna vez las encontrara, para que jamás las encontrara nadie. Sin embargo solían ser halladas por humildes e iletrados pastores o por honrados patanes y ganapanes que habían de buscarse su sustento en lo más fragoso de las sierras.
Algunos dicen que estos hallazgos, principalmente por parte de los rabadanes y zagales, eran una cosa natural y esperada, habida cuenta de que los primeros que acudieron al Portal de Belén donde nació el niño Dios fueron gente de este gremio. Y, sin atreverme a poner en duda esta realidad nunca negada, me aventuro a pensar si este hecho no tendría más que ver, en nuestro país, con la trashumancia de los ganados.
Este hecho de la trashumancia se da por antiquísimo pues el ganado, ajeno a las creencias, ambiciones y codicias de los hombres, tenía necesidad de los pastos frescos que dan las recónditas y elevadas sierras en las agostadas y, durante el invierno, de las acogedoras temperaturas y herbazales de las tierras más bajas. Por tanto la vida de los pastores era un deambular constante con sus hatajos por sierras, valles, cañadas, cordeles,  veredas, coladas, vericuetos, atajos y senderos la mayor parte del año.
De esta realidad fueron conscientes desde muy antiguo los más principales y así el mismo don Alfonso X El Sabio, seguramente haciendo honor a su sobrenombre y siendo secundado luego por otros sagaces monarcas, dicen que dio origen al Honrado Concejo de la Mesta que, desde 1273 hasta 1836, defendió con incontables privilegios la práctica de este oficio. Desempeño que era provechoso para los tesoros públicos y privados (que entonces ya también se solapaban) de la nación por el importante comercio y exportación de lanas y el aparejo de impuestos que lo anterior traía consigo.
Y como estos hechos parece que son aún más antiguos que los primeros documentos que los datan, imagino que ésta es la razón por la que tantas imágenes y otros vestigios sagrados fueron encontrados por pastores. Sobre robles, encinas, madroños o hayas aparecieron. En cuevas, márgenes de ríos o taludes también. Asimismo en otros lugares insospechados y sorprendentes.
Pero, lamentablemente, no puedo dar por cierto estos hechos pues carezco de pruebas que avalen mis elucubraciones y, por otro lado, nadie puede afirmar que no fueran ángeles, querubines o arcángeles, como la fe y el buen criterio sostienen, quienes realizaran tales portentosos trasportes y, la Divina Providencia, quien guiara a tan escondidos parajes a quienes descubrieron estas santas imágenes.