06 marzo 2018

La esquina de la angustia





Entre las sombras que separan la noche del día llegó lo inesperado. Sin avisos ni premoniciones. Súbitamente, entre las brumas del sueño. Tu candidez se obcecó en rechazar la pesadilla y, como el niño que se tapa los ojos con las manos para no ser visto, te quisiste engañar: Estoy soñando. Sin embargo, era real. Estabas encerrado en una jaula invisible. No sabías cómo podrás salir, ni si saldrías. Te resistías a estar allí, pero no había alternativa. Ver venir el primer golpe te cercioró de ello. 

Desconoces lo que va a suceder. Todo es incierto menos tu pánico. Tu percepción se distorsiona. Lo ves todo más grande, tu cerebro acaba de cambiar la escala del espacio. Una parálisis te agarrota. Sales de ella de ella bruscamente, de un salto, y pasas a una movilidad que te sorprende. Son impulsos de un muelle incontrolado. Te reconoces viajando en tu cuerpo, llevado por un autómata que se mueve sin tu supervisión. Tú eres sólo el asustado pasajero que va dentro. Tu vista, amplitud sin precisión, capta el conjunto de la escena con tanta avidez que le es imposible centrarse en los detalles. ¿Tendrás las pupilas dilatadas, las tendrás contraídas? No lo sabes. Tus ojos siguen un protocolo propio, autónomo. No sientes el frío ni el calor, no recuerdas si estás vestido o desnudo, no acertarías a decir si es de noche o de día, se detiene el transcurrir del tiempo. Tu cuerpo sin gobierno se mueve violentamente, por instinto. Tienes la sensibilidad dormida. Si recibes un golpe no percibes dolor, sólo un impacto vago; si lo lanzas tú, no sabes con qué fuerza y sólo un tacto torpe y acolchado te dice si dio contra otro cuerpo. Saltas siempre, desordenadamente, alertado por amagos ajenos, guiado por la intuición de la amenaza, prevenido por la mímica corporal del agresor. Te sientes etéreo, flotante, un ser que vuela sin saber volar y que, desconcertado, no sabe cómo no choca contra las paredes, ni adónde va, ni si será capaz de regresar al suelo. La sensación de ingravidez es angustiosa. También la tensión que la mantiene. Inesperadamente, el sedimento de los recuerdos se remueve, tu memoria recrea otra ingravidez inesperada. El exógeno plástico explosionó a destiempo y demasiado cerca. Un punto blanco, diminuto en su origen, se expandió brutalmente en un instante en forma de esfera roja incandescente. La onda expansiva te levantó en el aire. Fue entonces, suspendido, cuando el estampido te atronó y llegó la oscuridad. Al caer contra el suelo estabas lleno de silencio. Cuando abriste los ojos te creíste sordo y también mudo porque no podías escuchar las palabras que pronunciabas. Te sentiste impotente queriendo desgarrar a gritos aquella bolsa blindada de silencio. Fue inútil. El desvalimiento de tu voluntad, perdida en un mar de vacío, te ahogaba. Te anonadó la misma soledad que ahora sientes.

Súbitamente, la situación termina. Se desvanece como una cortina que cae desmadejada. Como el aire que al salir deja plegado un globo, desaparece la amenaza. Enseguida vuelve el tiempo, el espacio recupera su dimensión. Notas que tu cuerpo regresa también, el dolor te lo anuncia. Protestan las articulaciones, pinchan los músculos, hormiguean las manos. Comienzas a sentir el corazón. Éste crece de un modo desmedido, oprimiéndote el cuello, los hombros y los brazos como un balón que no deja de hincharse. Entonces quieres dar fe de ti mismo y gritas, pero no oyes tu voz, sino una voz gutural y extraña de alguien que no sabías que llevabas dentro. Crees que aún no estás allí. Te buscas. No paras de moverte. Estás hiperactivo, poseído por una vehemencia loca. No sabes cómo liberar la tensión. Algo se fue de ti, algo te falta. Crees que estás buscándolo. Una sensación de pérdida se instala obsesivamente en tu cabeza. Sale de tu memoria el susurro de un viejo estribillo en una lengua extraña: “Men in a war when they’ve lost a limb still feel that limb as they did before.” Suena la alarma de la supervivencia. Desde la paranoia te alertas nuevamente y, con temor, te palpas ansiosa y obsesivamente el cuerpo. No hay sangre, estás entero. Te preguntas cómo es que estás vivo y te contestas con unas palabras en las que siempre dijiste no creer: De milagro.

El futuro, desde ahora, se llama “Después” y dura siempre. Después, cuando menos lo esperes, durante el sueño o en las vigilias, tu impredecible mente, ese ente emancipado que creíste regir y que te rige, sin pedir permiso, a su entero capricho, te llevará a su esquina oscura, ésa donde guarda el arcón del terror y te hará ver el reportaje de la angustia. Y no podrás escaparte. La vida, como algunas enfermedades, también deja secuelas.


01 marzo 2018

La bestia tonta



Hace algunos años, seguramente más de los que creo, los medios de comunicación prevenían a la, entonces, incauta población contra el sensacionalismo con que ellos mismos comenzaban a informar. El sensacionalismo es propagar noticias de modo que provoquen emociones en el público. En el fondo era y es una técnica de ventas agresiva. Pero de nada sirvieron las advertencias. Hoy la forma de comunicación normal y generalizada es el sensacionalismo y en él compiten gran parte de periodistas y de medios. Y en él vivimos inmersos, cada día más inmunizados contra la realidad, porque noticias que deberían alarmarnos ya ni siquiera nos inquietan. Los lobos nos visitan todos los días varias veces y, a no ser que termine alguno de ellos mordiéndonos en las propias gónadas, pasamos de ellos. El roce incesante de tanta noticia sorprendente y terrible nos ha encallado el ánimo. El periodismo es liebre, la justicia tortuga. Esto también ayuda.

Hasta lo más trivial, que suban o bajen las temperaturas, se anuncia de modo agresivo: se disparan o se desploman. Así, el lenguaje se ha modificado también, se ha vuelto más competitivo (algunos opinan que más creativo) y ayer oí que a un temporal le llamaban “La Bestia del Este”. El nombre me hizo sonreír cada vez que lo pronunciaban, me pareció que, a fuerza de exagerar, hablábamos ya como los niños. Qué barbaridad de borrasca.

Las palabras y las frases normales hoy están en desuso. Desde hace años la terminología periodística vuelca en nosotros toda su fecunda creatividad. Hay personas a las que, por sus bajos ingresos, se les llama “excluidos sociales”; si dos personas se niegan a saludar al rey se habla de “boicot al rey”; si dos políticos discuten en público se habla de “un choque de trenes”; la policía, desbordada por la delincuencia, cuando no sabe de qué va un crimen, declara que “no descarta ninguna hipótesis”; si el Madrid gana al Valencia por 3 a 1 la noticia es que “Madrid arrasa Valencia”; si un futbolista del Sevilla se lesiona en un partido contra el Barcelona, la noticia es que “el Barça manda al Sevilla a la UVI”; y no hablemos ya de las originales expresiones como: “Presentaba lesiones incompatibles con la vida”, “Pongamos en valor la lengua española”, “Las precipitaciones en forma de benéfico oro blanco extienden su manto sobre las pistas de las estaciones de esquí”, “El infierno meteorológico arrasa la A6”, “Las concentraciones cívico-festivas que a día de hoy se han producido han sido ejemplares, manifestantes de todas las edades, en un modo lúdico, desde la tolerancia y el respeto, han recorrido pacíficamente la ciudad gritando: ¡Muera el rey!” … Todo así. Incluso sin haber escuchado a Jiménez Los Santos, muchos días casi da miedo salir a la calle.

Antes a los niños nos decían, cuando respondíamos ante nuestros profesores, que no cantáramos. Nos enseñaban a hablar en un tono normal. Esta es otra de las cosas que ha pasado a la historia. Si por algo se caracterizan las locutoras (qué término más antiguo), las presentadoras,  las conductoras de programas, las tertulianas, las comunicadoras, las moderadoras, las creadoras de opinión, las portavoces, las entrevistadoras, las encuestadoras, las corresponsales, las comentaristas, etc. (noten qué variada terminología) y los varones de idénticos oficios, es por emitir un conjunto de saludos, despedidas y enunciados totalmente originales, no sólo en su literalidad, sino en el tono en el que los pronuncian, sin renunciar a la musicalidad, a las entonaciones más difíciles y a cuantos artificios ofrece  la versátil garganta humana para emitir sonidos que se salgan de lo habitual, dando a cada cual una originalidad gutural propia. Una maravilla de registros armónicos.

Pero es que tantas originalidades, hipérboles, metáforas, eufemismos y demás delicadezas del lenguaje usadas sin conocimiento, como diría una madre de las de antes, terminan por cansar. Entre tantas rutilantes estrellas del periodismo, termina por no brillar ya nadie. Porque no se puede hacer de todo un espectáculo a diario. Cansan mucho y son muy contumaces. Y, de veras, no lo digo por alabarles.