29 junio 2010

Agualobos


En el barranco de Agualobos ya nunca hay nadie. Las matas y la maleza se comen la tierra en brutal apretura; los zarzales, los espinos y las aliagas la atrapan con el ansia persistente de los seres con garras, y, en su afán colonizador de cuanto se abandona, disputan las cuestas a las rocas y trepan insolentes entre las lascas, afiladas y sueltas, de los canchales empinados.
Al río sólo lo delata un gluglú profundo, un rumor de amenaza sorda, musitada entre dientes, bajo lo oscuro de las espadañas y el verde trigueño o el rubio mate de los cañaverales apretados.
Los pies del hombre buscan, con angustia, tierra limpia donde pisar sin miedo. No la encuentran, y pisan brevemente, con inseguridad, rápidos y recelosos de una tierra que no enseña la cara.
Una colonia de pájaros carpinteros urbaniza sin descanso los troncos altos de los chopos viejos. En el silencio, el martilleo de los picapostes produce la ilusión desconcertante y deseada de afanes humanos en la lejanía. Pero es sólo un engaño de la mente, que se obceca en encontrar donde no hay.
Arriba, en la base de los farallones verticales, en excepcionales miradores, blanquea la tierra seca extraída por los zorros para hacer alguna raposera.
En mitad de la pared más alta, más majestuosa, está el abrigo inaccesible con los restos podridos del nido del águila real. Hace algunos lustros un ser anónimo pensó que haría más bonita sobre su chimenea. Desde entonces, la peña aguilera muestra en su faz un ojo muerto, seco como el de un tuerto.
Aquella sucesión de la noria de lata, que vertía agua en la acequia, que llenaba la alberca, que surtía a la casa sin cimientos, asentamiento de la fábrica clandestina de moneda, se desvaneció para siempre en la desasistida cabeza del difunto tío Mona. En lo profundo del barranco, noria, acequia, alberca, casa y ceca, son ya una concatenación tan poco visible como lo fuera, en su día, la brillante sucesión de ideas en aquella mente enajenada. Hasta en este barranco se hicieron quijotadas y, bien pensado, qué mejor lugar para hacerlas.
El molino del Hocino es un cementerio de piedras y palabras, donde crecen los árboles con fuerza lujuriosa y casi con soberbia. Así yacen allí vocablos que ya nadie pronuncia: azud, caz, socaz, caceras, solera, volandera, catalina, linterna, cangilones, rodeznos, álabes… y el río pasa sigiloso sin que nadie retenga su fuerza contenida.
Los buitres planean incansables balanceándose en las térmicas.
Algún día volverá el lobo y le dará de nuevo sentido al nombre del barranco pero, seguramente, faltará gente que lo vea.
Todos tendremos que hacer cosas más importantes.

19 junio 2010

Y Saramago se ha ido con su perro

Alguna vez he viajado a Portugal de la mano de José Saramago. Cuando lo he hecho, no he pasado, desde luego, por grandes ciudades, ni por sitios turísticos, pero he aprendido lugares ignorados y matices en el vértice del olvido. He visto pequeñeces, migajas esparcidas por el tapete de la vida, a las que no hubiera llegado sin su guía. Me he fijado en detalles que, sin su indicación, no habría descubierto. Y aquellos viajes se rellenaron todos de ternura.
Aparte de agradecer su tenaz beligerancia, irreductiblemente sostenida, en tantos campos, y su literatura, lamento que se vaya una persona entrañable y compasiva.
No sé si romperá su muestra sostenida el perro Constante pero, si acaso lo hiciera, estoy seguro de que su amo le perdonará esta última y única flaqueza y le regalará, discreto, serio y moderado, como buen portugués, una caricia tras de las orejas y una palabra en ese tono amable y bondadoso que los perros entienden mejor que las personas. Obrigado.

12 junio 2010

Los parajes siguen

Los parajes siguen. Pero la pregunta ansiosa del abuelo tiene ya, desde hace tiempo, la misma respuesta.
- ¿A quién has visto?
- A nadie.
En los últimos años ellos mismos se la contestaban y, por todo comentario, te decían:
- Y, claro, no habrás visto a nadie.
Y hoy no hay abuelos que pregunten.
Los parajes quedan, sí. Y frente al Palabrero, entre Madrigal, Cinco Villas y Alcolea de las Peñas, que se la reparten como un trozo de tarta cuarteada, queda la Sierra, bueno, la Serrezuela, como siempre llamaron los habituales a aquellos dos tremendos cerros que rozan, en su cumbre, los 1200 metros y comparten los costurones que, en los mapas, dibujan los tres términos.
Entonces fueron terrenos libres, cosa de otros tiempos.
En la Fuente de las Peñas comenzaba la mano, y acababa la cacería con la caída de la tarde. Los corrales de El Hijillo, los del Picacho, los de la Cespedera y la Guindalera, eran puntos de referencia. La perdiz, apenas hostigada, enseguida apeonaba presurosa a lo alto. Desalojada de allí, se arrancaba lejos y nerviosa, surcaba las laderas, deslizándose hacia abajo sobre ellas, sesgándolas con un silbido presuroso de seda.
De la fuente queda el humedal, de los corrales restos, de los pueblos apenas el nombre, de los terrenos libres nada, de aquellos cazadores poco más que el recuerdo. El desarrollo aquí, con ese nombre pretencioso y forzado, significó devastación y abandono.
El viento sopla en la Serrezuela como el aullido fino, constante y quedo de un perro en agonía.
El último, de los que estaban todavía vivos, ha dejado hace poco de recorrer, con su imaginación siquiera, las laderas agrestes, enmarañadas y desiertas de la Serrezuela. Todos, los de entonces, se han ido marchando pero, con éste, ha desaparecido definitivamente la cuadrilla. Casi todos se fueron dos veces, primero de su tierra, luego de la vida. Hace pocos días se ha ido también el Boni que, según mis cuentas, era el que quedaba. En la soledad de estos desiertos una sombra más vaga.
Aquellas tierras de mi tierra no son más que esto: un cementerio de recuerdos, de ecos imaginarios que, desde los tesos, rebotan en la vega y, peñas arriba, cruzan al Palabrero, se detienen, y ya, dejan de oírse para siempre.

07 junio 2010

En un lugar de La Mancha

Por lo que deduje de la conversación, se había enterado todo el pueblo. La Eleni dejó al Pepe. Agarró y, una tarde, se marchó con el Toni. Al cabo de unos días todo el pueblo se hizo bocas.
- Pues ha hecho muy bien, que una mujer es muy libre de hacer lo que quiera.
- Pues ha hecho muy mal porque junto al Pepe no le ha faltao nunca de na.
Después de que la Eleni terminara su correría con el Toni, cada uno a su casa. Bueno, la Eleni, a la de su madre. Luego vino la charleta con las amigas y el contarles como le había ido en la escapada. Y las preguntas de rigor:
- ¿Piensas volver con el Pepe?-dijo una.
- Ay, pues no sé.
- Pa qué vas a volver con el Pepe, pa qué vas a volver con el Pepe- terció otra- a ver: ¿Pa que te meta otra paliza? ¿eh? ¿Pa que te meta otra paliza?
- Ay, qué se yo.
Luego la Eleni les contó lo bien que lo habían pasado el Toni y ella por ahí y que hasta estuvieron en un Parador Nacional y que en la habitación hicieron moverse la cama de pared a pared.
- No os digo más.
Que hasta el Toni le dijo:
- Qué muslos tan fuertes tienes, Eleni.
Claro, es que estaba yo encima, puntualizó la Eleni con una sonrisita de orgullo mal disimulado.
Terminada la descripción, con pelos y señales, de las tórridas noches de la Eleni y satisfechas las preguntas de las amigas, decayó la conversación y desembocó en unos segundos de silencio. Una de las amigas preguntó:
- Y, entonces, Eleni, ¿cuál te gusta más el Toni o el Pepe?
- Ay, chica, es que no sé.
- Pero vamos a ver, Eleni, cuando te quedas sentá en el sofá frente la tele, ¿en quién piensas?
- Ay, yo en mi Pepe- y la Eleni rompió a llorar.
Fue entonces cuando repararon en mí y, una de ellas, entre descarada y curiosa me espetó con una sonrisa:
- Y tú, ¿te la meneas muchas veces?

06 junio 2010

Infidelidad

Recordaba lo alejadas que estuvieron la política y la gente. Era aquélla, la de la política, una esfera aparte, intangible, casi innombrable. Era cosa de un grupo restringido de inquebrantables fieles, alejados y metidos en una esfera blindada. La esfera flotaba allá, en un sitio indefinido, custodiado e inalcanzable, al que, si alguna vez se acercaba algún ajeno, lo hacia casi siempre por obligación y siempre con temor, casi con la precaución sobresaltada, revestida de respeto zalamero o de miedo a secas, que produce un encuentro con la bicha dormida. Algo en lo que no se podía confiar pero sí temer, temerlo siempre. Era la política un poder que entonces filtraba su imagen, siempre monolítica y solemne, por medio de la dócil prensa, del amaestrado sindicato, del azul omnipresente del partido único, de los alcaldes designados, del preceptivo NODO propagandístico, de la televisión monocorde y paternal, de las emisoras del Movimiento y del palio que la Iglesia prestaba para que, bajo él, se balancearan las ostentosa borlas que adornaban un fajín de general, y que, simbólicamente, parecían entronizar en la vida eterna ese modo tan peculiar de la vida española de hacer las cosas por cojones.
Falleció el general y fue inhumado en un lugar acorde con lo que su existencia representó para el país: El Valle de los Caídos. Acabó aquel anacronismo.
Llegó la democracia y, al principio, fue un estallido multicolor que, caída la mordaza del miedo, acabó con un mundo en blanco y negro. Y, aunque ya sea sólo un recuerdo, fue muy bonito para los que vivimos aquel tránsito.
Éramos un país virgen para la democracia y los derechos. España era la novia emocionada que daba el sí quiero y se entregaba en cuerpo y alma a un futuro lleno de ilusión y desmesuradas esperanzas. Luego, inevitablemente, fueron viniendo los roces, los disgustos, los desengaños, las contradicciones, los dobles juegos, las conveniencias, las desconfianzas, los escamoteos, las mentiras, las sisas, los resabios, las incongruencias, las traiciones… pero también, pese a todo, llegó la prosperidad. Y la gente vivió con la política un maridaje próspero de esos en que, la abundancia, el dinero y los intereses, terminan por taparlo todo y hace que los sapos a tragar sean aceptables y prime, sobre todas las cosas, la dulce y cómoda conveniencia.
No sé si hoy política y gente vuelven a habitar mundos distintos. Ese cónyuge, infiel por naturaleza, que se llama política, tiene una nueva amante. Y esta vez no parece una aventura pasajera, ni un zafio calentón, ni una relación, como dicen los cursis. Con vocación por seducir a la gran dama de la economía, la política ha calculado mal y parece que, contra natura, se ha puesto a su servicio. La gente esperaba lo contrario. La economía al servicio de la política era lo que decía el contrato democrático. Pero parece que se quieren cambiar sobre la marcha las claves de la democracia que, por otro lado, eran las de la lógica. No sabemos a dónde nos pueden llevar tales envites.
Tras unos bellos años de olvido, parece que la grasienta mancha del miedo, dada por desaparecida, ha vuelto a aparecer y a extenderse, derivando, del miedo personal de cuando entonces, a un miedo colectivo, a ese otro miedo menos tangible, pero más general, que no procede de ninguna amenaza personal ni cercana, sino de otro lugar. De un lugar nuevo que nos obstinamos en hacer irreal y remoto e incluso queremos ignorar. El viejo centinela del sentido común nos dice que nos están engañando, que esto no es ya ni la apariencia de lo que era. Pero no lo creemos, serán habladurías, la política no puede traicionarnos hasta ese punto.
Y no queremos oír a ese tozudo consejero y nos decimos justificándonos: pero si nosotros no podemos hacer nada, si nada depende de nosotros. Entonces, ¿es esto democracia? En nuestro comentario hacemos, sin pretenderlo, un buen resumen de la situación.
Sí que podemos, y tendremos que hacerlo cuando dejemos de estar anestesiados por esa imbecilidad transitoria, espero, que dan tantos años de un bienestar que presumíamos eterno.