27 septiembre 2009

La capa


Me dio un mono azul mientras sopesaba mi envergadura.
- Aquí se necesita fuerza -dijo el viejo- mientras me miraba de modo inequívoco.
Ya lo creo, las marranas andaban por los veinte kilos. Eché mano a la primera y la agarré por las orejas con firmeza, sin ningún titubeo, para inmovilizarla y evitar las violentas tarascadas que el animal lanzó en cuanto se sintió trabado. Otro la sujetó en volandas por las patas traseras para, entre los dos, dejarla sin apoyo.
- Las hembras tienen uñas, a los machos los capa cualquiera –dijo el capador mientras sus rápidas y hábiles manos actuaban en precisa unión con su cuchillo.
Entre los chillidos agudísimos y penetrantes de los animales no perdía yo mi concentración por la cuenta que me traía. Los desesperados gruñidos, como de pesadilla, laceraban los oídos y erizaban los pelos. Eran sólo equiparables a los violentos empellones para morderme y liberarse de mi presa en sus orejas. No apartaba yo la mirada de la gorrina de turno e, increíblemente, entre toda aquella algarabía, solamente percibía con extraña nitidez el chop de la capadura al caer en la palangana sanguiñolenta donde el castrador arrojaba las vísceras. No duró mucho el trago aunque a mí, ciertamente, se me hizo más largo de lo deseado. Por eso, cuando el oficiante terminó con las nueve cochinas, estaba yo agotado por el esfuerzo y más aún por la tensión de haber contenido a pulso la vitalidad salvaje y doliente de aquellos animales.
- Cómo has esperado tanto –dijo el capador al viejo.
- Porque tenían que venir éstos –dijo el viejo moviendo la cabeza hacia nosotros.
- Pues, si las llegas a dejar un poco más, apuesto que la carne te hubiera salido con olor.
- Hala, no jodas, no exageres.
- Miá, toma no.
Ya en el comedor de la casa, el viejo sacó una botella de aguardiente para agasajar al capador y a la concurrencia. Lo hizo como en un rito viejo y antes de pagar al hombre.
- Hay que echar un buen trago porque la sangre enfría –sentenció el viejo.
- Eso se ha dicho siempre –asintió el capador antes de echarse al coleto la copa de un golpe.
A la semana pregunté al ama por los animales.
- Huy, hijo, están de primera. Les ha sabido a chocolate. Y, a vosotros, ya os esperamos para enero, ya sabéis, para la matanza.
Y, así, me marché pensando que, con seguridad, pese a la mala fama que le echaban a la caza, mientras la misma se hizo para comer las piezas, fue simplemente otro medio de sustento y siempre menos sanguinaria que la vida cotidiana en los pueblos de entonces y que, a algunos amantes de la naturaleza, quisiera yo haberles visto hace años sobreviviendo en un pueblo sin hipermercados ni yogures de fresa desnatados. Y, mientras caminaba, iba sonriendo como un tonto, pensando que la ignorancia de las cosas nos torna inmaculados a nuestros propios ojos. Como si se pudiera pasar por esta vida sin mancharnos de nada. Así sea.
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26 septiembre 2009

La cagá ligarto


-¿Dónde está padre?
-¡Huy, hijo, no hace que se fue!
-Pero, cómo tan temprano, ¿dónde ha ido?
-Toma, pues donde ha de ir, a buscar la cagá ligarto.
- ¿La cagá ligarto, abuela? ¿Y no le da asco?
- Qué sabes tú, hijo mío. Ya te irás enterando cuando crezcas y, si no te enteras, mejor...
Hace muchos años la abuela decía que había que madrugar para recoger la cagá ligarto y eso al niño le dejó pensativo. Y pensó la criatura que seguramente había que madrugar mucho, porque él nunca llegó a tiempo de recogerla ni de verla siquiera. Y supuso siempre que se le adelantaron porque, como todo el mundo sabe, donde hay bueno hay mejor y la necesitad afina los sentidos.
Naturalmente no entendió entonces lo que la abuela quería decir. Sólo sacó en conclusión cuando le llegó el uso de razón, con bastante menos puntualidad de la que anunciaba la Iglesia, que había que estar listo, ser diligente y, desde por la mañanita temprano, tener los ojos bien abiertos, aunque fueran ojos de niño, y estar a lo que se estaba. Dicho en una palabra, espabilar.
La abuela Narcisa, surgida del tiempo a finales del siglo XIX y, en el espacio, en un pueblo con nombre de paloma silvestre, nació en una familia humilde, y pobre también, claro, en un pueblo de lozanas vegas sucesivas, suaves y onduladas, agradables de contemplar, donde todas las mujeres tenían nombre de flor. Procedía de otra época tan diferente de la actual como distintos son un iPod y una castaña. Pero eso, bien mirado, era lo que se esperaba de todas las abuelas, que tuvieran una historia, un cierto ascendiente. Las abuelas, por ser viejas, no perdían interés entonces, sino que ganaban misterio a los ojos de los niños y, hasta a veces, podían convertirse en seres fascinantes que el tiempo, diseñado para pasar, podía devolverte años después revestidas de un manto de sabiduría y de poder mágico, como si, ya de mayor y aún de viejo, pudieran protegerte todavía con la aparente fragilidad de sus manos nudosas. Como si fueran las brujas buenas que poblaron tu infancia, las abuelas, eran seres poderosos, ricos en ciencias propias, hoy, en general, preteridas cuando no olvidadas.
Hasta los oficios, que no las profesiones, eran por entonces distintos de los actuales. La palabra profesión se reservaba para las ocupaciones de los señoritos y ésas cambiaban mucho menos que los oficios. Los oficios eran efímeros como el progreso se encargó de demostrar, no así las profesiones. Sólo hay que fijarse en que existían entonces, y perduran, los notarios, los registradores de la propiedad, los jueces, los médicos, los abogados, los procuradores, los magistrados, los arquitectos, los banqueros, los ingenieros, los empresarios, los diputados, los senadores, los especuladores… Porque las profesiones eran cosas serias y perennes, listas para persistir y, los oficios, eran ocupaciones eventuales, donde los hombres podían ser puestos, quitados o reciclados, como se dice ahora, tal y como peones que igual valían para planchar una corbata que para freír un huevo, perdonada sea la simpleza de la comparación.
Los oficios eran tenidos por cosa rastrera, zafia y manual que, siguiendo el aforismo medieval que regía para los juegos,“Juego de manos, juego de villanos”, no daban prestigio, por aseadamente que se desempeñaran, y sólo servían para sobrevivir con más o menos fatigas. ¡Una profesión, tener una profesión… dónde iba a parar!
Baste con decir que, entonces, todavía había cazadores. O, dicho de otro modo, que la caza era una actividad normal, prosaica y bien vista. Lógicamente, no eran cazadores profesionales pues, ya quedó dicho que la caza no era una profesión sino un oficio y, por tanto, cosa sujeta a la eventualidad, la ocasión y la provisionalidad de los trabajos.
A nadie molestaba por entonces esa actividad, hoy llamada cinegética y por muchos denostada o, como poco, mal mirada. No se conocía en la época ningún equilibrio ecológico a mantener, ni siquiera se usaban, por desconocidas, esas rimbombantes palabrejas. Y puede que hasta, el tal equilibrio, se descubriera años después, justo cuando ya fue tarde para restablecerlo y dejarlo como había estado desde siempre, o sea, en el anonimato.
Hay cosas de las que, verbigracia la salud, sólo se tiene consideración y aprecio verdadero cuando faltan. Entonces es cuando se descubre su importancia. Tarde, casi siempre. Sí. Todos los equilibrios han de perderse para ponerse uno en el camino de recobrarlos y tener conciencia cierta de que un día se tuvieron.
Pensó en los cazadores y no en otros oficios o tareas, como las de los arrieros, carreteros, buhoneros, componedores, quincalleros, pacotilleros, herradores, herreros, pregoneros, serenos, capadores, tejeros de teja y adobe, lavanderas, zapateros remendones, hojalateros, costureras, artesanos, tejedores, laneros, hortelanos, duleros, segadores, molineros, queseros, cordeleros, afiladores, tratantes… porque era de los cazadores de quien quería hablar. No quería hablar de estos otros que, siendo para él oficios tan honestos como en su mayoría desaparecidos de raíz o en total declive, nadie ponía en solfa en nuestros días, como sí se hace con el de cazador. Nombre, el de cazador, hoy cubierto de desprestigio sin, como él creía, razón alguna de fundamento y peso. Al menos en su origen respetable que, en las prácticas actuales de la caza, ni meterse quería, ni pensaba que la mayor parte de ellas tuvieran defensa. Pues, aunque siempre hay excepciones y existen algunos seres puros, es evidente que la caza como ejercicio de supervivencia, tal y como fueron sus orígenes primitivos, o como ejercicio de ayuda a la economía del hogar, como también lo fue hasta hace poco, ha dejado de existir por completo y seguramente para siempre. Y baste decir, como ejemplo, que hoy en día, y ya desde hace muchos años, todo el mundo sabe que cuesta más matar una perdiz de lo que vale una perdiz muerta. Un sinsentido.
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21 septiembre 2009

Terrazas de verano


Casi llena está la terraza. También la otra y la otra… Falta poco para comer y unos acuden a ellas al vermú, otros porque tienen la costumbre de leer en ellas el periódico, otros porque es la rutina al salir de misa los domingos estivales, otros porque están cansados, otros por curiosear y otros no saben por qué, tal vez porque les da la gana simplemente…
En la Terraza de Verano, que así se llama la terraza de verano que hay en un jardín del lugar, se sientan cinco hombres y tres mujeres a una mesa larga. Los hombres pugnan cada cual por hablar de los suyo. Parece que escuchan a los demás pero no es cierto, sólo esperan a que terminen para hablar ellos sin contestar a lo que antes se haya dicho. Uno habla de hospitales pues parece médico; otro cuenta anécdotas de su vida de policía local, otro de la enseñanza… A las mujeres no les va ese afán por disputarse el tema de conversación y dos, ajenas por completo a las exposiciones de los hombres y, además, aburridas, toman sus bebidas con indolencia y las miradas perdidas. Se nota que aguantan allí por compromiso. La otra mujer tiene dos hijas pequeñas que, a ratos, atiende ella, a ratos, el marido. Mientras, ella, que es muy guapa, y viste de un modo sutilmente provocativo, se abandona a ser el destino de las historias contadas por los protagonistas masculinos que rivalizan en llevar la voz cantante. Da la sensación de que se conocen todos del colegio, se han empeñado en verse y, ahora, algunos se aburren y, tal vez, se arrepienten.
En la terraza El Tilo toma el vermú una marujota. Sin pasar de los 25 ya se ha ganado el título por la pinta que tiene, por lo muy arreglada y por el modo en que va maquillada, por sus espléndidas carnes rebosantes por escotes y prietas por costuras restallantes, por los comentarios que hace, porque se dedica en exclusiva a llevar en los brazos a su niño de pecho… Ahora pide a la camarera que le caliente un poco de agua y, sacando un conjunto de cataticos de un bolso, se pone a preparar un biberón al bebé.
A la salida de la misa dominical un grupo familiar viene a tomar el aperitivo a la terraza del Tilo. La abuela, que pasa los 80, es algo ríspida.
- ¿Es que aquí no atiende nadie? –se queja de inmediato con la autoridad de quien está acostumbrada a gobernar su casa.
Luego repara en como la marujona del rorro permanente en los brazos le prepara el biberón. Algo se le ablanda a la mujer por dentro. Mira entonces la vieja a sus hijos, que peinan canas, y a sus nietos, ya tan mocetones, y recuerda en voz alta como los crió ella cuando eran pequeños: con leche condensada, puré de patatas asadas y con la única leche artificial que había entonces, que se vendía en botes en las farmacias y que se llamaba Pelargón.
Ya hace rato que se fueron todos. A la tarde, después de comer, ella, la marujota, sigue allí. El niño duerme apaciblemente en su regazo. Ahora está con su marido. Éste tiene pinta de mindundi, algo estrafalario, con tatuajes por todos lados y que, a su lado, parece enclenque, escueto de carnes y desarrapado, con su ajada ropa de faena cubierta de pellas de yeso, grumos de cemento seco y de pintura, manchas de origen diverso, polvo y otros restos de la colorida y sucia albañilería. Pese a la diferencia de cuerpos, que no de ánimos, se les ve felices. Son los únicos usuarios de la terraza, que en ella han quedado, a esta inhóspita hora de la siesta.
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16 septiembre 2009

El Toro de la Vega


Según dicen los torresilanos el alanceamiento de un toro, acontecimiento popular conocido como el Toro de la Vega, es una tradición que debe respetarse a ultranza. Ya no se atreven a llamar al acontecimiento cultural, aunque poco les falta y algunos puede que lo hagan, pero sí se refugian en la palabra tradición. Parece que la palabra tradición merece un respeto por sí misma. O sea que como la tradición es, más o menos, el conjunto de costumbres que se transmiten de unas generaciones a otras, pues que si algo es tradición, pues vaya, que merece la pena conservarlo.
Sin embargo, yo creo que el progreso de España y de otras muchas naciones se ha venido incrementando notablemente con el abandono, espero que para siempre, de ciertas tradiciones, como por ejemplo, la de los tradicionales y frecuentes pronunciamientos militares, la de las guerras civiles, la de las ejecuciones en las plazas públicas, la del derecho de pernada, la de que las mujeres no tuvieran voto, la de no tener agua corriente en las casas, la de desplazarnos en caballerías, la de no lavarse… y, otras aún más antiguas, que por fortuna también abandonamos, como por ejemplo asaltar la aldea de al lado, matar a los hombres y violar a las mujeres. Y tantas y tantas otras que, por la flaqueza de mi memoria no me vienen en este momento a la cabeza, pero que, por tradicionales y divertidas que fueran, se han perdido para descanso y respiro del común de la gente, aunque ya no estoy seguro de que alguno no las añore también.
Pues bien, éstas otras, principalmente la de matar toros de diversas formas y maltratar animales y mujeres nos está costando mucho más abandonarlas. Se ve que es que las tenemos muy arraigadas, las tradiciones éstas digo. Alguno dirá que cómo puedo comparar lo de los toros con lo de las mujeres. No lo comparo. Lo cito conjuntamente porque es otro asunto que en nuestra España, tan tradicional ella, coexiste con el primero de los hechos y, a lo que parece, es tan tradicional como él por trasmitirse de generación en generación. Es cierto que esto de maltratar a las mujeres nadie lo defiende de palabra ni se vanagloria de ello, como con lo del toro, pero es como si lo lleváramos tatuado en nuestra alma de tradicionales machistas y así esta costumbre de matar toros y mujeres se sigue trasmitiendo de generación en generación. Una tradición más, ¿a conservar también? Tal vez, sean casualidades. Pero, claro, siendo tradiciones, son cosas que merecen respeto según el respetable.
Así que el día 15 del presente mes de septiembre se celebró el alanceamiento del Toro de la Vega en Tordesillas. Una vez más se llevó a cabo esta tradición que los torresilanos tienen a bien conservar como bien cultural irrenunciable. A mí todo eso no me gusta. Tampoco me gustan los toros, ni los encierros pero, claro, se ve que soy un bárbaro aculturizado que no respeta ninguna raíz ni tradición y que no tiene ni fundamentos ni principios. Vamos una escoria. Un impresentable, lo siento.
El toro de este año se llamaba Moscatel, era de la ganadería de Victorino Martín y pesaba 540 kilos. Según calculan los periódicos al evento han acudido unas 25000 personas amantes de esta tradición. No hay constancia de cuantas decenas de caballistas y lanceros acosaban al toro. Lo hirió un caballista de 29 años antes de llegar a campo abierto y, por lo tanto, incumpliendo las normas. Luego ha terminado de matarlo y ha regresado al pueblo con el rabo de Moscatel colgado de la hoja de su lanza castellana. No le han dado el premio, una insignia y una lanza, por no haber matado al animal reglamentariamente. ¡Mecachis! ¡Pobre chico, mira que haberse quedado sin su lanza!
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15 septiembre 2009

Tratado de las Tres Vacas


Aunque tras la barra le cunde mucho el cuerpo, es un hombre menudo. Delgado, nervioso y avispado, nada se le escapa de lo que ocurre en el bar o en la terraza. Dice tener 58 años cumplidos pero bien pasaría por tener diez menos. En su cabeza inquieta, como de pájaro carpintero, el pelo, echado para atrás, es abundante y aún oscuro, y tiene la cara enmarcada por largas patillas que se juntan bajo la boca en una perilla corta y puntiaguda que parece prestarle a su cara el mismo carácter incisivo que todos reconocen a su lengua. Suele vestir de oscuro, prendas ajustadas y llevar un cinturón más bien ancho y algo llamativo. De andares felinos y mirada rápida y escrutadora, esconde sus ojillos tras las lentes de unas gafas de cristales transparentes y montura metálica fina. Es, tal vez, este último detalle el único que le quita algo de arisco al personaje, puede que por eso de que los años no perdonan.
Los ansotanos están orgullosos, al parecer, por un acuerdo conseguido en su villa allá por el siglo XIV. Este acuerdo, aún vigente, puso paz entre los roncaleses, de la vecina Navarra, y los bearneses, de la parte francesa. Ambos, según reza la historia, confiaron en sus vecinos de Ansó para que éstos mediaran en sus seculares litigios y pusieran fin a sus enfrentamientos por pastos, fuentes y viejas venganzas. La paz se gestó en Ansó mediante lo que se conoce como el Tratado de las Tres Vacas.
Leída esta información pregunto al hombre de la barra.
- Tengo entendido que los ansotanos se dedicaban a la ganadería.
- ¿Éstos, a la ganadería?
- ¿Eran también agricultores?
- ¡Huy, agricultores éstos, menos aún!
- Hombre, lo de ganaderos, lo digo por el Tratado de las Tres Vacas.
- Mira, éstos, lo que eran era mercenarios y tenían acojoná a to la comarca. Así que cuando los bearneses les quemaron algún pueblo a los del Roncal, éstos vinieron a pedir ayuda a los de Ansó. Los de Ansó citaron a los franceses en la Piedra de San Martín y, en cuanto se presentaron los franceses, les dijeron: Como volváis a bajar a lo del Roncal, nosotros vamos a bajar a vuestras aldeas y os vamos a pasar a todos a cuchillo, hombres, mujeres, niños, ganado y to el copón y, de los pueblos, no van a conocerse ni las piedras. Y oído esto por los franceses y conocida la fama de mercenarios y gente sanguinaria que tenían los de Ansó no se les volvió a ocurrir poner los pies en el Roncal.
- Pero, entonces, ¿lo del Tratado de las Tres Vacas?
- Eso son cosas de la diplomacia y de los libros de historia. Porque, claro, tampoco era cosa de dejar tan mal a los franceses, pero los hechos son como yo te digo, aunque luego se adornaron con eso que ha quedado en los libros. ¿Ganaderos los de Ansó? ¡Menuda tropa! Pero si todos los pueblos del contorno les pagaban tributo del pánico que les tenían. No te digo más.
Así llegué, una vez más, a la conclusión de que una cosa es la historia escrita y otra la tradición oral, considerada poco fiable, pero que casi siempre resulta mucho más entretenida.
- Por favor, otros riojas y dos boquerones más.
- Favor es la acción que se presta gratuitamente a otra persona y éste no es el caso. Pero sí te diré que, aunque no sea un favor, servirte es un placer.
- Hombre, no esperaba tanto, pero se agradece la gentileza.
Antes de marchar voy a pagar la cuenta de las tapas y vinos consumidos.
- Dígame que le debo.
- No me des tanto tratamiento pues si a mis 58 años me tratan de usted qué será de mí si llego a los setenta, tendrán que llamarme usía o vuecencia. Ya, cuando yo veía que de usted trataban a mi padre, me decía pero qué les habrá hecho el pobre hombre para que le quieran tan mal y le traten así, de usted, con ese despego…
- Comprendido, amigo, no volverá a suceder. Dime qué te debo.
- Eso espero, –y tras hacer la cuenta- 12 euros y spasiva.
- Gracias a ti y hasta mañana.
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14 septiembre 2009

Bar Zuriza


El bar Zuriza está lleno. Atiende la barra un hombre menudo, nervioso y parlanchín, pero de gesto serio, que habla mientras tira cañas y contesta a las intervenciones de los clientes de un modo inusual:
- Pónganos dos cañas, caballero.
- Caballero es dignidad otorgada por el rey mediante un golpe de espada sobre el hombro y, como yo soy republicano, dudo tanto de que el rey me lo diera como de que yo le permitiese el dármelo. Por otro lado, llámase también caballero al hombre armado que, en el medioevo, era izado a una montura, pues él sólo no podía subir, para participar en hechos de guerra u otros lances de armas. Así que, como ve, no me encuentro en el caso de poder ser llamado de tal modo.
- También lo es el que monta a caballo.
- No señor, que ese, por tal hecho, sólo es jinete.
- Entonces cómo tengo que llamarle.
- Pues compañero o camarada no estaría mal. Son términos que me gustan, palabras que me agradan…
Los parroquianos se agolpan en la barra mientras el nervioso hablador que la atiende no para de hablar a la vez que tira cañas y pone pinchos, vinos y raciones.
- Danos un vino bueno, de ese que pones en esas copas grandes.
- Pedirlo en copa grande es no decir nada, pues bien puedo ponerte en ellas un vino peleón, si es la copa grande lo que deseas. Otra cosa es que me pidas Somontano o Ribera del Duero o Chacolí o Rioja o Alvariño o Ribeiro o Ribeira Sacra o Contraviesa o Priorat o Toro o Jumilla o Bierzo o Requena o Ampurdán o Valdepeñas o La Mancha…
- ¡La madre que lo parió! –dice, ya mosqueado, aunque por lo bajo, uno de los clientes.
Y así, ese hombre menudo que no para, va de un lado a otro de la barra apostillando las peticiones que le hacen los clientes a la par que, con rapidez, les sirve.
- ¡Venga, hombre, pídele ya! –le dice un parroquiano al compañero que está junto a la barra.
- Espera, hombre, que aún no estoy preparado ni me encuentro lo suficientemente concentrado para hacer la correcta petición en el modo adecuado…
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13 septiembre 2009

Mesonera


Es su táctica. Siempre tiene a mano una excusa para acercarse a los clientes y entrar con delicadeza, pero familiarmente, en el cara a cara. Aunque es su forma de trabajo, nunca le faltará un pretexto: que ha olvidado poner en una nota los distintos platos del menú del día o que, éstos, presentaban alguna variación, o que, además de los que hay anotados, hay de esto y de lo otro, o para disculparse porque ese día no tiene servilletas de tela por un fallo en la lavandería o para sugerir que pidas el vino de la casa que sale muy bien de todo…El asunto es que, siempre, se las ingenia para explicar personalmente a los clientes lo que pueden comer, de qué se compone cada plato y cómo está cocinado. Jamás deja al cliente desvalido frente a la fría lista plastificada de los platos del día. Eso nunca. De hecho, es como si se hiciera con las mesas enteras de comensales, captara su atención y, sobre todo, supiera captar su confianza, y terminaran todos comiendo lo que ella dijera pero, eso sí, sin que ninguno se percate de ello. Es una encantadora de clientes. A ellos les gusta que les diga lo que pueden comer y ella, con toda calma, les dice lo que van a comer. Todos contentos.
Clara, la del Serbal, es una mujer madura, ni guapa ni fea, ni alta ni baja, ni gorda ni delgada, ni rubia ni morena pero que posee unos grandes ojos de mirada franca y directa con los que saber mirar sin embarazo a los clientes y, con suma amabilidad, trasmitirles la confianza y la familiaridad que desea que reine en su negocio. Educada, amable y sencilla es un ama recitadora de mesón antiguo, puesto al día, que sabe vender muy bien su mercancía. Conoce el valor que sigue teniendo el trato directo en esta época impersonal del Internet. Aún quedan ejemplares de esta fauna. A los dos días de ir por allí, si te ha gustado la cocina, te parecerá que vas a comer a casa de alguna tía. Es una fidelización a la antigua lo que Clara practica. Y sigue siendo una mesonera que coloca los platos del día a su conveniencia aunque, en nuestros días, éstos se vistan con nombres de exóticas delicadezas cuyos apelativos extraños y hasta extranjeros, por inútiles e innecesarios que parezcan, revalorizan el precio de los platos de un modo acorde a la pedantería.
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12 septiembre 2009

Cheli


Él es menudo, con una cara simpática, siempre alerta y risueña, y un rictus de golfo en ella, bajo un pelillo corto y rizado, teñido de negro azulado, que clarea por arriba y que es, en la nuca, un poco más largo, espeso y brillante y está abarrotado de rizados caracolillos. Viste unos pantalones gris claro, moda pirata, y una camiseta negra de tirantes con un escorpión en la espalda. Su anatomía se adorna de oros: gruesa cadena al cuello, al más fiel estilo Gipsy King, los dedos llenos de anillos y sortijas y un omega de oro macizo en la muñeca izquierda con la correa, que no es tal, también de oro, bien holgada, casi como si llevara, con desgana, una pulsera y, en la otra muñeca, una gruesa esclava también del mismo metal para no desentonar. Se le ven algunos tatuajes en cuello y brazos pero es, al quitarse la camiseta, cuando se aprecia una espalda totalmente tatuada con los motivos más diversos, desde el amor de madre, hasta una serpiente, una pantera, una mujer con un seno descubierto…
Ella tampoco es alta pero sí un poco más redondita que él. Lleva unos pantalones exageradamente cortos, como unas bragas, que se le ciñen a los muslos casi cortándole la circulación en las mismas ingles que, por cierto, hubieran merecido una depilación bikini brasileño que no se ha hecho. Viste también una camiseta naranja de tirantes, entallá, ajustá y un poquito agraciá, que deja ver perfectamente el sudán entero y las tres cuartas partes del tetuán. El pelo, teñido de pelirrojo, lo lleva sujeto en un par de coletitas infantiles a ambos lados de la cabeza, lo que le da un aire aniñado que parece que le gusta cultivar pues, para redondear, lleva también unas gafitas de pasta blanca con los cristales verdes. Completa el impacto de su estampa con unas uñas largas pintadas de color oro brillante.
Cuando terminan de comer ponen un CD y, por el volumen, deleitan al camping entero con lo más selecto de las rancheras mejicanas de ayer y de siempre.
Al ratito del concierto, que ameniza la hora de la siesta, se acerca un vecino francés que les pregunta si tienen unos cables de batería. Ellos no le entienden y, mosqueados, suponen que viene a protestar por la música y la quitan.
Me levanto, de la teórica siesta, y pienso que no me cuesta ningún trabajo prestarles mis cables a los franceses. Al verme salir con ellos, les digo a la pareja de vecinos lo que pasa.
- ¡Hay que joderse en to lo más arto, qué detalle más guapamente legal! –dice la pareja cheli a coro.
Él se viene conmigo a llevarle los cables al francés, con el que me entiendo en inglés, poniéndole ambos un poquito de buena voluntad. Le dejo los cables y le digo que me los devuelva al día siguiente. Paco, que así se llama mi vecino, queda admirado por mi don de lenguas y ya, como si fuéramos colegas de toda la vida, me cuenta que nació en un pueblo de Córdoba, pero que de niño le llevaron a Barcelona, que ha tenido más de treinta oficios, puede que cien coches y motos y que, de mujeres, ha perdido la cuenta, que está separado y que con la que va, que se llama Enriqueta, es viuda y catalana de Badalona y que los dos andan por los sesenta casi…
Le digo que me tiene admirado con sus tatuajes y me dice:
- Pues eso no es nada, tengo un ratón en el capullo, y en el prepucio, o sea, lo que viene a ser el pellejo, la cabeza de un gato, y bueno, las tías cuando me lo ven es que se descojonan…imagínate.
Y no para de hablar y de reír y de contar historias y, al final, tengo que dejarle, so pena de irme de copas por ahí con él y echar la tarde y la noche a perros…
Conocimientos de un día que se hacen por ahí.
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11 septiembre 2009

Raza


Hace años, en la Universidad Estatal de Los Ángeles, podía verse gente procedente de los cinco continentes. El curso que iba a hacer era uno específico para personas extrajeras que hubiesen llegado a los USA con intención de quedarse. No era mi caso. Sin embargo quedé deslumbrado por dos cosas: la calidad de la universidad y el variado gentío de tantos países y razas en que me encontraba inmerso. En la España de aquella época no había la diversidad de población que hay hoy y, claro, yo no hacía más que observar con mucha curiosidad a los cientos de personas que me rodeaban. Un día, estando con un amigo, descubrí a una chica entre aquella multitud. Era distinta entre mil y le dije a mi amigo. Te apuesto lo que quieras a que aquella chica es española. Mi amigo pensó que conocía a la chica de antemano y que le quería tomar el pelo, pero yo le aseguré que era la primera vez que la veía. Entonces, intrigado, me preguntó si yo podía distinguir a una española entre un conjunto de mujeres. Le dije que no, que habría una mayoría de españolas a las que sería incapaz de diferenciar a simple vista de una mujer de otra nacionalidad. Pero, sin embargo, le aseguré que aquella mujer, por sus rasgos, tenía por fuerza que ser española. Que tenía las características propias más comunes en las mujeres de España, su piel morena, su pelo negro y, si me apuras, todos los rasgos raciales inconfundibles de una Lola Flores y de las bailaoras de flamenco y de las morenas andaluzas de pelo negro, rizado y largo, los ojos grandes y oscuros, el porte elegante...todo cuadraba al cien por cien, era imposible, yo sabía que no podía equivocarme. Estaba totalmente seguro. Nos jugamos una comida.
Muy ufano me dirigí a la presunta española. Me fui directamente a ella con toda la decisión que emanaba de mi absoluta seguridad y le pregunté si era española. La mujer, antes de contestarme, me obsequió con una espléndida sonrisa y luego dijo: No, soy de Arabia Saudí. Y yo recordé entonces que los árabes estuvieron 800 años con nosotros y que lo que a mí me parecía lo más racial y definitivo de mi gente y de los españoles era eso, justamente nuestra sangre árabe.
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10 septiembre 2009

La fe, irresistible


Una persona muy allegada, agnóstica supongo hasta hace poco, se ha metido nuevamente en religión. Y no me importa, sólo me fastidia su afán por justificarse y por pedir respeto. Un afán que termina declarando que la fe es, para el que la siente, una realidad inevitable.
Bien, asumo que, en su caso, así será. Y lo respeto a condición de ser dejado en paz, a mi vez, al no haber sido yo tocado por fuerza tan irresistible y tan inevitable.
Ciertamente la persona de la que hablo es persona educada y discreta, aunque no ha podido evitar el regalarme una especie de libro del sabelotodo en el que un joven diablo instruye a un joven novato, a la sazón diablo también y sobrino suyo, en las cotidianas artes demoníacas.
Al leerlo pienso, ¿qué no se habrá inventado para hacer proselitismo? Y me digo, pero, si tan fuerte es la fe, ¿por qué, los que gozan de ella, no dejan en paz al prójimo, y se contentan con la gran dicha de sentirse elegidos y de vivirla discretamente a solas?
Las personas no necesitamos que se nos invite a pensar, pues nuestra tarea en la vida es justamente esa y, menos, que esa invitación proceda o nos lleve respectivamente a argumentos o conclusiones tan sabiamente preparados y retorcidos. No creo que necesitemos ejemplos como para que nos sintamos implicados, tocados, conscientes de que todo el comportamiento humano está estudiado ya desde la premisa religiosa y que, por tanto, no hay salida. El problema está en que yo no creo en tal premisa y la descripción del comportamiento humano me resulta más normal y natural en Cervantes, en Shakespeare o en Moliere, que no perseguían ningún fin, que en la pluma de sagaces y hábiles moralistas.
Me viene a la memoria cuando de niño te llamaba a su despacho el director del colegio religioso al que asistías. Allí, una vez creado el ambiente apropiado, te preguntaba si no habías sentido, por ventura, la vocación sacerdotal, la llamada del Señor a la que ¡Ay de aquel que permaneciese sordo! Tú, abrumado por aquel cerco afectivo e intimidado por una obligación espiritual que nunca habías sentido, intentabas escabullirte con las excusas más triviales.
- No estoy seguro, tal vez alguna vez –respondías poco convincente, ante lo impresionable que como niño eras y lo impresionado que ciertamente te sentías.
O, recurriendo una vez más al socorro protector de tus padres, decías:
- Mis padres me necesitan –esperando, en su caso, su complicidad.
Sin embargo, la conversación con aquel adulto, que te hablaba en la confidencialidad de su despacho, en la penumbra creada alrededor de la luz de un flexo, que habiéndote separado de tus compañeros te ofrecía dulces y chocolate, perito él en las artes sacramentales del confesionario y, como poco, quintuplicándote la edad, era tremendamente desigual y asquerosamente amañada.
- ¡Cuidado, Dios no llama dos veces a la misma puerta!
- Tú necesitas a tus padres, pero ellos no te necesitan a ti.
- Yo puedo hablar con ellos y seguro que se sentirán orgullosos de dedicar al servicio de Dios a uno de sus hijos.
Tú no sabías por dónde escaparte. Te querían obligar a decidir sin tener capacidad para ello. Tú sólo querías que te dejaran en paz. Y digo yo, que si tan fuerte e inequívoca era esa pretendida llamada divina ¿Cómo es que tenían que coaccionar a un niño de aquellas maneras? Pero, claro, eso lo digo ahora.
Hay quienes se empeñan en saberlo todo y en demostrarte que, hagas lo que hagas, tu comportamiento está previsto. Tal vez sea así en muchísimos casos pero no veo que dioses o diablos tengan nada que ver con ello y que el comportamiento de los humanos, por lo general repetitivo salvo raras excepciones, sirva para justificar la existencia o no existencia de estos seres de la mitología cristiana. Algunos, llevados por su fe, creen en todo ello, pero otros seguimos a las mismas. Todos juntos y sin molestarnos, tan amigos. Pero estoy de acuerdo, esto de la fe, en un sentido o en otro, es irresistible.
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09 septiembre 2009

El restaurante O Zé de Serpa


El restaurante O Zé está en la plaza del pueblo y en él se respira el ambiente del viejo Portugal. Como tantos otros tiene un bar anejo y dos entradas desde la plaza, la una al bar y la otra al restaurante. Dentro, bar y restaurante, se comunican entre sí.
Una familia de doce portugueses ocupa la mesa más grande del local. Hace rato que miran la carta pero no terminan de decidirse. Hay otra mesa, al entrar a la derecha, ocupada por dos ancianos y dos hombres jóvenes que se sientan frente a ellos y que parecen sus hijos. Hay una mesa de dos junto a ellos pero, por esas cosas de no interferir en la intimidad ajena, los recién llegados se sientan en otra más alejada, junto a la pared de enfrente, que tiene tres cubiertos.
El patrón, un tipo adusto de más de setenta años, sale, mira a los recién llegados y, sin mediar saludo, les dice que, si son dos, a la mesa de dos. Al parecer esas finuras de respetar intimidades no van con él, que allí se va a comer y no a confesarse. Obedecen al instante los interpelados y, resignados, se sientan en la mesa contigua a la de los cuatro comensales.
Ninguno de los cuatro comensales habla. Enseguida se nota que existe alguna tensión desconocida entre ellos. Dada la proverbial lentitud de estos restaurantes tradicionales, que hacen la comida reciente y la sirven en un orden rigurosamente sujeto al de entrada, todos los comensales se aprestan a la espera. La última pareja que ha llegado, conocedora de los usos del país, pide vino para amenizar la espera larga que, sin duda, esperan. A su lado, los cuatro comensales siguen en silencio pasada media hora. Los dos hombres aparentan entre treinta y cuarenta años, delgados y de buena presencia; los viejos andan por los ochenta. El viejo es un hombre menudo, humillado físicamente por los años, tembloroso, de cara coloradilla y ojos lacrimosos y su mujer parece una marionetilla con el pelito escaso, rizado y teñido. Ambos visten humildemente, a la antigua, y él lleva boina. El aspecto de los viejos contrasta con el de los dos hombres, ambos bien cuidados, atléticos, tranquilos, amables y que procuran ser tan solícitos como pueden y saben con los viejos. Éstos, sin embargo, mantienen la mirada baja o la desvían hacia otro lado, evitando mirar a los dos hombres que, incómodos también por la situación, mantienen el tipo pese a lo enrarecido del ambiente.
La comida portuguesa es muy buena y abundante. Los viejos no pueden con toda. A los postres, los dos jóvenes que, a lo largo de la comida, han hablado entre sí en un idioma que no es el portugués, piden un postre de la tierra: el molotov. La vieja pide el mismo postre pero al viejo, que parece más delicado de salud, no le dejan. Él va y les dice:
- Muchas gracias.
- ¿Por qué hablas en español si no lo eres? –le dice su hijo.
- Porque tú tampoco eres lo que pensé que eras y yo me lo tengo que callar –le espeta al hijo.
La situación homosexual que la pareja de hombres ha hecho conocer a los viejos, a todas luces, desborda a éstos. Los dos viejos, sin gestos y sin más palabras que las dichas lo ponen de manifiesto.
Cuando pagan y salen, el viejo, que ha identificado a la pareja de al lado como españoles, les despide y les pregunta por Ciudad Rodrigo y por Salamanca y, aunque con prisas, les dice que fue contrabandista en esa zona aunque duda que vivan ya quienes fueron sus amigos allí. Luego se calla, mira a los españoles un momento a guisa de despedida y parece que quiere decir algo, pero lo piensa mejor y no lo dice, baja la cabeza y se va con tristeza, rumiando nuevamente lo que no puede entender.
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08 septiembre 2009

El contratiempo del tiempo


Veo, por las obligadas o voluntarias semidesnudeces o desnudeces que el calor del verano propicia, mujeres de anatomía espectacular pese a superar las cuatro o cinco décadas. Pasean por playas, piscinas y locales de moda como si fueran éstos los puntos donde contrastar el esfuerzo de sus horas de gimnasio, sus pilates y sus siliconas, sus rayos UVA, sus deserciones de la pasta, del pan, de los helados, de las grasas, de las legumbres, del azúcar… como si todo su atractivo se basara en conseguir, pasados los cuarenta, la figura normal a los dieciocho.
Por otro lado, los dieciocho, sería la edad físicamente idónea para procrear aunque no esté de moda hoy aprovecharla. Aún menos que a los 18 conviene procrear después de los 40, por motivos de salud que pueden afectar a madre y descendencia, pero el llamar la atención al otro sexo se hace aún más necesario que de joven. Nadie se plantea que ha de hacerse viejo sino que está dejando de ser joven.
La publicidad, en ese tiempo que ha logrado convertir en indefinido, afina mucho, presentando todo cuando quiere vender como un derecho, casi inalienable, independientemente de si va o no contra natura, porque lo de la natura hace ya tiempo que no interesa y además la publicidad no adula a tan adusto amo, sino a la voluptuosa vanidad. Para algo ha de servir el dinero, porque, si no, seríamos como los animales que no lo necesitan, condenados los pobres a su rígido ciclo vital. Así que, parece que se ha puesto de moda que galanes de sesenta y tantos se empeñen en procrear con damas glamorosas de cuarenta y bastantes y que se haya convertido en un avance, una necesidad, y hasta en un privilegio el ir contra la dichosa natura, que no hace más que dar por saco. Se vende claro, porque, si nos colocan la ilusión de la vida eterna, como no nos van a colocar unos años de prolongada juventud y, por supuesto, la paternidad y maternidad a edades desusadas como una manifestación de que aún no se es mayor, terrible palabra que sepulta la juventud como una losa. Ser joven es una circunstancia pero no envejecer es un logro. Que no se te olvide, muchacho.
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07 septiembre 2009

El puerto de las pateras


Como en una colonización inocente y a la inversa los negros quieren vender collares de colores, amuletos, artilugios imprevistos y cosas impensables a todos cuantos se cruzan por el paseo marítimo. Y con tales cosas, y en la misma oferta, regalan elefantes de cristal, rinocerontes de piedra, jirafas de colores… que son como talismanes preciosos para añadir al tesoro de la compra. Y se extrañan de que los turistas se resistan a sus ofertas ventajosas, aunque lo prefieren a que les ignoren, y continúan exhibiendo, ante tantos ojos ciegos al portento, esas maravillas increíbles, y refuerzan su mensaje con machaconería de niños, como si no les hubieran entendido bien: barato, barato…
Incomprensiblemente rechazados, atónitos por el corto saber del hombre blanco, cruzan ahora a las terrazas y van de mesa en mesa y perseveran en mostrar sus sorprendentes mercancías en busca de alguna persona que tenga fundamento.
- Pero, hombre, no ves que estamos dando de comer –dice el maître, torciendo dignamente el bigote.
- Pero, ¿dónde vas?, qué dentro no puedes entrar –dice el patrón, de mirada inequívocamente aviesa.
- Anda, venga, no estorbes –dice conciliador el camarero, cargado con platos y bandeja.
- No, gracias, no. No me interesa –dice el comensal, algo indispuesto y envarado y hasta, a veces pillado, con la boca llena.
Pero el negro sigue impertérrito, sin desaliento, sin explicarse cómo no le quitan de las manos aquellas figuritas portentosas, con valor intasable, de ignotos amuletos africanos, y, dicho sea de paso, sin entender cómo en esta Europa hay tan poco interés por el arte. Y casi no se lo cree ¿Pero, tíos, es que no veis lo que llevo? Parece que piensa. Y con su media lengua para el castellano insiste:
- Mira, bonito. Mira, color. Y tú, fíjate, se mueve. ¿De verdad, no quieres? Y es barato, barato…
A la décima vez, o puede que algo antes o después, a alguno, quizás por el efecto interno de las potencias del alma, se le retuerce la misma de embarazo mirando al negro mostrar sus abalorios bajo el sol de agosto. El negro identifica en aquellos ojos, de inmediato, restos de alguna esperanza. Y se le acerca.
- ¡Es bonito, amigo, barato, barato!
- Ya lo creo, dame uno.
- Gracias, amigo. ¿Otro para mujera? Para buena suerte.
- Bueno, que sean dos.
- Tengo relojes buenos… barato, barato.
- No sólo los amuletos, ¿qué te debo?
- Dos euros. ¿No quieres alfombra?
- No, gracias –y le despide con una sonrisa, el nuevo poseedor de los dos amuletos, mientras el negro, mostrando su blanca dentadura, agradece la compra.
El negro sigue tras el anterior que pasó hace apenas dos minutos y luego viene otro que le sigue los pasos sin demora… ¡Barato, barato!
Y siempre son más los negros a pasar que las almas que se prestan a ser conmovidas.
Y parece que vivamos en un puerto perenne de pateras que llegan a esta Europa de los ciudadanos, sede de la estabilidad y la cultura, meta de los que buscan la justicia. No me queda la más mínima duda.
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06 septiembre 2009

La parábola


El restaurante está en el centro de la ciudad. La cocina es buena y muchos turistas extranjeros cenan en él. A la izquierda, sin ir más lejos, una pareja de jubilados italianos han acabado unos mariscos y un buen plato de pulpo a la gallega y ahora se enfrentan a una porción de tarta de crema. A la derecha hay tres franceses sesentones, dos mujeres y un hombre. Los tres están delgados y ellas lucen una media melena lisa de corte muy estiloso que les deja el pelito estratificado, una capa de pelo con apariencia canosa en el exterior y otra, más oscura, debajo. Hablan bajo y parecen educados, aunque distantes. Sin embargo, sus ojillos azules e inquietos les traicionan, pues éstos persiguen insistentemente, como si sus voluntades no pudieran dominarlos, los variados platos de comida que circulan sobre las bandejas de los camareros. Las melenitas de las dos francesas se voltean con una especie de insolencia, que ellas no perciben ni pretenden, hacia los platos que se posan en las distintas mesas. Se deciden por los espárragos sobre fondo de setas, el jamón ibérico, la sepia y el entrecot. Por más que algunas veces les traicione la curiosidad, y se agiten nuevamente esas cabecitas con un corte tan chic y juvenil, mantienen durante la cena un aire distinguido, casi con un leve toque de superioridad así como distraída.
En un comedor tan lleno, casi se puede curiosear descarada e impunemente sin que, de un modo evidente, se pierdan las formas.
Entre tanto contento y en ese ambiente relajado, repentinamente un hombre se encuentra mal. Le acompaña su mujer. Son también franceses. La mujer se azora y, en su nerviosismo, pide ayuda a los comensales de la mesa de al lado. Son un hombre y una mujer con dos hijos. La mujer es española pero el marido es marroquí y habla francés. Avisa al jefe de comedor y éste saca al hombre al fresco de la calle y le pone en una silla. El marroquí le da al jefe del comedor los datos precisos sobre el estado del francés. El comedor entero ha visto lo que pasa. Suponemos que los del restaurante han avisado al 112. Los franceses estilosos, a nuestra derecha, observan la escena sin inmutarse.
Cuando a la media hora terminamos de cenar y salimos a la calle, encontramos al francés que se indispuso sentado en una silla de la terraza con muy mal aspecto y, a su lado, sólo su mujer muy nerviosa y descompuesta. Les preguntamos y medio nos enteramos de que tiene un dolor difuso en el pecho y que no puede moverse y vemos que, además, está aterrado. Nos extraña que no haya llegado aún la ambulancia. Es entonces cuando sale el marroquí que en un principio le atendió y le hizo de intérprete, acompañado de su mujer y sus hijos. En cuanto intercambiamos cuatro palabras nos damos cuenta de que los del restaurante no han llamado a urgencias. Inmediatamente llamamos nosotros y la sospecha se confirma. Nos dicen que no sabían nada y que inmediatamente mandan una ambulancia. El marroquí no para de hablar a la mujer y al enfermo para tranquilizarles y decirles que la ambulancia viene en camino y que, si es necesario, irá con ellos al hospital para hacerles de intérprete.
El jefe de comedor del restaurante, al ver que nos hemos quedado con la pareja, trata de disculparse y dice que a veces la gente sufre cortes de digestión e incluso se atreve a insinuar, como hablando con el viento, que hay quien bebe demasiado. Cómo si su negocio no consistiera en servirles comida y bebida. Le decimos que no creemos que sea el caso pero que, aunque lo fuera, para eso están las urgencias y que no se puede dejar tirada a una persona de ninguna manera.
El maître, con su carita de ardilla servicial, al fin se destapa cuando arguye que al llamar al 112 se monta un show por la llegada de la policía y la ambulancia, las sirenas, etc. y que todo eso constituye un pequeño escándalo que actúa en detrimento del negocio y que luego, muchas veces, se trata de problemas sin importancia por lo que, lo mejor, es que el interesado coja un taxi y se vaya al hospital, al hotel o a su casa. De hecho, asegura conocer al cliente enfermo y dice que de vez en cuando viene por su restaurante.
Asombrados por su desvergüenza le decimos que el hombre tiene muy mal aspecto y que ya hemos llamado nosotros al 112. Dice que sí, que bien, que ellos, naturalmente, también lo habían hecho. Nadie le contradice pero le decimos que, entonces, no se entiende todo lo que nos está contando y menos aún tanta dilación. Enseguida hace mutis y se desentiende. Ha cumplido y se va, con su carita de de saludador, a fingir mil y una atenciones a los clientes.
Mientras estamos acompañando a la atribulada pareja, salen del restaurante los tres franceses distinguidos que han cenado a nuestra derecha. Ni una palabra. Pasan de largo. Cosas como estas no afectan a gente tan elegante.
Sentí un peso negro en el estómago tanto por la actitud del jefe del comedor para con un cliente habitual, como por la indiferencia de aquellos tres atildados franceses para con sus compatriotas.
Al poco llega la policía y la ambulancia. Explicamos al médico lo que hay. El francés sonríe aliviado y tanto él como su mujer se despiden de nosotros con emoción. Dan las gracias con las pocas palabras que saben de español.
- Bonne chance, madame! –dice amablemente el marroquí cuando se marcha la ambulancia.
Viendo el comportamiento del marroquí, su acción de intérprete, su negación a abandonar al enfermo, su disposición a acompañarle al hospital para hacer de intérprete, recordé la parábola del buen samaritano. También me sentí orgulloso de vivir en un país donde se atiende a cualquiera sin pedirle nada y me avergoncé de que tengan que ser los africanos los que vengan a enseñarnos no sólo solidaridad, sino también educación.
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05 septiembre 2009

Marbella, one more time.


Si alguien atraviesa, aunque sea por carretera, la zona de Málaga a Algeciras, y especialmente los municipios de Marbella y Estepona y, si como era mi caso, hace algunos años que no ha hecho tal recorrido, podrá hacerse una idea ejemplar de hasta donde ha llegado el abuso inmobiliario. Podrá contemplar montañas y laderas enteras con urbanizaciones y campos de golf incrustados. Urbanizaciones vacías y caras, de difícil conservación y mantenimiento y, con la que está cayendo, de futuro, como poco, incierto.
Como si mis pensamientos hubieran sido una premonición o, tal vez, por la simple casualidad con que suceden las cosas, oigo por la radio que a Cachuli, ex alcalde de Marbella, se le ha abierto, al pobrecillo, un nuevo frente judicial. Es el caso Minutas, un presunto fraude de dinero público, pues parece que el peculiar edil pagaba facturas al abogado José María del Nido, por sus servicios al Ayuntamiento de Marbella, que ascendieron a 6,5 millones de euros. Y es que, ya se sabe, lo barato, a la larga, sale caro. Y en algunas cosas no hay que escatimar.
Con la imagen reciente de mi travesía por el municipio de Marbella, no me extraña la cifra de la minuta del letrado y, acaso, se me haga hasta barata, pues legalizar todo lo que vi debió ser tarea ardua y fatigosa y puede que don José María hasta le hiciera un barato al inefable alcalde.
Pero no seamos malpensados, que vivimos en un estado de derecho que ofrece garantías. Cachuli, pese a sus numerosos asuntillos judiciales, sigue españoleando por ahí con desparpajo, como un romántico de nuestros días, sufrido y melancólico, que ahoga sus penas en silencio. Un silencio ofendido, revestido de dignidad aunque doliente, entre corazones heridos que se ahogan en la copla o en la copa y la prensa del corazón que se lo rifa como predilectísimo objeto de deseo, casi de culto, de ese culto postmoderno, mezcla de cutrerío y de dinero, que hoy parece el lema de la patria; y, don José María del Nido, serio y digno, que facturó presuntamente lo que correspondía, nada, de presidente del Sevilla. ¡Ay, olé mi España! ¡Olé, olé y olé!
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04 septiembre 2009

El desfile


A primera hora de la mañana, bajo la sombra y en el seno de una fresca brisa, suave y agradable, me entretengo en ver pasar a los campistas en este camping caro de la costa. Hay un lento, monótono, desperdigado, pero casi constante, desfile a los servicios. Dilato perezosamente el tiempo observando la espontánea procesión que, en forma de goteo variable, desemboca en la puerta de los pabellones para la higiene masculina y femenina. Mira, me digo, vamos y volvemos, también nosotros, como hormigas.
Algunos van con un aire cansado y despistado, como si siguieran a los demás sin saber muy bien a donde van; otros vacilan como desubicados o deslumbrados por un sol que a horas tan tempranas les ofende; pero, hay otros, que van firmes y seguros, con un paso constante y decidido, como si fueran a cumplir, casi militarmente, con la primera obligación de la agenda diaria. Algunos salen de las tiendas, se desperezan y se ponen a lavarse los dientes, sin más trámite, mirando al infinito y, a tenor de lo que tardan, perdiendo la noción del tiempo en la tarea.
Los guapos y las guapas desfilan luciendo agradables conjuntos veraniegos que, cuidadosamente desaliñados, resaltan las perfecciones de sus cuerpos. Hay quien, más que encaminarse al WC, parece que desfile por la mismísima pasarela Cibeles.
Es también, este desfile improvisado, ocasión más que idónea para mostrar esos tatuajes tan excéntricos que se han puesto de moda y también los piercings más inverosímiles. Y así pasan los cuerpos, como mapas andantes, de sensibilidades y mentalidades que se pretenden inefables y que, por eso, se llevan dibujadas en la piel o taladrando la misma, de continuo y para siempre, para no tener que dar explicaciones. Sin tatuajes ni piercings sólo se puede ser un ser vulgar, sin imaginación ni personalidad o, como poco, un paleto indiferenciado, casi un anormal.
Frente a la indolencia y lentitud de la mayoría, que prepondera en el camping, siempre hay unos pocos atareados que se mueven sin cesar, incansables, haciendo cosas sencillas pero de un modo constante y rápido, sin parar un momento, como si una acción llevada a cabo se encadenara a la siguiente. Atacan un poco.
Así pasan estas primeras horas de la mañana. Un gato blanco con un cascabel al cuello se tumba indolente sobre la hierba casi a mis pies. Los gorriones y las palomas pululan en los árboles sobre mi cabeza. Unos pían desaforados mientras hacen viajes incesantes al suelo en busca de migas, semillas o insectos y, las otras, arrullan de modo intermitente. Me voy despertando del todo con la mañana y llega mi momento de desfilar a mi vez, con poco garbo, hacia el lugar común de los servicios. Como hormigas.
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03 septiembre 2009

Tarifa


Desde Río de la Jara hasta Tarifa hay unos cinco kilómetros. El camino se puede recorrer por un sendero que, al principio, va junto a la carretera más cercana a la playa. Hay un punto en este trecho en el que, bajo la misma carretera, hay restos de comida. Es en un túnel para desagüe que hay bajo ella y donde se nota que alguien se ha refugiado o escondido durante un tiempo o, tal vez, pasado alguna noche recientemente.
Más tarde el camino se mete por la gran playa que llega hasta Tarifa y, entonces, se convierte en sendero hecho de tablas para que los caminantes no se atasquen en la arena. El camino pasa cerca de un viejo búnker al que le han tapado las troneras con piedras. Curiosos, nos acercamos a verlo y, cuando llegamos, vemos que hay comida cuidadosamente depositada en la puerta. Deducimos que alguien lo habita y que ha dejado la comida en la puerta para que se airee o, tal vez, alguien lo está utilizando como escondite provisional mientras llega la noche y puede seguir camino. Naturalmente, no entramos.
Según avanzamos por el camino de madera hecho sobre la marisma arenosa de la playa vemos como al sur, en este día claro, se recorta nítidamente el perfil montañoso de la costa de África.
Los coches de la Guardia Civil pasan por Tarifa de uno en uno o de dos en dos o formando patrullas de varios y frecuentan sin descanso la carretera de las playas. En cada coche no van dos guardias, sino cuatro. Por el pueblo nos cruzamos con una guardia civil en cuya guerrera una placa distintiva indica que es comadrona.
Por otro lado, Tarifa, si algo tiene, son turistas. En las charlas prepondera el inglés y, entre los tipos, la blancura rubia. Casi todos beben cerveza con tranquilidad en todos los bares, baretos, restaurantes, tabernas, chiringuitos y demás garitos del pueblo. También comen paellas, gazpachos y los distintos sucedáneos de comidas típicas que les dan. Sin embargo, hay muchos más negros, por ejemplo, en el centro de España que aquí. De hecho no hemos visto ninguno. Aquí son sospechosos, como poco. Por lo demás reina la calma y la felicidad. Nadie pide los papeles a estos rubios sonrosados, colorados por el sol y con los ojos tan friamente claros como esas ratitas blancas de laboratorio. No importa que sean de fuera de la Unión Europea, su aspecto les avala. Están libres de sospecha. Ríen y gastan, con solvencia, en los establecimientos de la zona. Muchos viene aquí desde muy lejos por el windsurf o el katesurf que, para sus adeptos, es una pasión. Tienen derecho a todo. No problem. El peligro está enfrente, en esa costa cercana que se recorta al sur. El peligro viene de África.
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02 septiembre 2009

Lo que no se lleva


En el bar del pueblo hay dos teles de plasma. Una en una pared y otra en la opuesta, de modo que puede verse muy bien qué parroquianos miran a cada una. En una se puede ver hoy el premio de Hungría de Formula I y, en la otra, la etapa decisiva del Tour de Francia. Mientras miro el Tour ensimismado me doy cuenta, repentinamente, que todo el resto de la gente, que son personas de toda edad y condición, está pendiente del automovilismo. De hecho, la tele donde se televisa el Tour es toda para mí. No me lo creo. Me quedo sorprendido y, hasta por un momento, temo que me la apaguen o cambien a algún programa del corazón. El pueblo donde estoy es, como casi todos, agricultor y ganadero, un pueblo de gente acostumbrada al trabajo corporal. Me pregunto, si, en un pueblo como éste, no se aprecia el tremendo esfuerzo físico, el sufrimiento y el espíritu de sacrificio que supone ganar un Tour de Francia cuando, además, es un español el líder, ¿qué futuro nos espera?
Mi mujer, que, sin demérito por mi parte, es mucho más lista que yo, dice que es que a mi me gustan cosas que se han quedado ya muy anticuadas. Seguro que lleva razón. Tendrá que ser así. Se ve que hay cosas que ya no se llevan y uno anda por ahí sin enterarse. Claro donde esté un coche...
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01 septiembre 2009

Un perro andaluz


La noche anterior estuvimos hablando en el camping de Jerez del Marquesado hasta las tantas a la luz de una vela. Tal vez por eso de que los momentos agradables, y al fresco de la noche, no deseas que se acaben y los prolongas hasta que te rinde el sueño.
Esta mañana hemos bajado a comer al pueblo que está a cuatro kilómetros. Luego nos hemos subido, pese a la calima, a echar la siesta. Aplastados por el bochorno, no tenemos ni ánimo para comentar el tremendo calor que hace. Al llegar encontramos totalmente derretida la vela que nos iluminó la pasada noche. La dejamos sobre la mesa, al sol. El termómetro de la furgoneta marca 45º C.
Paca se echa la siesta y no sé si se duerme o pierde directamente el conocimiento. Yo cambio de idea, busco una sombra y me pongo a escribir con una bebida fría a mi alcance.
En ello estoy cuando aparece un perro de pelo rojizo que viene de no se sabe donde por una de las sendas del camping en el que nosotros somos hoy los únicos acampados. Trae una cuerda al cuello de la que cuelga un cabo que ha roto a dentelladas. Tiene andares cansinos e indiferentes y también una oreja rota. Le llamo y se para, no huye pero tampoco se acerca. Le llamo de nuevo y viene despacio, expectante y mirándome sin ninguna agresividad. Jadea por el calor y, ya más cerca, aprecio que la cuerda está muy ceñida a su garganta pues se incrusta entre el pelo, le veo también una matadura profunda, y que parece reciente, en el ijar izquierdo. Me mira desde un par de metros pero no se acerca más ni se mueve. Recuerdo que tenemos en el frigorífico una barra de chorizo que compramos y que no nos gustó. Como eso el perro no lo sabe, voy por ella y decido probar si le gusta a él.
Hago gruesas rodajas de embutido pero no se las tiro. Le ofrezco una, el perro se adelanta despacio, sin quitarme ojo y lanza una dentellada a la raja de embutido con avidez, rozándome con los dientes la punta de los dedos pero apenas tocándolos pese a la velocidad con que la coge. A medida que le voy ofreciendo más rodajas, su brusquedad desaparece y termina tomándolas de entre mis dedos con la misma delicadeza que si fuera un embajador tomando una copa de cava en una recepción de la mismísima Preysler, la de Porcelanosa, ¿cuál va a ser?
Cuando termina con todo el embutido, voy con un recipiente a buscarle agua en uno de los grifos de los fregaderos y la bebe con avidez. Me deja tocarle. La primera vez que lo hago le acerco mi mano por debajo del hocico, no por encima, pues podría sentirse amenazado. Una vez que ha aceptado mi contacto acerco la mano al cuello y noto la cuerda tan hundida en él que pienso si el animal no se habrá salvado de un ahorcamiento. Busco una navaja de las que tengo, una que corta como una exhalación, y con mucho cuidado y tacto consigo que se deje cortar la cuerda que le tiene lastimada la garganta. Enseguida parece que se alivia. Ahora está a mis pies hecho un ovillo. Cuando Paca se levanta, le curamos entre los dos la matadura con un desinfectante. Al comer he visto que le faltan dientes y que otros los tiene rotos y que los colmillos los tiene desgastados. Se ve que el perro es viejo.
A la tarde bajamos de nuevo al pueblo, acompañados por el perro. No nos deja en toda la tarde. Nos perdemos por las calles estrechas y blancas, y hasta algunas, con acequias que bajan el agua ruidosa y veloz desde la sierra. Nos sorprenden algunos restos árabes, como la Torre de la Alcazaba, que algún integrista de los que aquí hay, porque también los hay, ha coronado, sin poderlo remediar, con una Inmaculada Concepción de tamaño natural. Menudo engendro.
Cae la tarde y nos hemos cansado de vagabundear, así que nos metemos a cenar al mesón de la Tizná. Luego, con toda la humildad que una buena digestión proporciona, nos subimos de nuevo al camping al tiempo que se va echando la noche y comienza a venir algo de frescor. Al llegar a él nosotros entramos y el perro, tras observarnos un momento a modo de despedida, decide seguir su camino y se pierde en lo oscuro en dirección a la sierra.
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