13 agosto 2007

Berlanga, 8 de diciembre.

Los arrieros del pueblo, que nunca solían ir solos, dejaban Casillas y Romanillos a su izquierda y seguían la carretera blanca hacia Barcones. Apenas dejada atrás la linde entre provincias y mucho antes de que Barcones apareciera, se desviaban con sus reatas por un camino de tierra muy sobado, antigua Galiana de la Mesta, que, por derecho, les llevaba a Arenillas y de allí a Ciruela. Así evitaban el rodeo que da la carretera para pasar por Caltojar y antes por La Riba. Los arrieros se perdían la iglesia románica de Caltojar y la ermita de San Baudelio, que está entre Caltojar y Casillas de Berlanga, pero no creo que les importara mucho. A los arrieros estas sutilezas de turistas, que se pusieron de moda en el último cuarto del siglo XX, les traían sin cuidado pues sus caminos se regían por normas viejas de subsistencia, economía y distancia. Las finezas del arte románico, de las ermitas mozárabes, de las bóvedas de palmera, de los peristilos o los misterios de los eremitas no eran para ellos cosas de utilidad inmediata, ni de méritos muy reconocidos. En Ciruela, a cuatro kilómetros de Berlanga, refrescaban o pasaban la noche, según se terciase, en la posada o venta de la Calle de la Carretera. A veces, si la cosa se daba bien, en la misma posada se hacía el trato y los interesados se evitaban el acudir a la feria de Berlanga del día siguiente, 8 de diciembre. Eran estas ventas, situadas en las encrucijadas, abundantes en pesebres para las bestias (de algunas se decía que tenían tantos pesebres como días el año) y con amplias salas para que los viajeros, al amor de la chimenea con la lumbre en un hogar a un palmo del suelo, descansasen, se protegieran de las inclemencias del tiempo, comiesen, durmiesen o tratasen. Quien allí vendía o compraba, a su conformidad, iba sobre seguro, pues en la feria se podía vender, se podía comprar o, puede, que ni lo uno ni lo otro. Pero, claro estaba, volverse al día siguiente sin ir a la feria era algo que dejaba cojo el viaje.
A la feria de Berlanga, el 8 de diciembre como se ha dicho, acudían de los contornos gran cantidad de paisanos a comprar y a vender, tampoco faltaban los tratantes, ni los gitanos, que casi lo eran de casta, y en los últimos años, antes de que se extinguiera la feria de ganado en aras de la maquinaria agrícola, hasta asturianos y cántabros que bajaban con potros menudos y montaraces de su tierra, cargados en camiones. Por todos los caminos se veía acudir a la gente con su o sus caballerías, solos o en cuadrillas, para vender, comprar, cambiar… o lo que se terciara. Luego unos volverían a casa más contentos que otros.
En la explanada de la ermita se amontonaban el personal y las caballerías. También en la zona del rollo. La zona se convertía en una amalgama de gente y animales. Caballos, yeguas, potros, asnos, pollinos, mulas, machos romos, burros enteros… Los probables compradores hacían correr a los animales tirándoles de la rienda y comprobando si estaban cojos o si no veían de algún ojo o si las mulas eran falsas… Otros les metían los dedos bajo los belfos y les descubrían los dientes para deducir la edad. Todos les miraban las patas para ver si iban calzados y si estaban bien herrados y, por supuesto, si tenían alguna herida, merma o cojera.
-¿Cuánto pides por la yegua?
-Mándame tú y ya veremos.
Los hombres se daban la mano durante el trato y, a veces, se la mantenían estrechada un buen rato mientras regateaban para acabar llegando a un acuerdo entre subidas del comprador y recortes del que quería vender:
-Dos mil quinientos duros y no te mando más.
-¡Tuya es la yegua!
Y ya no había vuelta atrás. Se finalizaba el apretón de manos con un postrer estrechamiento y aquello quedaba atado en la tierra.
A veces no se ponían de acuerdo y se soltaban las manos haciendo aspavientos ostentosos y fingiendo despecho o, a veces, incluso desprecio por lo que se les mandaba o lo que se les pedía. Según los casos. Otras veces aparecían los mediadores que, indefectiblente, proponían partir la diferencia y que fuera el menos reacio al trato el que pagara el alboroque. Sin embargo los mediadores no siempre eran de fiar, por haber sido acordada su intervención previamente por uno u otro de los interesados.
Menudeaban también los puestos ambulantes de accesorios para las caballerías, los capadores, los puestos de chucherías, la venta ambulante de gorrinos para criar y algún que otro herrador por si se terciaba vender o comprar o por si había que calzar algún animal para redondear un trato. No faltaban tampoco algunas vacas lecheras o terneros para carne.
-Tío herrador, ¿qué es ese palo con esa cuerda que le ha puesto en el morro a la mula?
-Eso, majete, es un torcedor o acial, descanso del hombre y tormento del animal.
El herrador quitaba las herraduras viejas sacando los clavos de los cascos con unas tenazas, luego con el pujavante cortaba los cascos crecidos y los nivelaba para que sobre ellos asentaran bien las herraduras nuevas y, finalmente, clavaba éstas con maestría haciendo que las puntas de los clavos asomasen a la altura conveniente del casco donde los cortaba y remachaba. Si la caballería era rebelde o nerviosa necesitaba de alguien que la tuviera y si se veían mal la ponían en el morro el duro torniquete del acial. Una cosa hecha.
La mujeres del pueblo ponían a vender sus mercancías, que eran generalmente ajos, en horcas o sueltos, y judías blancas, pintas o de bolillo, en los portales de sus casas y también, si sus casas no eran lugar de paso, en la plaza de la villa. Los viajeros que por la tarde volverían a sus pueblos llevaban algún presente que solía ser mantequilla dulce, blanca y rosa, y algún que otro bote de melocotón en almíbar para la familia que siempre esperaba que el padre les llevara algo de la feria. A la mayoría les gustaba comprarlo en la confitería del Torero que estaba bajo los soportales de la plaza y donde, ya de paso, compraban alguna participación de lotería de Navidad.
Finalizada la misión de cada uno, las tabernas del pueblo se veían concurridas y, a la hora de comer, compradores y vendedores, tratantes y comerciantes, payos y gitanos y otras hierbas ambulantes llenaban el comedor den Ca El Vallecas donde lo habitual era comer de primero judías blancas y de segundo picadillo.
Algunos echaban la espuela en el Casino o en alguno de los bares junto a la colegiata y poco a poco, según avanzaba la tarde, la muchedumbre se disolvía con la luz del día. Sí. Así era.

07 agosto 2007

La Ciudad de Viena


Uno de mis pasatiempos infantiles era quedarme con las narices pegadas al escaparate de las confiterías, mientras llenaba mis pulmones con el delicioso aroma que exhalaban estos locales por las ventilaciones de sus obradores. Si los místicos entraban en trance con sus meditaciones a mi me debía de pasar algo similar con aquellas contemplaciones y aquellos aromas. Ciertamente no eran aquellos unos tiempos en los que los niños nos viéramos hartos de pasteles.
-Un día te tengo que llevar a ”La Ciudad de Viena”, la confitería de mi amigo Ortega, a ver cuántos pasteles eres capaz de comerte, decía el tío Antonio de vez en cuando.
Cierto día, por fin, me llevó. Me presentó al dueño, el Sr. Ortega. Yo le saludé muy comedida y cortésmente mientras miraba los pasteles de reojo. Estanterías repletas, olorosas y multicolores a distintas alturas, con pasteles de distintos tamaños, formas y texturas.
-¿Te gustan los pasteles, majo?
-Sí señor, me gustan mucho.
-Pues coge de los que más te gusten y cómete los que quieras, dijo el Sr. Ortega con una sonrisa de santo.
-¿De verdad que puedo coger los que quiera?, dije con el último resto de duda educada que me quedaba.
-Pues claro, hombre. A ver cuántos eres capaz de comerte.
Obtenida la venia y casi sin creerme del todo estas últimas palabras, no perdí más tiempo. El Sr. Ortega sonreía como un filántropo cuando me comí los dos o tres primeros pasteles, mientras yo deambulaba como un observador minucioso entre las estanterías repletas. Lo que me ocurría era un milagro, no podía ser cierto, no podía durar mucho… no podía ser.
-¡Cómo disfruta la criatura! ¿Te quieres venir a trabajar a la pastelería?
No perdía yo el tiempo, a esas alturas, en contestar preguntas de compromiso. Cuando llevaba seis o siete pasteles, el Sr. Ortega miraba a mi tío con una sonrisilla nerviosa, mi tío se hacía el loco e intentó sacar algún tema de conversación que desviara la atención de mi menuda pero ocupada persona. Yo, a lo mío, concentrado como un beato iluminando un códice.
-No me entienda usted mal, amigo Antonio. No es que me duela que el chico coma más pasteles pero, ¿a ver si le van a sentar mal? ¿Cuántos llevas ya, hijo?
-Me parece que once con éste Sr. Ortega, dije con la boca llena.
Mi tío, ya totalmente azorado, se despidió rápidamente del Sr. Ortega y de los dependientes de la confitería, que ya me hacían corrillo, y me sacó del local tirándome de la mano pero casi en volandas mientras yo engullía otro pastel cogido casi al vuelo y me despedía con la boca llena y los ojos puestos en las estanterías multicolores y repletas. Ya lo decía yo…
-Adiós señor Ortega, (A qué vendrá tanta prisa…). Enseguida comprendí que en este mundo poca gente cumple con su palabra: “Come los que quieras, hijo, come los que quieras...” ¡Sí, sí...!
Mi tío me llevó a una cafetería que había en frente de la “Ciudad de Viena”, allí pedí un café con leche y un croissant, para que los pasteles se asentaran. Solamente fue una vez. Mi tío no volvió a llevarme a “La Ciudad de Viena”, pero a mí no se me ha ido de la memoria.

06 agosto 2007

Obús

Hoy, no sé si por accidente, he encontrado y abierto uno de mis viejos libros de primero de bachiller. En esa primera hoja en blanco, que los libros suelen llevar después de la pasta y antes del título o la dedicatoria del autor, aparecía algo que me ha sorprendido, era la letra firme, apretada, regular y recta de mi padre, que había puesto allí mi nombre y la dirección familiar de entonces en una ciudad provinciana que aún no conocía los distritos postales. Súbitamente he recordado en ese mismo momento que en aquel año, el de mi primer curso de bachiller, mi padre había hecho lo mismo, concienzudamente, en todos y cada uno de mis libros. Sin duda estaba orgulloso de que su hijo mayor estudiara y, con su detalle cariñoso, pretendió que yo me diera cuenta de lo partícipe que se sentía en mi recién estrenada ocupación de estudiante. Naturalmente yo no entendí entonces el detalle y así éste ha permanecido oculto allí donde él lo puso durante todos estos años. Hoy lo he redescubierto, del mismo modo que uno puede encontrar por accidente una granada o un obús sin estallar de alguna guerra pasada. Mi padre murió hace años y este pequeño obús inesperado, en forma de su caligrafía inconfundible, se ha llevado, hace apenas un momento y con un estallido sordo, un jironcillo de mis sentimientos menguados ya de inocencia pero crecidos, quiero creer, de comprensión. Ha sido un súbito, cálido y sorprendente recuerdo, aunque sea con evidente retraso, para quien tanto me quiso.