27 octubre 2014

Relato sin oyente

(Con un gratísimo recuerdo a la memoria de mi amigo Vicente Pastor)

Ayer mi amigo Vicente hubiera disfrutado. Siempre me decía que esperaba mis visitas pero que éstas eran obligadas tras los días de caza. Y así cumplí con él los tres pasados años.
No le interesaba el resultado. Tal vez porque los datos nada dicen y, al final, poco importan; es el recorrido y sus vicisitudes lo que, al igual que en la vida, es interesante. Creo que le gustaba revivir, escuchando mis palabras, unos tiempos que, en parte, ambos vivimos y unos sentimientos que, esos sí, compartíamos del todo.
Cuando iba a verle, me hacía sentarme. Yo sabía que esperaba una narración detallada y sabía también que me interrumpiría muchas veces y que intercalaría sus recuerdos con lo que yo contara. Porque la caza, al final, para quien la vive o la vivió de un modo personal y solitario, se lleva siempre en la cabeza y permanece allí hasta que un día nos marchamos. Y esto, tal vez sea, porque haya personas que, sin confesarlo, tengan por única divinidad el sol, el aire y la tierra.
Pero no he conocido a nadie que esperara unos relatos con tanta ilusión. En cierto modo, era como si tuviera que darle tiempo, antes de empezar, para que se vistiera, se pusiera las botas, se ciñera la canana, se colgara el macuto, montara la escopeta y se dispusiera a acompañarme en el recorrido.
Mi amigo, en la caza, fue para mí un buen maestro, paciente y comprensivo, al que yo, entonces joven e indisciplinado, más de una vez le di motivos para echarme de clase. Sin embargo, él jamás perdió la compostura y, aunque mi vehemencia de aquellos años me impelía a correr y a adelantarme, jamás me voceó ni me riñó. Aunque he de reconocer que, si algunas miradas mataran, yo debería haberme dado, en aquella época, varias veces por muerto. Estoy hablando de hace muchos años y, aunque él me sacaba sólo trece, era, para mí, como lo fue hasta el final de su vida, un hombre hecho y derecho, una persona de peso y fundamento. Y aún me lo parecía más entonces, sobre todo, porque andaba yo por los dieciocho o los veinte años y, en el ejercicio de la caza, sobre saber poco, razonaba menos que las piedras.

- Bueno, a ver, empieza. Pero despacito y con detalle. Nada de correr como solías.
- Estuve donde acabé el año pasado, ya sabes. Llegué antes de las nueve. Y, la verdad, hacía un tiempo espléndido y ni un soplo de aire. Cacé con el chaleco y en mangas de camisa y, aún así, acabé con ambas prendas para escurrirlas: empapadas de sudor.
- ¿Cogiste las oliveras o el Cerro Montaño?
- A primera hora, decidí aprovechar la fresca, que aún había, para meterme al Montaño, a ver si las echaba, porque luego, con el calor, sería más duro trabajarme la mole impresionante del cerro y subir por las peores vargas.
- Bien hecho. Oye, qué conocimiento. Cómo se nota que tienes estudios. (La ironía, a mi amigo, jamás llegó a faltarle y hasta diría que toda su vida la regaló pródigamente.)
- Fui cogiendo el cerraco subiéndolo en zigzag y cuarteándolo según ascendía lentamente. En mis largas idas y venidas me sentía una hormiga perdida en aquella pendiente que nunca parecía acabarse. Pero lo hacía sin dejarme un reguerón, ni una vaguada, ni una torrentera, ni un hundido, ni desnivel alguno sin mirar. Me asomaba prevenido a cada irregularidad del terreno y recechaba todos los recodos sin ruido.
- Lo creo, siempre fuiste bastante zascandil, y me alegro de que los años te hayan vuelto, aunque sea a la fuerza, más lento y sosegado de lo que eras. Correr en las laderas del Cerro Montaño no tiene sentido, a menos que te quieras despeñar, y no creo que sea tu caso.
- En una de esas, me paré a recobrar el resuello y, cuando más relajado estaba, descartado ya que saliera alguna perdiz de aquel aliagar, botó un conejo huyendo entre la broza cuesta arriba. Oye, fue visto y no visto, aún así se llevó los dos tiros, casi tapado por la fusca y también por la ondulación que enseguida salvó poniéndose a cubierto. Desconfié de haberlo tocado pero, por si acaso, subí a la traspuesta y, efectivamente, ni señal. Ni pelo, ni nada. Sólo encontré, entre las atochas, el bardo con unas cuantas huras bien sobadas. Así que subí para nada.
- Pero hiciste bien en ir porque, a veces, se quedan y, aunque sea sin muchas ganas, hay siempre que mirar. Aunque los tiros pocas veces engañan, y somos más nosotros mismos los que nos empeñamos en engañarnos. Pero, bueno, subiste y te desengañaste. Por lo menos te quedaste tranquilo.
- Llevas razón, pero me dije: “Bien empiezas la mañana, te sale un conejo sin esperarlo y lo marras. Sin perro, no sé si te vas a ver en otra.” Y, un poco mosqueado y con los humos bajados por mi primer fallo, seguí mi búsqueda de las perdices con la misma constancia que antes. Pero, al cabo de una hora, terminé la solana del Cerro Montaño y, para mi sorpresa, no había echado ni una. No vi una, ni de cerca ni de lejos, ni apeonando ni volando. Corzos, maldita sea, corzos para apestar, no vi otra cosa. No me podía creer que no hubiera visto una sola perdiz en aquella mole. Así que decidí bajarme al barranco del Dictamo, cogerlo por la derecha del arroyo, ir salvando y mirando todos los entrantes que tiene y, luego, seguir la linde hasta llegar al Alto de la Detenida. Te juro que lo hice con la misma meticulosidad y empeño que había puesto antes. Pues nada, una hora después estaba en el Alto de la Detenida y nada, ni una, pero es que ni una. Ya estaba mosqueado. No estaba acostumbrado en aquel terreno a no llevar una sola perdiz por delante. Estaba ya sudado hasta los ojos pero, ya sabes, no sirve descomponerse. La caza en solitario es una escuela de paciencia.
- Y a ti te viene bien, aunque nada más sea para compensarme a mí de las veces que me la consumiste. La paciencia digo –apuntó mi amigo con su ironía impenitente.
- Paciencia y barajar que, como decía mi suegro: “El que no cazurrea no coscurrea”. Con  un cansancio redoblado por el aburrimiento, me bebí un bote de agua isotónica para mantener las sales y no venirme abajo y decidí regresar al punto de partida por la umbría del Cerro Montaño. Con la vuelta que había pegado sabía que llegar  me llevaría, como poco, otra hora. Pero, amigo, ni una voló y cuidado que pasé por sitios donde las había volado otras veces. Deje atrás la solanilla del colmenar, las hiniestas bajo el Cerro Tagarote, las jaras de sobre el camino de la Vega y nada de nada, ni una.
- ¿Qué raro, no? ¿No te acostarías tarde y sin pizca de sed la noche de antes?
Hay que joderse, Vicente. Qué zumbón que eres. Pensé para mí.
- Pues rarísimo y que te conste que me acosté en condiciones y a mi hora. Pero el panorama era tan desolador que llegué a pensar que, como la caza se abrió el día ocho, le habían dado tal repaso a la zona, los que fueran, que habían sacado las perdices del término. Porque aquello era el cogollo, el Cerro Montaño es la madre del término.
- Y qué hiciste. ¿Cambiar de zona o buscar setas? – me tocó mi amigo de nuevo las narices.
- Esa era mi idea, cambiar de zona, pero justo al llegar casi donde había empezado, y ya dispuesto a bajarme al coche, ¡me cago en diez!, las siento volar abajo a mi derecha. Eran siete perdices que tiraron a la solana del cerro, por donde había pasado por la mañana. O me habían esquivado apeonando o, tras pasar yo, se habían subido desde abajo, desde el arroyo. Pero claro, aunque se me pusieron buenas tripas, me dije: “Oye, que has venido a cazar, así que, aunque lleves tres horas, tira tras de ellas, que no tienes otra cosa que hacer, ni mejor proporción.” Reconozco que, por los nervios, en lugar de bajar, como debiera haber hecho, tiré por medio. A veces el cansancio te aconseja mal y te ataranta.
- Tú, hace años, no necesitabas el cansancio para correr por ahí como un loco, que más que atarantado, como dices, parecía que estabas algo mal de la cabeza. Y no lo digo por alabarte.
Joder, Vicente, pensé yo, no te muerdes la lengua ni por equivocación. 
- Total que al llegar a su altura cinco me salieron por abajo, fuera de tiro, y empecé a subir a ver si alcanzaba a las dos que suponía que tenía por encima. Según subía, pendiente de que saltara alguna, una sombra cruzó uno de los senderos que dejaba a mi izquierda por debajo. Solté el tiro instintivamente y tuve la certeza de que había acertado. Sin embargo, no me detuve, porque sabía que las perdices tenían que estar a punto de saltar. Y saltaron, claro que saltaron, pero cien metros por encima de mí. Bajé decepcionado pero con la certeza de encontrar en el sendero el resultado de mi tiro. Llegué al sitio, te digo la verdad, buscando la liebre. Pero, maldita sea, allí no encontraba nada. Como las distancias engañan, miré un poco más abajo, un poco más arriba. Pues no puede ser, me decía, estoy seguro que la he pegado. Pero una liebre no podía escabullirse así como así. Subí de nuevo y, cuando ya desanimado, estaba a punto de irme, lo vi. Era un conejo. Mi cegazón por las perdices me hizo ver lo que no era. Bueno, al menos, lo había cobrado.
- Bien –y mi amigo en esas ocasiones hasta me daba la mano, de lo mucho que se había centrado en el asunto y como si, entre los dos, hubiéramos encontrado finalmente el conejo.
- Me dije, ya no me vuelvo de bolo. Y me contenté. Y estaba pensando en irme a la olivera, cuando sonaron cinco o seis tiros. Eran tres tíos en mano que, al parecer, habían estado cazando las oliveras por el barranco Matalón y al llegar a las labores que quedan a medio kilómetro del Cerro Montaño dieron la vuelta sobre sus pasos. Antes lo meditaron unos minutos, pues el terreno de hazas, a partir de donde estaban, era sumamente limpio y porque, seguramente, las perdices se les habían vuelto y, probablemente, porque también ellos me habían visto a mí. Así que se me chafó el irme a las oliveras porque ya estaban ellos.
- Eso de las hazas, supongo que serán los terrenos de labor dicho en plan fino. Y qué hiciste entonces. Seguro que de setas. Si lo veía venir.
Coño, Vicente, como te gusta dar con la varita, pensé de nuevo. Pero es que el que nace barrigudo, ni que lo fajen de pequeño. Y continué.
- Que no, Vicente. Pues, qué iba a hacer, armarme de paciencia y, suponiendo que las perdices, que volé, habían cruzado desde el Cerro Montaño, y por encima del barranco del Dictamo, al otro lado, pues cruzar yo también y seguir por esas empinadas laderas hasta que se me acabaran las fuerzas que, por cierto, ya iban bien mediadas o casi terciadas. Crucé los aguazales de abajo, las espadañas del arroyo y sorteé las alreras del comienzo de la ladera opuesta. Ya eran las doce y media cuando me coloque a buena altura en la ladera. Estaba casi arriba y, junto a unas retamas, vi una lengua de terrones que daba acceso a una labor en lo alto. Subí hasta la punta de la terronera y justo donde los terrones se juntaban con las retamas, me arrancó una como un obús, zumbando a todo gas. Vi como el primer tiro levantaba un círculo cerrado en la terronera pero la marré, corrí la mano según me la tapaban las retamas y tuve casi la seguridad de haberla pegado al doblar con el segundo. Corrí desesperado y cuando llegué a divisar la terronera con vista suficiente, allí no se movía nada. Me sentí decepcionado, pero seguí escrutando hasta que vi el pelotazo de plumas entre los terrones. Había caído y no podía estar muy lejos. Yo buscaba movimiento pero no lo había. Cuando me serené comencé a mirar más cerca y la localicé muerta, entre los terrones, a cinco metros de donde había dado las plumas. Mi aguda ansiedad por mirar lejos me volvió torpe y ciego para descubrir lo que tenía casi a mis pies. Qué ilusión me hizo. Un conejo y una perdiz, ya podía darme por contento.
- Menos mal. Lo que jode perder una perdiz después de haberte dado la paliza. Y, qué hiciste, ¿te volviste ya?
- Qué va, estaba en lo alto de la ladera y ahora podía ir bordeando, aunque fuera barzoneando despacio. Y, además, la pieza cobrada me había devuelto la ilusión para seguir. Tras echarme otro trago y comerme una barrita de esas energéticas, decidí continuar por la ladera sin correr, porque no estaba mi cuerpo ya para trotes. Fui avanzando y, al seguir la ladera, iba tropezando con algunos pocos barrancos poco profundos pero que se bajaban bien y se subían mal. Crucé dos de ellos y me senté a descansar en una piedra. No había volado ninguna otra. Pero, ya que estaba allí, no me resignaba a volverme y, tras salvar el último barranco trasversal, vi que, arriba, en mitad de los pedazos de cultivo, había un alcor muy poblado de aliagas, un bonito cerrete con unos cuantos olivos viejos y descuidados y una carrasca en su teso. Un lugar excelente para que se hubiera amagado alguna perdiz. Subí despacio, lo reconozco, pero subí. Al ir solo y sin perro mi sigilo era total y al llegar a la falda del alcor, decidí tomarlo por arriba y, luego de darle la vuelta, bajar por el otro lado. En esto, sentí el frenético aleteo en la punta del teso, la carrasca me tapaba y rápido la salvé. Oí el vuelo de varias pero sólo acerté a ver trasponer a una. Solté el tiro a tenazón en un movimiento que duró menos que una mirada. Inmediatamente subí a la carrera los veinte metros al descumbre del teso, con esas piernas rápidas que presta la emoción. Y sí, la había cogido de milagro. Allí estaba la perdiz intentado desesperadamente levantarse de nuevo o meterse en el macizo de aliagas donde sin duda la hubiera perdido. No la dejé, pero hube de hacerlo, a falta de perro, con otro tiro. Cuando la cobré no me lo creía. Un día que había comenzado tan mal y, ahora, un conejo y dos perdices. Me sentía pletórico.
- ¡Coño, enhorabuena! – y mi amigo me daba de nuevo la mano, como si hubiera compartido mi misma tensión - Qué gusto da cuando consigues cobrarla estando a punto de perderla. Cuanto jode dejar una perdiz, que sabes muerta, en el campo. Pero, echarías un vistazo por allí, ya que salió el bando, ¿no? –parecía que Vicente se había metido en la caza y finalmente se dejaba de coñas.
- Pues sí, porque el alcor, que engañaba desde abajo, continuaba unos doscientos metros ascendiendo y, al final, a otros cien metros de acabada la maleza y el cerro, ya se veían las tablillas de lo del Pontón, así que decidí mirar despacio el engañoso alcor, poblado de olivos sin cuidar y tapizado de aliagas. Según estaba planteándomelo, de la falda inferior saltó una que, aunque un poco larga, se fue a criar pese a mis dos tiros. Seguí el cerro por arriba hasta el final, luego volví por mis pasos donde tiré a la primera y lo tomé por la mitad, atravesando por donde pude y, al final, me bajé abajo del todo. Fue justo al terminar el cerro, cuando estaba a punto de darme la vuelta, cuando cuatro perdices saltaron, a desigual distancia, hacia las tablillas de lo del Pontón. Enfilé a la que estaba más a tiro y cayó con el segundo a buena distancia. Mi carrera fue innecesaria porque quedó donde cayó. ¡Joder con el 20! ¡A qué distancia pone los tiros! No cabía en la camisa cuando la cobré. Qué cosas tiene la caza, después de casi cinco horas, te haces con dos perdices en diez minutos.
- Lo del 20 no me extraña lo más mínimo –dijo mi amigo- y sostengo y sigo sosteniendo que sin ser de más alcance que un 12, plomea más denso a igual distancia y eso, en las perdices largas, es matarlas o ver como se van. Yo empecé con un 20 y las perdices largas que maté con él, no las hubiera bajado con un 12. Y me alegro de que te hicieras con una escopeta del 20 y que me des la razón. Porque, no es por alabarme, pero la tengo casi siempre y, hasta cuando me la quitan, también, pero me dejan sin ella. Y espera que abra un vino que esto es para celebrarlo.
Mi amigo se levantó y se fue a la cocina. Al minuto vino con una botella de tinto espeso descorchada. Sirvió dos vasos y dijo:
- Bebe, pero con una condición, no te calientes y te líes a zamparme bolas. Sigue como hasta ahora que vas bien. ¿Qué hiciste tras cobrar la larga?
- Pues, como tenía que volver, bajé por las tablillas del Pontón, atravesando los rispiones y siguiendo la mojonera, hasta llegar al barranco que al principio traía. Allí me di la vuelta para recorrer la ladera a la inversa y regresar. Estaba seguro de que algunas de las perdices habían tenido que volar a esa ladera, más baja que el alcor de donde se arrancaron. Al cabo de doscientos metros saltó una, pero titubeé por la distancia y cuando quise tirar estaba, ladera abajo, en los demonios.
- Con el 20 no titubees, afina y  tira, hazme caso. Que, si es por los cartuchos, te los pago yo aunque sea
- Bueno, tenía la caza hecha y, bajo mi criterio, no podía pedirle más al día. No obstante, en lugar de seguir por arriba, me bajé unos veinte metros y me metí por entre la abundante broza, sobre todo de aliagas, de la ladera. Caminaba despacio, atollándome entre toda aquella maleza, en parte por el cansancio, en parte, por la espesura y, también, porque andaba ya bastante sofocado, con un sudor constante que no paraba de enjugarme con la manga de la camisa. En un recodo saltó hacia atrás y hacia arriba, arrancándose con estrépito y rapidez. Le tomé los puntos viendo más perdiz que campo pero, por suerte, me reporté, apunté bien y no se escapó. Cayó al primer tiro en un macizo tal de aliagas que, pensé, si no ha caído seca, ésta sí que no la cobro. Sin quitar los ojos del punto donde cayó, llegué a él y apartando las aliagas con los cañones la ví en el fondo de una grieta que tapaba la broza. Tuve que dejar la escopeta en el suelo y meterme bajo las aliagas y a gatas, con cuidado, cogerla delicadamente del fondo. Pero la perdiz no se movió porque estaba desmadejada. Era un macho viejo, la más grande de las que cacé. Seguí mi camino por la ladera y no vi más, ni hice por ver, porque mi cansancio hacía que acortara hasta el coche, atrochando ya por lo más recto. Cuando llegué eran las tres. Habían sido seis horas. No podía ni sacudirme las orejas.
- Hala, acábate el vino que te lo has ganao y vete a casa, que la Paca dirá que el Vicente te entretiene las horas muertas y luego te devuelve medio pedo. Pero, si vas de caza la semana que viene, no faltes a tu cita conmigo, que no te lo perdono.

Desde que murió, cada vez que salgo al campo, la presencia de mi amigo Vicente va conmigo. Por amigo le tuve y él me tuvo y, en ese sentimiento, ninguno de los dos nos engañamos. Que descanses en paz pues, tu recuerdo, seguirá caminando conmigo mientras me dure la memoria y aún me queden fuerzas. Que sea para ti, aunque no estés, este primer relato que hago, ya sin oyente, buen amigo.

18 octubre 2014

XXXVII.- El Renuncia: El Muedo

Durmieron bien en la alcoba en la que Fortunato les alojó. Las angustias pasadas, la incertidumbre, la caminata desde Medina de Castroceli y la solícita atención del posadero les dieron en el lecho, de por junto, el mejor acomodo. El vino denso de Aragón, la cena, y el sentirse de nuevo entre iguales, tampoco fueron impresiones ajenas a su dormir profundo y sosegado.
Hubo de ser Fortunato quien, a las diez, les despertara. Les recordó que llevaban esas mismas horas descansando, y que les avisaba por si tenían prisa que, a él, su estancia no le molestaba, sino al contrario. Tanto así, añadió, que, si querían pasar un día o más acomodados en la fonda, lo hicieran sin ninguna cortapisa, que para eso existía su negocio. Y dijo también que nadie, más que el que camina, sabía lo que dejaba atrás, y que los que, como él, eran gente dedicada al servicio, con atender, ser útiles y discretos bastante tenían.
Persuadidos por las palabras de su patrón y, sobre todo, por la hora, MP y Serafín se desperezaron. Se asearon en el servicio común de la posada, y, enseguida, bajaron al bar con la intención de tomar algo antes de salir a campo abierto.
Fortunato y María Luisa les tenían preparados dos tazones humeantes de café con leche, galletas secas y jugosos tortos de chicharrones, que soltaban un olor dulzón a anís en grano. Sobre el mostrador, envueltos en papel de estraza, había dos panotas con el vientre relleno, la una de tortilla de patatas con pimientos y, la otra, de chorizos y lomos. Ambos paquetes tuvieron acomodo en el amplio estómago de sus mochilas, a la espera de servirles de sustento para el propio, cuando apretara el hambre.
Pagó MP y, por hacerle gasto al tabernero y también por aumentar sus reservas, compró también algunas latas de conservas y algo más de pan y pidió a Fortunato que dejara retesado el gran botillo con aquel vino espeso y casi gelatinoso, más sólido que líquido.
Colmados de calor humano se despidieron del matrimonio. No quisieron los posaderos aceptar propina alguna sobre lo cobrado y, sin embargo, salieron a despedirles a la puerta, con la emoción del que calcula que serían aquellos caminantes, seguramente, los últimos que, como tales, llegaran allí y merecieran tal despedida, porque los viajeros de ahora ni iban a pie, ni paraban en fondas como aquélla, ni, mucho menos, disponían de algo de tiempo para charlar de cosas de fundamento ni de asuntos triviales.
A los caminantes también les afectó aquella despedida, tan amigable entre desconocidos. Pero no quisieron cebarse con los sentimientos porque, de lo contrario, hubieran optado por quedarse. Y pensaron que todo lo inesperado, bueno o malo, debían de aceptarlo de igual grado, pero habían de seguir, so pena de volverse de nuevo sedentarios.
Seguramente no volverían a ver a Fortunato ni a María Luisa y, sin embargo, sabían que su recuerdo les acompañaría, como lo hacen siempre aquéllos de las buenas, sencillas y sabias voluntades.
La carretera a Tarudo dejaba atrás, primeramente, la chopera, de cuyo manantial se surtía el pueblo y, luego, se internaba, con pocas y suaves curvas y discretos badenes, por una nava desecada sembrada de cereal. A lo lejos los futuros panes, aún briznas verdes, se fundían con los pastos y, por encima de ellos, surgían matorrales, arbustos espinosos, maleza y, en lo más alto,  pinos que, con ligeros  cambios en los tonos del verde, teñían de vida callada la serrezuela. Por último, la gran mole pelada en las alturas, con un velo de bruma volátil en las faldas y cubierta por la nieve en la cima. Aquello debía ser El Muedo.
A medida que la carretera abandonaba la nava y los pastizales, ascendía y se hacía sinuosa. Los cantos, guturales y roncos, de las perdices de la vega fueron sustituidos, al ascender, por los atroces ladridos de los corzos que, asustados, huían laderas arriba.
MP, que respiraba bienestar y sosiego, le hizo reparar a Serafín en lo poco que necesita una persona para ser feliz. Siendo para esto, la primera condición, el tener conformidad con la suerte del presente. Del mismo modo, quiso hacerle ver cómo la atención sencilla de los posaderos, en apenas unas horas, les había devuelto la estatura de personas, y de cómo aquel ancho campo, desierto y solitario, les aseguraba que había vida y belleza a cada paso. Y siguió diciendo cómo buscamos y anhelamos auguradas y dudosas felicidades futuras mientras nos deslizamos, inconscientes, sin disfrutar antes de las de cada momento, que siempre las tenemos más a mano. Y aseguró que el hombre pone más empeño en buscar lo por venir que en disfrutar de lo que encuentra, sin reparar en que lo que encuentra hoy era lo que buscaba ayer. Y aún llegó a decir cosas más interesantes, hasta que se percató de que Serafín estaba ausente. Entonces se calló.
A Serafín se le sedimentaban las palabras del viejo sobre sus propios pensamientos e, incapaz de dilucidar un pasado que le atormentaba pese a no recordarlo, sufría por no poder disfrutar de esos momentos que don Macario se empeñaba en hacerle patentes, como regalados por el cielo, con aquel inusual y jovial optimismo que el campo le inspiraba al viejo.
Bastante tenía el Renuncia con seguir físicamente a MP, locomotora que tiraba de sus pasos, aún sin que éste le creara la obligación de pensamiento alguno. Su renuncia al mundo y a todos los estímulos de éste, en aquellos momentos, no podía decirse que fuese voluntaria. Era Serafín un papelillo volandero que seguía el rebufo del torbellino que a su paso el viejo provocaba.
- Sé que caminas flojo, como sin voluntad. Pero, al menos, caminas y me sigues. Confórmate con eso, Serafín, como yo me conformo con el lastre en el que para mí se ha convertido tu compañía inerme, desnervada, insulsa y muda. Tiempo tendrás de volver a ti mismo, al tiempo que vamos a donde ignoramos. Para eso, si es que para algo serio sirve, ha de usarse la vida.
Y oyéndole, que no escuchándole, Serafín le seguía por aquella cuesta, como quien camina a golpe de tambor.
El Muedo, con la altura, se hizo cada vez más pétreo y cavernoso y, a la vez, agreste. Sólo bandadas de grajos y algún que otro cuervo solitario saludaban su paso o, más bien, protestaban de él, incomodados, exasperados y nerviosos. Un panadero les pitó al rebasarles con su furgoneta y, media hora después, un vendedor ambulante les recriminó con un bocinazo al sorprenderles, en medio del asfalto, al salir de una curva.
Al Santuario de El Muedo del beato Montago 1,9 km., rezaba una señal oxidada en los bordes y con las letras descascarilladas. Habían llegado a la desviación.

14 octubre 2014

XXXVI.- El Renuncia: Caminantes, peregrinos y otras hierbas

Apenas sirvió la cena, Fortunato les dejó. El de la fonda sabía que una de las mercedes, que más agradecía un caminante, era que se le dejara en paz mientras comía. Después, y no antes ni durante, habría tiempo para la cháchara.
Cuando terminaron con la cuña de flan que les sirvió de postre, hizo el fondista el primer comentario.
-Igual van ustedes al Muedo, por asunto religioso.
-Pues no. Ni noticia tenemos de tal sitio. Nosotros, sabe usted, vamos de viaje así, sin más –dijo MP en tono comedido, agradecido como estaba por todo, y disimulando, no muy bien, la molesta desazón que la curiosidad ajena y reiterada solía provocarle.
Mas, el patrón de la fonda, pareció ignorar su tono concluyente y, decidido a pegar la hebra, prosiguió:
-Antaño venía mucho personal al Muedo, pero ya no viene casi nadie. Dicen que ahora la gente va más al Rocío, por la cosa del ambiente, el postín y la jarana, y, sobre todo, al Camino de Santiago, que tiene fama de ser un camino cuidado y atendido, donde dan, según cuentan, hasta alojamiento gratuito. Así que perdonen pero, al verles con los macutos y trazas de peregrinos, me he dicho: éstos al Muedo van.
-Ya, pero nosotros no somos de ésos, no somos peregrinos. Ya le digo que viajamos porque sí, sin ningún estímulo espiritual ni material que nos guíe, como no sea, claro está, el de mirar este otro mundo que aún existe fuera de las ciudades y del que disfrutan algunos pocos afortunados como usted –contestó muy finamente don Macario.
Inclinado al palique, como suelen los de su profesión, contestó el tabernero:
-De afortunado puede que sólo me quede el nombre. Pues los años nos van mermando en todo a hombres y mujeres y llega un momento en el que solamente encontramos algo de dicha en los recuerdos y así, la mayoría, nos convertimos en evocadores del pasado. En cuanto a ese mundo ideal que usted percibe, yo nunca lo he visto. Pero, si es eso lo que desean conocer, corren el riesgo de encontrar sólo el escenario, porque, quedar, quedamos pocos y, más que disfrutar de esta vida, la padecemos y la sobrellevamos peor que mejor. Porque aunque esto sea bonito, las personas ansiamos compañía y, sin ésta, lo bonito se hace monótono, deja de percibirse por cotidiano y termina por no apreciarse. Lo nuevo para ustedes, es lo acostumbrado para los pocos que quedamos por aquí, y, a eso, poco valor se le da. Mi mujer y yo aguantamos porque estamos a punto de jubilarnos y, a nuestros años, adónde íbamos a ir. Por eso me ha hecho ilusión su aparición, porque me han parecido dos peregrinos de los que antes pasaban. Como si fueran ustedes reliquia de otros tiempos.
-Y caminando venimos, pero sólo eso somos: caminantes. Porque aunque todo peregrino sea caminante, no todo caminante es peregrino, ni romero, ni devoto,  ni cosa parecida, como ya le he dicho. Y, aunque hay peregrinos que se sienten denigrados si alguien les llama caminantes, también hay caminantes a los que les molesta que les confundan con peregrinos –contestó MP, esforzándose por  puntualizar y templar su paciencia.
-Pues sepa usted que, a lo largo de mi vida, y bajo la denominación de caminantes, que a todos abarca, he visto venir al Muedo peregrinos veteranos de otros muchos trayectos, e incluso romeros, que propiamente eran los que regresaban de Roma, y hasta algunos palmeros, como se les llama, aunque casi nadie use ya ese término, a los peregrinos que volvían de Tierra Santa -continuó impertérrito el locuaz ventero.
-A lo de romeros le veo la relación, pero eso de palmeros a qué viene –dijo MP picado repentinamente por la curiosidad.
-A que, antiguamente, los peregrinos que regresaban de Tierra Santa traían en recuerdo una palma, lo mismo que los de Santiago traían, por el mismo motivo, una concha. Y de ahí, lo de palmeros.
-Y, ¿cómo era posible que tan grandes caminantes vinieran a este lugar tan desconocido y apartado tras haber recorrido tan famosos y antiguos caminos?
-Pues lo era. Y le diré el porqué. Mire, hay muchas personas que miran con extrañeza y curiosidad a los peregrinos y, aunque alguna vez piensen en imitarles, les produce recelo la idea y el miedo les impide echarse a las andanzas. Sin embargo, a quienes se desprenden del recelo y se arriesgan a vivir la experiencia, suele maravillarles. Porque muchos, creyendo saber adónde van y lo que buscan, topan en los caminos con lo que no buscaban ni esperaban y descubren, para su sorpresa, que los itinerarios en sí son fuente de gozosos avatares, que sólo en tales recorridos se vislumbran. Y llega un momento en el que temen que el camino acabe, con más desasosiego del que sintieron antes de iniciarlo. Y, según mi criterio, se vuelven dependientes de los peregrinajes y tras uno, inician otro y luego otro, y terminan por huir continuamente del tedio de sus vidas y del monótono pasar del tiempo en sus hogares.
MP y Serafín se miraron como dos compinches descubiertos y, ni al uno ni al otro, se les ocurrió cosa que añadir.
El vino que les sirvió, de una jarra que luego dejó sobre la mesa, era espeso, negro y brillante y, lo poco que se derramó, escurriendo hasta el culo de los vasos, dejó en el hule unos cercos morados y densos. Tenía un sabor untuoso, y un paladar áspero y agraz pero, al momento, ponía calor en el estómago. Tras escuchar al tabernero, terminaron el vino que quedaba y quedaron en suspenso.
-Y, ¿dónde cae el Muedo? –rompió al rato Serafín, estimulado por el caldo e intrigado por las juiciosas palabras del viejo cantinero.
-No está lejos. Tienen que seguir dirección a Tarudo y, luego, desviarse a la izquierda cuando lleguen a la cresta de la sierra. Aunque el santuario esté cerrado, el paraje les gustará y sólo tienen que desviarse dos kilómetros. Hay un pequeño habitáculo con cocina, que antes solían dejar abierto para los caminantes. Qué sé yo si lo estará ahora –y añadió el tabernero- Esta noche, si quieren, pueden dormir aquí. Tengo una habitación con dos camas muy arreglada de precio.
Aceptaron inmediatamente el ofrecimiento del providencial posadero.
Como se prolongó la sobremesa, conocieron a María Luisa, la mujer de Fortunato. Hablaron del santuario, de las cosas de antes y de cómo las antiguas devociones se habían transformado en turismo y en lo que algunos llamaban la cosa cultural. También de que el Camino de Santiago se había convertido en una multinacional del pedestrismo, por la procedencia de los peregrinos. Y concluyeron en que, como todos los negocios grandes, había hecho polvo a los pequeños. Y también en que había eclipsado aquellos servicios que se mantenían desde antaño, atendiendo a los visitantes de cultos locales y poco conocidos porque, éstos, sin posibilidad de competir, estaban desapareciendo.
-Y es que el mundo se empeña, cada día más, en hacer todo a lo grande sin reparar, casi nunca, en los innumerables daños que esto conlleva –dijo MP.
-Y sin reparar tampoco en la desaparición de la variedad, porque, sin ella, todo se hace homogéneo y, eso, lejos de promocionar la cultura, como se proclama, acaba solapadamente con ella –puntualizó Fortunato, en el mismo tono cultivado que MP.
Ambos caminantes asintieron nuevamente a las sagaces palabras del ventero. Y, como quiera que éste les había invitado a café y a una copa de Soberano, MP, animado por el tenue vaporcillo del brandy, a punto estuvo de iniciar una de aquellas apocalípticas intervenciones, abominando de la vida anodina que a la Humanidad se le estaba viniendo encima así, sin comerlo ni beberlo y a la chita callando, pero Serafín, apenas le vio las intenciones, le hizo comprender con la mirada lo improcedente de aquella previsible alocución. No estaba bien que sembraran la semilla de la desesperanza y el resentimiento, con palabras de inconformista violencia hacia lo nuevo, en aquel tranquilo recinto donde con paz y calidez habían sido recibidos.
Se fueron a dormir conscientes de que el tabernero, no sólo conocía bien las necesidades primeras de los caminantes, sino que intuía también las razones últimas que les ponían en marcha. Y como la comprensión también es un refugio, MP y el Renuncia, encontraron un poco más del que esperaban en aquella fonda del camino viejo del Muedo.
Y es que, el que no es tonto, aprende en todas partes.

04 octubre 2014

XXXV.- El Renuncia: La Fonda Fortunato

Cuando anochecía, al llegar su camino a una carretera, vieron el indicador: Bloqueona 1 Km. Y, escarmentados como estaban de dormir en campo abierto, tomaron al unísono la carreterilla secundaria que llevaba al pueblo.
Bloqueona era una localidad muy pequeña, así que temieron no encontrar siquiera una taberna.
-No sé si en esta aldea encontraremos algo –dijo MP.
-Pues tendremos que conformarnos con lo que haya, que tenemos ya la noche encima –contestó el Renuncia.
E iban los dos resignados a resguardarse en algún pórtico, soportal o pajar, cuando vieron salir luz de una puerta. Encima de la puerta, colgado de la pared, un anuncio de cerveza rezaba en su parte baja: “Fonda Taberna Fortunato, camino viejo del Muedo”.
Empujaron la puerta y sonó una campanilla según entraron a una estancia cuadrada y espaciosa. A la izquierda había un mostrador de madera con algunos cascos de cerveza, un par de vasos con restos de vino y un cenicero de metal con algunas colillas. En un rincón del mostrador había varios frascos antiguos de caramelos y, junto a ellos, otro recipiente cilíndrico de plástico, coronado por Chupa-Chups clavados por el palito en los orificios de su tapa cónica. En la pared un mosaiquito colgado aconsejaba: “Si bebes para olvidar, paga antes de empezar”.
Dos parroquianos, casi ancianos, sentados junto a una de las mesas, al lado de una estufa de leña, dejaron su conversación en suspenso apenas entraron los forasteros y les observaron con descarada curiosidad.
Saludaron los recién llegados y respondieron los otros. Pero, como no había quien atendiera, MP y el Renuncia esperaron observando el local silenciosamente y calibrando si, en aquel humilde establecimiento, podrían solventarse sus necesidades.
Había cuatro mesas de madera con bancos a los lados frente a la rústica barra; tras ella, una anaquelería mostraba, sin mucho orden, botellas, botes y latas de conservas, cajas de galletas, pasta envasada, una cafetera pequeña y una gran lata de pimentón decorada en el centro con un clavel rojo; esparcidos, en las demás estanterías, aparecían cartones de tabaco, vasos y copas de distintos tamaños, algunos con marcas de vermú, de ginebra o de whisky que, mirados en conjunto, parecían miembros de familias diferentes con un origen olvidado y dispar. De la pared opuesta colgaban: un viejo anuncio de Nitrato de Chile, un almanaque con una joven en bikini sobre el capó de un coche,  una placa algo picada de Seguros La Catalana y una bandeja de albahaca sobre madera con una representación de la Última Cena.
Apenas ojeado el local y los clientes, MP y Serafín se miraron. Y, como si en la vulgaridad de la taberna se hubieran reconocido, siguieron a la espera sin abrir la boca.
-¡Fortunato, que ties gente, es que no has oído la campanilla! –voceó uno de los parroquianos.
-Voy enseguida, creí que erais vosotros que os ibais –contestó una voz procedente de la trastienda.
A los pocos segundos apareció un hombre de unos sesenta y tantos años, más gordo que delgado, con camisa blanca bajo una chaqueta de punto de color verde chillón. Llevaba patillas largas de hacha y una boina grande con vuelos, como si fuera vasco, que le tapaba la calva. Les miró confianzudamente y, con buen gesto, dijo:
-¡Buenas tardes! ¿Qué va a ser?
Al ver aquella diminuta cafetera, y por entrar con buen pie, sin pedir gollerías, MP preguntó amablemente si les haría café. El de las patillas les miró de arriba abajo un instante, luego consultó su reloj y, viéndoles la pinta y los macutos, dijo amistosa e inopinadamente:
-¿Y qué me dicen ustedes de unos lomos de la orza con un par de huevos fritos con patatas y pimientos? Les advierto que el panadero ha dejado hogazas del día esta mañana. Pero, claro, si es café lo que quieren, pues café.
MP y Serafín se miraron entre sí como dos beatos iluminados y luego, mirando al de las patillas con las caras trasmutadas de blanda complacencia, dijeron al unísono y casi ansiosamente:
-¡Los lomos!, ¡los lomos!
-Se echa de ver enseguida cuando el personal no pide lo que quiere –dijo tranquilamente el de la boina y añadió- Enseguida le digo a mi mujer que les prepare la cena y que les haga también una ensalada. ¿Hace?
-¡Hace!, ¡hace! –contestó rápidamente el dúo.
Sin esperar más, se metió en la trastienda y, a los dos minutos, salió con servilletas y cubiertos, un cestillo con gruesas rebanadas de pan y, bajo el brazo, un hule que extendió sobre una de las mesas.
-Vino, ¿no? –dijo sin mirarles- Tengo una pipa de tinto de Aragón que puede cortarse con cuchillo. Ya me dirán luego si es flojo.
Y los dos caminantes, atendidos por aquel cantinero clarividente, dejaron en una esquina sus mochilas y se sentaron a la mesa.
Los dos parroquianos se levantaron entonces y, dirigiéndose a la puerta, se despidieron:
-Hasta mañana, Fortunato. Y a ustedes, buenas noches, buen provecho y que les vaya bien en su camino al Muedo –dijo uno de los viejos
-Y que se cumplan sus peticiones, porque irán allí por alguna promesa, claro –añadió el otro.
-No, no vamos por ninguna promesa, nosotros no… -intentó explicarse MP
-Claro, claro. No lo querrán decir ustedes. Es natural – contestó el otro, ya con un pie en la calle.
MP y el Renuncia quedaron intrigados por el Muedo y sorprendidos de que les hubieran tomado por devotos cumpliendo una promesa.

01 octubre 2014

XXXIV.- El Renuncia.- La amistad

“Fluctuat nec mergitur” (La que flota sin hundirse)

Cuando el viejo se cansó del canturreo, miró a lo lejos y caminó absorto, deleitándose en la tarde y en el ritmo regular de sus pasos, pero, cansado del silencio del Renuncia, dijo:
- Amigo Serafín, ¿no notas que, caminando hacia el horizonte, todo problema se diluye y que vuelven lentamente las mentes al estado natural que ansían?
- No sólo eso, don Macario, con ser una bonita y certera observación. Sino que también me maravillo de que, desde que iniciamos nuestro viaje, me llame usted amigo de ese modo tan espontáneo que yo agradezco –contestó el Renuncia, dando un giro a la conversación que MP no esperaba.
- Razón llevas, Serafín. Pues, en puridad, debiera llamarte compañero, porque la palabra amigo, usada con fundamento, sólo debiera aplicarse a quien lo es. Y, para usarla del modo que yo digo, se necesita vivir años, engaños y desengaños, fortuna e infortunio, gracias y desgracias, junto o cerca de la persona a la que tal nombre se da. Pero, cuando te llamo amigo, más que porque lo seas, es porque albergo la esperanza de que llegues a serlo y, esa confianza, es el primer regalo que los amigos deben hacerse. Pero, si esta primera semilla fructifica y prospera, sólo el tiempo lo dirá.
El Renuncia calló durante unos minutos, preguntándose si el viejo le ofrecía su amistad desinteresadamente o le demandaba una tarea, porque con don Macario no siempre era sencillo tener las cosas claras. Así que, de modo acorde con su vocación, renunció a pedirle aclaraciones, y luego de un rato dijo:
- Hace años, llegué a creer que vivía rodeado de amigos. Pero, cuando hoy lo pienso, sé que me engañaba, porque ninguno de aquéllos me quedó al cambiar de costumbres, vida y condición.
- Las personas, Serafín, tenemos por naturaleza la inconstancia, el interés, la ingratitud y el olvido. Y sólo el amigo verdadero, ante todas esas circunstancias, nunca te volverá la cara. Al amigo se le conoce más en las adversidades que en las alegrías y, sobre todo, más en la pobreza que en la prosperidad. Así que no ha de tenerse necesariamente por amigo al rico, ni al poderoso, pero sí al bueno, aunque carezca de fortuna y poder. Y eso que muchos sostienen que los hombres, a la larga, salimos todos malos y que, si alguno sale bueno, es por necesidad –gruñó MP la última frase.
- Y, con esos criterios que rozan el recelo, ¿ha tenido usted muchos amigos, don Macario?
- Por lo que has dicho, creo que más que tú con tu desprendida candidez. Pero, si me preguntas por la cifra, te diré que, si digo dos, puede que me quede corto; pero, si digo tres, puede que exagere.
- Me cuesta creerle, don Macario. ¿Ni siquiera está usted seguro de si tiene dos o tiene tres amigos?
- Mira, Serafín. Una de las características de un amigo es la disponibilidad. Por ejemplo, ¿cuántos buenos amigos tuvimos en la infancia? Sin duda varios. Pero, ¿adónde les llevó la vida en pocos años? Todos se diseminaron, a algunos no has vuelto a verles y a otros no les verás jamás y, si con alguno topas casualmente, intercambiarás con él un amable saludo o, como mucho, una corta conversación evocadora. Pero, ¿sabes quién es ahora?, ¿sabe él quién eres tú? La falta de disponibilidad os ha sumido en la ignorancia mutua y, aunque un día lo fueseis, ya no sois amigos. Y piensa, Serafín, que, al igual que la infancia es un lugar pasajero en el tiempo, ocurre cosa parecida con otras muchas amistades, estrechas un día, pero luego desaparecidas por falta de continuidad y por alejamiento. Recuerda el servicio militar, los trabajos por los que hayas pasado, las épocas de estudio…
- Sí, don Macario, pero muchas veces se hacen reuniones de compañeros de colegio, de gente que sirvió en el mismo batallón, de personas de la misma promoción…
- Desengáñate, Serafín. Todo eso son románticas evocaciones a las que las personas somos muy proclives. Pero, después de varias décadas, quién será como fue, quién, de veras, reconocerá a los demás y quién, sobre todo, podrá ser reconocido tal como era.
- Pero, a lo largo de la vida, también habrá tenido personas disponibles a su lado, supongo que durante la mayor parte de ella.
- Llevas razón, Serafín. Pero muchas veces las personas que se tienen por amigos no lo son y, estando disponibles, notas que, logrado algún interés, se alejan de ti o temen que compitas con ellos y, a veces, hasta por dar alegremente tus opiniones o consejos puedes percibir su alejamiento, su decepción.
- ¿Qué extraño me parece eso último que ha dicho? ¿Por una opinión, por un consejo, puede perderse un amigo?
- Las personas, Serafín, por simple egolatría nos complacemos mucho en lo que nos es propio, pocas veces con fundamento y muchas por orgullo o vanidad. Así prosperan los aduladores, que sólo vienen a decirnos lo que saben que queremos oír. Y si haces que tus opiniones y consejos sean siempre halagüeños y coincidan con la idea de quien te escucha, no correrás ningún riesgo al darlos, excepto que des con alguien prudente que se percate de tu zalamería y comprenda que no eres de fiar. Pero esto último es poco probable, porque la modestia, la humildad y el talento son islotes perdidos en el océano de la vanidad y la soberbia.
- Entonces, ¿usted no es partidario de la sinceridad en las relaciones con los demás?
- Con respecto a opiniones y consejos, los años me han hecho entender que sólo deben darse a quien los pida y, aún así, siempre será comprometido el pronunciarse. Pero a un amigo, pese al riesgo, le seré siempre franco.
- Lo veo natural y no entiendo tantas prevenciones por su parte.
- Mira, Serafín, la realidad que los demás perciben raramente suele coincidir con la imagen propia que cada uno nos fraguamos de las cosas. Así, puede darse el caso de que, la opinión o el consejo que nos den, nos sorprenda, y creamos que quien nos lo da no nos comprende o no ha entendido nuestro problema o, lo que es peor, que quiera imponernos su criterio o torcer nuestra voluntad.
- Entonces, ¿usted no es partidario de dar consejos?
- Las personas mayores tenemos motivos, cuanto más años tengamos y mejor conservemos la cabeza, para poder aconsejar, porque la vida siempre enseña más a la larga que en el momento. Dar consejo a quien lo pide es prevenirlo, pedirle cautela, sugerirle prudencia pero, en ningún caso, el consejo obliga a quien lo escucha, ni suprime su criterio, porque la audacia y el atrevimiento, virtudes tan útiles en el momento oportuno como inadecuadas en todos los demás, también forman parte de la fortuna y de la existencia. El riesgo, es que tus palabras no sean bien recibidas, ni bien interpretadas y tu amigo se sienta decepcionado.
- Pero, perdone don Macario. Recuerdo una frase del florilegio latino, una de las preferidas del cura que nos daba clase, que decía así: “Amicus is tamquam alter idem”, o sea, nos decía el cura: “Un amigo es lo mismo que otro yo”. Y, si esto es así, ¿cómo se puede esperar decepción alguna por parte de un amigo?
- Yo no me atrevería a decir tanto, por mucho que la frase le gustara al curita. A veces, y hasta sin proponérnoslo, decepcionamos a las personas. Es inevitable. Así que esa definición tan pomposa no la creo, pues me parece excesiva y ya me conformaría yo con algo menos altisonante pero más real. Y, puestos a decir latinajos, te diré uno de los pocos que me sé: “Quidquid latine dictum sit, altum videtur” – y MP dijo esta última frase con los dientes apretados, algo molesto y casi en plan terminante.
- Y, ¿qué significa? – preguntó el Renuncia, que había captado los repentinos malos humos del viejo.
- Que cualquier cosa que se diga en latín, suena más profunda –zanjó MP.