31 mayo 2016

Defensa del cante

“Ya yo no soy quien era
ni quien debía yo de ser
soy un mueble de tristeza
arrumbao por la pared.”
(Agujetas, martinete)

Por la hora que era, fui directamente a la Plaza Mayor. Como si formara parte de ella, le encontré bajo los soportales. El viejo, como un tronco añoso y encorvado, estaba sentado en un banco de madera y, ligeramente ladeado, se dejaba acariciar, semidormido, por la luz tibia del sol de mayo. Las volutas azules del humo de un cigarro ascendían rozándole los ojos y se desvanecían en el relente.
-¿Qué, te sabe bien el pajandini?
Tenía los ojos más nublos que otras veces. Tardó un segundo, pero me identificó por la voz y lo del pajandini. Me escudriñó trabajosamente guiñando unos ojos, como dos puñalás en un tomate, que parecían distinguir bien poco.
-¡Papo, Sarvi! –dijo al fin.
-¡Cómo disfrutas, Colás!
-Sí, pero ni te se ocurra decirle a mi Roci que mas pillao fumando.
-Ni por pienso, Colás.
-¿A que no sabes dónde estuve la otra tarde?
-Ni idea. No me digas que te fuiste de caza.
-¡No jodas, Sarvi! Que no tengo ya los huesos pa esos taconeos. ¡Qué cabrón, de caza dice!
-¿Dónde estuviste entonces?
-En la cueva que fue de mi prima la Candelas. Que hubo cante. Que lo que menos me falla es el oído. Y, como con la voluntá no se pue cantar, pues con escucharlo me conformo.
-Y, ¿cómo es que no pierdes la afición, si ya no vales? ¿Por qué te gusta tanto?
-Papo, Sarvi. Porque eso es como un gato que se lleva en las tripas.
Decidí tirarle de la lengua.
-Pues hay a mucha gente que le aburre.
-¿Qué dices, Sarvi? ¿Aburrir el cante güeno, el cante verdadero? Tú no sabes de qué hablas, chaval, el cante que yo digo ta arrebata, te descompone por dentro y te machaca las entretelas con más fuerza que un martillo pilón, te estruja entero. Sí. Y, luego, te saca to el jugo por los ojos.
-Y, ¿se puede saber por qué sientes todo eso? Yo lo escucho y me quedo tan campante- mentí por oírle.
-Mira, Sarvi. No me descompongas, por favor y por lo que más quieras te lo pido. No me ofendas. ¿Es que has venido a tocarme los cojones? Porque te hablo del cante de los pobres, de los desgraciaos, de los gitanos, de los mineros, de los peones, de to la escoria del género humano… de to la morralla que despide el mundo como si fuéramos agua de fregar.
-Pero si luego ibais a cantar a las fiestas de los señoritos. ¡Menuda dignidad!
-Tú qué sabes, pisaverde, a lo que el hambre obliga. Que aunque hayas estudiao hay cosas que no comprendes, que, pa ciertas cosas, es como si hubieses estudiao pa gilipollas.
-Pues golosos eran los oficios que teníais y gloriosas las vidas que llevabais –dije para tocarle la moral.
Sin quererlo del todo, había tirado de la cuerda justa.
-Pero cómo vais a comprender vosotros, manga de pinchauvas, de dónde viene el cante verdadero. Cómo vais a saber ca arranca de lo más profundo, de lo más hondo, del jodío sufrimiento de las piedras pisás, de la injusticia más amarga, del dolor sin consuelo y de tos los males de los pobres, dende generación en generación. De gente despreciada, de carne de presidio, de hombres acosados como si fueran fieras, de llagas en las manos y en los pies y en el alma, de cornás en el corazón, del desprecio más grande, del hambre más punzante, de sudores sin ningún beneficio ni fin ni fundamento, de la más grande de las impotencias que viene de no tener nunca justicia, de los eternamente perseguidos con o sin motivo, de los acorralaos… Tú qué sabes de tos esos. Y cuando achicharrao por la amargura ya, cuando no podías más, te arrancabas a cantar, te subías al árbol de la gloria, y no por gusto, sino porque el alcohol te sacaba to el coraje. Muchas veces, sobraba la guitarra, porque no era alegría lo que hacía vibrar a tu garganta, sino el malaje más negro el que te la reventaba. Era la pena la que te se salía como una marea bilis que no podías controlar, que te llevaba por delante el alma y te dabas cuenta de que, cuando una persona se halla en ese estado, es invencible, porque clama al cielo con las tripas y una razón que se le sale de los huesos y ya no teme a nada, porque al que está ya muerto no se le puede matar otra vez… y hasta las balas de los guripas no harían nada sino atravesarlo.
-No será para tanto, Colás.
-Pero, qué dices tú. Pregunta a los gitanos, a los mercheros, a los mineros, a todos los ambulantes que por el mundo han ido, a los peones, a los segadores, pregunta a tos los desgraciaos de dónde sale la fuerza pa ese cante. Es cosa que dimana de la desesperación, de la puta miseria, de no tener clavo al que agarrarse manque sea ardiente. Que dicen que el dinero no da la felicidad, ¡me cagüen diole!, pero ya te aseguro yo que de la miseria lo que no sale es la alegría, ni la satisfacción, ni el pan bendito.
-Sí, pero también erais todos unos prendas: ladrones, navajeros, mentirosos, engañadores, pendencieros, borrachos, mujeriegos… Que no había vicio que os quedara lejos.
-Y, ¿cómo quieres que fuéramos? ¿Cómo es el perro al que diariamente corren a cantazos? ¿Dónde encuentra refugio el acosao? ¿En qué cueva se ampara uno del hambre? ¿Dónde está el juez que protege a los pobres? ¿Qué guardias defienden del abuso al desgraciao? Que los pobres, con razón o sin ella, hemos sido tildaos muchas veces de delincuentes, de sospechosos siempre. Porque había ocasiones en que, para comer, el delinquir era obligao. Ya me hubiera gustao verte a ti, en esas circunstancias, cortando sopa y cumpliendo con los diez mandamientos.
-¡Coño, Colás, que hasta sabes que hay diez mandamientos!
-Pues qué creías, que soy un hereje.
-Vale, te creo. Y, ¿qué cantaron en la cueva la Candelas?
-Muchas. Pero, en una, me se vino a la cabeza el recuerdo de mi primo el Gongorín.
-¿Al que mataron los civiles cuando salió de presidio?
-Sí señor, ése mismo.
-Pero, el angelito, había robado una joyería y no hizo caso al alto de la Benemérita.
-Sí señor. Y le dieron un tiro que quedó en el acto. Y todo por cincuenta billetes. Dime tú si hay derecho.
-Hombre…
-Pues mira, que hay por ahí muchos señores que se llevan millones y los guripas no los cosen a tiros. Vamos, que yo sepa.
-Eran cosas de antes.
-¿De antes? Tú estás gilipollas.
-Bueno, vamos a dejarlo. ¿Qué fue lo que cantaron?
-Muchas y güenas. Pero cuando uno se arrancó con “Cuando cumplí mi condena”, no sé qué me pasó. Me se puso asín como una nube en los ojos. Me se anudó la garganta y, de verdá te lo digo, Sarvi: no había pa mí consuelo.

28 mayo 2016

Los brotes verdes

(Hoy me he dado cuenta de que ya llevo diez años rellenando de historias este colchón, que es mi blog, en el que paso tantos ratos recostado, aceptando lo que venga.)

Si, como dice el tango, veinte años no es nada, qué son diez.
No quería dar vueltas a su vida. La crisis lo había hecho por él. Esos años la volvieron del revés como si fuera un calcetín. Y, se dijo, que, como casi todos los humanos, había vivido en la inocencia, presumiendo una bondad bien poco contrastada.
Y sólo halló consuelo en las palabras escritas de algunos muertos que, de la vieja biblioteca, algunas veces pasaban a sus manos, pues, las que oía de los vivos, aumentaban su tedio, su pena y su desconfianza.
Su jefe, al despedirle, le dijo que no tardaría tres meses en llamarle. Cuando se le acabó el paro, fue a verle. Los dos pasaron un mal rato: él por implorar, el jefe para no compadecerse.
Su médico, al anunciarle aquello, le dijo que tuviera confianza, que aquello hoy, afortunadamente, era operable, que aquello tenía tratamiento, que por aquello era improbable que muriera. Vamos, por poco le convencen, que aquello era casi lo mejor que podía haberle pasado.
El doctor llevaba razón, pues ya de aquello cuatro veces le habían operado, sin asegurarle nada. Y, para que no perdiera la vida por aquello, le habían destrozado la existencia hasta el punto de desear ahora la muerte. Qué hermoso hubiera sido no haber despertado de la última anestesia. Haberse liberado de aquello sin enterarse, en un anónimo triunfo de la medicina.
Su mujer, cuando todo empezó, le aseguró que estaría con él para lo bueno y para lo malo, en la salud y en la enfermedad, así lo dijo. Él se emocionó. Pero, lo reconocía, seguramente a él le hubiera ocurrido lo mismo. Hay que ponerse en el lugar de los demás para entenderles. Ella era aún joven, bonita a él se lo pareció siempre. Y cuando se marchó, dos años después, él se sintió liberado de su compañía, le agradeció que siguiera su tendencia natural, que se dejara de tanta moralina, qué pintaba una mujer como ella atada a un desahuciado en la miseria. Para sufrir aquella ruina, se bastaba uno solo, ¿por qué destrozarse los dos? El romanticismo queda muy bien en las novelas pero, en la vida, donde se llora de verdad, ya son bastantes las lágrimas de uno.
En realidad no soportaba la atención caritativa y abnegada que en ella, contra natura, percibía. No hubo ruptura, un día ella se fue como si nada, sin amor ni rencor, sólo a seguir la vida como era, en realidad, su obligación.
Sus amigos, ¿dónde había oído él eso?, que contara con ellos para lo que hiciera falta. Amistad y dinero conviven bien juntos, caminando en paralelo, pero mezclan mal. Y, cuando lo que hiciera falta hizo falta, sólo pudo contar una vez y hasta uno. El resto de la numeración se había desvanecido. El uno le dejó quinientos euros para pasar un mes. Jamás se los pidió, pero tampoco volvió más a visitarle.
Sus conocidos dijeron que era una mala racha. Y él pensó para sí que le jodían los profetas, que estaba hasta los huevos de los oráculos que pronosticaban lo evidente. Pero siempre asintió con una media sonrisa, porque a la gente le caen bien los resignados.
Sus hijos no le dijeron nada porque andaban los tres a lo suyo y bastante tenían con intentar meter la cabeza en algún lado.
Fue una suerte, Dios aprieta pero no ahoga, que de la última operación quedara en silla de ruedas: le dieron la jubilación por invalidez. Y fue otra suerte, Dios escribe derecho con renglones torcidos, que le embargaran el piso: los servicios sociales le ingresaron en un asilo.
Y, cuando Sor María Paz, hermanita de los ancianos desamparados, le pidió aquel día que bendijera la mesa común, él dijo:
¡Oh, Señor, Señor, te agradecemos la esperanza de estos brotes verdes que con cada primavera nos envías y te pedimos que nos ilumines y nos hagas permanecer, como hasta el día de la fecha, en el recto camino. Sin manillar!

24 mayo 2016

Pinchiquito o la defensa de las mujeres ultrajadas

El promotor de todo fue el Pinchiquito. Hay que reconocer que era un liante. Al Pirracas y al Mocazos les daba un poco de grima y un algo más de prevención, pero aquel embaucador les convenció. No se atrevieron a manifestar su miedo.
Cuando se es joven,  poco baqueteado por la vida, todo parece diáfano. Es así, todo se ve claro. Y hasta se piensa que no está mal, si no tomarse la justicia por la propia mano, sí poner en ridículo a ciertos personajes odiosos.
Los tres conservaban sus motes de la infancia, pero ya no eran niños y quizá la ilusión por seguir siéndolo hizo que urdieran todo aquello.
Y, seguramente, si aquella noche no le hubiera dado al Sangresucia por meter las cabras en la pradera de la casa, todo habría quedado en una broma. Un poco salvaje, sí. Pero una broma incruenta de la que hubieran podido reírse con los años.
Habían comprado unas cuantas ristras de petardos, unas bengalas que ardían durante un par de minutos y cuatro bombas de retardo. Las bombas de retardo eran simples petardos grandes que estallaban al apagarse las bengalas. Así que, cuando parecía que la traca había terminado, éstas estallaban produciendo un ruido imprevisto y ensordecedor que pillaba por sorpresa. Un verdadero sobresalto. Un vuelco inesperado al corazón.
El Pirracas y el Mocazos pensaron que sería mejor no poner aquello de las bombas, era demasiado apabullante y nadie merecía un susto tal. Pero el Pinchiquito, más decidido y menos tiquismiquis, insistió y dijo que, si querían darle un escarmiento, tenían que asustarle de verdad, hacer que se fuera de vareta, vamos, por las patas abajo.
-¡A ver si sale trasquilado alguna vez!
A regañadientes los otros aceptaron el exceso. Hicieron unas pruebas en un descampado y, cuando les pareció que tenían todo calculado, prepararon el material necesario.

Habían descubierto que la última amiga que tenía también era casada, como él. No se explicaban qué tenía con las casadas aquel hombre. Parecía sentir una especial predilección por ellas, como si el riesgo de burlar al marido le diese más aliciente o morbo a sus desmanes o fuera para él otro motivo más de excitación. Aunque, bien mirado, algo tenían que tener también aquellas mujeres con marido para echarse en los brazos de aquel perseverante mujeriego. Pues no se entendía como, teniendo buena vida, se echaran a la mala sin pestañear.
Pero dejemos en paz a las mujeres que, las más de las veces, bastante tiene con aguantar a sus cónyuges. Y, aunque algunas suelen decir que todos los hombres son iguales, bien saben ellas que hay unos peores que otros con mucha diferencia. Y, aunque todas sean honestas como madres, pues siempre se ha dicho que “Una madre es para cien hijos y cien hijos no son para una madre”, es difícil de explicar la razón por la que algunas antes, como mujeres, gocen tan alegre y voluntariamente con estos tarambanas.
Primero fue la mujer de un molinero consentidor e interesado, luego la de un borrachín ausente siempre, después la de un viajante casi nunca presente, la de un enfermero… Bueno, ya no llevaban la cuenta de aquellos números tan naturales, entre los que evidentemente también había alguno primo. Y eso solamente desde que ellos tenían uso de razón, que es uno de los usos que, a poquito que se piense, más disgustos termina por dar al pensador.
Su preferencia por las casadas, no excluía a las de otra condición. Pues lo cierto es que tampoco en su casa, aquel individuo, dejaba parar a las criadas que, confinadas en ella, internas como se decía entonces, sólo tenían dos posibilidades: o se despedían o terminaban por sucumbir al tenaz acoso del rijoso. Porque ninguna, desde luego, se atrevía a irle con el cuento a la señora y añadirle más dolor del que ya soportaba por las veleidades de aquel doméstico rufián. En eso todas, y algunas también en otras cosas, fueron solidarias.
Pero él, con mucha dignidad y como si fuese ajeno al trasiego constante de doncellas, cocineras y mujeres de la limpieza, solía decir con mucho aplomo y con la grandilocuencia que gastaba:
- ¿Cómo que se despide otra muchacha? ¡Santo Dios! No sé qué tiene esta bendita casa, que siempre ha sido seria, para que no pare quieta una criada. Cualquiera diría que se les da más carga aquí de la que soportan en otros lugares.
Su mujer, harta de sus artimañas, callaba. Había volcado su amor en los hijos y, cansada ya de discutir con él, lo dejó por imposible. Pero, eso sí, ante la menor discusión matrimonial, el apoyo de los hijos era unánime, inmediato y rotundo hacia la callada madre. Eso al padre le desquiciaba, pues aquel hombre no entendía que pudiendo amar al fuerte se adorara al débil, pues por fortaleza y no debilidad tenía sus andanzas. Se ve que los hijos enseguida intuyeron, con la edad, que su padre era listo y artero y por eso le temían; pero tan voluble y tan poco de fiar, que jamás lo respetaron. Y, aunque la sombra de su autoridad planeó siempre sobre la familia, el cariño en aquella casa fue monopolio de la madre. Mujer a la que no se conocía otra tacha que la continencia que mostraba ante la falta de ella que el marido de continuo demostraba.
Y nadie plantaba cara al truhán. Aquel hombre era persona de respeto y principios y de vida aparentemente sosegada. Un hombre de carácter, que parecía querer perpetuar por doquier y a toda costa, si no la semilla de su ejemplo, sí, al menos, la de su casta. Y, aunque casi todos se olían tanto los huevos como la tostada, ninguno tenía aquéllos tan bien puestos como para echárselo en cara.

Los tres compinches indagaron sobre su última amante. El marido era bombero y el matrimonio vivía en una finca aislada con su huerta, corral y gallinero. Una casita solitaria donde, en las noches en que el incauto bombero se daba al servicio, su esposa, con más cautela que él, se daba al vicio. Que ya era pena que a un experto en extinguir incendios le ardiera de aquella manera la mujer en casa. Pero no pongamos en tela de juicio a las mujeres, siempre víctimas en un sentido o en otro, de la perversa conducta de algunos hombres. Que aunque algunas tengan también lo suyo, no dejan de ser el permanente objeto de deseo. ¿Qué culpa tienen ellas?
Por eso la sociedad, siempre misericorde, de ordinario acostumbra, por poner un ejemplo, a apiadarse más del inocente conejo que del astuto e insaciable zorro que sin piedad lo atrapa.
El Pinchiquito descubrió los horarios del marido y las noches que pasaba en el parque de bomberos; al Pirracas y al Mocazos les fue fácil determinar las que el adúltero fingía ir al casino.
Aquella noche un taxi, que despidió al instante, dejó al interfecto a las puertas de la finca de su amante. Era noche cerrada.
Los tres mozos, ocultos tras una espesa zarzamora, para cuando él entró, ya habían instalado los fuegos de artificio con sigilo. Los habían disimulado entre la parra y habían colocado las bombas sobre las ventanas. Todo quedó a la perfección. Iban a reírse aquella noche. Sin duda aquello iba a ser la traca.
Apenas llevaba un cuarto de hora dentro, prendieron la mecha. Fue entonces cuando oyeron las esquilas de las cabras.

Ahora, sentados ante el juez, comprendían que no habían previsto ninguna coartada y mucho menos que las cosas se complicaran hasta aquel extremo. Habían dormido en calabozos separados y, uno por uno, fueron llamados a declarar. Esposados se miraban entre sí sin saber lo que decirse con los ojos.

Al principio todo fue bien. Prendió la traca y se consumió en cinco minutos. Pero, contra lo que esperaban y antes de que se consumiesen las bengalas, salió el hombre a las bravas. Lo vieron a la tenue luz de las bengalas. Parecía fuera de sí, furioso. En calzoncillos hasta media pierna, llevaba una escopeta entre las manos y a la cintura desnuda una canana y, con la vista, indagaba más allá de la luz de las bengalas.
Se apagaron las bengalas y al segundo estallaron las bombas retardadas. Las cabras saltaron por doquier espantadas y el hombre disparó a los bultos que notó moverse. Y dos cabras rodaron por el suelo acribilladas. El otro cargó de nuevo la escopeta, sin hacer caso de los balidos de agonía, y gritó como un loco:
-¡Venid aquí cabrones, que os voy a dar traca, hijos de puta! ¡Me cago en el patíbulo y en hasta en la enclavación!
Y, como oyera gritar al Sangresucia, soltó en la dirección de las voces otros dos cartuchazos.
Fue cuando oyeron chillar de dolor al pastor, cuando los tres emprendieron la huída a la desesperada.
El Pirracas y el Mocazos iban muy asustados. Sin embargo, el Pinchiquito casi parecía emocionado y orgulloso. Pararon un segundo a tomar resuello.
-¡Vaya cojones que tiene mi padre!, –dijo el Pinchiquito- yo que pensaba que iba a acojonarse y cagarse y mearse en la cama. ¡Vaya tío más bragado!
Los otros dos le miraron asombrados. Entonces comprendieron.
-No digas, Pinchiquito, que también es tu padre.
-Tanto como el vuestro, aunque sea con vuestra madre con quien esté casado.

22 mayo 2016

El corazón del Kinshasa

La cena ya destilaba copas. La euforia desembocó en conversaciones cruzadas. Había quienes participaban en todas o, al menos, lo intentaban. Las risas dejaron de guardar proporción con sus causas. Y poco a poco sólo podían seguirse retazos de frases y palabras pues los diálogos se solapaban en un puzzle desordenado de carcajadas, anécdotas y expresiones.
El banco invitaba, una vez al año, al personal de las sucursales.
Algunos, pese a los trajes impecables que su trabajo exigía, parecían ansiosos por relajarse de aquella disciplina. Se aflojaban el nudo de la corbata, era el primer síntoma. Ellas parecían gozar más con la cena, liberadas del hogar por unas horas. Muy elegantes todas, se dejaban admirar, maquilladas, salidas esa tarde de la peluquería y con el traje, sin pamela, que llevaron en la última boda.
Los más jóvenes, animados por el ambiente, relajados por el alcohol, parecían ansiosos por romper, al menos por unas horas, con el encorsetado mundo en que vivían. Siempre correctos, serios, educados, no veían el momento de sacarle a la noche unas horas, si no locas, sí carentes de formalidad y protocolo. Para lograrlo urdían entre ellos la manera de desaparecer educadamente en busca de nuevos derroteros.
El interventor que tenía a gala presentar estos actos no como francachelas, sino como parte de esas técnicas del coaching más moderno para mantener cohesionado al personal de las empresas, no estaba dispuesto a consentirlo. La diversión, en toda empresa bien organizada, debía ser también parte del trabajo. Así que, antes de que aquellos que ya titubeaban en su fuga se decidieran, anunció el jefe:
-¡Vámonos todos al Kinshasa!
A algunos, que ya habían planeado otros caminos, se les dibujó en la cara un rictus de fastidio. Otros guiñaron brevemente el ojo al o a la compinche dispuestos a acompañarles en su huida. Pero a los más les daba igual, pues, para beber hasta el despiste, bailar y entrar a lo que saliera, tanto daba el Kinshasa como cualquier otro local. Sólo Mariano, el director más joven de una sucursal, se mantuvo serio. No le gustaban aquellos saraos y además no bebía. Estaba deseando buscar una ocasión, una oportunidad justa en el tiempo, discreta, ni tarde ni pronto, para despedirse del interventor educadamente, desaparecer y marcharse a su casa. Seguro que su mujer, Marta, le estaría esperando.
Algunos pretextaron que el Kinshasa era un local cerrado con demasiado bullicio y que, como hacía buen tiempo y la noche estaba cálida y preciosa, ¡oh, qué luna!, harían mejor en buscar un lugar abierto y animado.
Pero el interventor, tácito pastor de aquella grey, miró con seriedad a los disidentes. Con el aplomo que da el mando y la bula del informe laboral en la mirada, dijo, disfrazando de coloquial lo impositivo:
-Nada, nada. Todos al Kinshasa. El dueño es amigo y cliente. Allí estaremos como en casa, en un ambiente de empresa, casi familiar.
Aquel bar de copas tan de moda no estaba muy lejos del restaurante. A aquellas horas la música atronadora de bachata se oía desde fuera. Un grupo numeroso de gente muy diversa estaba a la puerta del local, fumando, riendo,  con las copas en la mano. Se daban un respiro antes de zambullirse de nuevo en aquella amalgama de cuerpos rozándose, de miradas insinuadoras, de movimientos seductores, tan acordes con las melodías caribeñas, y de aromas y perfumes diversos con un fondo común de olor a humanidad y un toque de sudor que se adensaría con el paso de las horas.
Apenas entraron, los bancarios, se empotraron en un ambiente atronado por la música, plagado de mujeres de distintas edades y nacionalidades que se distinguían más por un cierto aire provocador, que a veces rozaba lo agresivo, que por su discreción y su elegancia. Los hombres no es que fueran más distinguidos, pero todos parecían más comedidos que ellas, con más solvencia o quizá con esa seguridad y reserva que da el saberse con dinero. El Kinshasa no era un local de juventud, las copas valían un ojo de la cara, pero en las noches se intuía en él un mercadeo carnal lo suficientemente fino para no ser abiertamente descarado. Nada que ver con un club de carretera, ni mucho menos, ni con las modernas salas de fiestas con que se disfrazan los burdeles modernos ésos de más renombre, ésos que parecen supermercados.
Don Tino, el dueño, avisado seguramente por los de seguridad, enseguida localizó al grupo indeciso que encabezaba el interventor. Se abrió paso entre la gente y saludó al jefe con una efusión exagerada, gestos ampulosos y grandes voces, cosas todas que cuadraban con su local y con la importancia que quería dar al visitante y a su envarada compañía. Don Tino tenía, bajo su apariencia de disponibilidad, simpatía, pulcritud y buenos modales, un aire golfo y descarado: de compadre. El secreto de su simpatía era lograr que todo cliente de importancia se sintiera único. Tenía el olfato de un perdiguero para distinguir a quien mandaba en cuanto entraba en su local. Los años, de lo que él llamaba hostelería, le habían dado, además, una grandísima cantidad de amistades superficiales, las más de gente importante, que a su vez le presentaban a otros de su cuerda.
-Nos gustaría estar en un sitio más tranquilo. Ya sabes, Tino, que tenga animación pero que sea un poco más cómodo y discreto.
-Vais a estar muy a gusto. Ahí no entra todo el mundo pero, para vosotros, lo mejor. Estaréis a vuestro aire. No os cortéis para nada, tenemos de todo. Estáis en vuestra casa, podéis hacer lo gustéis. Vais a conocer el verdadero corazón del Kinshasa.
Muchos se quedaron en el local principal. Enseguida algunas de las mujeres, viendo el cariz que tomaba la noche, pretextaron las obligaciones familiares para marcharse. Pero el interventor estaba tranquilo y, de hecho, ya no parecía importarle sino que le secundasen la media docena de directores de las sucursales.
Por un conjunto de puertas, controladas por cámaras, que se abrieron y cerraron a su paso, llegaron finalmente a otra, más vistosa, de madera y decorada con motivos orientales. La abrió un fornido mocetón con uniforme, facilitando la entrada con un gesto exageradamente amable y servicial. El local estaba mucho más tranquilo. Lleno de humo, eso sí, porque ni dos segundos tardaron en percatarse de que al corazón del Kinshasa no le afectaba ley alguna.
Había gente, por lo general, de más edad, mujeres más distinguidas y, aparte del mozo de la puerta, todo el servicio, tanto de la barra como de las mesas, era personal femenino. Se veía que don Tino dejaba a las camareras y camareros de batalla para el otro local, porque en éste todas ellas eran mujeres jóvenes, bellas y algunas hasta exóticas, tan maquilladas y vestidas con ropa de tanto diseño, que todas tenían aires de modelos.
No tardó nada el jefe en dar con alguien conocido. Mariano, el sobrio, creyó reconocer en él a un diputado. Las relaciones públicas eran lo primero y el interventor inmediatamente fue a saludarle. Al momento, un tipo que bebía en la barra se unió a ellos y el trío se enfrascó en una amena charla. Enseguida el reducido grupo, al ver neutralizado a su controlador, se disgregó. Los bancarios, recobrando sus primitivas intenciones de relax, buscaron entretenimiento por su cuenta.
El caso fue que, entre el alcohol y otras sustancias más secas y discretas, muchos de los que por el Kinshasa vagaban se sentían como alados Pegasos y se perdían de inmediato entre aquel mar de amazonas que, presuntamente, andaban en busca de montura.


Mariano, el sobrio, identificó enseguida al otro contertulio del interventor. Era un hombre distinguido, un periodista conocido y solvente. El interventor con un diputado a un lado y un periodista de renombre al otro, se había olvidado de todo. A los pocos minutos Mariano estaba sólo, tomando un café, en un rincón discreto junto a la puerta. Pensó en marcharse pero enseguida los retazos de las conversaciones de los que entraban y salían y los de las mesas cercanas le entretuvieron.

-Íbamos pacíficamente por La Castellana, gritando muera el rey, cuando la policía intentó detenernos, como si no tuviéramos democracia o esto fuera Venezuela…

-Al muy cabrón todo le sale bien con la mujeres. Tiene un gracejo especial y nunca vi a ninguna que se molestara con él. Hace un rato a una que volvía del servicio le ha dicho: “Chica, se te habrán mojado los pelines, ¿no?” Pues nada que la otra se ha mondado de risa…

-Y terminé en el camino de Santiago, enrollado con una portuguesa y todo porque le gustó lo que cantaba…
-No me digas que sabes cantar fados, porque eso tiene su mérito.
-Que va.  Si lo que yo cantaba era aquello tan viejo de:
“Si ellas nos pidieran un besito, nos pimba, nos pimba.
Si quieren caricias o un cariñito, nos pimba, nos pimba.
Si desean una noche de brinquitos, nos pimba, nos pimba.
Porque el amor no son sólo caprichitos, nos pimba, pimba y pimba…”

-La perdiz, amigo, en lo tocante al término de Papón de Bonaval, cría en Valdejunquito y su cazadero natural es la ladera del Reventón, si bien no se dan fácilmente hasta meterlas en el barranco de Agualobos que es, por tanto, donde la perdiz tiene su matadero natural…
-Y, ¿no será mejor el morro de la taina del Mataputas para darles matarile?
-Pues ahí se equivoca usted porque es justo en ese punto donde tienen el perdedero.

-Ay, Manolo, qué alegría de verte. Lo he pasado fatal con el divorcio pero, afortunadamente, ya lo voy superando. ¡Ah! Y no sé si te acuerdas, pero sigo llevando el diu…

-Sólo tomo ya güisqui de malta, pero pure malt, ¿eh? que mi cardiólogo no me permite otra cosa…
-Pues yo, desde que he descubierto toda la nueva tecnología del gin-tonic, es que no salgo de las ginebras. Qué ritual, qué serpentines, qué semillas, qué frutos, qué aromas, si gozas hasta viendo a la camarera prepararlo…
-Pues, al final, han dado con lo mío, tíos. No sé los años que llevo de médicos. Y, después de todo, fijaros si era sencillo: alergia al agua.

-Desengáñate Paco, estamos llegando a una edad en que casi es imposible marcar fuera de casa…
-Vele, Paquito, pero no bebas más.

-Me quedé totalmente absurda. Vamos, chica, es que yo alunizaba en colores.
-Pues yo, cuando lo mío, estaba, no sé cómo decirte, así como cuando te quedas totalmente dramatizada por algo…

-Entonces qué, Manolo, ¿Sí, no o te lo tienes que pensar?

-Mira, Sonia, si es que se hacía las rayas con el recordatorio de la comunión de su hija…
-Pero, ¿no era ateo?
-Sí, tía, pero una cosa es lo divino y eso y otra dejar a la niña sin celebración, que María del Dulce Nombre estaba para comérsela.
-¿Dónde tomó la comunión?
-Huy, en el Grimaldi Resort y por todo lo alto, que después de la comida hubo traca y todo.

-El halcón neblí y el baharí presentan notables cualidades para el arte cetrero. Sin embargo, le aseguro, señor Barcena, que el peregrino es el as de la especie.
-Pero, ¿no están protegidos?
-Claro, claro y todos los que se pueden permitir uno, de estrangis por supuesto, lo protegen. Pero hoy en día la gente sale al campo con cualquier tagarote. Y es que algunos son talmente como avantos, como buitres sin conciencia…

-Huy, mi marido. Mi marido dices. Le perdí de vista hace dos o tres horas. A mí por mi marido no me preguntes. Los maridos, hija, son como los paraguas, que se los deja una en cualquier lado.

-¿Os invitó Pepe? Pero si ese gasta menos que el Papa en armamento, qué digo en armamento, menos que en condones.
-Pues sí, nos invitó. No sé lo que se habría metido, pero pagó él.

-¿Incitación al odio? Incitación al odio el mero hecho de no ser monárquico. De eso nada, el asunto es degradar la democracia. Sumirnos a todos en el hatajo que la religión, con el pastoreo de los políticos, conduce al Valle de Josafat… Pero con nosotros lo tienen claro. Franco vive.
-Vale, Pepe. Tómate algo.

-“Ay, Luci, quién fuera mujer”. Le dijo luego a otra. Y añadió con su mejor sonrisa: “Para tocarme las tetas cuando me diera la gana” Y la tal Luci, en lugar de mandarlo a esparragar, es que se partía el culo…

-Mi perro es tan listo, fíjese usted bien en lo que le digo, que me obedece siempre pero nada, el cabrón, que no me quiere. Piense usted bien lo que le digo. ¿Es o no es listo?
-Sí señor. Qué conocimiento tiene el animalito.

A Mariano, el sobrio, a fuerza de atender, debió vencerle el sueño. Eso al menos fue lo que pensó él.
Cuando de repente se espabiló, vio que el interventor, el diputado y el periodista eran los únicos que quedaban, aparte de su ignorada persona, en el local. Los tres, con la voz algo pastosa, sostenían un interesante diálogo con las camareras. Éstas, educadas, comedidas y llenas de dulzura, contenían la risa a duras penas mientras los tres porfiaban por pagar y, de cuando en cuando, en esos alardes de caballerosidad que exacerba el alcohol les besaban la mano como si fueran damas de la aristocracia. Salió con cuidado, casi con sigilo, con un poco de vergüenza ajena pero muerto de risa. Había conocido el corazón del Kinshasa.

17 mayo 2016

La fiesta flamenca


"No quiero mandar en naide
ni que me manden a mí..." 
(Camarón de la Isla)

Me alegro mucho, queridos hijos, de que hayáis venido todos.
Cada uno de vosotros, como hijo, tiene la misma antigüedad en su filiación que yo en mi paternidad. Así que podemos hablar de igual a igual.
Nunca os he tratado como padre porque eso hubiese supuesto que daba por sentada una sumisión que jamás os he exigido y que pienso que no me debéis por el simple hecho de haberos engendrado.
Supongo que estaréis extrañados de que parezca que por una vez os hablo en serio. No temáis, no voy a cambiar ahora.
Ya sabéis que vuestra madre ha sido mi contrapunto. Celosa como una loba me ha tenido en un puño. Por mi parte siempre fui cabal y no le di motivos. Pero a las personas tan posesivas no les hacen falta.
Es cierto que una vez la policía me pilló en una redada. Fue con mi amigo Julián y una amiga suya. Suya, que quede claro. Ni sé cómo llegamos allí. Pero cuando los agentes entraron en aquel burdel, seguramente avisados del escándalo, allí nos pillaron. Ella de torero y Julián y yo de chulaponas. Los tres bebíamos alegremente mistela en un orinal. No nos dejaron cambiarnos y, tras declarar beodos ante el juez, vuestra madre pasó un mal rato cuando vino a buscarme. De nada sirvieron mis razonables explicaciones excepto para complicarlo todo. Estuvo un mes sin hablarme ni… nada.
Yo lo aguanté todo porque cuando uno ama de veras, a veces y por mantener la paz, ha de ceder de sus derechos.
Pero, aparte de esos disgustos entre vuestra madre y yo, puedo deciros con orgullo que ninguno de vosotros es hijo de un descuido o de un accidente. Todos fuisteis engendrados voluntariamente, por amor, por mutua entrega. Vuestra madre añade que también por incontinencia, pero ya sabéis cómo es: siempre le gusta poner el puntito a la i. Pero sé que vosotros me entendéis.
La gente ociosa es la que más trabajo da a sus lenguas. Y por eso, aquellos años que estuve sin ocupación fija por la crisis de entonces, porque en mi época tampoco nos privábamos de nada, me tomó el vecindario por cuerpo de moro a alancear.
Que si, sí, sí…la crisis.
Que si el jefe me pilló con su mujer.
Que si en las chapuzas que hacía por el barrio, para sacaros adelante, las vecinas ponían el material y yo la mano de obra.
Mil infamias, queridos hijos, que no hacían más que exacerbar los celos incontenibles de vuestra madre.
No podía ni mirar a una mujer por la calle.
-¿A quién miras?
-Mujer,  a ésa que ha pasado, que va muy escandalosa.
Yo creí que alguna vez vuestra madre me sacaba los ojos. Pero de nada me servía declararme inocente pues ella era incapaz de perdonar ni el vuelo del pensamiento. Y así, mientras yo sobrellevaba con alegría mis tareas, ella penaba con sus negros recelos.  Y yo le decía:
-Pero, Angustias, ¿qué necesidad tienes tú de sufrir, bien mío?
-¡Las mismas que tienes tú de darme martirio, en que sátiro!
Y, de ese modo tan tonto, no salíamos nunca de aquel círculo vicioso en el que el vicio siempre a mí se me endilgaba. Ya veis, hijos, los nefastos efectos de las lenguas cuando, por entretenerse, se dedican a levantar falsos.
Aprovechando este momento en que no está vuestra madre, quiero pediros una cosa. Es una ilusión que tengo. Sólo a vosotros puedo encargárosla.
Mirad, cuando falte madre, si acaso muere antes que yo, Dios no lo quiera, quiero que cumpláis este deseo. Os lo digo ahora que aún estoy en mis cabales pero, aunque pierda la cabeza, quiero que lo recodéis y lo cumpláis.
Es la ilusión de mi vida: tenéis que llevarme a una fiesta flamenca. Pero a una buena, sin reparar en gastos, en una cueva del Albaicín o en el mejor tablao de Sevilla, donde haya mucho cante, mucho toque y mucho baile. Me dejáis allí en cuanto empiece la jarana, pero no os quedéis a mi cuidado. Solamente decidles a las chicas: “¡Ahí os dejamos a mi padre, preciosas. Que no le falte de na a su cuerpo gitano!”
Y me dejáis allí aunque esté como una piltrafa. Luego ya, a la madrugada, volvéis a por mí. Y entonces, aunque no me quiera ir, aunque gimotee, aunque me empeñe en alguna tontería o me empecine o esté como un pingajo y diga: “¡Quiero ésa, quiero ésa!” Vosotros ni caso, me lleváis a casa y me acostáis. Como buenos hijos.

Apenas terminó, llegó su mujer y, haciendo un gesto extraño, él perdió el habla.
-        Está acabando –dijo Angustias
Los hijos no dijeron nada. Entonces las personas agonizaban en las casas. Sin ayudas. Sin sedantes. Dejando que la naturaleza de cada cual se consumiera luchando contra su afán loco por vivir. Por eso agonía significa lucha. Para todos era una cosa natural morir sufriendo. La religión lo aprobaba, la medicina no se atrevía a interferir. Y se suponía que la contemplación de una agonía era aleccionadora para la moral de los hijos y allegados. Se tenía a la muerte por cosa educativa.
La de aquel hombre empezó a la doce y terminó a las siete de la tarde. Era horrible verle irse, perder la respiración, volvérsele los ojos, írsele los latidos, quedarse inmóvil.
Pero no era así de fácil. Una especie de grito sofocado le emanaba de no se sabe dónde al moribundo. Se doblaba sobre su cintura, se incorporaba, hacía denodados esfuerzos por respirar, abría los ojos desmesuradamente y también la boca, se convulsionaba horriblemente. Luego caía otra vez rendido y, al poco, volvía a resucitar y así un número de veces que los hijos dejaron de contar. Hasta que dieron las siete y, de uno de aquellos grandes estertores, ya no volvió.
El único pensamiento que consoló a sus hijos fue pensar que no eran los estertores de la muerte lo que oían, que eran los jipíos de su padre cantando con las tripas en la fiesta flamenca y, voluntariamente, quisieron tomar las convulsivas contorsiones que la muerte le dictaba por los airosos movimientos del baile por sevillanas. ¡Olé!

16 mayo 2016

Doro, creador de opinión

Como los más reconocidos pacifistas, su respeto a la vida desde el “minuto cero”. Pero, como hombre cabal, reclamaba su derecho, también desde el famoso minutito, a defenderse y, si fuera necesario, a morir matando. A qué otra conclusión podía llegar un hombre de provecho más que a ésa. Que nadie confundiera la buena voluntad de una persona bien nacida con la debilidad o la renuncia a las ideas que ésas, ¡vive Dios!, bien claras las tenía.
A las personas conocidas, me refiero a las que lo son bastante, se les suele adobar con algunos nombres que, para descanso de todos, los clasifican. Porque tenemos la costumbre de querer saber qué juego realiza cada pieza del ajedrez. Y, para eso, no queda más remedio que encasillar a cada quien en ese espectáculo diario que, desinteresadamente, los medios de comunicación han hecho de nuestra vida. Que una cosa es ser tolerante y huir del sectarismo y otra, muy distinta, es no saber con quién se juega uno los cuartos.
Así que supone un descanso mental poner a cada cual en su sitio. Que, las más de las veces, es cosa propia y singular del mejor periodismo. Oiga, que para eso está. Definir sin ofender, calificar sin prejuzgar, informar sin opinar. A no ser que participes en debates, claro. Entonces hay que formar opinión. ¿Cuál? La más honrada, la más ecuánime que uno lleve dentro, ¿cuál si no?
Conocedor de estas cosas, Doroteo, cuando se consideró en el cénit de su carrera, se clasificó a sí mismo como escritor, periodista y viajero. Eso le gustaba porque, en sí, ninguno de esos nombres le calificaba, pero tampoco se podía decir que no le describieran y de este modo salvaguardaba la independencia que quiso siempre dar a su persona. Y quien se atreviera, que añadiera los adjetivos que quisiera que, si no le petaban, con su lengua o su pluma se los haría tragar. Porque el desparpajo no estaba reñido con la fama y, en su caso, ambos formaban pareja amancebada. Bueno era él para tolerar idiotas o titubeantes.
Nació en un pueblo del centro que distaba del mar igual por todas partes. Parábola, ésta de la equidistancia, que él gustaba de usar para mostrar al mundo su terca independencia incorruptible. Sin acabar su infancia su familia se desplazó al norte. Allí tuvo la suerte de que los curas le educaran, dentro de lo posible, no sólo en cuidar formas y maneras, que le vino bien, sino también en el arte del razonamiento. Trabajos que agradeció al clero de por vida, si no por los logros, sí por el empeño que en ello pusieron. De bien nacido es ser agradecido.
De carácter extrovertido, cordial y, hasta cierto punto, algo alborotado, enseguida entendió que podía, si era su voluntad, arrastrar fácilmente voluntades ajenas. Y ya, de adolescente, encabezaba pequeñas protestas y, a veces, hasta gamberradas, que le hicieron muy popular entre la gente de su edad. Pues en aquel entonces, y puede que siempre, la protesta por las cosas más nimias era bien recibida entre la gente joven, decidida, como toda la vida, a cambiar el mundo. A ser posible, deprisita.
Cuando manifestó su decidida voluntad de hacerse periodista, algunas de sus amistades le sugirieron, viéndole tan voluble, locuaz y vocinglero, el compromiso que esta profesión tiene. Le advirtieron que era cosa muy seria tanto con el respeto a la verdad como con la resistencia a doblegarse ante los intereses partidistas o de cualquier otro género. Ante estos comentarios, Doro, como entonces le llamaban los amigos, fruncía el ceño y miraba aviesamente al interlocutor. El otro, intimidado, observaba que Doro le miraba como si le odiara, pero, generalmente, no contestaba una palabra. Eso era extraño en él, casi contra natura. Y su interlocutor quedaba perplejo, pues no sabía si es que a Doro le había ofendido el que un conocido se atreviera a dudar de su integridad o si el joven ya tenía muy claro de qué iba el juego sucio, en cuya maraña de intereses pensaba internarse con decisión, liderazgo y ganas de triunfar.
Como era de esperar, apenas llegado a la Universidad, se hizo militante de la izquierda más roja y en aquellos sublimes ideales vivió sus años universitarios. Asambleas, propaganda clandestina, lecturas de obras prohibidas, amistades y enemistadas, fobias y filias, conciertos, juergas, manifestaciones, odios y lealtades, amoríos, carreras ante los guardias, ilusiones, a veces, palos de ciego en los debates y, otras, de la policía en las costillas y, sobre todo, ese sentimiento de creerse alguien importante, trascendente, casi decisivo, un testigo vivo de la historia y, a la vez, una pieza que hacía rechinar al sistema, un disidente altivo en el manso rebaño de una nación paciente.
Se hizo periodista. A lo largo de los años fue pasando de unos periódicos a otros. Aunque empezó por algunos íntimamente vinculados a la izquierda y al rojerío más explícito y sincero, no tardó en moderarse pues en cualquier transición se requiere un poco de contención, sobre todo, verbal. Pero, entre diatribas y cambios, triunfos y fracasos, atrevimientos y prudencias, fue pasando por diferentes medios de comunicación hasta cobrar fama y verse cotizado en toda clase de tertulias, diarios, radios, televisiones y debates. A partir de entonces, llegado a la cima, lo tuvo todo mucho más claro. Y no podía decirse que, cada vez que hablaba o escribía, dijera algo que no sintiera. Daba gusto tanta sinceridad y tanto sentimiento. Un don que pocos periodistas regalaban.
Doroteo Gómez Ungría, conocido coloquialmente por Doro, era un periodista del momento. Pese a los años trascurridos y a la evolución que había experimentado, seguía declarándose de izquierdas sin ninguna adscripción pero, eso sí, con ética y principios. Pues había asumido que la palabra rojo implicaba, a los ojos de algunos, la carencia de ambas cosas. Al menos, se trataba de imbuir eso a la gente. Y él, sin ser ya rojo rojo, continuaría fiel a sus principios e, hiciera lo que hiciera, los respetaría hasta la muerte. Y es que, ni que decir tiene, que también se había despojado del sentido del ridículo, como todo el mundo podía comprobar. Había perdido el pudor sin darse cuenta. Una cosa indolora. Ni se enteró. Tal vez fuera el peso de la fama.
A lo largo de los lustros había viajado por muchos lugares. También había escrito muchos libros. Era un personaje tan fecundo que tanto podía hablar de política, de historia, de una isla del Pacífico, de un país de Sudamérica, de poesía, de guerra, de amor, de pintura, de mujeres, de toros, de galgos, de caza y de cualquier cosa que saliera a debate. Desde la utopía, ¡oh, qué loca juventud!, se había convertido en un periodista todoterreno que podía dar juego en todo paraje rural o urbano, público o privado, alpino, costero o del interior. Su crédito le daba para todo. Adaptabilidad. Y, sobre todo, ¡qué capacidad para profundizar!
Reunía el periodista, escritor y viajero en su discurso varias facetas, todas muy notables. Una era la de parecer siempre muy confianzudo, como ese amigo que te encuentras en un bar y te cuenta su verdad irrefutable; otra era el alarde de sinceridad llana que empleaba y que aderezaba de continuo con las expresiones más castizas de la calle; otra más, era que solía tratarse con todos los que ostentaban el poder sin perder por ello un ápice de humildad, distancia ni de imparcialidad. Ésta última era muy destacable pues, si lo hacía, no era por ninguna connivencia con ellos, sino por el respeto que debía guardarse hacia los representantes de las instituciones que, antes que a sí mismos, nos representaban a todos. ¡Qué arte para justificar tal maravilla!
Más que educación, gustaba llamar a lo suyo cortesía, término que le parecía más distante y, sobre todo, más caballeresco e imparcial: un respeto al más elemental civismo, por favor. Las formas habían de guardarse en cualquier democracia civilizada. Las formas eran esenciales, así lo trasmitía Doro con esa cercanía que le caracterizaba. Ya sabía él aquello tan viejo de que “manos besa el hombre que quisiera ver cortadas” pero, eso sí, después de saludarse, darse un abrazo y preguntarse por la familia. Que los buenos modales abren muchas puertas y ayudan a los hombres a entenderse.
Le iba bien en la vida. Por lo menos aparentemente. Y la palabra España estallaba en su boca con tal brillo que era la envidia de los patriotas más acrisolados. Era la piedra clave del periodismo diáfano, activo y sin dobleces, combativo, azote de disolventes y disolutos, vertebración de las esencias patrias, ni crudo ni muy hecho: en su punto de rojo pero sin echar sangre, que es muy desagradable. Porque un profesional de izquierdas, que además tenía ética y principios era un coloso temible al que el poder, curiosamente, en vez de temer, agasajaba. ¡Tal respeto le tenían! Su fórmula anonadaba a los políticos de todos los signos y tendencias. ¿Dónde se había visto cosa igual?
Los poderosos, cortesía obligaba, le solían respaldar con su presencia cuando él la requería y, a la vez, le invitaban a los eventos políticos donde la valiente prestancia, de un campeón del periodismo independiente, elevaba a los cielos el tono moral de sus doctrinas y la sensatez de sus discursos.
Ni que decir tiene que Doro se había convertido en uno de los pilares periodísticos de la unidad de España, de la rectitud en la política y de la honradez en general. Sus diatribas orales o escritas, contra cualquiera que pusiera en cuestión sus certezas, eran de una contundencia tan indiscutible que, aunque se dudara de su acierto, nadie podía discutir su sincera y apasionada beligerancia. Pues un periodista independiente lleva siempre sobre sus espaldas ese deber inexorable.
Alguien le preguntó si no le importaba que la gente de la calle recelara de su cercanía a los políticos en el gobierno.
-Ah, sí, por supuesto, pero sólo la opinión de los que sepan leer. A los que no son sordos me los llevo de calle. Están conmigo. Mire usted las audiencias.

12 mayo 2016

El honor en cuestión

-Por favor, ¿Teresa Expósito?
-¿Algún allegado?
-Soy su sobrino.
-A estas horas suele pasear por el jardín.
-¿Qué tal está?
-Bueno. Tiene sus días.
Entre los sauces reconocí su silueta alta y enjuta. Al acercarme noté en su mano izquierda la ausencia del cigarrillo mentolado, otrora su sempiterno acompañante. Caminaba erguida, casi egregia, con la cabeza alta y trasmitiendo una indiferencia altiva. Y no podía imaginar de dónde sacaba mi tía Teresa tanta dignidad. Aquel porte contrastaba con el abolengo que le daba el ser hija de un molinero de aceña. Pero, su porte elato y distinguido, me hacía suponer que mi tía, soltera y sin hijos, se había fraguado en su imaginación una vida distinta que le distraía de su soledad en la propia.
-¿Cómo estás, tía? ¿Me conoces? –dije tímidamente, temiendo que yo ya no existiera en su memoria de nonagenaria.
-¡Hombre, Eloy! Pero qué cosas tienes. ¿Cómo no iba a conocer al único sobrino que lleva por nombre el mismo que mi querido padre?
Tranquilizado por su respuesta fui a besarla, pero ella me abrazó con efusión y me retuvo junto a sí con fuerza unos segundos. Me preguntó con interés por todos los míos, sin distinguir entre los vivos y los que ya no estaban, pero no dejándome duda alguna de haberme reconocido.
Una vez repasada la familia, le dije:
-Bueno, ¿cómo pasas los días, en qué te entretienes?
-¿Entretenerme? ¿Es que no sabes que a raíz de la muerte de Cayetana, ando en litigios por la herencia y títulos de la Casa de Alba? Es horrible, los asuntos de las notarías no me dejan día sin ocupación, sobrino. No lo creerías.
-Pero, tía, a tus años, ¿qué más te dan los títulos? ¿Acaso te importan esas cosas? –dije intentando eludir el tema sin mostrar extrañeza.
Pero ella dijo, recalcando mucho las palabras:
-Es que no se trata de lo que a mí me importen o dejen de importarme. Es, sencillamente, que me corresponden y el honor me impide eludir mis obligaciones. Es así de sencillo. ¿Acaso no lo comprendes?
-¿De cuándo a acá te preocupas tanto de esas cosas, tía? Descansa y aléjate de los problemas. Además eso del honor es algo muy etéreo –dije con mi mejor intención.
Pero mi tía se detuvo, me miró de arriba abajo y respondió con un histrionismo que nunca antes le había conocido:
-El honor, Eloy, hijo mío, es el más serio de los compromisos. Porque lo es con uno mismo. Y quien en el honor ha sido educado, lo ha sido para respetar a los demás dando por garantía lo más sagrado que poseemos los humanos: la palabra.
Asombrado, pero con mi mejor intención, intenté banalizar el asunto:
-Pero, tía, si muchos no respetan los compromisos con los demás y eso no está mal visto. ¿Cómo puede respetarse el compromiso interior que sólo uno conoce? Nadie te lo echará en cara.
Teresa se volvió de nuevo hacia mí y solemnemente me espetó:
-Porque quien tiene honor se respeta a sí mismo y se guarda consideración y, si faltara a un compromiso, se deshonraría y perdería su propia estima. Y, perdido su honor, llegaría al punto de no tenerse por persona. Así que, en mi opinión, en eso deberían educarnos. Y perdona, hijo, pero me extraña mucho que tú no lo comprendas, llevando como llevas mi misma sangre.
-Entonces, ¿la palabra de una persona de honor siempre se cumple? –dije, decidido ya a seguirle la corriente.
-Así es, a menos que una causa mayor o la muerte se lo impida.
-Y si una persona de honor te amenaza, ¿cumplirá su amenaza?
-Mucho lo pensará y será muy difícil que lo haga, pero si de su boca sale finalmente una amenaza, no la tomes por tal, porque es una sentencia.
-Pero, tía, ¿no te parece más civilizado este comportamiento actual de ir adaptándose a lo que más convenga? –insistí en mi afán por trivializar la conversación.
-¡Qué equivocado estás, hijo mío! Todo lo contrario. Estamos volviendo a los comportamientos de los hombres  primitivos, a la lucha por sobrevivir en pro de la urgencia de las necesidades, de los intereses de cada momento, sin pensar a largo plazo, y eso nos degrada a una situación animal. Si la palabra es patrimonio del hombre, renunciar a ella es renunciar a ser persona, es reducirnos a la animalidad. Es, en suma: embrutecernos. Así te lo digo, Eloy. Y tú, mejor que muchos, deberías saberlo.
-Pero, ¿no comprendes que hoy en día ser una persona de honor resulta ridículo, tía?
-Eso pretenden hacernos creer los desnortados. Porque para ser competitivos, esa palabra horrible para designar lo que llaman progreso, sostienen que hemos de renunciar a toda reflexión y principalmente a cualquier principio, empezando por el respeto a nosotros mismos. Y piensa, querido Eloy, que quienes a eso nos llevan y quienes eso preconizan se llenan después la boca, ante los incomprensibles desafueros que en el mundo ocurren, diciendo que el problema social más acuciante es la crisis de valores. ¡Valientes farsantes!
-Pero, en un mundo tan cambiante, ¿no crees que debemos tener herramientas de comportamiento menos rígidas que el honor, tía?
-El mundo no sería tan cambiante, como tú dices, Eloíto, si no hubiese intereses cada vez más veleidosos y egoístas por pasar de unas cosas a otras tan rápidamente y generando dinero sin parar y especulando, a veces, a costa de los más incautos y menos preparados. El honor evitaría esos atropellos porque impediría que tales inmoralidades se cometiesen. Y no creo en esas “herramientas de comportamiento” a las que aludes, como si fueses un menso al uso sin ninguna formación, porque, teniendo la sencillez de la palabra, cualquier otro procedimiento se me antoja voluntariamente artificioso, un arte más de engaño.
-Pero siempre se ha dicho que el pez grande se come al pequeño, tía. Así es la vida.
-Ciertamente, pero repara en que me estás poniendo un ejemplo de comportamiento animal. Ya sé que lo has hecho sin querer, Eloíto, pero, ¿no te parece sintomático que hasta un hombre como tú caiga en la trampa?
-Pero también se dice que las palabras vuelan y lo escrito permanece –yo ya no sabía qué hacer para sacar a Teresa del monotema.
-Lo escrito es también palabra y, quien no respeta lo dicho, no veo por qué respetará lo escrito. ¿Hacen falta ejemplos?
-Pero, si los propios políticos son capaces de decir hoy una cosa y mañana otra distinta. Y, sin embargo, salen elegidos una y otra vez.
-¿Aún no lo comprendes, hijo? Hay muchas cosas que nos incitan a renunciar a todo principio, pero el poder es la peor, con diferencia, de todas ellas. Los políticos son doblemente responsables de la crisis de valores que ellos mismos denuncian, primero por mentir y, segundo, por no ser consecuentes ni siquiera con sus mentiras. De modo que lo que vituperan es lo que ellos mismos promueven. Y, los electores, votan hoy más guiados por el miedo, que tantos les inculcan, que por la inteligencia, que tan pocos les estimulan. Y sólo puede ser libre quien no conoce el miedo. Recuerda el himno de los Tercios Viejos, Eloíto.
-Y, ¿de veras piensas que el honor volverá a regir las relaciones entre los humanos? –decidí transigir.
-Sé lo que es el honor, pero no soy una ingenua ni estoy chocha, querido. Eso no ocurrirá. Y muchos lo echarán de menos, aunque nadie se atreva a decirlo para que no le llamen burlonamente ingenuo o directamente imbécil.
-¿Por qué lo dices, tía?
-Porque hasta de algunos diccionarios ya se ha quitado esa palabra. El honor, si existió alguna vez, es ya una reliquia del pasado. Pero, en el presente, ¿por qué razón crees que claman los indignados? ¿Por una cuestión de legalidad o de ética?
-Y, ¿ni siquiera individualmente podrá conservar alguien el honor? –yo ya sudaba.
-Quien quiera podrá hacerlo.
-Entonces no es tan grave, tía, podrá ser honorable quien desee serlo –dije conciliador.
-Sí, pero con una condición: que no tenga ambiciones. Pues, si las tiene y desea alcanzarlas, tendrá que dejar su libertad en prenda y hacer lo que le manden. Y, seguramente, lo que le llene el bolsillo le vaciará simultáneamente la conciencia. Enseguida entenderá que cometió un error.
-Pero, tía, todos podemos cometer errores, ¿no te parece normal?
-Si los cometemos sin quererlos, pero no si queremos cometerlos.
-Errores, al fin y al cabo, ¿qué más da?
-No es lo mismo. Caer en el error es humano pero dejarnos arrastrar a él por egoísmo es inmoral. Aunque, en casos extremos, cuando lo que media es nuestra falta de resistencia al hambre, pueda ser comprensible.
-Pero en la sociedad sólo se habla de cosas legales e ilegales. Lo moral o lo ético queda para el individuo. ¿No te parece, tía?
-Si con eso bastara, no sé a qué viene esta conversación, querido sobrino. Pero, por cierto, dime: ¿Te siguen gustando tanto los chipirones en su tinta?
-Claro, tía, ¿cómo te acuerdas?
-¡Cómo no iba a acordarme! Enseguida llamo a Liria y que preparen comida para los siete. Porque vendrán también tus hermanas y tu madre, ¿no?
-No, tía, mi madre…
-Me hago cargo, hijo, ya sé que le acaban de nombrar vizcondesa y, además, con grandeza de España. En fin, le diré al ama de llaves que sólo seremos seis.