21 abril 2014

XX.- El Renuncia: La salida

El día que decidieron salir de la ciudad madrugaron. La víspera habían hablado de por dónde salir. No tenían preferencias por lugar alguno e idearon marchar por el camino que antes les sacara a campo abierto.
Así, aquella mañana, antes de que el sol saliera, dejaron las calles del centro. Lo hicieron con paso silencioso y ligero, como si no quisieran despertar al amigo que se deja, a ese amigo de siempre que un barrio viejo representa.
Enseguida comenzó a sentirse el lento avance de la marea de la urbe despertando y, por contra, su pasó se aceleró deliberadamente para escaparse en una huída meditada y silenciosa. Querían alejarse antes de que la ola urbana, definitivamente, se encrespara.
Así, con decisión, pero también un poco de nostalgia, se encaminaron hacia la circunvalación paralela a la Avenida de la Bicicleta. Con la primera luz del día, oculta todavía por los cerros del Este, cruzaron la autovía por uno de los túneles que había bajo ella. Las aguas y los fríos habían alejado de él a los desahuciados que lo ocuparon durante el buen tiempo. Sólo quedaban basuras, excrementos, un olor hediondo y un colchón en el que, como en un mapa, el moho, la humedad y las manchas habían dibujado contornos de un modo aleatorio y caprichoso. Al salir del túnel el aire se hizo de nuevo respirable.
Sentían intensificarse la luz a cada paso como en esas obras de teatro en que, con la luz artificial, se simula el avance de los amaneceres.
Ya caminaban por un camino irregular, de tierra blanquecina, poblado de piedras al albur, erosionado por las aguas y con profundos sonruedos de tractores.
Al llegar a las ruinas de una granja, donde acababan las labores, MP se detuvo. El camino se transformaba allí en sendero. Las tierras de cultivo limitaban con el inicio de una ladera pina, con un barranco que la hendía por medio.
-Mira, Serafín, esa es la Cuesta La Culebra. Hace muchos años, en ese barranco, murió un niño. No lo había recordado hasta este momento.
-¿Conocía usted al chico?
-Sí.
-¿Qué le ocurrió?
-Murió sepultado en una cueva. Tuvo una agonía lenta y larga. Metieron un tubo para que respirase mientras intentaban rescatarle. Incluso llegaron a hablar con él. Pero todo fue inútil. Recuerdo, sobre todo, los gritos de la madre cuando se lo dijeron.
-¿Y cómo le ha venido a la memoria?
-No lo sé. Tal vez porque es el único lugar en el que hay sitio para todo: para lo nuestro, para lo ajeno, y hasta para los niños muertos. Quizás porque en la memoria, igual que en el campo surgen flores silvestres, brotan, inesperadamente, recuerdos pequeños, de hechos diminutos o nimios que, en su intrascendencia, nos llenan de desazón ante lo que no comprendemos. Y también porque me he imaginado al grupo aquel de niños huracando, cada día un poco más, en la cueva que un día iniciaron, hasta que, carentes de cálculo, se les vino encima. A las personas, teniendo el cálculo del que los niños adolecen, nos pasa muchas veces lo mismo, que cae sobre nosotros esa cueva en que, a veces, nos empeñamos en convertir nuestra existencia.
MP comenzó a caminar, ya sin prisa, por el sendero. Éste se iba haciendo cada vez más angosto. Cuando llegaron a media ladera las aliagas, a ambos lados, casi lo cerraban. Tardaron media hora en culminar.
En lo más alto, los dos se volvieron. Contemplaron las tierras que habían atravesado. Lejos quedaba la autovía, rutilante en la distancia por los brillos veloces de los coches, y, al fondo, la ciudad que, en la lejanía, era sólo una imagen estática y muda a la luz oblicua del amanecer. El ruido lejano era sólo rumor. Se recrearon, los dos silenciosos, un rato en las vistas.
Unos grajos graznaron en el barranco del niño muerto y una perdiz cantó a lo lejos, a golpes, con su voz de carraspera. A Serafín, los nuevos sonidos le parecieron un saludo; Macario estaba absorto en la ciudad, sabiendo que, con el gesto sencillo de girarse, se despedía de ella.
Y luego, quedaron los dos solos en el campo abierto.

20 abril 2014

XIX.- El Renuncia: Los preparativos

MP tan pronto como terminó la cena, excitado por los acontecimientos del día y, sobre todo, por la inesperada decisión que a sus años había tomado, se acostó. A los cinco minutos, sus ronquidos profundos y regulares proporcionaron un palpitar propio al piso viejo y destartalado de la calle de la Madera. Al Renuncia, acostumbrado a los conciertos nocturnos polífonos y descompasados de la fonda del tío Simancas, aquel solo rítmico y nasal le pareció un murmullo somero, incapaz de turbar su descanso. Serafín, tras las chuletas fritas con pimientos que cenaron, se había echado a dormir en el sofá bajo una manta que le había pasado el viejo.
Se despertó Serafín, abruptamente sobresaltado por el rumor bronco, salpicado de alaridos de sirenas, del tráfico del centro. Permaneció unos instantes desorientado, abrumado por un fragor que ya sólo tenía en el recuerdo. Tan abrumador era el clamor urbano, que Serafín buscó con ansia la claridad del día. Ésta había sido su despertador silencioso últimamente y, al encontrarla irisando los visillos y darse cuenta de que, aún tenue, estaba comenzando a entrar en la pieza, se tranquilizó. Se incorporó, apartó la manta, y quedó sentado en el sofá que le sirvió de lecho. Sobre la mesa baja había un cenicero, con la mitad apagada del cigarro que don Macario le ofreció, y las dos copas de coñac, vacía la que bebió su anfitrión, y con medio dedo la suya. Tomó el medio cigarro y lo encendió. La primera calada le supo agria y apestosa. Se llevó la copa a los labios y apuró el medio dedo de coñac de una vez. Le escoció ligeramente la garganta y, para compensarlo, aspiró de nuevo el cigarro recién encandilado. No se oía ya ronquido alguno o, tal vez, si lo había, la estridencia aguda de la calle lo tapaba.
Se sorprendió pensando en lo que iba a dejar. Pero, enseguida, pensó que no dejaba sino una cosa dentro de otra. Se dijo si la vida no sería un abandono concéntrico de cosas. Porque, hasta él, seguía manteniendo pertenencias y, por insignificantes o intangibles que fueran, a todas les cogía apego. Era, se dijo, como si la vocación natural fuera el tener y el único acto que requiriese de la voluntad fuera el abandonar.  Y se sintió viajero de una noria que le subía a lo alto y que de inmediato le devolvía a ras del suelo. Dejaba cosas para, sin remedio, conocer otras y apegarse de nuevo a ellas. El Renuncia se sentía niño con sus pensamientos. Y, se decía, que al tener nunca se le acababa el fondo pero, al desear, tampoco se le apagaban los anhelos y las ansias. El tener pesa y el desear nos vuelve tan ligeros que volamos. Y cayó en la cuenta de que le habían engañado con aquello de que es mejor tener que desear.
En eso andaba su cabeza, cuando se levantó don Macario. Sin muchas palabras, se fueron los dos a trastear a la cocina y desayunaron sendos tazones de café con leche y galletas María. Luego se adecentaron un poco en el servicio y cuando ambos, en su concepto y medida, se encontraron presentables salieron a la calle.
Una vez en la tienda de sofisticado material deportivo, se dejó don Macario aconsejar por Serafín en la elección de la impedimenta necesaria. Pero antes, MP despotricó a modo sobre la moda deportiva y sus tendencias. También abominó de todo aquel diseño, que el dependiente, deshecho en explicaciones técnicas y con un alarde de palabras extrañas, se empeñaba en mostrarles. Terminaron por comprar botas aparentes, sacos de dormir, macutos y otros pequeños aditamentos que, aunque don Macario consideró pijoterías vergonzantes para el equipo de un hombre, Serafín estimó necesarios. Finalmente, vino el poner el grito en el cielo por los precios que, naturalmente, eran muy altos para estar acordes con la elevada tecnología de las prendas y objetos. Pero MP, al fin, dejó de protestar porque consideró que no era buen comienzo el iniciar aquel periplo indefinido montando una gresca de calado con el de la tienda y, menos aún, con el compañero, que habría de serlo, de fatigas.
Como invirtieron la mañana entera en aquella tarea, se metieron a comer en una taberna cercana de parroquianos tan abundantes como vocingleros. Pidieron un consistente menú del día a base de judías con chorizo, huevos con morcilla, frasca de morapio y, de postre, cuajada. Y andaban ya en la sobremesa, rematando el vino, cuando el Renuncia dijo, en tono reflexivo:
- No termino de entender, don Macario, como me veo metido en esto. Casi me parece que lo estoy soñando.
- Hay momentos lúcidos en los que, sin tener evidencia de nada, lo ves todo claro –contestó con parsimonia MP- Te das cuenta de que en cada momento hay algo nuevo que descubrir. Algo inesperado que súbitamente aparece e ilumina una parte, hasta entonces oscura, de tu entendimiento. Pero, a la vez, tampoco es que descubras sino lo obvio, como tantas veces pasa –hizo una pausa, tomó un sorbo del vino y siguió- A los viejos nos acude periódicamente la verdad al ánimo, sin aviso, como las aves migratorias que cada año vuelven impertérritas y machaconamente a sus sitios. Y fíjate, Serafín, en medio del estrépito de este bar, veo las cosas como son, aunque tantas veces me he obcecado en verlas de otro modo. Dentro de nuestros seres todo es secreto y todo anda anegado en el agua tibia de la soledad y el miedo. Da igual que seamos hombres o mujeres, el fenómeno se repite indefectiblemente y sin fallos. En todos nosotros ocurre lo mismo, como si fuéramos diminutos relojes de sangre y conciencia. Pero hay momentos de especial lucidez, de una clarividencia inesperada que apenas necesita de palabras o, mejor, que no las necesita en absoluto. Entonces algo, que permanecía oculto, se desvela. Sucede sin dramatismo, sin conciencia apenas de que se produzca, sin causa, pero, por una vez, con la certeza de que algo nuevo ha sucedido en tu interior; de que, de repente, has aprendido algo más y, sobre todo, algo sorprendente e inesperado. Admira más la forma en que se produce que el hecho en sí. Y esto fue lo que me ocurrió ayer, amigo Serafín. Fue un día de clarividencia que, en estos momentos y gracias a ti, me ha puesto la cabeza donde debe.
- No comprendo el porqué, don Macario. Pero, si usted lo cuenta con ese convencimiento, de algo serio e importante para usted debe tratarse.
- No me interrumpas con cumplidos. Te hablo de la vida de los seres humanos, no te estoy contando anécdotas personales. Lo que estoy diciendo tiene que ver más con la capa de la soledad, a la que todos estamos avocados, y con la boca del miedo, entrada de la caverna adonde los años terminan por llevarnos. No te hablo de lo que damos cotidianamente por importante o por sabido, porque esto queda siempre atrás.
- ¿Y en medio de este estrépito es usted capaz de concentrarse en tales cosas?
- Y aún en medio de una tempestad sería capaz de hacerlo. Nada de lo que nos acontece aparece porque sí. Todo obedece a circunstancias personales que se aprovechan o no.
- ¿Es, entonces, una especie de lotería?
- En cierto modo sí. Es la lotería del pensamiento. En ella, quienes más piensan, pueden tener alguna posibilidad de ser premiados y quienes deambulan por ahí, sin plantearse nada, no pueden serlo de ningún modo. Y te digo esto, porque la casualidad, que ha hecho que nos encontremos, nada habría producido si nosotros dos no fuéramos personas de pensamiento y, por tanto, seres ajenos al común de los conversadores, saludadores, fumadores, comedores y bebedores que en este momento nos rodean y nos invaden con su efímero bullicio. Ese bullicio, que es la forma más sofisticada de disfrazar de algo lo que sólo es la matanza del tiempo, ese bullicio, al que por, otra parte, somos tan aficionados y tanto nos distrae.
- Pero, quienes nos rodean son gente común, personas como nosotros.
- No te engañes, Serafín, son personas que pudiendo o aparentando ser como nosotros, no lo son. Nadan en la superficie de las cosas, pero nosotros no. Nosotros estamos hundidos en las cosas, metidos dentro de ellas. Ellos son náufragos y nosotros nos hemos dado ya por ahogados, y vagamos sin miedo muchos metros bajo la superficie que ellos sobrenadan. Apenas compartimos con ellos la especie. Nuestras vidas tienen que ver con las suyas lo mismo que la de un halcón con una almeja.
- Muy clasista le veo, don Macario. ¿No le estará sentando mal el vino? –dijo Serafín por banalizar tanta profundidad.
- No te tengo por tonto, Serafín, así que no me contradigas ni me contraríes por esa moda, tan vigente como idiota, de la controversia insulsa.
- Dios me libre –dijo Serafín, muy serio ahora, pensando que, tal vez, su compañero iba a contarle algo aún más sorprendente y desconocido.
Sin embargo, el otro calló y estuvo un rato pensativo. Ambos miraban distraídamente a la gente que, ajena a sus honduras, llenaba todos los espacios del bar con su presencia, sus conversaciones y sus voces. El viejo se había trasmutado de repente en un ser cansado, no por la algarabía reinante, sino cansado de verdad, aterido por el frío escandaloso de toda aquella inconsecuencia que les rodeaba.
Al cabo de un rato el viejo dijo:
-Me gustaría poder describir lo que siento. Pero para mí, que no he renunciado a nada en mi vida, resulta difícil. Tal vez tú, Serafín, que eres un ser más puro, alguna vez seas capaz de hacerlo. Puede que ahora ni siquiera lo pienses pero, el día que te llegue la hora de sentir las cosas que se ocultan bajo tanta superficie, puede que hayas aprendido a hacerlo y, sin darte cuenta, lo hagas. Quizás tú, amigo, reúnas algún día el talento necesario para ello.
Serafín, viendo al viejo súbitamente tan marchito y lejano, no abrió la boca. Le miró y sintió como aquél, sin atender a su mirada, apreciaba la caricia atónita y comprensiva de su actitud respetuosa y sorprendida.
Y así, quedaron los dos tranquilos y con las ánimas suspendidas entre el griterío festivo que les circundaba. Conformes a la fuerza. Sumergidos bajo aquella superficie ruidosa.

19 abril 2014

XVIII.- El Renuncia: El proyecto

Dejaron la taberna e iba Serafín a despedirse, para emprender su caminata de vuelta a La Gavina, cuando don Macario le propuso tomar café en su casa.
- Hombre se agradece el detalle pero, si se me hace tarde, tendré que pernoctar en la calle y no me gustaría.
- No se preocupe que, llegado el caso, algo se nos ocurrirá.
Así se encaminaron tranquilamente hacia el pisito antiguo de MP, en la calle de la Madera, que no quedaba lejos.
Era un segundo piso. Según subían los peldaños de madera gastada, percibió Serafín los olores antiguos que impregnaban escaleras y rellanos, pisos, paredes y puertas. Eran una mezcla rancia de humedad y guisos populares los que, entremezclados, daban al edificio un aroma particular que el Renuncia no supo calificar porque, no era desagradable ni tampoco placentero del todo.
Abrió con parsimonia MP los dos viejos cerrojos que cerraban la puerta de su piso y cedió cortésmente el paso a Serafín para que entrase en la vivienda. La luz tenue, que procedía de la única ventana, pasaba a través de una puerta, de cristal traslúcido en su parte superior, que daba desde la pieza principal al minúsculo recibidor. De éste salían otras dos puertas, la una, a una estancia alicatada de blanco y con una cocina económica de hierro fundido sobre la que había un hornillo de butano, y, la otra, a un dormitorio oscuro con un cuarto de baño adosado, pequeño y añejo, cuyos grifos goteaban casi silenciosamente. En menos que tardó el Renuncia en apreciar esos detalles, ya había terminado el viejo de enseñarle su vivienda.
Le condujo luego al comedor, la pieza más alegre por la luz que le venía de fuera. La única ventana era de dos hojas con visillos, cenicientos por el uso y amarilleados por el tiempo, que tuvieron un lejano pasado de blancura. MP le hizo seña de que se sentase.
Serafín se sentó en el sofá, frente a una anticuada librería de formica brillante. MP, con parsimonia, sacó, abriendo la puertecilla abatible de un compartimento del mueble, una botella de coñac mediada y dos copas abombadas, ni grandes ni pequeñas, que llenó sin consultar. Dejó abierta la puertecilla del mueble y así quedó encendida una minúscula lucecita que tenía dentro. Se dejó caer en el único sillón de orejas y alargó una de las copas al Renuncia.
MP bebió un sorbo largo de su copa y fijó después la vista en la pared. Le pareció a Serafín que miraba una foto de una pareja que, sin duda, sonreía esperanzada por lo reciente de su boda. Adivinó el Renuncia que aquel era el fantasma que recordaba a don Macario su implacable soledad diaria. Y, con esa solidaridad espiritual que tanto le gustaba ejercer, ya iba el Renuncia a decir algo amable cuando la voz de MP le cortó el revesino.
- Esta casa es mi ataúd. En ella voy saboreando, a mi pesar, lo inexorable de mi condición, de mi futuro sin esperanza, ni alegría alguna. Aquí degusto a diario mi derecho consolidado al tedio. Siempre he pensado que irme de esta casa sería desertar, intentar vanamente contravenir mi sino, que ya daba, hasta hoy, por trazado. Sin embargo, es éste tan triste y lo tengo ya tan paladeado, que esa locura, que usted me ha propuesto hace un rato, me ha tentado.
- Sí, pero yo…
- No, no hace falta que se justifique. De sobra sé que es una insensatez, una petulancia, por mi parte, atreverme a iniciar un conato de vida nueva. Porque, al fin y al cabo, esa es la condición que tiene para un hombre, a mi edad, iniciar un viaje a pie, sin saber si tengo fuerzas para ello, y, por demás, cuando el camino carece de destino y de finalidad, excepto la del viaje en sí. Es justamente lo que jamás he hecho en mi vida. Por eso estoy seguro de que, independientemente de lo insensata que pueda ser mi osadía, emprenderé una acción por mí nunca intentada y, si le soy sincero, ni tan siquiera imaginada.
- Bueno, yo, fundamentalmente, hablaba en teoría. No quisiera, don Macario, que por mi culpa abandonase usted este paraíso de paz del que disfruta en solitario y, sin proponérselo, se embarque usted también en este mundo de la renunciación sin meditarlo bien.
- Meditaciones razonables son las que atiborran desde siempre el cuenco de mi cabeza. No puedo criticar un día más lo marchito de cuanto me rodea y que, por lo que veo, me lleva indefectiblemente a la inercia, a la anuencia y al desánimo. Y, aún temiendo que me hayas contagiado en parte tu locura, pienso que será más razonable ponerle un punto de ilusión al final de mis días. Aunque sea un inconsciente, como tú, quien me lo venga a sugerir. Al fin y al cabo, la sabiduría quizás tenga más que ver con la ilusión que con lo rutinario.
- No me ofende, don Macario, con su sinceridad. Pues lo mismo que dos manos tiene el hombre y la una se auxilia de la otra, y los viejos segadores llevaban la hoz afilada en la una y la zoqueta roma en la contraria, y siendo ambos instrumentos tan distintos se complementaban,  lo mismo la conjunción de dos espíritus dispares y, a veces, contrapuestos, pueda dar resultados valiosos e incluso sorprendentes en el diario trajinar. Así que, tan pronto como se decida, estaré dispuesto a despedirle y desearle la mejor de las suertes.
- ¿Cómo a despedirme? ¿Es que no piensas acompañarme en acontecimientos tan nuevos para mí? ¿Piensas dejar a este viejo a la aventura, luego de ponerle la miel en los labios? Es tu compañía cuanto necesito para partir, ese es mi equipaje imprescindible. ¿Cuento con ella?
- Me obligará usted a dejar cuanto tengo que, en este momento, es lo que quiero. Mientras que usted hará lo mismo pero por voluntad de buscar cosas nuevas. Tendré que pensarlo.
- Vaya, estaría bonito. Yo creía que eras un renunciador natural y, sin embargo, veo que te sientes atrapado por la situación que tienes, basada en todo lo que no tienes pero circunscrita a un lugar. ¿Ha quedado atrapada tu renunciación por un lugar y una situación? Por lo poco que te conozco, no me cuadra que me digas que tienes que pensarlo. Sepas que contigo cuento y, en principio, mañana nos pondremos, los dos, manos a la obra.
- ¿Cómo manos a la obra?
- Pues sí, porque tendremos que comprar algunos efectos que posibiliten nuestra supervivencia de transeúntes del mundo. Aunque tampoco estaremos siempre al albur, que yo, que no tengo hecho voto alguno de renunciación, no pienso renunciar a mi pensión aunque me disponga a padecer o a disfrutar, que ya ha de verse, con aquello que me ofrezca la vida errante.
- En ese caso, yo, que nada aporto ni aportaré, le ayudaré en todo lo que pueda y, siendo más joven, soportaré las cargas y los trabajos más duros. De otro modo, no podré aceptar.
En ese momento MP se acercó al estante iluminado de donde había sacado la botella y sacó de una caja metálica dos puros finos, tendió uno a Serafín y luego, tras darle fuego, prendió el suyo.
- Fumemos estos cigarros y tomemos estas copas para sellar nuestra sociedad, recién creada, de ociosos errantes. La SOE.
- Fumemos, don Macario.
Y aspiró el Renuncia su cigarro, gozoso de ascender otro grado en la renunciación a instancias de quien menos pensaba.

09 abril 2014

El control de lo nimio

Al llegar al coche, tras unas horas de caminata por las foscas de barrancas y pinares, me estaba esperando la Guardia Civil. Estaban junto al coche que había dejado al amanecer en el culo del mundo. Nada más verles, saqué la munición de los dos cañones de la sobada escopeta y, seguidamente, desmonté ésta. Entonces me acerqué al automóvil de los guardias y uno de ellos se bajó.
-        Buenos días.
-        Buenos días.
-        ¿Al rececho del corzo?
-        Sí. Al rececho.
-        Por favor, carnet de identidad.
Y les mostré el carnet. Luego, las peticiones siguieron con monotonía burocrática: Licencia de armas, guía de la escopeta, seguro de caza, licencia de Castilla-La Mancha, tarjeta del coto, permiso para el corzo, autorización del titular del coto, precinto para la pieza abatida. Para satisfacción de los guardias y, sobre todo, mía, todo estaba correcto.
-        Ha de mostrarnos la munición que lleva. Ya sabe que a la caza mayor sólo está permitido dispararle con bala.
-        Comprueben que sólo llevo balas –dije mostrando el chaleco.
Así lo hizo el guardia y luego dijo:
-        Hemos de ver el macuto por si lleva piezas no permitidas.
-        Sólo llevo en él unos prismáticos, pero aquí lo tienen. Compruébenlo.
Tras de hacer las comprobaciones, me indicaron amablemente que había de abrirles el coche por si en él llevaba alguna pieza cobrada con anterioridad o prohibida.
Abrí el coche y ellos comprobaron que nada de lo dicho había dentro.
Después de todo ello, el guardia me saludó y amablemente dijo:
-        Muchas gracias.
-        Que tengan buen servicio –respondí yo en idéntico tono.
Mientras el coche de los guardias civiles se alejaba me quedé pensativo. Para salir al campo en busca de un animal salvaje, me paré a contar todos los requisitos. Si no me equivoco, fueron doce. Repasé los papeles y los ordené. Volví a guardarlos cuidadosamente en la vieja carterilla y los puse de nuevo en el bolsillo del chaleco.
Según arrancaba el coche, no llegaba a entender cómo era posible, con tanto control para lo nimio, que escaparan de balde tantos defraudadores, explotadores, corruptos y granujas, a gran escala, como pululan por el país. No era posible. No podía ser. Algo fallaba. Sin duda algún matiz se le escurría por sus añejas grietas a mi pobre y caduca inteligencia.