12 abril 2016

El Santo Gómez

La intuición era su mejor don. Gómez, antes de reflexionar sobre lo que le decían, sabía si era cierto. De hecho, había veces que ni siquiera escuchaba la concatenación de razonamientos, con percibir la entonación le bastaba. El lenguaje en ciertas personas, lejos de ser un medio de comunicación, había derivado en herramienta de engaño.
Pero Gómez estaba vacunado contra toda virulencia oculta en la palabra. Las envolventes razones de los abogados patinaban sobre su coraza. Los elusivos discursos de los políticos de medio pelo o de pelo entero, no le confundían. La grandilocuencia de los empresarios, sus ofertas alternativas, sus tentaciones pecuniarias o directamente viciosas no le despistaban. La atención a los tonos, a los gestos, a las miradas le decían más que cualquier razonamiento. Su lógica era tan directa como su mirada, tan insobornable como su ánimo. Y cualquiera que intentara confundirle recibía de él unas palabras medidas, de tan medidas, casi sosegadas y, al aludido, le recorría el espinazo un apabullante escalofrío.
Había gente inteligente que, de inmediato, se alertaba, pero también abundaban los recalcitrantes, presuntuosos o convencidos del poder desorientador de su verbo, que vanidosamente persistían en su actitud. A ésos nunca les interrumpía. Era tan paciente escuchando, como diligente actuando. Sabía que, a aquellos engreídos triunfadores, la vanidad solía cegarles el entendimiento. Dejaba que acabaran sus monólogos. Cuando terminaban aquellas peroratas tan interesadas como poco sinceras, satisfechos de sí mismos, orgullosos del engaño que sabían poner en las palabras, convencidos del efecto, si no convincente sí embaucador de las mismas, miraban sonrientes a Gómez, casi burlones, esperando su respuesta resignada o el abandono de toda esperanza.
-No soy un negociador, no hay duda ni contraoferta. Le agradezco sus palabras y creo en ellas hasta tal punto que, si acaso las incumple, no seré yo, sino usted, el primer sorprendido.
La respuesta de Gómez solía inquietar hasta a los más seguros de sí mismos, pero no a todos. Había quien, como si fuese primo de Dios, se sentía en las alturas más inalcanzables.
Tras el aviso, Gómez solía marcharse sin más, estrechando seca y blandamente, sin ningún afecto, la mano del boquiabierto interlocutor. El aludido, si no era imbécil, sabía a qué atenerse. La actitud  de Gómez convencía a cualquier marrullero del lenguaje de que se había construido a sí mismo una trampa con los barrotes de sus propios razonamientos. Porque, a Gómez, su oficio le exigía rectitud y  contundencia, no flexibilidad. Él era un enviado. Un sembrador de inquietud que, al germinar, florecería en el más implacable de los desasosiegos. Ese que, de no abortarse, lleva a la agonía. Pocos saben hacerlo.

Cuando la policía indagó sobre aquel racimo de muertes inesperadas, extrañas e inquietantes, la superioridad ordenó mantener los detalles en secreto. Todas tenían un punto en común: ocurrían durante el sueño, cuando toda argucia de la razón quedaba laxa.
En ninguna se observó indicio de violencia. Sin embargo, los investigadores no tardaron en descubrir que todas aquellas personas habían sido visitadas por Gómez meses antes.
Pero, aunque la aparición de aquellos óbitos en la prensa fue inevitable, ninguna autoridad divulgó la extraña relación entre ellos.
Los testigos de las visitas de Gómez cayeron en la cuenta de que sólo ese nombre sabían de él. ¿Cómo aquel tipo había tenido acceso a todas aquellas personas? Ni los propios servicios de seguridad privados, que muchos tenían, se lo explicaban ahora.
Distintos potentados: unos banqueros, otros empresarios, algunos políticos habían muerto en los últimos meses. Las bajas eran muy numerosas y todas eran personas muy conocidas. Y el mismo rey, ante estos hechos, tenía últimamente una alarmante cara de tristeza. La lividez de sus ojeras así lo delataba. Pero, ¿cómo no iba a tener el rey cara de tristeza?
Todo el engranaje del poder estaba alarmado. Ojalá hubiesen podido achacar aquellas muertes al terrorismo, ojalá que hubiesen muerto también personas normales a las que, con muchísima razón, solían llamar inocentes. Entonces hubiese sido fácil decir que aquella siembra indiscriminada de terror era un azote para la democracia y un ataque frontal a la convivencia. Pero no, todos los fallecidos estaban implicados en la corrupción a gran escala y todos murieron en la cama y sin violencia. El poder no sabía a dónde agarrarse para salir por encima como, por otro lado, tenía por costumbre inveterada.
Los medios de comunicación quisieron enlutar al país entero. Hicieron un gran esfuerzo, hay que reconocerlo. Pero, ni siquiera los más afines a la ley y al orden, o sea, al gobierno, pudieron lograrlo.
No podía haber luto con aquel jolgorio. La gente, ante aquella cadena sorprendente de muertes, se había echado a la calle, cantaban himnos, se abrazaban y hasta muchos dieron en volver a viejas certidumbres, esas que sostenían que el Altísimo castiga sin palo ni piedra. Pero, claro, la Iglesia no podía hacerse eco de tales sentimientos sino en teoría, porque, observarlos así en directo y regocijarse en ellos con el vulgo, no era propio de buenos creyentes. El piadoso espera la justicia, la más plena justicia imaginable, pero, eso sí, solamente en el Más Allá. Aquello de que las cosas ocurriesen implacablemente, con certera coincidencia, en la vida presente, tenía a los obispos y al clero muy desorientados. ¿Qué íbamos a dejar para la vida eterna? Lo que estaba ocurriendo era un fraude de ley, un abuso, una usurpación del poder de Dios. Eso no estaba bien, como siguieran las muertes de indignos a ese ritmo, se corría el riesgo de dejar a la justicia divina sin trabajo.

Fue una indiscreción o, tal vez, un repentino ataque de amor a la verdad, lo que hizo que aquel policía filtrase la noticia: Tras todas las muertes, había un tal Gómez.
Todos los periódicos, las cadenas de radio y de televisión, todas las tertulias, las revistas del corazón y hasta los informativos de la cadena estatal lo divulgaron. Pero Gómez jamás apareció. No se le podía acusar de nada pero, por si acaso, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, adivínenlo ustedes: “No descartaban ninguna hipótesis.”
Pero la gente, por una vez no defraudada por aquella justicia, la que fuera, llenaba los estadios de fútbol, basílicas de la moderna religión, con sus cantos gozosos:
Oé, oé, oé, oé, Gómez, Gómez
Oé, oé, oé, oé, Gómez, Gómez
Y todos pudimos asistir al milagro del, ya considerado santo, viendo cómo las aficiones más dispares (verbigracia: Barça y Madrid) se abrazaban celebrando al unísono el renacer de la fe que, en sus conciencias, aquel santo desconocido había suscitado.
Góooomez, saaanto.
Góooomez, saaanto.
Los inocentes hacían la ola.

10 abril 2016

El anhelo de Manolo

Manolo, primeramente interesado, luego obsesionado y finalmente torturado por su quimera, recurrió a todo. 
No volcó en mí sus inquietudes por voluntad propia, sino porque el acaso me puso en su camino. El azar, que rige los encuentros fortuitos, puede, en cualquier momento, ponernos al alcance de cualquier desaprensivo.
Hacía muchos años que no nos veíamos. Así que me quedé perplejo cuando, al toparnos, me espetó por saludo:
-Amigo, tengo que confiarte mis inquietudes -dijo circunspecto.
-¿Y por qué a mí? -contesté, tan temeroso como sorprendido, por la vehemencia del extraño saludo.
-Porque “Amicus is tamquam alter idem” -sentenció implacablemente.
Yo, lo reconozco, fastidiado, estuve a punto de soltar “No me jodas, Manolo” pero, mientras intentaba recordar el florilegio latino y los buenos modos, contesté cortesmente:
-¿No puedes ser más específico?
-Sí, ya sabes que un amigo es lo mismo que otro yo -pronunció, muy elato, con sobria seriedad y tono trascendente.
Titubeé un segundo entre decirle la mucha prisa que tenía o mostrar mi curiosidad, como siempre conviene, disfrazada de filantropía. Elegí lo segundo y, para hacérselo patente, contesté con solemnidad:
-Habla amigo: “Homo sum, humani nihil a me alienum puto” -queriendo mantenerme a su altura.
Debió ser él, en ese momento, el sorprendido traicioneramente por el manido florilegio, pues dudó un instante, descendió de su altura y, para obligarme a traducir, dijo en un tono ambiguo, casi triste:
-Veo que no quieres mojarte.
-Al contrario digo que hombre soy y nada humano me es ajeno. Por tanto, mi respuesta está clara –dije, eludiendo elegantemente mentar la curiosidad que sentía.
-Siendo así, por qué me hablas en latín.
-Por dos razones: la primera, porque tú has empezado y, la segunda, porque “Quidquid latine dictum sit, altum videtur” que, como sabes –dije con condescendencia- quiere decir que cualquier cosa que se diga en latín, suena más profunda.
Con gesto hastiado y una mirada algo hosca Manolo dijo:
-Bien, dejemos el latín.
-Sea.
-Pero entremos en esa cafetería y sentémonos un rato que, lo mío, requiere tiempo y atención, amén de una sensibilidad que te supongo.
En silencio, frente a frente, nos sirvieron café. Tras dos minutos con la mirada perdida en el remolino de su cucharilla removiendo el azúcar imaginario que no echó en el café, Manolo comenzó a hablar:
-Los ingleses dicen “get to the point” pero los españoles, más agrícolas y rurales, solemos decir “No te andes por las ramas” o “Ve al grano”. No obstante, debo advertirte que mis indagaciones pueden sumirte en un océano de controversias y malas interpretaciones. Porque lo mío ha sido un imbuirme, durante años, en una exploración arriesgada: La espiritualidad de la mujer. ¿Estamos?
-Estamos.
-Ya sabrás, amigo mío, pues sé que tu educación fue esmerada, que la filosofía es el saber que se busca, tarea, por tanto, esencialmente inconclusa. Yo, sin renunciar a la filosofía, he buscado un objetivo más concreto y asequible: la mujer. Pero, aún he querido ser más específico y, para evitar cualquier elemento “distractor” en mi tarea, me he centrado en su cuerpo, en el secreto de esa arquitectura.
-¿Pero no era la espiritualidad lo que buscabas?
-Exactamente, pero como ya intuyó el sabio de Aquino: “Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu”. Y eso me ha llevado a pensar que la espiritualidad que emana de la mujer ha de estar en su cuerpo, que es lo primero que nuestros sentidos perciben de ella.
-Bien, continúa –dije muy contento de recordar el último latinajo.
-Pues bien, amigo, ahí han comenzado mis indagaciones y también mis problemas. No te ocultaré que ya nacieron en mí estas inquietudes observando en mi infancia la estructura corporal de hermanas y primas. Sin embargo, apenas iniciada mi atracción curiosa hacia ellas, mi madre, sin entender yo la razón, me vetó definitivamente el acceso a esas admirables criaturas, en los momentos gozosos de las siestas y, mientras ellas sesteaban en la misma habitación, yo me vi condenado al ostracismo. Pasó el tiempo pero mi inclinación se acentuó y, con ello, tuve mis primeros accesos a amigas y novias.
-Bueno, supongo que con eso tu curiosidad se saciaría.
-Pues no fue así. Mi excitación sobrepasaba siempre a mi curiosidad y, de continuo, la acción se anteponía a la contemplación y mi vehemencia por tocar, y por otras acciones que acaban en ar, interrumpían el proceso científico que, como todo el mundo sabe, se basa en la observación.
-Bien, pero sé que te casaste. Supongo que, al menos con tu mujer, tendrías tiempo sobrado para la observación científica.
-Debo reconocer que, en un principio, tampoco. Pero, pasadas las ansias y urgencias de los primeros meses, le conté mis anhelos de explorar la espiritualidad a través del cuerpo desnudo de la mujer, sin ejercer sobre él ninguna acción que no fuese la contemplación sostenida, concentrada, sistemática, mientras mi mente analizaba cada rasgo buscando el arcano que su cuerpo encierra y que siempre se apropia de los pensamientos del hombre, sin palabras, sin hechos, sin motivo alguno, simplemente por su mera pasiva presencia.
-¿Y resultó?
-Sólo en parte. En un principio ella se prestaba, pero tras horas de permanecer desnuda en el lecho mientras yo la observaba, terminaba por impacientarse y me urgía a la acción o, aburrida y cansada, terminaba por dormirse. Una noche, por complacerme en mi observación científica, terminó por dormirse desnuda y yo pasé todas aquellas horas escudriñando su cuerpo: sus proporciones, sus curvas, sus pliegues, el dibujo variado de sus senos al moverse, la vulva con sus sombras, las corvas de las piernas, las ingles, la cintura, el vientre, el grácil cuello, la cabeza, los pómulos, las axilas, el vello, el juego de luces de su piel y su pubis, en fin, toda la estructura de su cuerpo femenino que, poco a poco, me iba desvelando el secreto que constituye la esencia de la mujer y que, dando muchas horas para el pensamiento masculino, no es posible definir y concretar. Fue una de las noches más provechosas de mi vida. Al tiempo, yo pensaba que si los místicos, en la terca observación de un ser incorpóreo y además divino, habían llegado a indiscutibles conclusiones e incluso al éxtasis, producido por la contemplación de lo inasequible, a mí, con mucha más facilidad por tratarse de un cuerpo tangible y humano, había de llegar un momento en que me sucediera lo mismo y diese con la clave de esa espiritualidad que tanto me obsesiona y siempre se me escapa.
-¿Lo conseguiste?
-Quiero pensar que estuve a punto de ello, me pareció que estuve en un tris de lograrlo, de ver nacer la flor de una luz nueva en mi cabeza, pero, desgraciadamente, ya no pude volver a mis observaciones.
-¿Se negó tu mujer a seguir colaborando?
-Peor que eso. Aquella mañana se levantó tosiendo y me hizo responsable de la pulmonía que cogió gracias, según ella, a mis excentricidades visionarias. Y, no conforme con acusarme de la acción de los caprichosos patógenos sobre su organismo, me espetó que, desde aquel día en adelante, tenía su venia, si era eso a lo que pensaba dedicarme en la cama, para irme con prostitutas o con cualquier loca que se prestara a mis absurdas obsesiones.
-Lo dejaste entonces, ¿no?
-Imposible, mi vocación me arrastraba, aquel amanecer espiritual que vislumbraba me atraía como un imán a un clavo. Hice caso a la indicación de mi mujer. Frecuenté prostíbulos, bailes de separadas, divorciadas, solteras, bares de copas, centros sociales, academias de baile, playas nudistas y locales de todo tipo. Y, aunque gasté una fortuna, todo fueron problemas. Yo buscaba una mujer neta, sin aditivos, un cuerpo que oliera a cuerpo, un pelo natural y todo lo quería, en la mujer, sin artificios. No hablemos ya de cirugía estética, tintes, tacones, postizos, lencería exótica, maquillajes, etc. No era difícil que algunas quisieran ir contigo a la cama y, a las prostitutas, bastaba con pagarles. Pero era imposible que prescindieran de todo lo que yo llamo complementos y que acabo de enumerarte en general. Además, cuando les contaba lo que en mi cita pretendía, todas se lo tomaban a guasa y les parecía una de las excusa más tontas que habían escuchado de alguien que les quería echar un polvo. Cuando se cercioraban de mis intenciones, ya era tarde. Gran decepción la mía, no había modo de concentrarme: interrumpían mi observación con palabras de impaciencia o con ironías o se levantaban despechadas y se iban, incluso, a veces, me despedían con un cóctel de insultos aliñado con las palabras maricón, psicópata, mirón, pervertido, cabronazo y otras aún peores. Prefiero no hablarte de esta nefasta experiencia porque, con lo que te he contado, estoy seguro que te has hecho una idea. Fue decepcionante. Mis indagaciones sobre esa comunicación no verbal, sin sonidos, sin gestos, el intento de descifrar el magnetismo que emana de los cuerpos femeninos en sí, fue un fracaso. Es mucho más paciente Dios, dejándose contemplar, que cualquier mujer, puedo asegurártelo. Qué suerte tuvieron los místicos, y aún los que a la mística piensen dedicarse, porque Dios seguirá inmutable. De las mujeres, lo lamento, pero no puedo decir lo mismo.
-Entonces, debo deducir que ya has abandonado.
-Pues, estaba a punto. Pero hace unos días ocurrió lo inesperado, el portento. Descubrí una mujer que me llamó la atención: ningún güiñigüiñi en el pelo, ninguna tintura, sin maquillajes, ni siquiera rojo de labios, sin una sombra, sin un rimel, ninguna alhaja, una camisa lisa, un sencillo traje chaqueta, ningún perfume, medias corrientes y zapatos bajos. Todo ornato era un diminuto crucifijo de madera. Si hubiera sido un hombre, hubiese dicho: “Ese es mi hombre” pero como, tratándose de una mujer, la frase es sólo posesiva, únicamente la observé y la seguí discretamente. Compró un periódico y se sentó en una terraza. Me presenté a ella tan formal y educadamente como pude: “Disculpe que la moleste, me llamo Manolo Doncel y, si me permite, me gustaría hablar con usted”. Ella, claro, me miró sorprendida y, tras una leve vacilación, me invitó a sentarme frente a ella y me dijo que se llamaba Milagritos. Enseguida le dije que estaba trabajando en una tesis sobre la espiritualidad de la mujer. Al escuchar mis palabras, se le iluminó el rostro. Me dijo que nada más agradable podía haberle dicho y que de inmediato se lo comunicaría a su director espiritual, pues ella era muy religiosa y, en su círculo, estaban interesadísimos en el tema. Me dio una dirección y se despidió muy atenta dándome la mano.
-Y, por fin, has conseguido acabar con tu tarea. ¿Has encontrado la observación perfecta?
-No lo sé, pero tengo muchas esperanzas. Hace una semana estuve en la dirección que me indicó. Ella me recibió y, enseguida, me presentó a un sacerdote, un hombre maduro que vestía traje con alzacuellos. Durante un buen rato me escuchó. Me miró con mucha atención como si calibrase mi solvencia ética e intelectual. Finalmente me dijo: “Nuestra Obra, quizás más que ninguna otra institución dentro de la Iglesia Católica, está decidida y obtusamente empeñada en defender a ultranza la espiritualidad de la mujer. Su iniciativa nos parece loable, pero mi responsabilidad, como miembro numerario de la Obra, me compromete a salvaguardar la honestidad y la pureza de Milagritos, que también es miembro, no numerario pero importante, de la Obra. Así pues, Milagritos y el resto de hermanos y hermanas en Cristo, que componemos esta congregación, le autorizamos a usted a las observaciones que nos propone bajo dos condiciones: la primera, que firme usted, ante notario, este certificado de cohabitación casta y, la segunda, que tome usted, una hora antes de cada observación, un comprimido de este fármaco.”
-Y, ¿has aceptado?
-Por supuesto, comienzo el próximo lunes tras una misa al Espíritu Santo para que inspire el éxito de esta nueva empresa.
-¿Cómo se llama la medicina?
- ARGAIV y me han dicho que, sin mermar los sentidos físicos, para la concupiscencia es lo mismo que el Cristo al Anticristo.
-¿Tienes fe en conseguir finalmente tu objetivo?
-Si te soy sincero, menos que nunca.
-Pero, ¿Por qué? Si ahora lo tienes todo a favor, incluso a la Iglesia.
-Porque, porque… Porque, tío, tú no sabes cómo me pone Milagritos. ¡Uaaggggg!
-Vale, Manolo. Tómate algo.


03 abril 2016

Belesa (Plumbago Europaea)

Uno, al cabo de los años, descubre algunas veces las razones de aquellas cosas que, en su día, le parecieron misterios insondables. Entiendes que los demás quisieron ayudarte, bien con sutiles indirectas, o bien con palabras dirigidas a otros pero que, con tu buen criterio, debieras haber considerado admoniciones personales. Y es que, en general, la gente tiene un respeto y no le gusta señalar.
Por eso, sólo con la edad, comprendí aquella afición de algunos confesores a administrar el sacramento del perdón, especialmente a los muchachos jovencitos, por la puerta principal del confesionario, abrazándoles confianzudamente para, tapados por la cortinilla morada, animarles mejor, susurrándoles en la oreja y acariciándoles la nuca, a descargar el peso de sus culpas.
Otras veces son las indiscreciones las que, por muchos años que hayan trascurrido, te revelan la verdad. Así pude enterarme cómo fue que aquella noviecita, que transido de amor fui a visitar a las fiestas de su pueblo, insistió tanto para que no me quedara al baile, so pretexto de la beligerancia de su iracundo padre contra nuestra relación. Y, aunque yo la creí y regresé, igual que fui, caminando los quince kilómetros hasta mi casa, no se rompió mi amor ni mi fe en ella. Y ya la tenía en el olvido cuando, lustros después, el amigo de entonces, que se pegó con ella la fiesta aquella noche, me dio, tomando copas, el indicio que yo desconocía.
Estas verdades, que uno ignoró en su día, evitan enormes disgustos y hasta concitan risa pues, aunque la credulidad es la base de los mayores ridículos, la ignorancia del crédulo le sirve de antídoto. Y sólo se pasa vergüenza en diferido, o sea, con muchos años de retraso, lo que viene a ser, casi, como vergüenza ajena.
Pero dejando estos ejemplos, de los que en mi sagaz vida colecciono para dar y tomar, hoy he descubierto otro misterio del pasado.
Ha sido por mi afición a las palabras y a los libros. Pero si bien hoy he conocido su desenlace, la trama comenzó en los lejanos tiempos de mi mocedad.
En aquella época todos los veinteañeros andábamos cieguitos tras aquellas bellas muchachas apenas salidas de la adolescencia. Y, aunque todos nos sentíamos galanes e incluso, alguno el mismo Apolo, jamás ninguno consiguió emular nunca los éxitos románticos de “El Chicle”, también conocido como “El Abeja”. No nos explicábamos los éxitos amorosos de aquel tipo flaco y larguirucho, como espigado, con nariz de apagavelas y algo dentón. Y, como ninguno le tragábamos, le llamábamos el Chicle, y, por su afición de andar por el campo buscando flores, el Abeja. Lo cierto es que Longinos, alias el Chicle y el Abeja, era estudiante de farmacia y, a la vez, mancebo en la del farmacéutico titular don Apapurcio Cordával y Chorrón.
Pasaba Longinos muchas horas por los campos, recolectando plantas, hojas y flores en su zurrón, conocía sus nombres científicos que, dichos en latín, sonaban como escupitajos tan esquivos, que patinaban hasta por las memorias más adherentes. Y, según nos contaba, en los raros momentos en que conseguía nuestra atención, con todos esos hierbajos se podían preparar infusiones, decocciones, maceraciones, inhalaciones, cataplasmas, emplastos, compresas, jarabes, tinturas, jugos, pomadas, hacer enjuagues y gargarismos, tomar baños o hacerse lavados. Y ponderaba tanto y tan pesadamente sobre las inefables cualidades de aquellas substancias, que todos nos negábamos a aguantar sus monótonas peroratas. 
Pues bien, hete aquí que toda muchacha que accedía a acompañarle a la farmacia salía de ella, tras un par de horas, obnubilada por Longinos. Ninguno nos lo explicábamos pues las chicas que no le conocían no sentían ninguna atracción por él.
-¿Qué te parece Longinos, Candelitas?
-¡Huy! ¡Huy ése! Ése es más feo que un muerto con mocos.
Bien, pues a pesar de que, más o menos, todas coincidían en el dictamen, aquélla que le acompañaba a la farmacia indefectiblemente sucumbía. Y, tras conocer el desfile de beldades por la penumbra de aquella rebotica, todos llegamos a la conclusión de que Longinos, con toda su repelente fealdad, lograba su objetivo: jodía más que una mota en ojo.
Finalmente una de aquellas seducidas por el himenóptero, al que por sus triunfos en los asuntos del himeneo, comenzamos a llamar “El Zángano”, nos habló de una planta llamada Belesa.
No quisimos saber más. De inmediato le exigimos a Longinos que nos enseñara su secreto, que lo compartiera con nosotros, que no podía seguir acaparando el bien común.
Él nos dijo que no fuésemos tontos, que la Belesa era una planta que tenía pocos usos medicinales y que, si para algo sirvía, era para los dolores de muelas y que por eso se le llama también Dentalaria. Y, como no le creímos, uno con dolor de muelas se ofreció a probarla. Longinos, moviendo condescendientemente la cabeza, se la administró y el improvisado paciente, tras masticarla, sufrió tal inflamación generalizada de toda la boca que, efectivamente, olvidó al instante el dolor de muelas.
Pasaron los años. Los estudios, los trabajos y las ocupaciones nos disgregaron. Longinos era hasta hoy sólo un recuerdo
Esta mañana ha caído en mis manos casualmente un libro de Botánica. Al abrirlo al azar ha aparecido Belesa (Plumbago Europeae), también conocido por Dentalaria. He recordado al instante al bueno de Longinos y, antes de leer el artículo, casi me he enternecido. Sin embargo, al leer esto:
“…empleada su infusión por sus propiedades narcóticas e hipnóticas, de donde proviene la etimología del verbo embelesar…”
He atado cabos.
Cómo las urdía el cabrón del Zángano: las embelesaba. Las tenía embelesaditas.
Si es que, de otra manera, no podía ser.